Del martes 23 de enero al viernes 21 de diciembre del 2007
Había llegado el momento de entrevistar a las parejas que anunciaban que mantenían buenas relaciones. El 23 de enero hacía frío, puse en marcha el calentador del estudio y preparé las cintas de la grabadora para recibir a Lola y Ernesto. Ella conocía perfectamente mi casa ya que había actuado como intermediaria en el momento de la compra. Desde entonces, como tiene la oficina cerca, cuando nos encontramos por la calle solemos ir a charlar a un bar que está a medio camino para las dos. Más de una vez había comentado que se llevaba muy bien con su marido, así que cuando le pedí una entrevista como contraste de las parejas que se maltrataban aceptó divertida.
Hasta aquellas fechas, además de asistir a juicios me había dedicado a recorrer la ciudad realizando entrevistas a profesionales que trabajaban con personas implicadas en el maltrato. Algunos se interesaban y cooperaban solo con las víctimas, las mujeres, y otros fundamentalmente con los hombres. Todos aquellos expertos colaboraban de una u otra manera con instituciones oficiales que se ocupaban de aquel conflicto; sobre todo desde que había salido la ley contra el maltrato para proteger a las mujeres y, también, a partir de que los medios de comunicación se hicieran eco de las decenas de mujeres muertas y miles de denuncias por maltrato.
A los profesionales que se ocupaban de hacer informes sobre los hombres denunciados por maltrato les pregunté acerca del enfoque que utilizaban al trabajar con los autores de aquellas pésimas refriegas. Lo que intentaba era conocer su opinión sobre cuáles eran los orígenes de esa plaga y cómo creían que se podía atajar.
Un psiquiatra que trabajaba en un centro con otros colegas de profesión dijo que ellos colaboraban con los tribunales de justicia diagnosticando a esos hombres y que actuaban entendiendo que existen tres motivos que provocan el maltrato: las conductas de contagio, la pérdida de valores y las dinámicas de provocación. Contó que ellos hablaban de conductas de contagio queriendo decir que los comportamientos, al igual que las infecciones, también se contagian. Así que la información sobre el maltrato que se da en los medios de comunicación provoca —en su opinión— que otros hombres maltraten. Lo que sucede —dijo— es que los periodistas viven de la información y cuanto más escandalosa mejor.
Afirmó que la pérdida de valores aludía a que en la actualidad, a diferencia de lo que sucedía hace treinta años, no existe el respeto entre las personas ya que el capitalismo fomenta la avaricia por el dinero y la insolidaridad ciudadana.
En cuanto a las conductas de provocación concretó que son las mujeres las que dan pie a que los hombres las maltraten, porque ellas los desafían. El modelo familiar ha estado siempre muy claro: él trabajando fuera de casa, aportando dinero, y ella ocupándose de la familia. Pero en la actualidad las mujeres ya no siguen este modelo y, la verdad —argumentó—, lo único que ha provocado el movimiento feminista es una desvalorización de los hombres. Hoy se dice que las mujeres son víctimas y ellos son unos cabrones; pues bien —sentenció el psiquiatra—: si se ponen así, ahora todos podemos dedicarnos a dar hostias.
Contó que las cosas estaban de tal manera que ahora tenía el caso de un hombre denunciado por maltrato por una mujer que ya había sido maltratada por otros dos hombres. Pero en esta ocasión, según el psiquiatra, fue ella la que le había provocado: ella le pegó hasta romperle un diente, y él le propinó una contundente paliza. Como consecuencia, afirmó que su informe pericial como psiquiatra no tendría efecto y que, además, como hoy día el 70% de los jueces son mujeres y eso tiene un peso importante, a ese hombre le caerían lindamente 3 años de cárcel.
La primera vez que oí este tipo de razonamientos me quedé de piedra. De hecho, enmudecí y finalicé la entrevista sabiendo que ese hombre no pensaba colaborar con mi proyecto ni tampoco ninguno de los profesionales que compartieran un planteamiento equivalente.
Algo distinta fue la entrevista que mantuve con Heinrich, un profesional que trabajaba para la administración con hombres sentenciados por maltratar a la pareja.
Aunque no aceptó mi presencia en las sesiones de trabajo con ellos por mi condición de mujer, el objetivo que perseguía era interesante. Intentaba, según dijo, que esos hombres reconocieran que habían maltratado y que era una práctica negativa. También repitió que él entendía que no podía entrar ninguna mujer en aquellas sesiones, ni siquiera una colaboradora suya, ya que aquellos hombres se reirían y no hablarían con la verdad.
Las entrevistas a personas que trabajaban con mujeres afectadas por la violencia de género —como les gusta decir— resultaron más clarividentes. Una diligente psicóloga razonó que lo primero, y lo más importante, en relación a ese conflicto es poner palabras, hablar sobre la violencia entre parejas y no seguir silenciando esa realidad. Aunque está claro —añadió— que hay que atajar las causas y no la enfermedad, y las causas radican en que la violencia se aprende. En realidad —afirmó— la violencia de pareja es un proceso, es una manera de llegar al otro. Aunque no especificó cómo, según ella, se aprende la violencia fue interesante el razonamiento posterior cuando dijo que el maltratador no vive a la pareja como una persona, sino como algo de su posesión. De ahí la necesidad de ejercer permanentemente el poder para no perder a ese objeto querido —que es muy querido, pero simplemente un objeto—. Lo que sucede —precisó— es que la víctima no llega a ser persona nunca y por tanto la empatía no aparece.
Aquellos profesionales demostraron no estar de acuerdo entre sí sobre cómo abordar el conflicto, ni sobre qué hacer para atajarlo de manera más o menos estable.
Lola y Ernesto llegaron muy sonrientes a la entrevista, y a la hora programada. Cuando se presentaron me pareció que ella exhibía una inusual seguridad en su manera de estar. Como persona Lola siempre daba muestras de una exótica mezcla de sabiduría, inflexibilidad y delicadeza. Es una mujer morena de unos cincuenta años de edad y de aspecto atractivo. A Ernesto, su pareja, yo no lo conocía pero nada más comenzar a hablar exteriorizó tener un carácter campechano y en lo que decía era agudo y sumamente cauteloso. Se trataba de un hombre más bien diminuto, de cincuenta y cuatro años y, según él, feo, pero me pareció un hombre de rostro simpático y achispado. Los dos tenían la formación académica básica y un nivel adquisitivo que les permitía vivir cómodamente.
A pesar de haber preparado con cierto esmero aquella primera entrevista a una pareja que decía llevarse bien, nada más comenzarla me pareció que se me iba de las manos. Se sentaron los dos juntos en el sofá del estudio y, sin que les preguntara nada, sin previo aviso, se pusieron a hablar sobre si ellos se maltrataban entre sí, o no.
Comenzó Ernesto, diciendo que no maltrataba a su pareja y que en su opinión tenían muy buena relación, a lo que Lola respondió que estaba de acuerdo pero que quería hacer pequeñas aclaraciones. Consideraba que él jamás le había ayudado en casa y eso le molestaba, sobre todo durante los años en los que había trabajado más de quince horas diarias, cuando sus hijos eran pequeños y ella estaba en situación de pluriempleo.
Ernesto se disculpó diciendo que él había sido educado para no hacer nada en la casa y que hasta hacía muy poco temía la opinión de la gente si le veían que iba a la compra o que cocinaba, aunque en la actualidad no le importaba hacer la barbacoa los domingos. Además —añadió Lola a renglón seguido, haciendo caso omiso a lo que acababa de decir Ernesto—, él había sido tan celoso que nunca había querido que saliera de casa. Si por él fuera —especificó— la hubiera sacado de casa metida en una caja y solo con la cabeza fuera, para que no se ahogara. Otra cosa que también le daba mucha rabia era que nunca había podido tener ni amigos ni amigas; de hecho, sí que había contado con una muy buena amiga, pero dijo que él se la quitó, porque era muy machista y argumentaba que esa mujer no le convenía.
Ernesto la miró algo inquieto y luego se dirigió a mí intentando atenuar el reproche de Lola alegando que él nunca había ido solo a ninguna fiesta y que lo que le gustaba era ir siempre con ella. Ella prescindió de nuevo de lo que él dijo y siguió exponiendo más censuras sobre las relaciones que mantenían, como el dominio de su marido sobre el mando del televisor.
Mientras ella hablaba me pareció intuir que Lola había acudido a la cita con aquel listado de reprobaciones muy pensado. Especulé sobre si había aprovechado aquella peculiar circunstancia —la de una antropóloga preguntándoles sobre su vida en pareja— para hablar sin tapujos. Por su parte Ernesto en casi todo momento se mostró animoso y sonriente, incluso cuando pedía disculpas y daba explicaciones sobre por qué actuaba como lo hacía. A la vez, él no dejó de ser muy cauto en cada una de las palabras que utilizaba.
Quedó claro que el hijo y la hija del matrimonio reproducían en la casa el esquema que los padres les transmitían: el hijo ni colaboraba en casa ni sabía cómo funcionaba nada, mientras que la hija sabía hacerlo todo perfectamente y cuando los dos hermanos estaban solos ella sustituía las labores de Lola.
Luego comenzaron a hablar sobre las parejas en las que el hombre maltrata a la mujer. Lo primero que Lola afirmó fue que el maltrato sucede por culpa de las mujeres y que ella creía que las mujeres son más malas que los hombres. Yo te digo —afirmó— que la mujer que se deja pegar es porque no se valora y consiente que le peguen. Ernesto estuvo de acuerdo, y solo añadió que muchos hombres son agredidos por la mujer pero no se atreven a denunciarlo a la policía porque se reirían de ellos, acusándolos de ser maricones. Ernesto terminó sentenciando que hoy en día el hombre está muy desprotegido.
La entrevista duró tres horas y media. Lola había repetido que se llevaban bien y por esa razón los había entrevistado. Aun antes de finalizarla pensé que estaban escenificando magistralmente las características de una pareja convencional, es decir, en la que ella ha aprendido que para sentirse como verdadera mujer tiene que aceptar la sumisión y obediencia a su pareja y que él es un verdadero hombre cuando la domina a ella.
No me cabe duda que Lola utilizó la entrevista para limar algunas desavenencias entre ellos y dejó claro que ella aceptaba obedecerlo aun cuando estaba en desacuerdo con algunos de los criterios que él imponía.
La tajante afirmación de Lola diciendo que las mujeres son más malas que los hombres me fastidió. La he oído en numerosas ocasiones en boca de mujeres, sobre todo en aquellas que se someten a la pareja y disponen de un obtuso sentido crítico sobre lo que ellos les imponen.
Al despedirlos, nada más cerrar la puerta medité sobre aquellas palabras que tanto me habían molestado. Reflexioné que las mujeres que así hablan son las que aceptan su sumisión. Pero también es cierto que desarrollan multitud de artimañas y gran sagacidad para evitar el desmedido dominio que imponen sus parejas. Idean artes y maneras que les llevan a pensar que son más listas que ellos. Es más, creen que todas las mujeres son engañadoras y ocultadoras ya que ni dicen lo que piensan sobre los mandatos de su pareja ni siguen sus directrices tal y como él las impone. Son estrategias que ellas ejercen para evitar tirarse los trastos a la cabeza y andar a golpes —aunque es evidente que no siempre lo logran— pero son también esos ardides los que alimentan la creencia de que todas las mujeres son más malas que los hombres.
Esa manera de pensar de muchas mujeres está tan arraigada que todavía persiste en la actualidad a pesar de los cambios que se han producido en nuestras sociedades. Todos sabemos que en las últimas décadas ha entrado en crisis el modelo tradicional de las relaciones de pareja, sobre todo a raíz de las reivindicaciones de los movimientos feministas, y también como consecuencia del autocontrol que la mujer ahora puede ejercer sobre la reproducción. De tal manera que hoy los hombres de las parejas tradicionales han aprendido a alegar —tal y como había hecho Ernesto— que ellos eran como les habían enseñado a ser, como si eso les impidiera ser críticos con la tradición.
Así que razoné que cuando Lola y su pareja argüían que se llevaban bien lo que exponían era que habían alcanzado cierto equilibrio en el juego de sumisión, dominio, obediencia, denuncia, disculpa y quizá cierta renovación en alguna que otra costumbre heredada.
Decidí llamar a la siguiente pareja que tenía pensado entrevistar y que eran de edad, estudios y capacidad económica muy equivalentes a Lola y Ernesto; y por supuesto ella también proclamaba su buen vivir con la pareja. Nada más comenzar la entrevista quedó claro que solo ella hacía las tareas de la casa y además trabajaba junto a su pareja en el comercio familiar. Él aseguró —como lo había hecho Ernesto— que los hombres eran maltratados psicológicamente pero que no abrían el pico, que se lo callaban, mientras que ellas se hacían las mártires —dogmatizó.
La mujer aseveró que en su comercio se notaba que las mujeres mandan en las familias y que estaba claro que ellas tienen más mala fe que ellos. Yo no me puedo quejar —añadió— porque él no me da el dinero para comprar sino que exige que yo lo coja libremente. A mí lo que me hubiera gustado —dijo quejosamente— es que él me lo diera, pero se niega porque dice que es un dinero que proviene del trabajo de los dos. Entonces él añadió —riéndose— que además lo hacía porque ella no era gastiza; si no, de ninguna manera le hubiera dejado cogerlo.
La similitud entre ambas parejas me animó a contactar con otras distintas en cuanto a la edad y a la preparación académica. Logré entrevistar a una en la que los dos tenían sesenta años, ella era universitaria y él había estudiado largamente para opositar y obtener un buen puesto de trabajo en la administración pública.
Explicaron su larga vida en pareja y afirmaron que habían vivido colaborando mutuamente aunque tenían disparidad de caracteres. Dijeron que ella era tranquila y que él era sumamente nervioso y colérico —aunque por herencia familiar, dijo él—. Ella explicó que ya le conocía y que, después de tantos años, cuando se ponía así esperaba el tiempo que fuera necesario hasta que a él se le pasaba el enfado. Además, siempre se ponía nervioso por asuntos de fuera de casa, así que la mujer había aprendido a aceptar que no era algo personal que tuviera que ver con ella, con la familia.
Durante un buen rato expusieron sus estrategias para vivir con complicidad. Ella afirmó que las mujeres sufren maltrato porque no plantan cara al principio y ellos toman terreno; él dijo que se debía al afán de posesión de los hombres y a que ellas tienen menos fuerza física y son más débiles. Con aquellas palabras dejaron claro que ellos, al igual que el común de las gentes, tenían dificultades para razonar sobre el porqué se da el maltrato machista. En aquel caso, además, se trataba de personas muy interesadas en el tema porque la hermana de él padecía maltrato y era un asunto que les preocupaba.
Las últimas palabras de aquella mujer, justo cuando ya estábamos de pie junto a la puerta de salida a la calle, fueron fatídicas y me acongojó pensar cuántas mujeres estaban viviendo bajo idéntica vulnerabilidad.
Dijo ella:
—Tengo una duda que me inquieta: ¿en qué momento a los hombres se les cruzan los cables para hacer lo que hacen? Alguna vez se lo he preguntado a él —señalando al marido que permaneció callado— porque, claro, yo no estoy en la cabeza de los hombres. Y eso me da mucho miedo, terror, y a veces tengo pensamientos muy negros y malos.
Allí, en el umbral de la puerta, intenté ayudarle transmitiéndole una rápida síntesis —seguro que torpe— de lo que hasta aquel momento había logrado reflexionar. Estoy convencida de que aquella mujer se fue con todo su miedo y vulnerabilidad a cuestas.
Todos los meses que di clases en la universidad utilicé los fines de semana para seguir haciendo entrevistas a parejas que decían llevarse bien. Resultó bastante sencillo seleccionarlas según edad, preparación académica y capacidad económica. Establecí que entrevistaría solo a parejas que llevaran, como mínimo, cinco años de convivencia. Me pareció que durante ese tiempo de vida en común ya habrían vivido circunstancias complicadas y si seguían anunciando que sus relaciones eran buenas era porque habían logrado idear fórmulas para relacionarse que les hacían vivir con cierto equilibrio.
Para hacerme una idea de hasta qué punto las relaciones de dominio masculino y sumisión femenina estaban presentes o no en sus relaciones, estuve obligada a alargar y a repetir las entrevistas mucho más de lo que todos hubiéramos deseado.
Anduve a la búsqueda de parejas que abogaban por abandonar conscientemente las relaciones de dominio y sumisión. Acerté en encontrar a dos y ambas explicaron que vivían multitud de conflictos y que solo gracias a los amigos que habían optado por el mismo tipo de relaciones lograban superar las dificultades y además les servían de referente cuando tenían problemas.
Esas parejas innovadoras puntualizaron que las familias censuraban la manera que tenían de relacionarse, sobre todo por la libertad y el espacio que se dejaban mutuamente para actuar y por la recíproca confianza en la que asentaban su relación.
Precisamente esos argumentos, pero a la inversa, eran los que de una u otra manera exponían los hombres que maltrataban a la pareja. Dejaron claro que eran precisamente los referentes masculinos en los que se apoyaban los que determinaban su hombría en función del trato que daban a la pareja. Así que su conducta respondía al aplauso o la recriminación, real o supuesta, de esos hombres que componían su mundo referencial. Las familias de los maltratadores por su parte mostraron, una y otra vez, su falta de capacidad crítica al intervenir como personas incondicionales, disculpándoles y actuando como escudo protector. Por un lado, se entiende que la familia quisiera proteger a los hijos; y por otro, es posible que esta reprodujera el esquema machista que contempla a la mujer como sumisa. En cambio, las parejas que apostaban por abandonar la sumisión y el dominio revelaron que su manera de vivir no era ni cómoda ni simple, pero en todo caso era la que ellas decidían.
De septiembre a diciembre de ese año finalicé la parte más dura del trabajo de campo: terminar las entrevistas y encuentros con hombres denunciados y juzgados por maltratar a la pareja; además di alguna conferencia y alguna entrevista en las que expuse las reflexiones que en ese momento estaba elaborando, reflexiones que al trabajar sobre el material obtenido irían perfilándose poco a poco.
El 7 de diciembre de ese año me llamó Gemma Bastida, periodista de la agencia Efe, para hacerme una entrevista. Se había enterado de que realizaba aquel estudio y le interesaba el tema, así que acepté. En aquellos años en los medios de comunicación se hablaba de las mujeres víctimas y los hombres eran presentados como personas socialmente afables pero que, incomprensiblemente, asesinaban a la pareja.
Transcribo la entrevista tal y como está colgada en Internet. Como se comprenderá más adelante, hoy serían otras las palabras que utilizaría ante idénticas preguntas. Por esa razón creo interesante incluir aquí lo que en aquel entonces dije porque, sin ser reprobable, deja constancia de que aún no había adquirido los beneficios obtenidos por la investigación.
Experta en violencia aboga por tratar a los maltratadores como ‘víctimas de sí mismos’
La antropóloga barcelonesa Mercedes Fernández-Martorell, una de las principales expertas en violencia machista en España, aboga por repensar la manera en que se trata actualmente a los maltratadores y trabajar con ellos como si fueran «víctimas de sí mismos», al ser este el origen de su violencia.
Esta profesora de la Universidad de Barcelona (UB) ha dedicado sus dos últimos años a estudiar el fenómeno de la violencia machista, lo que le ha llevado a entrevistar a fondo a quince hombres juzgados por agredir a sus parejas, una experiencia que le ha permitido acercarse al problema desde la perspectiva siempre controvertida del maltratador.
En su opinión, vivimos en una sociedad que se rige por unas normas ancestrales diseñadas por los hombres, quienes «nacen» con la responsabilidad de hacer cumplir estas leyes y de que sus mujeres las reproduzcan, según explicó Fernández-Martorell en una entrevista con Efe.
Es cuando las féminas se alejan de este modelo masculino impuesto cuando algunos hombres se sienten «despojados» de su verdadera identidad como «representantes de la ley social» y transforman la impotencia y frustración que les provoca esta situación en forma de violencia contra sus parejas.
Ahí radica el origen de las agresiones machistas y por ahí, también, es por donde hay que buscar una posible solución a esta lacra social, ha explicado la profesora de la UB.
«En el fondo son víctimas de sí mismos, tienen miedo a perder su verdadera masculinidad, su hombría, y ese miedo es el motor que les lleva a agredir y a convertir también en víctimas a sus parejas», señala esta experta, que apuesta por trabajar de cerca con los maltratadores y reeducarlos como única vía para solucionar este conflicto.
La investigadora sostiene que la clave está en conseguir que los hombres crezcan emocional e intelectualmente y que adquieran autoestima, algo que solo se consigue apoyándolos, educándolos y formándolos, haciendo que asistan a cursos y sesiones de terapia, al margen de la condena que deban cumplir.
«Eso es tan fundamental como que se mantengan a 1.500 metros de distancia de sus mujeres», comenta Fernández-Martorell, que asegura que el tratamiento que reciben actualmente los maltratadores no es efectivo, como lo demuestra el hecho de que muchos condenados, al quedar en libertad, vuelven a acosar y agredir a sus parejas.
«Ellos quieren hablar, lo necesitan, tienen necesidad de desahogarse y pueden cambiar si alguien les habla y los ayuda a repensar su vida», mantiene esta antropóloga, que indica que luchar contra el machismo limitándose a proteger a las mujeres solo hace que se consolide el «orden patriarcal» instaurado y que se «refuerce» el modelo de debilidad femenino.
«O se les modifica a ellos o no hay manera de solucionar este conflicto. Pero es necesario que no se vea a los maltratadores solo como si fueran guerreros, sino como víctimas de sí mismos», subraya Fernández-Martorell.
La experta es consciente de que sus tesis pueden despertar recelos y críticas, principalmente entre los sectores feministas, aunque afirma que «quienes tendrían que estar más en contra son los hombres, ya que los concibe como seres que se pueden y se deben repensar. De hecho, lo que digo es extremadamente feminista, pero va más allá del feminismo tradicional».
Para acabar con el machismo, la experta aboga por modificar el punto de vista desde el que se mira y se trata a los maltratadores, un cambio de perspectiva que «a lo mejor no gusta, pero que es una necesidad» y que, en definitiva, tiene que ver con la construcción de la identidad de estos protagonistas.
—EFE 7 diciembre 2007