Del viernes 1 al viernes 8 de enero del 2008
Llevaba dos años encerrada investigando sobre el maltrato. Parecía que no sabía hacer otra cosa que mantenerme atada a la ciudad de Barcelona cumpliendo con aquella obligación. Necesitaba tomar distancia y algo de sosiego antes de redactar las reflexiones que aquella investigación había propiciado. Me pareció que la mejor alternativa era viajar un par de días, pero como no quería alejarme de mi deber con el tema del maltrato determiné viajar a Gaucín, el lugar donde se había originado el estigma que arrastraba el padre de Carmen.
Viajé hasta allí el primero de enero pensando que podría examinar el terreno en el que al parecer un hombre en 1874 abandonó a la tatarabuela de Carmen sin reconocer a la hija que ambos habían engendrado. La mujer, que era hija única y cuyos padres habían muerto, se quedó embarazada a los treinta y seis años. Emprendí aquel viaje con el propósito de descansar y de paso indagar lo que pudiera sobre aquel tema.
Por aquel entonces conocía las explicaciones que proporcionaban los hombres que maltrataban a la pareja. Algunos habían expuesto que arreciaron los encontronazos porque ella quería divorciarse. Otros explicaron que, para alejarse de ella, la maltrataron hasta desquiciarla; calculaban que abandonar a una pareja enloquecida disculpaba su fuga, aunque esto no lo confesaron. En definitiva, todos maltrataban a la pareja razonando que era una fórmula adecuada para imponer las leyes sociales masculinas.
Es evidente que el hombre de Gaucín maltrató a esa mujer al renegar de la hija que habían concebido, perpetuando así la marginación social de sus descendientes durante más de cien años. Y es que los hombres han creado las leyes sociales, pero lo que deja claro este hecho es que, tradicionalmente, cuando ellos las transgredían (dejando embarazada a una mujer fuera del matrimonio, por ejemplo) no eran juzgados por infringirla. La culpa y las consecuencias se depositaban de manera exclusiva en ellas, condenándolas al ostracismo por parte de la sociedad.
Como parece indiscutible que la historia de los pueblos incide sobre su presente, pensé que la historia de las relaciones entre mujeres y hombres también pesaba sobre cómo se relacionaban los actuales ciudadanos. Esa idea reforzó mi interés por realizar aquel viaje ya que quizá me permitiría atar cabos. Decidí que en Gaucín tenía la oportunidad perfecta para intentar reconstruir ese proceso histórico a partir de un caso concreto; y además, contaba con noticias sobre las consecuencias actuales de un pasado bastante lejano.
Salí de Barcelona con frío y viajé en tren hasta Madrid. Al día siguiente tomé otro que me llevó a Málaga y llegué a las 11:30. Allí alquilé un coche y ascendí hasta Gaucín después de recorrer una larga carretera, escarpada y muy retorcida. El pueblo está en la Serranía de Ronda y al encontrarse en un punto tan elevado uno alcanza a ver el mar aunque esté muy lejos de él. Llegué y sentí aquel aislamiento que saben producir los paisajes montañosos.
Dejé mis bártulos en el hotel La Fructuosa y llamé por teléfono a Francis Prieto. Había contactado con él gracias a Salvador, mi interlocutor por Internet sobre la historia de aquellas mujeres. Él no podía acudir por aquellas fechas a Gaucín así que pidió a Francis que colaborara con mi objetivo presentándome a personas del lugar para interrogarles sobre lo que me interesaba. Además, preparó un encuentro con la archivera del ayuntamiento; un recorrido por el cementerio y una visita a la casa que abandonó la tatarabuela con su hija al huir a Valencia. Planeé que el recorrido lo haría en dos días. No disponía de más tiempo para aquel escape.
Nada más llegar me cité con él en el bar Paco Pedro, que no me costó encontrar, porque estaba muy cerca de La Fructuosa. Nos instalamos para hablar en una mesa y mientras picoteábamos tapas de morcilla con pan y berenjenas con miel relató los orígenes y la historia de Gaucín, que él conocía bien porque había sido durante años el bibliotecario local, aunque ahora estaba en paro. La actividad favorita de Francis era escribir poemas y publicar ensayos sobre el fandango en la Serranía de Ronda.
Al cabo de tres horas nos levantamos de la mesa del bar con el objetivo de consultar los archivos y de hacer un minucioso recorrido por las lápidas del cementerio.
Encontramos a la archivera en la biblioteca. La mujer tenía unos cuarenta y cinco años y nos recibió mostrando una sonrisa y ofreciéndonos una mano helada. La biblioteca estaba en un ala de la iglesia del pueblo, en un espacio inmenso con largas estanterías repletas de libros colocados de tal manera que aparentaba que en cualquier momento podían caer al suelo. Además, hacía mucho frío en aquel lugar y no estaba preparado para que alguien se sentara a leer, así que supuse que los habitantes cogían los libros y se los llevaban a sus casas.
La bibliotecaria afirmó que en la actualidad ni allí ni en ningún otro lugar del pueblo existían archivos fuera de los que catalogaban los libros de aquella biblioteca municipal. Antes de despedirnos tomó nota de lo que me interesaba y de mis datos personales por si en alguna ocasión obtenía noticias que creyera me podían incumbir.
Cuando llegamos al cementerio las puertas estaban abiertas. No es un recinto pequeño ni grande, pero sí con límites anticipados. Está incrustado en la base de una inmensa roca perteneciente a una montaña extraordinaria que protege el lugar e intimida a sus visitantes. Sobre esa montaña reposan las ruinas de un castillo que en Gaucín es conocido como el castillo moro.
El cementerio entero estaba cubierto de tumbas y multitud de nichos que parecía habían sido encalados recientemente y estaban adornados con flores de colores. Saqué la máquina de fotos para retratar todas las inscripciones que hicieran referencia a los antepasados del padre de Carmen.
Me detuve en cada una de las sepulturas y de los nichos leyendo los nombres de quienes habían sido enterrados. Finalicé el recorrido sin hallar una sola inscripción que hiciera referencia a sus antepasados. El cementerio había sido remodelado hacía pocos años y las tumbas de quienes no tenían descendientes habían sido demolidas.
El recorrido por aquellas calles tan empinadas hasta llegar al cementerio y la total falta de noticias interesantes sobre los orígenes del aquel hombre acabaron por agotarme. Me retiré al hotel y me cité con Francis para continuar con la búsqueda a la mañana siguiente.
El día amaneció invernal, luminoso y con un agradable ambiente fresco. A primera hora del día Francis y yo acudimos a visitar la casa de la tatarabuela de Carmen, la que había huido de Gaucín con su hija natural. Las ventanas de la vivienda estaban protegidas por verjas de forja antigua. Era de una sola planta y desde el exterior parecía amplia. Solo pude contemplar la casa por fuera porque un empleado de quien la ocupa actualmente se plantó ante la puerta de entrada y me prohibió el acceso con bastante descortesía. La intolerancia de aquel hombre no me perturbó porque comprobé, desde el exterior, lo que me interesaba: era una casa que debió de pertenecer a una familia algo acomodada; sin embargo, a Francis le incomodó a más no poder el desplante de aquel guardián.
No estaba segura de lo que me iba a encontrar cuando por sorpresa Francis me llevó a la carnicería Palacios a conocer a la actual carnicera. Él había pensado que quizá era una posible descendiente de la familia que yo investigaba. Conversé durante más de una hora con la mujer, cuya cabeza asomaba entre los chorizos, las longanizas y las morcillas que colgaban justo encima del mostrador, tras el que ella permaneció todo el tiempo.
Algunos de los datos que ella expuso sobre el árbol familiar de su marido me hicieron pensar que, en efecto, existía alguna relación familiar entre él y mi investigada. Sin embargo, aquella carnicera solamente estaba interesada en repetir, una y otra vez, sus actuales problemas con la herencia de su casa tras enviudar.
Había acudido a Gaucín a descansar, pero me di cuenta del mucho tiempo que estaba invirtiendo intentando obtener noticias sobre hechos demasiado lejanos. Llegados a ese punto le pregunté a Francis:
—¿Cómo crees que debió huir esa mujer en aquella época?
En el mismo momento en que le hice esa pregunta pareció que Francis se enardecía. Sin más, y con expresión de entusiasmo y mirada de satisfacción me arrastró hasta una papelería y me indicó unos libros que, según dijo, tenía que leer necesariamente. Con ellos en la mano me persuadió para que nos sentáramos a hablar en el bar de una plazoleta donde había una majestuosa fuente de siete caños. Allí sentados me contó lo que él sabía sobre los viajes en la época de mi investigada. Afirmó que como antes de que yo llegara ya sabía cuál era mi objetivo, durante los últimos días se había dedicado a repasar libros y meditado, precisamente, sobre lo que le acababa de preguntar.
Gaucín era en aquella época un lugar importante porque era ruta obligada para llegar a Ronda desde Gibraltar. Había una guarnición de militares españoles, había jueces y existían multitud de lugares en los que se acogía a los viajeros para dormir. Lo llamaban el camino inglés porque los viajeros ingleses solían hacer ese trayecto para llegar a Ronda y descansaban aquí, y las familias pudientes —el alcalde, los jueces…— se disputaban por recibirlos. Ahora bien, estamos hablando de la época en la que el negocio del contrabando era común, y de que los desfiladeros, recovecos y escabrosidades de las montañas, para llegar o salir de aquí, eran el lugar predilecto de los bandidos. Así que la conclusión a la que Francis llegó fue que la mujer que investigaba no pudo salir sola de Gaucín. No le cabía la menor duda de que fue ayudada en su huida y de que debieron protegerla hombres que hicieron de escolta y guías; de lo contrario no hubiera logrado sobrevivir.
Me impactó lo que decía Francis porque la mujer de Gaucín había sido abandonada por un hombre y, por lo que contaba, otros hombres la protegieron en su huida.
Francis debió captar mi incredulidad cuando añadió que si tenía la menor duda sobre el fundamento de lo que me decía no había más que leer los libros que acababa de comprar, que en ellos vería lo que sucedía en aquellos años en los viajes por la Serranía de Ronda. En la época había continuas expediciones con las mercancías que entraban por Gibraltar y los contrabandistas las vendían por toda la Serranía. Además, había un tráfico enorme de viajeros y los caminos estaban llenos de bandoleros que les asaltaban y despojaban. Los crímenes estaban a la orden del día. Esas gentes poblaban las montañas y hubiera sido inviable un viaje de una mujer sola con su hija. Inevitablemente lo apoyaron hombres. Ellos fueron los que las sacaron del pueblo y las debieron acompañar, por lo menos, hasta Málaga.
Por primera vez me sedujo averiguar algo imposible: ¿Quién fue el hombre que abandonó a aquella mujer? ¿Cómo se le ocurrió a ella huir tan lejos? ¿Alguien le influyó para que realizara ese recorrido?
Francis acababa de hacer una descripción minuciosa sobre lo que entonces sucedía en los caminos de salida de aquellas tierras. Concebí que, en efecto, para realizar aquella fuga a la mujer le debieron apoyar varios hombres, lo que dejó constancia, una vez más, de que la solidaridad masculina es muy eficaz. Era evidente que ella huyó de una vida en aquella sociedad que le debía resultar infernal. Elucubré que quizá ella fue afortunada, frente a otras mujeres en idéntica situación, porque pudo subvencionarse el trayecto de escapada. Supuse que aquella mujer debió imaginar un vivir más dulce lejos de Gaucín. No hay duda de que actuó con valentía y sabemos que sobrevivió en Valencia sin hombre, al igual que sus descendientes, todas mujeres, hasta que una de ellas parió a uno, el padre de Carmen. Y fue este el que pudo anular, con su empeño por integrarse en la sociedad, el desamparo social de sus antepasadas.
Me fui de Gaucín al anochecer de aquel mismo día con el sentimiento de que había trabado amistad con Francis. Además, la información que acababa de transmitirme sobre la historia de los caminos de la Serranía de Ronda era sugestiva. La mujer maltratada por un hombre en Gaucín probablemente debió verse forzada a huir al ser despellejada por la mayoría de las mujeres del lugar. Y, sin embargo, huyó gracias al socorro de otros hombres. ¿En qué consisten las alianzas masculinas? —me pregunté mientras me despedía de Francis—. Aprovecharía el viaje de regreso para recapacitar sobre esos asuntos.
Me senté en el tren con un bolígrafo en la mano y empecé a tomar notas en una diminuta libreta que suelo llevar en el bolso mientras realizo trabajo de campo. Las leyes sociales las han ideado los hombres; los hijos concebidos por parejas no legalizadas son repudiados, pero ¿por qué no se desprecia a un hombre y sí a la mujer que concibe un hijo fuera de la ley masculina?
Miré a través de la ventanilla del tren los campos resecos por el invierno, que a aquella hora estaban recubiertos de escarcha. Era un paisaje sombrío y perturbador. Me alegré de estar dentro de aquel vagón repleto de gente bastante silenciosa. Espié las caras de los hombres y de las mujeres de mi alrededor. Me pregunté cuántos vivían el maltrato machista y cuántos habían padecido el abandono del padre. Analicé sus ceños, sus comisuras y las expresiones de sus rostros como si todas fueran a decirme algo sobre el tema que me traía entre manos.
Abandoné aquel imprudente escrutinio y en el mismo momento en el que giré la cabeza para observar de nuevo el paisaje me vino el siguiente pensamiento: el dominio de los hombres sobre las mujeres se afianza, precisamente, cuando ellos no padecen represalias al violar las leyes que ellos mismos han impuesto. Es más, históricamente los hombres las han quebrantado con intención de reforzar no solo su diferencia con las mujeres sino para exhibir su impunidad y así apuntalar su dominio.
Escribí aquellas reflexiones y como estaba cansada me dormí. Debido a un fuerte bandazo del vagón me desperté de un sobresalto. Al instante advertí que tenía un extraño sentimiento de desolación. Pensé en la huida de la mujer de Gaucín y en el hecho de que la falta de complicidad entre las mujeres de aquel pueblo seguramente propició su decisión de abandonar el lugar. Y lo mismo —calculé— les ha sucedido a multitud de mujeres en el mundo.
En ese momento —y sin pretenderlo— me puse a recapacitar sobre lo siguiente: ¿había conseguido descansar? ¿Había sido útil ese viaje para la investigación sobre el maltrato? ¿La mujer de Gaucín tenía algo que ver con las actuales víctimas maltratadas por hombres al abandonarlas embarazadas, o al apalearlas o asesinarlas?
Me alegró traer a la mente la idea de que la tradicional e impuesta complicidad masculina en España se está remodelando, como demuestra la Ley contra la Violencia de Género que entró en vigor en el año 2004 y la Ley para la igualdad de Mujeres y Hombres del año 2007. Sin embargo, entre los habitantes aún están presentes las raíces del dominio masculino y el maltrato; las que originan la dependencia de las mujeres hacia los hombres y el porqué estas siguen transmitiendo a los hijos leyes sociales que les perjudican.
La mujer de Gaucín no tenía padres que pudieran repudiar su actuación, era mayor de edad y procedía de una familia no marginal. Ninguna de esas características la liberó de lo que aún hoy homogeneiza a tantas mujeres: la falta de complicidad entre ellas a la hora de enfrentarse a la sumisión que suponen las leyes impuestas por los hombres. Hombres a los que se les enseña a ser cómplices entre sí frente a las mujeres.
Cuando regresé a Barcelona, después de haber viajado dos días, tuve la sensación de que me había ausentado durante mucho tiempo. Reparé en el hecho de que Gaucín me había propiciado alguna elucubración interesante sobre la historia de las relaciones entre mujeres y hombres en España. Así que el viaje a aquellas tierras no había sido del todo ineficaz.