Del viernes 1 de septiembre al viernes 20 de octubre del 2006
Había previsto el estudio sobre el porqué del maltrato a mujeres como un trabajo de larga duración al que dedicaría el mayor tiempo posible. Aunque el primero de septiembre era viernes, ese mismo día Vanesa y yo reiniciamos nuestra presencia en los juzgados.
Durante el mes de vacaciones Vanesa había viajado con un grupo de amigos a Vietnam y Tailandia. Al regresar aseguró que había sido para ella un viaje histórico y dichoso. Por teléfono, cuando la llamé para citarnos en los juzgados, afirmó que durante todos esos días había logrado desentenderse de lo que estábamos analizando, lo que ocurre entre muchas parejas de nuestra sociedad.
—Me alegro —contesté— pero recuerda que ahora hay que seguir con la investigación. Hemos logrado entrevistar a ocho hombres y tenemos que llegar a treinta; ya sabes que es el número de casos que propuse investigar.
Quedó claro que estaba preparada para volver al trabajo y nos citamos para el día siguiente en la puerta de los juzgados.
Tardamos tres jornadas en tener éxito y entrevistar a otro hombre denunciado por maltratar a su pareja. Vanesa mantenía el mismo vigor de siempre a la hora de convencerlos para que hablaran con nosotras; sin embargo, cuando al cuarto día nos reencontramos percibí en ella una extraña seriedad. A lo largo de la mañana se reanimó y me tranquilicé. Pero al día siguiente lo mismo, y al otro igual. Llegaba tristísima y luego se reponía, pero día a día las cosas empeoraban.
Ella siempre había llegado a los juzgados antes que yo. Sin embargo, a la vuelta de vacaciones comenzó a llegar cada mañana un poco más tarde. Vanesa vivía bastante cerca de aquel feo edificio de color gris y dimensiones descomunales. Es una construcción relativamente moderna que destroza la estética clásica del paseo de San Juan y afea la llegada al bucólico parque de la Ciudadela. La cuestión es que yo tenía que atravesar toda la ciudad hasta llegar a los juzgados y ahora cada mañana tenía que esperarla. Aguardaba a los pies de la escalera de entrada, la llamaba al móvil, pero ella no lo cogía. De repente la veía a lo lejos, se acercaba caminando con tal parsimonia que me sacaba de quicio. La instigaba con gestos para que se apresurara. Pretendía evitar que perdiéramos un juicio que podía ser una conquista para nuestro objetivo. Su actitud me hacía estar con el alma en vilo porque la interpretaba como una manifestación de desinterés, no entendía bien lo que le pasaba.
El día que me contó lo pésimamente que le trataba su pareja, el dueño del piso en el que vivía, procuré hacerla reír por aquella fatal coincidencia con la investigación. Dedicamos la jornada entera a hablar sobre el tema del maltrato, en especial de las mujeres maltratadas que retiraban las denuncias, y también sobre lo que había que hacer, como mujeres, para evitar caer en lo peor. Al principio hablábamos sobre el tema como si nada tuviera que ver con lo que le sucedía a ella. Luego le pregunté directamente:
—¿Cuánto tiempo hace que vuestra relación es tan pésima?
—Bueno, al principio, ya sabes, todo era maravilloso.
Hacía meses que me había contado cómo él la esperaba, al regreso de los juzgados, con comidas elaboradas y riquísimas. Lo que él hacía era poner en práctica recetas de un amigo suyo, cocinero y experto en la cocina de vanguardia, tan en boga en Cataluña. Así que por mi parte había llegado a admirar aquella circunstancia y durante la mañana le preguntaba cuál había sido el manjar con que le había recibido el día anterior. Me asombraba la pericia y dedicación culinaria de aquel hombre, de profesión pintor.
Él trabajaba en casa pero, según había dicho, le gustaba cocinar, lavar y poner orden, así que ella dedicaba las tardes a transcribir tranquilamente las entrevistas.
En agosto Vanesa se fue de viaje con sus amigos, sin su pareja. Aquel mes él lo dedicó a otra mujer. Al regresar, enseguida quedó claro para Vanesa que su idilio estaba hecho añicos. Ella propuso una ruptura que él no aceptó, y fue entonces cuando afloraron persecuciones por la casa, relaciones sexuales atropelladas y acoso económico. Él le exigía a Vanesa que pagara unos gastos que no habían pactado y ella se encontraba en una situación económica muy ajustada; a la remuneración que recibía como colaboradora tenía que descontar el dinero que enviaba a su familia cada mes.
Vanesa relataba lo que le estaba sucediendo como si fuera dueña de sí. Se negó a que nos sentáramos en un bar a charlar de manera sosegada, así que todo aquello lo exponía mientras caminábamos. Creo que le pareció que hablar caminando reducía la relevancia de los hechos.
Los razonamientos que hice sobre lo que contaba remitían a la experiencia que vivíamos todos los días en los juzgados. Pareció que ella estaba persuadida de que existían fórmulas para corregir todo aquel desarreglo.
Le expuse cuál era la mejor manera de entender, según mi punto de vista, por qué muchas mujeres, algunas inteligentes y profesionales brillantes, sostienen una relación de pareja endemoniada.
—Ya sabes —resumí— que para adquirir reconocimiento social como mujeres de bien, hemos necesitado siempre a los hombres. La dependencia social de las mujeres con respecto a ellos es milenaria.
—Si, lo sé —contestó.
—¡Pero hoy en día ya no es así! —exclamé sonriendo y mirándole a los ojos—. No tenemos que olvidar, Vanesa, lo mucho que pesa la tradición. Se trata de una tradición que arrastra a miles de mujeres a la sumisión y dependencia de la pareja.
Le dije aquella frase tan manida y que ella conocía tan bien para incitarla a hablar más sobre sí misma. Sin embargo, observé en su rostro cierta sorpresa, como si aquello aludiera a las demás mujeres pero no a ella. A la vez sentí que me miraba con indignación.
En el momento en que se me ocurrió utilizar la palabra maltrato en relación a lo que ella estaba viviendo dejó de caminar, me miró con algo de rabia y dijo con cierta agresividad:
—¡Caramba! Tampoco es eso. Él no se porta bien, pero no debemos hablar de maltrato, en este caso no es así.
No atendí a su queja. Me limité a rogarle que evitara convertir su vida en un infierno. Le dije que los detalles que había contado sobre lo que sucedía aparentaban signos de anticipo de un futuro aterrador y añadí:
—Cuentas conmigo para lo que quieras. Sea lo que sea solo tienes que decirlo. Además, ya sabes que en mi casa hay una habitación de la que puedes disponer hasta que soluciones estos problemas. Y otra cosa, no olvides que para evitar males mayores es mejor zanjar la relación. No debes dejar que nadie… te humille —seleccioné aquella palabra, más débil, para no mencionar de nuevo el maltrato, aunque a todas luces era la palabra que correspondía.
No volvió a abrir la boca sobre el tema. Cada vez que intentaba sonsacárselo modificaba la conversación. Sin embargo, al cabo de un tiempo comenzó a llegar puntual a los juzgados. Recuperó la luminosidad que emanaba antes de los hechos y volvió a sonreír, así que dejé de inquietarme. A los cuatro meses me informó que había cambiado de piso y de pareja.
—Si te parece bien un día puedes venir a cenar a casa —me dijo—. Este hombre es cocinero y no te puedes imaginar lo bien que me alimenta.
—¿Es cocinero? —exclamé muy sorprendida.
—Sí, sí, trabaja en el restaurante La Menta como cocinero y ¡es fantástico! ¡No sabes cómo me mima con la comida!
La Menta es un restaurante prestigioso en Barcelona, así que no dudé de las habilidades de aquella nueva pareja. No supe si ella era consciente, o no, de que no podía ser casual que sus dos parejas coincidieran en tener el mismo atributo. Me quedé con la idea de que Vanesa disfrutaba, sobre todo, con hombres guisanderos.
Durante los meses siguientes, Vanesa continuó acercándose con recelo a los hombres de nuestro estudio. Por mi parte, había perdido definitivamente el miedo. Había ratificado la hipótesis que tenía aun antes de comenzar el trabajo de campo: aquellos hombres solo atacan a la mujer que consideran su pareja. Es un conflicto de él, como hombre, frente a su pareja pero no frente a todas las mujeres, le repetía a Vanesa. A pesar de todo, ella permanecía en guardia.
Tampoco era extraña su prevención, puesto que nos habíamos visto en varias situaciones peliagudas. Lo sucedido al finalizar la entrevista a un joven de veintiséis años fue especialmente turbador; él había torturado a su pareja públicamente en un banco de la calle machacándole la cabeza con el casco de la moto. Después le pisoteó el resto del cuerpo con la misma moto puesta en marcha hasta que, por suerte, unos policías que pasaban por el lugar lo detuvieron. Al finalizar la entrevista que le hicimos durante más de cinco horas, aquel chico dijo:
—Si te parece bien, Vanesa, podemos quedar un día y así podremos conocernos mejor.
Otro joven había argumentado —también al acabar la entrevista— que lo mejor para recuperar su confianza en las mujeres sería que él y Vanesa se citaran.
—Nos frecuentamos —le dijo— y así te podré demostrar que no soy ningún monstruo como dice mi mujer —apuntaló sonriendo y buscando complicidad.
El acabóse de esta situación —para mí, claro— se produjo cuando dos hombres adultos, que habían destrozado la vida casi entera de sus parejas, dirigieron sus propuestas hacia mí, aunque de forma más sutil.
Vanesa afirmaba que los hombres que se nos insinuaban eran impúdicos y le resultaban repugnantes. Por mi parte lamentaba la falta de discernimiento que les caracterizaba, y debo reconocer que en los dos casos en que sugirieron un inicio de cortejo sentí una imperiosa necesidad de perderlos de vista, y así lo hicimos. Juntas escapamos de cada uno de esos truhanes.
Cuando el 16 de octubre la periodista Paqui Méndez llamó para invitarme a dar una conferencia sobre el tema del maltrato en un ciclo que ella coordinaba en el Aula CAM de Valencia, acepté. En ese momento no pensé en Carmen, la alumna a la que estaba ayudando a esclarecer interrogantes familiares. La última cita mantenida con Carmen había tenido lugar a primeros de octubre.
—No puedo entender por qué mi padre se hizo falangista. ¡No lo puedo comprender! —Carmen inició la conversación de aquel día de este modo. Sabía que era una mujer que se definía políticamente de izquierdas y su incomodo era comprensible.
—En la época era una opción. De todas formas, ¿por qué te extrañas? —dije, a pesar de todo.
—Es que no entiendo cómo, viniendo de una familia como la suya, se puso del lado de quienes no defendían a la clase obrera ni a los más marginados, ¡como él! —exclamó con un gesto de desprecio.
—Tienes razón, te comprendo, aparentemente es correcto lo que dices pero si esa evidencia no se cumple será por algo, ¿no te parece?
Reflexioné en voz alta sobre el hecho de que entonces su padre era joven y, además, no había contado con ningún hombre en su familia que le orientara. Y es posible, le sugerí, que las mujeres que tenía cerca fueran políticamente ambiguas y sumisas.
—¿Se lo has preguntado a él alguna vez?
—Sí, y dice que cuando conoció a José Antonio, el líder de los falangistas, se quedó encandilado escuchándolo. Que se expresaba de maravilla y que, según cree mi padre, el ideario falangista protegía a la clase trabajadora.
—Ya, y tú qué piensas.
—Que no es verdad. Que eran unos cabrones y nada más.
—Entonces tu padre es un cabrón.
—No, él no. Pero, bueno, no puedo engañarme; él tuvo un papel muy relevante en el partido, en Cataluña, así que también debe de serlo.
—¿Y tu padre te ha comentado alguna vez por qué cree que la Falange protegía a la clase trabajadora?
—Dice muy convencido que las masas son ignorantes, que el pueblo se deja engañar por cualquiera y que los líderes son necesarios para organizar la sociedad. También dice que José Antonio era un buen líder. Asegura que aun siendo un señorito entregó su vida por una causa justa. Pero bueno, lo que me interesa es saber lo que tú piensas. Quiero decir, ¿por qué crees que mi padre optó por aquella ideología viniendo de donde venía?
—Supongo que hay varias respuestas posibles —le respondí.
De nuevo traté de ponerme en la piel de aquel hombre, un joven sin padre cuya madre y abuela trabajaban en números de variedades como bailarinas, y que había terminado apuntándose al partido falangista.
—Y otra cosa —agregó Carmen, interrumpiendo mis pensamientos—, mi padre aceptó cargos con poder político en la época de Franco. Y, ¡claro!, una cosa es aguantar aquella dictadura y otra muy diferente es participar en ella de un modo activo.
—Pero veamos, ¿después de la guerra tu padre siguió en la Falange o no? —dije.
—Sí, sí, claro; él era y es falangista, aunque dice que hay muchos falangismos y él es de los fieles a la doctrina de José Antonio. Es un ideólogo, un idealista de los que, según dice, ya no quedan desde hace años.
—En este caso, Carmen, diría que tenemos que preguntarnos cosas como si sería razonable, o no, pensar que tu padre optó por José Antonio y la Falange para romper con la maldición centenaria de su familia.
—¿De qué estás hablando? ¿De qué familia? ¡Si mi padre no ha tenido prácticamente familia!
—Pero bueno Carmen, ¿cómo es posible que tú hables así? Tu padre tuvo la familia que tuvo, tan digna como cualquier otra, ¿no te parece?
—Lo que pasa es que yo al no tener abuelo ni saber nada de nada de esa familia… Bueno, sí, rectifico: ahora sé que era una familia de artistas que trabajaban en varietés… Pero es familia y no es familia, tú me entiendes, ¿no?
Me estaba poniendo nerviosa. Era ella la que debía reivindicar la condición de familia para sus antepasadas. Aquellas mujeres habían sido marginadas por la sociedad y ahora resultaba que ella seguía discriminándolas en defensa de no se sabía el qué.
—No, no te entiendo —le dije—. Bueno, sí que te entiendo, pero lo que te quería decir es que tus antepasadas hicieron lo que pudieron para vivir dentro de la sociedad. Y fueron madres, así que formaron familias.
—Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la Falange y mi padre?
—Tu padre decía esa frase de «mi familia empieza en mí», ¿verdad?
—Sí, la dice siempre.
—Pues bien, estamos ante un hombre que considera, como tú acabas de corroborar, que no ha tenido familia.
—Exacto.
—Y, sin embargo, sí que la tiene. Tiene madre, hermana, abuela y sabemos igualmente de su bisabuela, ¿no es cierto?
—Sí, claro.
—Pero él insiste en que su familia comienza con él ¡y no con las mujeres de su familia! Así que estamos delante de un ejemplo práctico de la incapacidad histórica de las mujeres para transmitir la identidad a nuestros hijos, al menos hasta hace bien poco. Y lo destacado de esta situación es que tu padre no solo fundó una familia, como a él le gusta decir, sino que al comenzar de cero pudo elegir qué tipo de familia quería formar. O así lo cree él. Y no te olvides de los problemas de identidad que todo ello supone.
—¿A qué te refieres? Ya sabes que me interesa el tema de la identidad.
—Ahora no me refiero a la relación entre identidad y apellidos, no, no. Ahora estoy pensando en el hecho de que ser hombre implica asumir determinadas prácticas sociales sexuadas.
—Ya, todo esto está muy bien pero ¿qué tiene que ver lo que estás diciendo con el hecho de que él se afiliara a la Falange?
—Al parecer, el padre de tu padre era un señorito que vivía en la parte alta de la ciudad y tuvo con ella tres hijos ¿no es así?
—Sí, ya te dije el otro día que lo único que sabemos de ese hombre es que era un señor de familia rica y que tuvieron tres hijos, aunque la pequeña murió.
—De acuerdo. Además, hay que recordar lo que tu padre remarcó una vez, que su objetivo en la vida había sido salir en los periódicos para que su padre lo viera.
—Sí, eso dijo.
—Pues según entiendo, una manera de estar cerca de su padre y de que este lo admirara era apuntarse a un partido político de señoritos. Deseaba que ese hombre que no lo reconoció, tu abuelo, estuviera orgulloso de él. Por tanto, quiso afiliarse a un partido acorde con su clase social. No iba a apuntarse al Partido Comunista, por ejemplo. Él debió tomar la decisión de asumir aquel padre, ¡y aquel origen de clase determinado! —exclamé con cierto entusiasmo.
—Bueno, quizá sí, quizá esa sea una manera de verlo —dijo Carmen con un gesto de duda—, pero, claro…
—Todo esto solo son suposiciones… —añadí interrumpiéndola—. Pero veamos: él no solo ha omitido su verdadera historia a los hijos sino que, según me has dicho, os ha proporcionado una vida muy acomodada.
—Sí, desde luego.
—Pues ya lo ves ¡ahí lo tienes! Al adscribirse a una opción política acorde con la clase social de su padre salió de la marginación centenaria de la que provenía, y eso lo hizo tomándolo a él como referente. Piénsalo bien, las actividades que guían a un hombre en su vida siempre están vinculadas a las de otros hombres, se trate de su padre o de cualquier otra figura masculina, y cuando hablo de prácticas sociales sexuadas me refiero precisamente a esto.
—Ya —respondió muy seria, como si despreciara aquella hipótesis.
—¡Vaya trabajo el de tu padre y vaya sagacidad! —solté inmediatamente y sin meditar si a ella le parecía bien o no lo que decía.
—Pensaré en lo que me acabas de exponer —comentó algo incrédula.
—Y además —argumenté— hablamos de un chico que nunca fue reconocido por su padre. No recibió, por tanto, su identidad por vía paterna, pero incluso así él siguió buscando fórmulas para reproducirla. En este sentido, pertenecer a la Falange fue un modo de conseguirlo.
—De todas formas —afirmó ella bastante molesta— la Falange implicaba una ideología fascista y clasista, y los falangistas actuaron de una manera que no fue decente, que no es defendible.
—Estoy contigo.
Liquidé aquella conversación preguntándole si había hablado con Valencia para pedir la partida bautismal de su abuela y contestó que no. Le informé de que pronto iba a dar una conferencia en aquella ciudad y sin el menor rubor me pidió si yo podría buscarla. Le contesté que lo sentía, pero que seguramente no tendría tiempo.
Cuando finalizamos aquellas confidencias, ella se fue y me quedé sola en el bar. Me detuve a pensar en la opción política de aquel hombre delante de un agua con gas bien fría que había pedido a la camarera.
Concebí la vulnerabilidad en la que debía de haber vivido un hombre que decía «Mi familia empieza en mí». De pronto comprendí el motivo exacto por el cual estaba tan involucrada en esa historia. Al fin y al cabo la hipótesis con la que trabajas —juzgué— se ciñe al análisis de los procesos de construcción y recreación de la identidad de las personas. Y la historia del padre de Carmen precisamente dejaba claro que la identidad y su recreación solo se han alcanzado tradicionalmente a través de los hombres, y no de las mujeres.