Capítulo 12

Del lunes 3 de julio al miércoles 30 de agosto del 2006

El segundo mes de abnegación al estudio, en este rincón del mundo, estaba siendo el más caluroso de los que recordaba. No contaba con datos fiables sobre si el calor y la humedad de aquel año eran destacables en la historia de los termómetros de Cataluña. Ahora bien, apenas subía y bajaba tres veces los cuatro o cinco pisos del edificio de los juzgados, cada pierna y cada brazo adquirían un peso cruel. Además, la cabeza alcanzaba temperaturas de fuego. Practiqué la conveniencia de ir vestida con algodón muy fino y el beneficio de no tener que pensar cada mañana cómo vestirme de forma adecuada para resistir aquel trabajo de campo. Así que me ponía cada día lo mismo, como si fuera un uniforme. De hecho adquirí dos conjuntos de camiseta y falda casi idénticos y los alternaba.

La primera semana de julio, cuando la humedad ambiente alcanzó el 99 por ciento y el termómetro marcaba entre 31 y 33 grados, los días amanecían y enseguida pesaban sobre el cuerpo. El aire estaba cargado de humedad ardiente, pero la pasión por reflexionar sobre lo que hacían aquellos hombres utilizando datos de su viva voz me alzaba el coraje.

Me plantaba en los juzgados con una botella de agua fría sacada de la nevera. La bebía y me compraba otras en las máquinas que había por los pasillos de los juzgados si aceptaban las monedas y si todavía quedaba alguna botella. Mientras tanto Vanesa no probaba ni un trago. Su dinámica era marearse, un tanto a cada poco, y negarse a beber. Bebía exclusivamente las escasas mañanas que acudíamos al bar de enfrente de los juzgados, y solo íbamos al bar cuando por circunstancias singulares invitábamos a alguno de los hombres a apaciguar el calor tomando algo y lo animábamos a hablar. Allí Vanesa pedía siempre lo mismo, café con leche, y no lo bebía hasta que alcanzaba la temperatura ambiente.

Cada mañana, nada más llegar a los juzgados nos dirigíamos directamente a las puertas de las salas donde sabíamos de antemano que se iban a celebrar los juicios por maltrato. Los agentes judiciales colgaban en los marcos de las puertas un papel por citación. En cada cuartilla ponía la hora de la cita, la causa del juicio y el nombre de las personas implicadas. Nosotras revisábamos el número de juicios, anotábamos las horas en que se iban a celebrar y después nos sentábamos a esperar a que llamaran a las personas incluidas en el primero.

Los pasillos se llenaban de gente que comparecía sudorosa y vagabundeaba a la espera de su turno. Mientras tanto, Vanesa y yo jugábamos a formar parejas, y muchas veces adivinamos qué mujer correspondía a qué hombre ya que lo habitual era que permanecieran separados. Ellas solían moverse en aquel espacio tan encogidas que aparentaba como si quisieran esconderse. Los abogados circulaban sin cesar, cuchicheando ahora con el hombre, y luego con la mujer.

El tiempo de espera en los pasillos entre juicio y juicio siempre lo aplicábamos a la observación, aguzando los sentidos y anotando lo que pasaba a nuestro alrededor. Había muchos momentos en los que Vanesa permanecía tan quieta y callada que parecía estar ausente, como a punto de desvanecerse. Seguramente se debía, en parte, al triste bullicio que nos rodeaba.

Si parecía que algo de lo que sucedía era importante y no podía controlarlo sola, dado el tumulto de personas, le pedía a Vanesa su colaboración, y entonces ella revivía. De repente recuperaba todas sus fuerzas y avistaba con suma eficacia todo lo que pasaba. A veces nos cambiábamos de asiento para acercarnos a los litigantes y oír lo que decían. En muchas ocasiones nos poníamos de pie acercándonos todo lo posible para captar la conversación.

Los protagonistas de las denuncias y los abogados iban llegando a lo largo de toda la mañana. Allí negociaban o cerraban estrategias ante la inmediata actuación judicial; a veces discutían las decisiones convenidas, se peleaban.

Una vez en el juicio, oíamos declaraciones referentes a torturas, apaleamientos, desprecios, insultos, peleas, cuchilladas y golpes. A su vez, el relato de los policías y los partes médicos se encargaban de confirmar e ilustrar las disputas que tienen lugar en algunas casas de la ciudad de Barcelona.

Adquiríamos bastante excitación con aquel ajetreo. Sin embargo, en los pasillos entraba cierto frescor de alguna máquina de refrigeración y casi llegábamos a olvidarnos del excepcional y bochornoso calor. Ahora bien, lo recuperábamos en cuanto a alguno le habían dictado que debía permanecer alejado de su pareja, porque entonces bajábamos las escaleras a toda prisa para esperarlo en la calle con la esperanza de que en algún momento se quedara solo y pudiéramos hablar con él.

Llegábamos a la calle más o menos enardecidas, según la crueldad con la que había actuado con su pareja y, de nuevo, aceleradamente, se instalaba el calor infernal en la cara y por todo el cuerpo.

La táctica consistía en que una de las dos lo abordaba y le pedía que aceptara ser entrevistado para así evitar que él lo viviera como un acoso. Nada más pisar la acera decidíamos cuál de nosotras emprendería el primer contacto. El criterio era la edad: si era un joven denunciado, Vanesa lo abordaba primero, y si se trataba de uno más mayor entonces actuaba yo. En todo caso, la que iniciaba la acción siempre permanecía oculta a ojos de todos, de espaldas a la puerta de los juzgados, mientras que la otra oteaba lo que sucedía. Si le tocaba a Vanesa, ella inmediatamente palidecía y se desencajaba. En los primeros abordajes a su cargo se mostraba tan descompuesta que temía que fracasara en el intento.

Indefectiblemente él terminaba por aparecer a lo lejos.

Ya está ahí —le decía a Vanesa—. Está hablando con su abogada, ahora están a punto de bajar las escaleras. Se despiden. Se separan, ¡ya baja!

¿Baja solo? —preguntaba siempre.

Según la respuesta se agitaba más o menos, porque si él bajaba solo quería decir que había llegado el momento de abordarlo. Era en ese preciso instante cuando parecía que Vanesa iba a desvanecerse perentoriamente.

—Lo siento pero no puedo. ¡No puedo, me da mucho miedo! ¡Además, seguro que no querrá hablar conmigo! ¡No puedo, te lo aseguro! —decía siempre.

—Tranquila —le respondía intentando no perder de vista al hombre—, tú lo haces muy bien, ¡ya lo verás! ¡Seguro, que lo harás muy bien! Además, ¡ya se acerca!

—¿Ya? ¡Qué horror!

—¡Ya! Vanesa, gírate, ¡cuidado que se va a escapar! ¡Cuidado que corre mucho, que camina muy deprisa y lo perderemos!

Normalmente ellos salían huyendo del lugar a velocidades inauditas.

—Venga, Vanesa, ánimo, que lo haces siempre fantástico. ¡Ya! Ánimo ¡ya! ¡Cuidado que se escapa! —añadía de nuevo.

En aquel momento, ella se giraba repentinamente. Y entonces se dirigía hacia él caminando con tal tranquilidad y aplomo que resultaba prodigioso. Vanesa recuperaba el color de su cara de inmediato y se ponía a hablar sin cesar, sonriendo y con tal cortesía que era conmovedor. Con todo aquel despliegue de encanto les decía las palabras convenidas.

Yo la observaba desde muy cerca y era asombroso comprobar cómo se crecía ante aquella eventualidad, y cómo casi siempre convencía a los hombres del beneficio de hablar con nosotras. A los pocos minutos de iniciar aquella charla yo intervenía y añadía las explicaciones necesarias, le pedíamos al hombre su teléfono e intentábamos averiguar qué fecha era la mejor para realizar la primera entrevista.

Vanesa era brillante y soberbia en la aventurada hazaña de acercarnos a ellos. Enseguida supe que era la persona óptima, justo la colaboradora que necesitaba para captarlos.

Finalizada la escena le agradecía su entrega y, aligerando, regresábamos a los juzgados. Y era así cómo cada mañana intentábamos, al menos seis o siete veces, captar a alguno. Unas veces era ella la artífice y otras yo; por fortuna, Vanesa hizo amistad con los policías y a menudo no le hacían quitarse las joyas cada vez que salíamos y entrábamos de los juzgados, a pesar de que las máquinas pitaban irremediablemente.

Dado que por las mañanas permanecíamos en los juzgados, por las tardes hacíamos las entrevistas y las llamadas telefónicas necesarias hasta concretar nuevos encuentros. No siempre era fácil conseguir que cogieran el teléfono y llegar a precisar fecha y hora para una cita. Ahora bien, en cuanto podía me recluía en el estudio para escuchar una y otra vez las palabras que habíamos grabado sobre lo que sucedía en los pasillos y en las salas de juicio.

Los días plácidos me dedicaba a leer todo lo que cayera en mis manos relacionado con aquel tema. Por las tardes Vanesa transcribía las entrevistas en su estudio, tarea que realizaba con diligencia. De este modo, cada una de las palabras que habíamos grabado quedaban fijadas en papel.

La tarde del lunes 17 de julio nos citamos con un joven de treinta y siete años, un ingeniero industrial en trámites de separación matrimonial y denunciado por maltratar a la pareja. Era un chico de aspecto atlético que vestía informalmente, se notaba que cada prenda estaba pensada para conciliar con el resto. Hablaba meditando cada palabra, y sus ideas eran inflexibles. En su opinión, lo que a él le había sucedido con la mujer era una representación teatral que ella había planeado para quedarse con todo el dinero.

Aquel comentario y todo lo que dijo el joven en el encuentro concordaba bastante con las afirmaciones de una fiscal en una entrevista que le había efectuado la tarde del martes 11 de julio en su amplio despacho de los juzgados. Al llegar la encontré sentada delante de su mesa de trabajo, que estaba repleta de multitud de carpetas de color amarillo y verde. Contó que estaba preparando el informe anual sobre todos los juicios del año; en ese informe se hacen constar las causas del juicio y la resolución del mismo, son los datos que luego se utilizan para elaborar las estadísticas anuales.

—Por esta razón no dispongo de mucho tiempo para la entrevista. Lo siento, es un momento del año en el que tengo mucho trabajo —dijo.

Le respondí que no se preocupara, que charláramos el tiempo que pudiera y que otro día ya proseguiríamos.

Aquella fiscal tenía una abundante melena de color casi dorado cortada a la altura de la barbilla, y sonreía tan simpáticamente que enseguida me sentí cómoda. Entre sus carpetas y papeles había un marco con una foto de dos niños, también rubios, que supuse eran sus hijos. A pesar del mucho trabajo que tenía, dedicó bastante tiempo al encuentro. Estuvimos hablando algo más de tres horas.

—Lo que actualmente aumentan son las muertes de mujeres en manos de sus parejas —afirmó, nada más comenzar la entrevista.

—Sí, pero según parece también aumentan las denuncias de ellas por maltrato ¿no es así?

—¿Las denuncias? Ya… —dijo algo indiferente.

—Eso creo —dije sorprendida por su reacción.

—Bueno, no sé… Está bien lo de las denuncias que tú dices, pero muchas no son casos graves en sentido estricto. Lo que realmente preocupa es lo de las muertes sin avisar.

—¿Sin avisar?

—Sí, sí —aseveró—, y lo importante es que muchas de esas mujeres asesinadas estaban en trámites de separación. Yo pienso que… No sé. No sé qué se podría hacer… Porque ya te digo, esto está ocurriendo en todo el mundo. Parece increíble pero es así.

Estaba claro que cuando hablaba de mujeres que habían muerto sin avisar hacía referencia a que la pareja las había asesinado sin que ella, previamente, la hubiera denunciado por maltrato.

—Y ¿cómo relacionas los divorcios con estas muertes? —le pregunté.

—Pues por cuestiones económicas —afirmó la fiscal—. La gente se separa, ella se queda con la casa y él tiene que darle una pensión. Como decía un gran amigo mío, ya muerto, el pobre, las separaciones solo tendrían que ser para los ricos.

Y lo decía porque una pareja puede vivir bien, los dos juntos, pero cuando se separan hay un bajón, hay que alimentar dos casas y empiezan a surgir los problemas.

—Desde luego resulta desventurado —afirmé—. Asesinar a la pareja para resolver un problema económico… ya. ¿Y realmente crees que con eso el hombre llega a resolver sus conflictos? —Hice aquel comentario porque me costaba aceptar que el eje de todas esas muertes de mujeres gravitara en exclusiva entorno al dinero.

—Fíjate que muchas de estas muertes salen en la televisión, y al hablar del asesino la gente acostumbra a decir que era una persona normal, que parecía que no tenían problemas. ¡Ah! Y… oye, muchos terminan matándose a sí mismos —añadió, desviándose de mi pregunta.

En aquel momento ella había cambiado el tercio. Lo que yo pretendía es que se pronunciara sobre los hombres que mataban, según ella, por dinero al divorciarse y no de los que se suicidaban. A pesar de aquella discordancia, respondí.

—Ya, desde luego, es complejo lo que está pasando. De todas formas, los hombres que después de matar se suicidan no lo harán por la economía, ¿no crees?

—Creo que también es por su gran afán de posesión —añadió la fiscal—. Porque, en efecto, tampoco puedes decir que se cabrean y las matan solo por una cuestión económica —alegó.

El jueves 20 de julio pasé la tarde trabajando sobre la entrevista que habíamos realizado al joven ingeniero que estaba en trámites de separación. Leí el relato de la fiscal sobre las agresiones de él a su pareja y que la habían obligado a ingresar en un hospital y salir cosida con setenta y cuatro puntos, cojeando y con el cuerpo repleto de moratones. Sin embargo, al hablar con él, nunca concedió mayor importancia a esos hechos.

—Recuerda que en el juicio se presentaron pruebas de tu agresión, y esas pruebas demostraban que la habías agredido con ahínco —tuve que decirle.

—¡Qué va! —afirmó—. Todo aquello era una sarta de mentiras y estaba premeditado. ¡Pero si yo no me he peleado ni de niño en el colegio cuando era pequeño! ¡Si las broncas las montaba ella siempre!

—Ya.

—Lo que pasa es que ella ha visto dinero.

—¿Qué dinero?

—El de los dos pisos, el de mi piso y el del suyo. Ahora resulta que ella se ha quedado con el piso que hemos comprado entre los dos. Y el que ella tenía antes de vivir juntos, ese aún no lo ha vendido, y me tiene que dar a mi la mitad cuando lo haga. Eso es lo que acordamos —añadió.

—¿Tú crees que todo esto sucede por dinero? —le repetí.

—Sí, sí. Ella puso diez millones de pesetas en la compra de nuestro piso y yo iba pagando la hipoteca. Pero, claro, tuve problemas con el pago porque tenía otro préstamo… Bueno, en fin, que ella ha visto dinero y por eso ha planeado todo esto —aseguró.

—Ya —dije de la manera más aséptica y templada posible para que él siguiera hablando.

—Yo ahora mismo me considero acorralado porque ha roto el pacto económico que teníamos… Ayudada por su abogado, claro… Y, oye, suerte que perdió el niño que esperábamos porque, si no, aún sería peor. ¡Tendría que pasarle una pensión! —exclamó.

Lo que olvidó precisar es que el motivo por el cual ella perdió a la criatura que esperaba fue consecuencia de una de las palizas que él le había propinado meses antes de que ella lo denunciara. Ese era un dato que también había quedado patente durante el juicio.

En ese momento me acordé de la fiscal, que en nuestra conversación había hablado del tema de las pensiones a los hijos. Cogí la libreta en la que había transcrito sus palabras y comprobé que, en efecto, mencionaba los juicios por impago de pensiones y que en algunos casos se trataba de 200 euros para una criatura de cuatro años, una cantidad realmente irrisoria, había dicho. Cabe recordar que los años en los que realicé esta investigación fueron de bonanza económica.

Durante el juicio ellos argumentaban que no podían pagar la pensión porque no tenían empleo, pero al mismo tiempo tampoco sabían justificar su modo de subsistencia, y eso que era obvio que vivían de algún trabajo, aunque no pudiera ser demostrado. Lo que la fiscal estaba dando a entender era que esos hombres no querían pagar la pensión a sus hijos, simple y llanamente. Destacaba, además, el hecho de que, en su opinión, una mujer se las apañaría trabajando en lo que fuera para dar de comer a sus hijos, pero que había un gran número de hombres que no pagaban la pensión y se quedaban tan panchos.

Retomé entonces la entrevista del joven ingeniero que había dejado en un extremo de la mesa. Releí los razonamientos que había hecho sobre su fracaso en la relación de pareja. Él explicaba que lo que ahora le ocurría era el resultado de no haber escuchado las advertencias de sus amigos.

—¿Qué te decían tus amigos? —pregunté.

—No, nada —respondió—. Bueno, sí que decían algo, lo que pasa es que es un poco bestia. Resulta que todos mis amigos son mayores, y todos están solteros, el único que siempre se ha querido casar soy yo, y eso que siempre me decían que no lo hiciera. Que no lo hiciera por eso, o por lo otro, vamos, que tuviera cuidado. Hay uno de ellos que tiene una frase que es una verdad como un templo —me miró a los ojos antes de pronunciarla, luego a Vanesa—, no, es igual, no importa la frase que dice mi amigo.

—No te preocupes, puedes contar lo que quieras —dije para intentar que expusiera sin remilgos lo que pensaba.

—Ya, bueno… Este amigo siempre repite lo mismo: ¡Para qué quieres la vaca entera si te la puedes comer a filetes! —y entonces rió con ganas.

—Ya —respondí sin inmutarme.

—¡Claro! ¡Para qué quieres toda la carga de una mujer si puedes ir picoteando de aquí y de allí sin estos problemas que ahora tengo yo! —añadió algo alterado—. ¡Es que ellas mismas se lo buscan! Ahora no me quiero liar con nadie porque si no van y te denuncian. Y claro, al final te conviertes en un misógino, o sea, «peligro mujeres» —dijo dibujando en el aire el entrecomillado—. Es que no sé cómo explicártelo —agregó.

Abandoné el texto de las declaraciones del ingeniero y volví a coger de nuevo la libreta con las transcripciones de la fiscal. En ellas revelaba, entre otras cosas, que en la fiscalía se estaba trabajando para conducir mejor las situaciones de abandono de responsabilidades de los padres hacia sus hijos. Recordé de nuevo las palabras del ingeniero; aunque él no tenía hijos, sí dijo alegrarse de no tenerlos ya que ahora se ahorraba pagar una pensión como padre.

La fiscal explicó que había intercambiado opiniones con varias colegas para estudiar la manera de forzar a los padres a que mejoraran sus relaciones con los hijos. Dijo que en aquel momento se quería hacer un proyecto de ley para renovar la situación y destacó lo que una amiga fiscal planteaba. Esa amiga insistía en la ausencia de igualdad entre hombres y mujeres hoy en día, a pesar de que se diga que eso no es así. La verdad, según esta fiscal, es que ellos no pagan las pensiones y que siempre encuentran excusas para no cumplir con el régimen de visitas. Es decir, que esos hombres usan todo tipo de tretas para eludir sus obligaciones como padres. Mientras tanto, si ellas tienen necesidad de dejar al hijo por algún imprevisto, ni se les ocurre pedirles ayuda a ellos. ¿No somos tan igualitarios? —había dicho aquella fiscal—. ¡Pues que el padre se quede con el hijo si así lo pide!

Analizando todas aquellas palabras advertí que tanto la fiscal como el ingeniero coincidían en algunos puntos. Aunque cada uno lo hizo a su manera, los dos expusieron lo mismo sobre la relación entre dinero, pareja y paternidad: que el dinero corrompe los afectos y cualquier alianza. En aquel preciso momento, con todas aquellas transcripciones invadiendo la mesa, recordé lo que el mesonero de Castilla había dicho hacía meses, cuando estuve comiendo en su restaurante. Él fue la primera persona en afirmar que algunos hombres asesinan a la pareja para no tener que pagar pensiones ni ceder la vivienda a la mujer y los hijos.

Ellos las matan porque luego, entre una cosa y la otra, se pasan tres o cuatro añitos en la cárcel y ya está. Les compensa. Hacen números y ya ves, las matan y todo resuelto ¡para siempre! —me había asegurado.

Al releer el testimonio del mesonero me sobrecogió. Inspiré aire con ganas y abrí una pregunta: ¿tan ridículas son las sentencias por asesinar a la pareja? ¿De verdad estos hombres prefieren clavar cuchillos a sus parejas, o propinarles mazazos en la cabeza y verlas desangrarse, tranquilamente, con tal de mantener su patrimonio?

En esa trifulca que me había montado en el estudio con la fiscal, el ingeniero, el mesonero y con todas las informaciones que había recibido de los hombres que habían maltratado a la pareja, reflexioné hasta qué punto era cierto que el maltrato y matanza de mujeres se engendraba, verdaderamente, por razonamientos económicos.

Recapitulé la información que había obtenido hasta aquel momento en el trabajo de campo y comprobé que, en efecto, ellos utilizaban múltiples fórmulas para descuartizar las relaciones de pareja y, a la vez, amparar sus finanzas. Además, y de un modo sistemático, al tener que alejarse de la pareja ellos intentaban hacer lo posible para dejarlas desplumadas.

Entonces recordé que al cursar la carrera de historia la mayoría de textos que me sedujeron ceñían sus argumentaciones en el marco de la teoría marxista. En aquella época me convencí, para siempre, del importante papel de lo económico en el vivir de los pueblos.

—Sin embargo, también desde entonces —sostuve en solitario delante de la mesa de trabajo— reflexionas sabiendo que la organización de lo económico procede de nuestra invención y, por tanto, es cultural. La historia la escribimos con las estrategias que estamos obligados a inventar para vivir, con todas y, por supuesto, con las que atañen a la economía. Así que la organización y el cómo vivimos lo económico también nos da significado como especie.

Es cierto que cualquier actividad, incluso la de matar a la pareja atañe al significado que nos autoforjamos. No se trata de que la historia la determine la economía o la cultura, sino que todas nuestras prácticas proceden de nuestra invención, son culturales y, por tanto, todas nos dan significado.

Ahora bien, hay que recordar que los hombres que maltratan o matan a la pareja realizan esas actividades en solitario y en la intimidad. Se dicen a sí mismos que por culpa de ellas no pueden sentirse como verdaderos hombres, o que solo son hombres de verdad si logran anularlas a ellas. Así que mediante la agresión a la pareja lo que anuncian es que viven su hombría supeditada al dominio despótico hacia la pareja, pendiente de la sumisión de ella.

Se me había secado la garganta. Me levanté y fui a la nevera a buscar un vaso de agua bien fría. Me sentía intelectualmente inquieta, y me impuse averiguar qué pasaba con las sentencias que dicta la justicia con respecto a esos asesinos de mujeres.

Cogí el teléfono y llamé a Cinta Caminals. Como abogada criminalista conoce bien la ley sobre homicidios y asesinatos, y pensé que ella podía ser una buena informante.

Hacía varios meses que no hablaba con Cinta pero me urgía concretar aquella información. Después de ponernos al día sobre nuestras vidas y de contarle cómo iba el trabajo de investigación le hice una consulta sobre el funcionamiento de la ley; en concreto, sobre las penas que reciben los hombres que asesinan a la esposa.

—¿Son penas tan débiles que propician que en pocos años ellos salgan de la cárcel?

Afirmó que en absoluto, que las penas por asesinato eran muy importantes, de muchos años.

—Evidentemente también depende del abogado de la familia de la mujer muerta —añadió.

—¿Qué quieres decir?

—Pues que si el abogado no se interesa por lo que sucede con el cumplimiento de la pena del asesino es posible que el hombre consiga eximentes y no permanezca en la cárcel todo el tiempo que debiera.

—Ya, entiendo. Y… te quería preguntar otra cosa… ¿Tú opinas que esos hombres matan a la pareja para mantener sus posesiones?

—¡No, qué va, en absoluto! No necesitan matarlas por ese motivo —afirmó sonriendo—. Lo que siempre hacen es engañarlas en vida sobre lo que poseen. Te aseguro que es así, lo sé por mis clientes. Las matan por razones que desconozco, pero por dinero seguro que no.

Relató lo que hacía alguno de sus clientes para engañar a la mujer sobre los bienes que tenían y al finalizar la conversación concretamos una cita para ir a comer juntas otro día.

La información que Cinta acababa de darme confirmaba que las penas por asesinato eran importantes y, por tanto, matar por dinero de manera premeditada no tenía demasiada lógica. Así que los hombres que maltratan, los que se entregan a la justicia tras matar a la pareja o los que se suicidan, puede que tengan más cosas en común de lo que aparenta.

Veamos, la fiscal había dicho que los hombres que luego se suicidan debían hacerlo por su gran afán de posesión. Pues bien, yo no estaba de acuerdo con ese argumento. No era el afán de posesión lo que los incitaba a matarlas puesto que al asesinarlas ellos aniquilaban su juego de posesión. Por tanto, esa no era una explicación que me convenciera, estaba segura de que había algo más.

De todas formas, ¿puede que algunos hombres asienten la solidez de su hombría en su capacidad económica? Si así es, son hombres que encajan perfectamente con nuestro sistema de vida capitalista. Ahora bien, ¿es ese el motor que propicia maltratar o matar a la pareja?

Comprende —me dije ya muy cansada con aquel tema— que si hablamos de un hombre con una economía muy saneada, no tiene por qué matar a su pareja por las finanzas. Y si, en cambio, estamos razonando sobre un hombre con escasos recursos económicos tampoco hay razón para matar o maltratar a la pareja por dinero. No, no tiene sentido, aun cuando ante el divorcio, ciertamente la economía de todos salga bastante esquilmada.

En ese momento solté la libreta que tenía agarrada con fuerza —sin que me hubiera dado cuenta— y sentí que tenía la mano rígida y dolorida. Diligente, me puse en pie y me escapé del estudio.

Cuando llegó el treinta y uno de julio había acabado de corregir los exámenes y había firmado las actas. Seguía haciendo un calor infernal en la ciudad y solo pensaba en abandonar los juzgados y a los hombres que maltratan a la pareja.

Tomé la decisión de huir a instalarme en una casita de campo que está situada cerca de Figueras en un pueblo agrícola llamado L’Armentera. Es un lugar al que casi no acuden turistas y lo pueblan personas amables que aceptan la presencia de foráneos como yo para residir allí a temporadas.

El 2 de agosto me instalé en una casa de aquel pueblo. Me llevé el portátil pero lo dejé sobre una mesa y no lo abrí hasta al cabo de una semana. No tenía la menor intención de mantenerme comunicada con el mundo, al menos durante los primeros días.

El miércoles 9 decidí consultar el correo. Me encontré con un mensaje de Mickel Laguerre, director de un congreso al que me habían invitado, y en el que me pedía el título exacto de la conferencia que tenía que dar. Se celebraba en Barcelona, en el centro Cosmo Caixa, y llevaba por nombre Prevención de la violencia de género.

Había olvidado por completo aquella invitación y, por supuesto, no había planeado trabajar en ella durante aquel descanso. Sin embargo, decía que el título le urgía para preparar los carteles, imprimir las invitaciones y organizar las intervenciones. Además, me rogaba que le enviara un pequeño resumen de la conferencia y que sin falta añadiera un breve currículum.

Aquella noticia me cayó como un jarro de agua fría. Significaba que tenía que retomar la investigación sobre el maltrato, algo que no había contemplado para aquel periodo de descanso, así que decidí quitarme de encima aquella obligación lo más rápidamente posible.

Abrí de inmediato todas las carpetas que tenía en el escritorio del ordenador sobre aquella investigación. Permanecí cerca de seis horas leyendo la información que había recopilado. Cuando ya estaba agotada me di cuenta de que me había olvidado del título y del resumen para el congreso.

A la mañana siguiente, después de desayunar, me senté y titulé aquella conferencia de la manera más sencilla que se me ocurrió: Diagnóstico sobre la violencia de algunos hombres.

Resultó bastante más molesto preparar el resumen, sobre todo porque ni siquiera había planeado con exactitud cómo iba a enfocarla. Al final, en el correo que le envié a Mickel, incluí la siguiente síntesis, que fue la que constó en los papeles que impartieron a los asistentes.

Resumen:

Se presentará el enfoque desde el que se está estudiando —desde la antropología— a hombres españoles que maltratan a sus parejas o exparejas. Se analizan tales prácticas asociándolas a conflictos en los procesos de recreación de la identidad de esos hombres. Identidad individual que se recrea y está asociada a la colectiva. Y sabemos que la identidad colectiva se elabora en el proceso de construcción y recreación de la diferencia de sexo mujer/hombre.

No volví a retomar aquella conferencia hasta un mes antes de presentarla en público. Permanecí descansando en aquella casa dos semanas más. Durante aquel tiempo, además de leer dos novelas y dos ensayos, no pude evitar tomar notas de algunas ideas que sin pretenderlo me acudían a la mente sobre la investigación de los hombres que maltratan.

El 30 de agosto regresé a Barcelona.