Del lunes 8 al lunes 22 de enero del 2007
Faltaba poco para que comenzaran de nuevo las clases en la universidad. Las fiestas de Navidad se habían acabado, habían transcurrido plácidamente y dejado un recuerdo seductor. Durante aquellas fechas casi olvidé a los hombres del proyecto, y solo acudieron a mi mente cuando por deformación profesional observaba cada movimiento y gesto de las parejas con las que me topaba: ¿le maltrata él, o no? ¿Ese gesto indica que no la respeta? ¿Es sumisa ella? ¿Está triste? ¿Lo que él acaba de decir denota que es dependiente de ella? En fin, una pesadez. El compromiso de investigar algo tan próximo tiene eso, vives analizando.
El día 8 tomé la carpeta de las dos asignaturas más comprometidas, la de Antropología Urbana y la de Antropología de la diferencia de sexo (llamada oficialmente Antropología y Género). Los cursos comenzaban el 15 de febrero así que tenía algo más de un mes para preparar las clases. Como son dos cursos que imparto desde hace años dispongo de una notable base de datos que he ido acumulando; todos los libros que encuentro relacionados con esos temas los compro o consulto inmediatamente si los tienen en la biblioteca de la universidad.
Aquella mañana la pasé releyendo y modificando los apuntes de la carpeta Antropología de la diferencia de sexo. Durante el año había profundizado en algunos argumentos y leído algunos libros con novedades que quería transmitir a los alumnos. Como ocurre cada año comencé a hacer esquemas sobre lo que iba a exponer cada día de clase. Al final terminé por modificar casi todo el curso.
Siempre sucede lo mismo: comienzo a planear los cursos y el contenido del temario queda renovado a causa de las investigaciones que realizo y las nuevas lecturas. No ejerzo esa práctica porque me parezca una buena fórmula para trabajar; sino porque mi cabeza no cesa de repensar los temas. De todas formas aquel año iniciaría el curso de manera similar al anterior, exponiendo por qué el título oficial de la asignatura Antropología y Género me parecía equivocado, así que expondría brevemente la historia de cómo el concepto de género se había maridado con el de sexo.
Comenzaría explicando lo que planteó la antropóloga Margaret Mead entre los años veinte y treinta del siglo pasado. Mead dijo que las interpretaciones de lo que es femenino y lo que es masculino varían según las diferentes culturas, una idea que resultó escandalosa para la época. Años después, en 1949, la escritora Simone de Beauvoir en su obra El segundo sexo afirmó que la mujer no nace sino que deviene, y que históricamente había sido concebida como el segundo sexo. Denunció que el hombre había sido la medida de todas las cosas y que a la mujer se la definía no por sí misma sino en relación a él.
En síntesis expondría que, aun a pesar de esas primeras y lúcidas aportaciones, en la actualidad se habla de la diferencia de sexo en referencia a las características físico-anatómicas de nuestra especie, es decir, aludiendo al discurso de la biología. En cambio, se utiliza la palabra género para indicar que la diferencia mujer/hombre también es construida culturalmente, de tal manera que se trabaja con la dualidad de conceptos: sexo/biología y género/cultura.
Al trabajar con tal división se olvida que al pronunciar la palabra hombre o la palabra mujer y adjudicarla a un ser humano se le aplica, irremisiblemente, un contenido mucho más allá de sus características físicas. La biología es un discurso, no es la verdad en sí sobre las características de nuestra especie. Por tanto, hay que asumir que no existe un sexo natural, todos somos cuerpos construidos social y culturalmente.
Así que el sexo lo vivimos socio-culturalmente y, por tanto, la dualidad sexo (como la parte biológica de nuestro cuerpo) y género (como la cultural) es producto de una confusión burda y, a la vez, extravagante.
Sin embargo, en los años setenta del siglo pasado un buen número de mujeres feministas comenzaron a utilizar esa dualidad sexo/género como estrategia para elaborar sus argumentaciones. Prescindieron de que el discurso de la biología es también cultural. Los razonamientos biológicos no hacen referencia, como decía, a una verdad absoluta, sino que es un discurso que se modifica continuamente, que se contradice, abandona y cambia sus presupuestos. Y es así como debe ser.
En resumen, mantener la dualidad género/ sexo no tiene lógica.
Me detuve en ese punto de la reflexión y pensé en los alumnos. ¿Con qué conocimientos sobre ese tema llegarían al aula? Desconocía la respuesta, así que resolví poner ejemplos para ilustrar los argumentos.
También dudé sobre si debía explicar cómo yo misma había vivido como investigadora el nacimiento de esa dualidad cuando se implantó en el ámbito académico. Oí hablar por primera vez de la dualidad género/sexo en los años 70 del siglo pasado. El primer día pensé que se trataba de un error individual de la mujer que la exponía. Cuando comprobé que se trataba de un punto de vista bastante extendido entre numerosas investigadoras pensé que era una corriente de pensamiento sin futuro.
Por mi parte, en aquel momento estaba escribiendo y publicando artículos sobre cómo la diferencia de mujeres y hombres judíos es construida socio-culturalmente. En esos trabajos mostraba y dejaba constancia de cómo esa diferencia de sexo es elaborada en todos los pueblos. Cada uno impone las costumbres y leyes de sexo según su tradición y continuamente las innova. Lo importante es que ser mujer u hombre es una imposición en todas las sociedades.
Hice aquellas publicaciones a principios de los años 80, y nadie dijo ni mu. Ninguna investigadora, por ejemplo, respondió diciendo: ¡Ey, que una cosa es el sexo y otra el género! Si alguien que consideraba que hablar de género era importante leyó mis trabajos debió pensar, simplemente, que el punto de vista que exponía era el equivocado. En realidad, no sé qué debió de pensar.
Me acordé en ese momento de Bárbara, una excelente alumna que había asistido a mis clases el curso anterior. Ella había afirmado estar de acuerdo con la crítica que hacía a la dualidad sexo-género y alegó que, en efecto, era un error teórico y de método para trabajar. A pesar de ello no quería prescindir de esa dualidad ni en su discurso ni en su forma de pensar.
A lo mejor —cavilé mientras preparaba aquellas notas— las investigadoras que siguen trabajando con esa dualidad, al igual que Bárbara, prefieren mantener ese discurso enmarañado de sexo-género porque también les resulta más cómodo. En cualquier caso entendía que era mejor explicarles a los estudiantes las conexiones —a menudo ocultas— entre sexo e identidad.
Sexo e identidad son dos conceptos íntimamente ligados. Nacemos sin significado y nos lo tenemos que construir, y toda persona se ve abocada a asentar su identidad asumiendo la diferencia de sexo que le adjudica su sociedad. Todos los pueblos están compuestos por hombres y mujeres, y tal diferencia es una estrategia destinada a distribuir tareas, en fin, a organizar la vida social.
Muchas sociedades establecen relaciones de dominio de los hombres sobre las mujeres porque las decisiones fundamentales sobre cómo vivir en sociedad han estado a cargo de ellos. Y en la nuestra, en concreto, ancestralmente se le ha otorgado a los hombres, además, el privilegio y la obligación de aprobar, o no, el comportamiento de la pareja mujer. Ejerciendo tales actividades de control y dominio los hombres han adquirido socialmente su cualidad de hombre verdadero. En cualquier caso ese mando, por tradición, ha naturalizado el maltrato como una práctica más de la autoridad masculina, así como la sumisión y obediencia femenina.
En la actualidad, determinados cambios sociales sobre la construcción social de la diferencia de sexo han instalado la igualdad legal y reivindican una vida cotidiana en la que el dominio de los hombres y la sumisión de las mujeres no tenga lugar en las relaciones de pareja.
A los ocho días había acabado de preparar los cuatro cursos así que me sobraba algún tiempo para seguir trabajando en el proyecto de investigación. Sabía que en cuanto comenzaran las clases no podría hacer nada más que impartir los cursos, acudir a reuniones de departamento, atender a los alumnos, preparar encuentros con personas que trabajan sobre el tema del maltrato, dar conferencias, escribir artículos, y más obligaciones imprevistas que siempre surgen. Durante cuatro meses apenas me quedaría tiempo para entrevistar, si tenía suerte con los contactos, a las parejas que declaraban llevarse bien.
En el proyecto que presenté al ministerio había propuesto estudiar a quince parejas que declararan mantener una buena relación, y aún no había comenzado a trabajar sobre ninguna. Sin embargo, sí que había establecido contactos y contaba con parejas dispuestas a ser entrevistadas. Cogí la lista y planeé cómo combinar el trabajo en la facultad con el estudio de aquellas parejas, y cuando acabé aquella planificación consulté el correo.
Uno de los mensajes recibidos era de Salvador Martín de Molina, la persona a la que había escrito para pedirle información sobre las mujeres de Gaucín y que no me había respondido hasta ese momento. Hacía poco tiempo que le había remitido de nuevo la petición de búsqueda «investigación familiar» —así la había titulado— y le rogaba si podía darme noticias sobre aquellas mujeres.
En su respuesta se disculpaba por la tardanza y adjuntaba largas explicaciones sobre las dificultades de aquella búsqueda. Con un gran sentido del detalle y ánimo de rigor, exponía cada uno de los pasos que había realizado en su investigación sobre los orígenes de aquella familia, la familia de Carmen. Resultó que no solo encontró una gran cantidad de datos genealógicos sobre las mujeres de Gaucín, sino que, además, ¡estaba emparentado con ellas! Según me contaba, esas mujeres, las mismas que habían vivido como artistas de variedades en Valencia y Barcelona, pertenecían a una familia acomodada de Gaucín. A continuación, ofrecía un largo relato y complejo organigrama sobre todas aquellas indagaciones del parentesco. Finalizaba el correo diciendo que su intención era proseguir en las investigaciones, que él acudiría a Gaucín en el mes de marzo y que le gustaría que coincidiéramos. Y aunque no había llegado a pensar en esa posibilidad comencé a considerarla.
Le contesté inmediatamente, mostrando el enorme agradecimiento que sentía por aquel esfuerzo de búsqueda. Aquel hombre, por ayudar a encontrar el rastro de una familia procedente de Gaucín, se había molestado mucho más de lo que nunca se molestaría Carmen.
En las últimas reuniones que había mantenido con Carmen la conversación había resultado cargante. Nada más vernos repetía que le avergonzaba saber que aquella estirpe de mujeres tenía algo que ver con ella. Insistía en que hubiera sido mejor no haber sabido nada, que sus hermanos habían sido unos estúpidos al querer averiguar la procedencia de su abuelo y que ahora ellos eran precisamente los que más despreciaban a su padre.
Aquel discurso me sumía en un profundo desánimo; así que le anulaba citas y acortaba los encuentros. Había llegado el momento en que lo que decía nada tenía que ver con los conocimientos que yo le podía aportar. Además, últimamente hablaba sin cesar y casi no dejaba ni un hueco de silencio; apenas pude decirle que no había logrado noticias sobre su abuela, y lo mismo ocurrió cuando le revelé que había establecido contacto con Salvador de Gaucín. Entonces afirmó, sorprendida, que no era de su interés husmear por ese camino. Aseguró que todo lo que viniera de Gaucín eran hechos antiguos y no le atañían. Según sus palabras, su padre había nacido en Barcelona y su abuela en Valencia, así que Málaga y ese pueblo, Gaucín, quedaban muy lejos de su realidad.
Francamente, aquel día tuve la sensación de que las deliberaciones sobre su familia la irritaban. En aquella cita comentó que lo único que le importaba era que iba a cumplir 55 años y los iba a celebrar a lo grande.
Ese mismo día fue cuando le dije que a lo mejor me interesaba ir a Gaucín para indagar sobre el origen de aquellas mujeres. Afirmó que era libre para hacer lo que quisiera pero que no contara con ella. Sus palabras me convencieron definitivamente de que sus antepasadas la enojaban. Sin embargo, había un asunto del que quería saber más, y no quise perderla de vista sin investigarlo.
Se trataba de su padre. Había pensado de nuevo en él, en las dificultades que había tenido para adquirir su identidad como hombre y en las particularidades que rodeaban su matrimonio con una mujer de origen social y económico tan distinto. Las relaciones de pareja suelen implicar dependencias entre sus protagonistas, y el mayor problema de esa dependencia radica en supeditar la individualidad de uno a la del otro.
La historia del padre de Carmen, un hombre que había formado una familia con prestigio social —en cierta medida gracias a su pareja—, me había estimulado algunas reflexiones sobre su identidad. Terminé preguntándome si tal vez por esa dependencia a su pareja ese hombre podía ser un posible maltratador. Pensé que sería importante conocer los detalles sobre cómo era esa relación para vincularlos, o no, a la investigación que estaba realizando. En definitiva, no estaba dispuesta a perderla de vista hasta lograr aquella información.
A los pocos días de la última cita llamó por teléfono. Nada más oír su voz pensé en mi objetivo. Sin embargo, dijo:
—Hoy no te llamo para darte la lata con mis cosas. Quiero invitarte a la cena de cumpleaños que estoy preparando.
En ese mismo instante comencé a calibrar cuál sería la mejor respuesta para quitarme de encima aquel compromiso, pero no fue necesario porque ella añadió:
—Quiero compartir ese día con mis padres y un pequeño grupo de amigos.
En el momento en que supe que estarían sus padres no dudé y acepté. Aquella era una ocasión seguramente única para conocerlos y observarlos.
Todavía no habían comenzado las clases y acudí con el único objetivo de extraer alguna información. Al llegar a la casa atravesé la enorme portería —un edificio de los años cincuenta del siglo pasado—, revestida de mármol color canela rojiza. Tenía unas medidas extraordinarias y todo lo que la vestía era elegante. Llegué al piso. Al entrar había un recibidor que conducía a un salón en el que había bastantes personas charlando. Al poco de llegar acudimos al comedor, donde cenamos servidos por un camarero y dos camareras.
Durante la comida no dejé de observar al padre y a la madre de Carmen. Ambos permanecieron atentos a los invitados y especialmente a su hija. Cuando la cena finalizó y fuimos a conversar al salón, el matrimonio se sentó separado. Durante la conversación solo pude observar que la madre atendía con interés todo lo que él decía y lo aplaudía con la mirada. Por lo demás, nada. No averigüé lo que me interesaba así que al despedirme de Carmen le dije que quería que nos viéramos un momento al día siguiente.
Le sorprendió aquella petición pero la aceptó y quedamos para vernos en mi despacho.
Al día siguiente, en cuanto llegó y se sentó para hablar la felicité por la cena y por los padres que tenía. No fue fácil indagar sobre lo que pretendía. Cuando logré preguntarle cómo era la relación entre sus padres ella no movió ni un solo músculo de la cara. Sostuvo con convicción que ambos se respetaban siempre, y al observarlos durante la cena yo había tenido esa misma impresión. Es cierto que el padre había heredado un modelo familiar con un origen de maltrato —los hombres de la familia habían abandonado a las mujeres—, pero eso no significaba, claro está, que él tuviera que reproducirlo en la suya. La dependencia social con respecto a SU pareja, según parecía, tampoco había dado lugar a situaciones de maltrato; resolví que seguramente era una persona que había logrado, junto con su esposa, una relación de complicidad que satisfacía a ambos, y dejé de buscar en él el rastro de un posible maltratador.
Tras finalizar los preparativos de las clases llamé por teléfono para concertar la primera entrevista de parejas bien avenidas. La primera la acordé para el martes 23 de enero con Ernesto y Lola.