Capítulo 18

Del jueves 15 al domingo 18 de marzo del 2008 Vacaciones de Semana Santa

En el mes de febrero comencé un año más a impartir los cursos de la universidad después de haber revisado afanosamente el material del que iba a echar mano en las aulas.

Dada la eficacia de Vanesa como colaboradora en el dificultoso trabajo de campo sobre el maltrato y convencida de que tenía talento para investigar, le insistí para que se inscribiera en los cursos de doctorado. Al finalizarlos tenía que realizar un trabajo de investigación que yo le dirigiría. Lo tituló: Exmujeres maltratadas: recreación de la identidad femenina tras vivir en casas de acogida. Aquella primera aproximación al tema que había elegido conllevaba trabajar en una casa de acogida, lo que le mantenía en un estado permanente de agotamiento y tensión emocional. Su colaboración con el proyecto sobre los hombres que maltrataban hacía meses que había finalizado.

Vanesa, como investigadora inteligente y muy trabajadora, finalizó la tesina y resultó candidata al premio extraordinario entre los investigadores de aquel año en el Departamento de Antropología Sociocultural de la Universidad de Barcelona. En su presentación pública explicó el objetivo último de su investigación. Pretendía contribuir a que las mujeres que vivían en casas de acogida renovaran su visión sobre cómo vivir las relaciones de pareja al reincorporarse en la sociedad.

Durante ese año 2008, en el que finalicé el proyecto de los hombres, Vanesa continuó entregada a su trabajo e investigando en casas de acogida para mujeres maltratadas; y también durante mucho tiempo después.

Habitualmente cuando llegaban los días festivos de la llamada Semana Santa me dedicaba a descansar. Aquel año consideré que, como hacía poco tiempo había viajado a Gaucín y se avecinaba la fecha para el cierre de la subvención del ministerio, la verdadera manera de descansar era seguir trabajando.

Lo que en aquel momento debía hacer era redactar el texto. Era la etapa más deseada y a la vez la más comprometida. No era sencillo exteriorizar la experiencia del trabajo de campo que ahora me permitía mirar a la cara, sin exasperarme, a hombres que maltratan a la pareja mujer.

Durante los años que pasé realizando la investigación había permanecido expectante al estar frente a aquellos hombres. Me propuse el objetivo de observarlos, escucharlos, respirar con ellos su angustia, su osadía, su ignorancia y sus intolerantes doctrinas. Sentía que lo había conseguido. Aquella era la fórmula que había ideado para escrutarlos. Pero el objetivo de aquel trabajo era cumplir con la solidaridad y el compromiso que me había auto asignado de cooperar con las mujeres maltratadas.

El primer día que me encerré en el estudio con el objetivo de redactar me sentía inquieta. Respiré profundo varias veces. Temía que el resultado de aquel propósito fuera un fracaso. Intentaba abandonar aquella agitación mientras recapitulaba la gran aglomeración de datos, ideas y conjeturas que había ido anotando y que estaban dispersas por innumerables carpetas y libretas.

Pretendía concentrarme solo en redactar el proceso intelectual que había vivido durante el trabajo de campo.

Escribí.

Investigo partiendo de la hipótesis de que los humanos nacemos sin identidad (de humanos) y que nos la vamos construyendo y recreando a lo largo de la vida. Y que los hombres que maltratan a la pareja mujer ocultan que tienen problemas con la recreación de su identidad masculina.

Esas palabras son ciertas —pensé—; pero al escribirlas me sobrecogí.

Había estado tan cerca de mujeres que tenían una pena infinita grabada en su rostro, que me irritaba afirmar que ellos tenían problemas con su hombría. El enfoque que me había permitido investigar el porqué del maltrato me devolvía una respuesta que, como mínimo, resultaba muy incómoda.

Sin poder evitarlo acudían a mi mente las mujeres que me habían mostrado su cara, brazos o piernas rajadas por navajazos o cuchilladas del hombre al que habían amado. Y también las imágenes de mujeres repletas de brutales moratones por apaleamientos de la pareja.

Me levanté de la mesa. Me puse a hacer algunos ejercicios simplones con los brazos y las piernas. Me constaba que el honor vivido por todas aquellas mujeres se debía al conjunto de ideas y estrategias que durante siglos habían regido la vida en sociedad.

Hacía esos ejercicios con intención de serenarme y ordenar las ideas.

Antes de sentarme para continuar escribiendo me juré ser fiel a lo que había reflexionado sobre por qué tantos hombres maltratan a la pareja.

Seguí anotando.

He trabajado concibiendo que no se trata de que los humanos tengamos una o dos o varias identidades —como hay quien defiende— sino que la identidad nos la vamos redefiniendo a lo largo de la vida, sobre todo a partir de las prácticas sociales que ejercemos. Necesitamos que las personas que nos rodean nos tengan en cuenta como a una más dentro del orden de la sociedad en la que habitamos.

La adscripción al entorno en el que vivimos implica ejercer las actividades sociales que los actores de nuestro medio consideran admisibles para vincularnos a ellos. Sin olvidar que son prácticas y costumbres que continuamente modificamos.

Levanté la cabeza de la pantalla del ordenador, y con el gesto congelado medité sobre el hecho de que muchos de los hombres que maltratan a la pareja pasean por la calle como si tal cosa. Participan de la vida social como si nada hubiera sucedido. —A renglón seguido añadí—: Menos mal que hoy no es admisible que un hombre maltrate a la pareja y los que son denunciados y reconocidos como tales acaban en la cárcel.

Es evidente —pensé— que la marginación que padecieron las mujeres de la familia de Carmen fue a consecuencia de que una de ellas, la de Gaucín, al tener un hijo soltera, infringió algunas de las costumbres de aquel momento histórico. Está claro que las personas de su entorno no admitieron que atentara contra aquellas leyes, por lo que su descendencia heredó el castigo de la desvinculación y la marginación.

También es cierto que en idéntico momento histórico de la mujer de Gaucín existían otras personas que padecían marginaciones. Aquellas que por su color de piel, por ejemplo, en determinados contextos eran esclavizadas e incluso matadas con absoluta impunidad. Y todo por unas leyes sociales masculinas ideadas arbitrariamente, doctrinas que, en este caso, han evitado instaurar la empatía con cualquier ser de la misma especie como fundamento.

En fin —seguí redactando—, la razón de estas disquisiciones sobre cómo nos adscribimos individualmente a la vida en sociedad y sobre algunos de los conflictos que se dan en ese proceso reside en lo siguiente.

Sabemos que los hombres que maltratan a la pareja suelen alegar que la mujer está loca —en mi caso todos los que entrevisté lo hicieron—. Su intención con ese calificativo es dejarlas fuera del juego social, culpabilizarlas de todos los hechos acaecidos, con lo que ellos tienen el privilegio de tomar las riendas sobre cómo dirimir los asuntos comunes.

Me apresuré a añadir y aclarar lo que sigue.

Cuando a una persona se la califica con atributos tan potentes como el de que está enloquecida lo que deviene es marginarla del juego compartido. La definición de quien está, o no, desquiciado varía según las distintas tradiciones y culturas. Ahora bien, todos los pueblos tienen en común que son los propios protagonistas quienes definen cuándo y por qué causas se puede afirmar que alguien está enloquecido.

En nuestra tradición siempre han sido los hombres quienes han diseñado y repensado cuáles son los comportamientos adecuados para vivir en sociedad. Ellos han sido históricamente quienes han definido si una persona actúa, o no, según la normalidad que han acordado.

Quiero denunciar que, en efecto, la mayoría de aquellas mujeres inmersas en el maltrato de pareja se hallaba en un estado emocional no solo vulnerable, sino vapuleado. Ellos las habían torturado metódicamente y luego denunciaban que estaban locas.

No creo que sea necesario, ni es mi intención, dar a conocer lo que hacían esos hombres para lograr su objetivo, pero sépase que las habían torturado utilizando diversas artes, todas bajeras y de manera muy concienzuda.

Sin darme cuenta había llegado el momento de reflexionar sobre una pregunta concluyente. Me detuve un instante.

¿Por qué tantos hombres se obstinan en destrozar psicológica, física y socialmente a la pareja? ¿Qué organización social heredada es la que aún propicia que se ejerzan esas prácticas?

La trama sociocultural que permite estudiar esas preguntas —afirmé— es sencilla.

La tradición en multitud de sociedades —y desde luego en las nuestras— ha marcado lo siguiente:

a. A los hombres se les debe adiestrar en la obligación de decidir y repensar cómo debe ser la vida en sociedad. El cumplimiento de esta obligación, y la aceptación de lo que en su conjunto acuerden, le proporcionará a cada uno la categoría de verdadero hombre.

b. Son decisiones que ellos deben tomar prescindiendo de la voz de las mujeres y comprometiéndose a actuar para que ellas obedezcan sus acuerdos. Sobre cada hombre recae el deber y el privilegio de vigilar que la pareja acate la lógica masculina acordada. Cumplir este deber les permite adquirir y recrear la categoría de hombres auténticos.

Es evidente, sin embargo —añadí—, que no todos los hombres de una sociedad comparten las mismas ideas sobre qué estrategias utilizar para organizar la vida en común. La presencia de diferentes partidos políticos, la existencia de cosmologías o religiones distintas, e incluso las muy diversas capacidades económicas entre las personas anuncia —entre otras cosas— que existen desiguales propuestas masculinas sobre cómo asociarse.

Ahora bien —quise remarcar—, son los hombres quienes han ideado y gestionado todas las ideologías. Es más, todos los hombres de la sociedad están abocados a participar del acuerdo de convivencia que entre ellos han pactado, convenido o asumen dictatorialmente.

Por otra parte, cada hombre vive de acuerdo con una ideología política, o pertenece a un grupo de hombres con el que comparte determinadas creencias religiosas o, en fin, participa de alguna de las muchas formas de asociación que han ideado para agregarse.

En ese momento quise interrogarme sobre qué había señalado la tradición de las sociedades patriarcales acerca de la capacidad de las mujeres para asociarse.

La respuesta era incuestionable. La vida compartida en esas sociedades ha sido ideada y articulada de tal manera que las mujeres sí podían asociarse, a pequeña escala, para manejar algunos asuntos llamados domésticos; pero debían permanecer rigurosamente proscritas a la hora de participar en la ideación y diseño de nuevas estrategias sobre asuntos colectivos.

Actualmente en sociedades machistas como la española la situación está cambiando, solo que el trayecto de equiparación entre hombres y mujeres no es cosa de un día.

Entonces me puse a recapacitar sobre qué era lo más extraordinario del organigrama que los hombres han ideado y dirigido durante siglos.

Esa tradición ha marcado que los conflictos que un hombre pueda sufrir al relacionarse con los otros hombres, se trate de asuntos laborales o de cualquier otra índole, debe resolverlos él solo o con otros hombres. A la pareja mujer debe mantenerla siempre al margen (son cuestiones exclusivamente masculinas).

Además, como sabemos, a los hombres se les ha enseñado que la pareja debe representar la particular manera de vivir en sociedad que él entiende y comparte con el grupo de hombres que le vincula al todo social. Es decir, que la identidad de los hombres machistas ha estado exclusivamente en manos de los otros hombres y bajo el cumplimiento de esas estrategias.

En ese momento clavé la mirada en la impresora que tengo junto al ordenador y reposé por un momento. De inmediato continué escribiendo.

Estos principios tan generales que acabo de exponer son, precisamente, lo que tienen en común todos los hombres enraizados en el orden de las sociedades machistas.

Desde luego, si observamos desde este punto de vista a los hombres que maltratan, se entiende por qué cualquier hombre machista —esté adscrito al partido político que sea o tenga la situación económica que sea— puede convertirse, en menos de lo que canta un gallo, en un maltratador.

Se trata de hombres que solo adquieren su identidad como tales si reproducen ese entramado: vivir asociados a otros hombres de su entorno, dominar a la pareja mujer y actuar, por encima de todo, como cómplices del conjunto de los hombres de su sociedad.

Como un rayo ironicé balbuceando: la alianza entre los actores masculinos de este tipo de sociedades es formidable.

A continuación me quedé muda y añadí: sin embargo esa alianza masculina es, a todas luces, deshonesta para con las mujeres.

Y seguí escribiendo.

Los hombres que actúan inhumanamente maltratando o matando a la pareja lo hacen arropados por esas máximas. Es decir, que a veces un hombre maltrata a la mujer porque él vive conflictos personales y laborales en relación con los demás hombres, asuntos que no debe compartir con la pareja mujer porque, de lo contrario, sería tratarla de igual a igual.

Pero es evidente que los conflictos sociales que él vive con sus iguales recaen y afectan a la relación de pareja. Es en ese marco en el que a ella la convierte, sencillamente, en víctima de sus discordias con otros hombres. Porque la presión que sobre él ejercen sus iguales provoca malos entendidos en la relación de pareja y él debe mantenerse en silencio ante la mujer sobre lo que le sucede.

Sin embargo, maltratarla a ella en esas circunstancias le supone a él ejercer una actividad machista que refuerza su hombría, la que sus aliados le están poniendo en evidencia al marginarlo.

Rematé aquellas cavilaciones exclamando, casi en voz alta, algo muy evidente: ¡vaya mezquinas fórmulas hemos inventado los humanos para relacionarnos entre mujeres y hombres!

Sentí un escalofrío, estornudé e inmediatamente seguí anotando.

Otras veces resulta que el hombre maltrata a la mujer porque cree que ella, con las actividades diarias que realiza, está poniendo en entredicho su hombría. Eso ocurre si, por ejemplo —y entre muchas otras posibilidades—, ella actúa de manera renovada y acorde al objetivo de nuestra actual sociedad: que las mujeres abandonen la sumisión a la pareja.

Así que los hombres que mantienen una relación convencional de pareja, es decir, sin complicidad y sin un tú a tú, convierten a la mujer, tan ricamente y con gran facilidad, en víctima de sus creencias y de las circunstancias que ellos viven. La apalean y ya está.

Y hasta hace bien poco esos apaleamientos no eran motivo del rechazo social; menos mal que hoy existen leyes que ponen freno a esa impunidad amoral.

Redacté esta última frase. Guardé lo que acababa de escribir en el ordenador y me fui a preparar algo para comer a pesar de que tenía el estómago bastante encogido.

Puse la televisión. Coincidió que dieron la noticia de que aquella misma mañana un hombre había matado a la pareja. Tomé algo de fruta delante de la pantalla del televisor, un poco de chocolate negro y nada más.

Quería volver rápidamente al estudio para continuar escribiendo y finalizar cuanto antes aquellas reflexiones. Durante mucho tiempo las había ido elaborando tranquilamente en la cabeza y las había anotado en libretas. Sin embargo al redactarlas temía que resultaran inservibles.

Regresé al estudio en un periquete. Releí lo que había escrito y me dije que lo expuesto hasta aquel momento quizá resultaría de utilidad a alguna persona.

Me detuve ahí y tomé de una estantería las transcripciones que Vanesa había hecho sobre lo que habían dicho los hombres durante las entrevistas de la investigación. Había encuadernado meticulosamente aquellas páginas con las palabras transcritas de cada uno. Comencé a releer de nuevo una a una.

Me propuse encontrar qué decían ellos sobre lo sucedido con la pareja después de haberse demostrado que la habían maltratado despiadadamente. Me enfrasqué en la búsqueda de sus frases.

Un hombre de treinta y un años expresó con desespero:

—¡Es que es ella la que hace que me sienta mal! ¡Es ella la que me provoca!

Otro hombre de cincuenta y nueve años soltó:

—¡No me respeta! ¡No me hace caso!

Un chico de veintiún años dijo:

—¡Mis amigos no me respetan por culpa de ella! ¡Todo esto, todo absolutamente, sucede por culpa de ella!

Un hombre de cuarenta y dos años afirmó:

—Todo lo que pasa os lo aseguro, ¡es por culpa de ella!

Un chico de treinta y nueve años desmoralizado espetó:

—¡Ahora pretende trabajar! Y ya sabemos lo que pasa, recibe malas influencias… y…

Un joven de treinta y cinco años aseguró:

—Ella ha hecho siempre lo que le ha dado la gana ¡Y ahora ella lo que intenta es que le de una pensión para el hijo y que yo me vaya a la mierda! ¡Proyecta que me quede pelado!

Un hombre de setenta años y con tres hijos, nada más salir del juicio dijo:

—Ella no me hacía las comidas que yo quería, hacía siempre lo que le daba la gana y, además, jamás ha trabajado y ahora quiere que le pase una pensión ¡pero qué se ha creído!

Un joven de veintiocho años, con bastante desánimo afirmó:

—¡Hace todo lo contrario de lo que yo le digo! ¡Ella no obedece mis órdenes!

Un hombre de cuarenta y siete años aseveró: —Lo que ha pasado es que mi mujer es una vaga, no obedece y es muy malgastadora y encima ahora ¡quiere arruinarme con el divorcio!

Un joven de treinta y un años sostuvo:

—¡Ella siempre me hace la vida imposible y además ahora me quiere arruinar!

A pesar de que pude comprobar que, en efecto, tal como recordaba todo lo que dijeron eran palabras muy simples —acerca del porqué se habían visto impelidos, según ellos, a maltratar— anunciaban, que solo concebían una buena relación de pareja si ella se comportaba como una persona sumisa.

Y no solo eso, sino que dejaban claro que jamás habían mantenido con ella una relación de tú a tú, ni de complicidad. De haber sido así, la salida a sus múltiples conflictos hubiera sido acordada y no ejerciendo el maltrato.

Estos hombres se consideran capacitados para juzgar los actos de sus compañeras, sin embargo, son incapaces de poner en entredicho su manera de relacionarse con la pareja.

También encontré datos de hombres entrevistados que no habían tenido ningún problema con los demás hombres ni con la sumisión de la pareja y, sin embargo, también la habían maltratado. En concreto localicé las palabras de un hombre que había abandonado a su pareja por otra mujer mucho más joven.

Lo que él hizo fue apoyarse en el orden social tradicional y se dedicó a maltratar a la pareja psicológicamente. Pero cuando él le asestó fuertes manotazos, ella optó por denunciarlo, animada por la nueva ley contra la violencia machista.

Aquel hombre dejó adivinar en la entrevista que actuó de aquella manera para sacársela de encima y despojarla de todo. Ella me contó que la intimidó a más no poder e intentó provocar su huida con las manos vacías. El cuerpo de aquella mujer estaba poseído por el temor y la vulnerabilidad.

Como llevaba tantas horas reflexionando sobre los hombres que maltratan a la pareja y teniendo solo entre ceja y ceja esas funestas prácticas, determiné relajarme.

Lo primero que supe pensar en positivo —allí sentada y como petrificada delante de la mesa de trabajo— fue: cada pareja de mujer-hombre vive de manera singular la relación y muchas han innovado ese modelo tradicional en beneficio de ambos.

Además, los hombres de esta sociedad que han apoyado a las mujeres en nuestras reivindicaciones han propiciado la igualdad legal y reniegan de ese esquema de vida social machista. Son hombres que no maltratan ni siempre anteponen las directrices de los otros hombres frente a las mujeres.

Sin más abandoné el escrito y fui a cambiarme de ropa para salir a la calle. Había quedado con unos amigos para cenar con intención de distraerme y alejarme de la vorágine y el malestar en los que estaba sumida.

Al salir de casa sentí que la noche era algo fresca y que me alentaba el ánimo. La cita para la cena era en un restaurante pegado a una de las playas que bordean la ciudad. Antes de encontrarme con los amigos, paseé por la playa de la Barceloneta.

No podía abandonar el pensamiento de que aquel mismo día una nueva mujer había sido asesinada por la pareja; aquella pesadilla no quería abandonarme. Me sentí impotente. Entré en el restaurante intentando huir de todo aquello. Dejé a mis espaldas el retumbo del mar, que en aquella hora era negro.