Capítulo 11

Del jueves 15 de junio al viernes 30 de junio del año 2006

La misión que me había impuesto, estudiar por qué algunos hombres maltratan a su pareja o expareja, era para mí un trabajo excepcional y de máxima prioridad. Durante tres años trabajé todas las horas del día que pude y realicé la investigación más invasiva en mi vida cotidiana. En los meses que no impartía clases en la universidad me ocupé de aquel asunto durante más de doce horas diarias, a las que hay que sumar el tiempo que dediqué a tratar de resolver los enigmas que planteaba la historia familiar de Carmen.

La primera semana que Vanesa y yo acudimos a los juzgados solo fuimos a los juicios de la sala donde trabajaba la fiscal Bran, aunque no todos los días tenía a su cargo juicios sobre el maltrato.

Esa semana entablé camaradería con todos los agentes judiciales que había en el cuarto piso. Les conté la razón por la cual cada mañana entrábamos y salíamos de la sala del juzgado número cuatro —como ellos habían observado— y el motivo por el que permanecíamos en los pasillos toda la mañana.

Si bien no todos respondieron con idéntica lealtad, la mayoría mediaron con los jueces del juzgado en el que actuaban para que permitieran nuestra presencia. Aquella misma semana, además, obtuvimos un organigrama que informaba de las salas donde iban a celebrarse los juicios por maltrato durante los siguientes seis meses.

El segundo día de asistencia a la sala donde Nieves actuaba, ella me preguntó si en la primera sesión había conseguido el objetivo que perseguía. Cuando le manifesté que no, que no había logrado entrevistar a ninguno mi fracaso la dejó pasmada.

—No te preocupes, hablaré con la abogada del caso que ahora va entrar en la sala y no habrá problema —dijo—, es más, si te parece oportuno puedo terciar por ti hablando con cada uno de los abogados de los denunciados para que te ayuden.

Nieves habló con la abogada del primer denunciado de aquel día. Luego me la presentó y nos dijo que no había ningún problema, que podría hablar con su cliente al finalizar el juicio. Al acabar la sesión, sin embargo, lo que ocurrió fue muy diferente. Cuando me acerqué a ella me ordenó, con tono áspero y sin mirarme a la cara, que no me acercara ni a ella ni a su cliente. De este modo quedó zanjado para siempre el recurso de aceptar mediaciones para hablar con aquellos hombres. Desde el primer día la estrategia había sido acercarnos a ellos cuando estuvieran en la calle y solos, después de eso quedó claro que era la correcta.

Es cierto que la táctica de abordarlos al estar solos me impedía hablar con los que llegaban y se iban de los juzgados en coche acompañados de un chófer, un secretario, un abogado privado y algún asistente más. Sin embargo, sí que asistí a sus juicios y declaraciones.

Y resultó que los hechos que habían motivado las denuncias por maltrato —agresiones, amenazas, malas palabras…— eran equivalentes tanto en el caso de los que llegaban arropados por sus acompañantes como en el de los que acudían en solitario. Así que no mereció la pena utilizar esa diferencia para organizar la investigación; se trataba de desigualdades económicas que no modificaban la forma en que todos ellos administraban el maltrato. Anoté con esmero los relatos sobre lo sucedido en las casas de hombres tan protegidos, escribí todo lo que ellos y sus parejas declararon en sus respectivos juicios. Comprobar que se comportaban de manera tan pareja sirvió para ratificar que aunque cada ser humano es diferente a cualquier otro, las leyes sociales contribuyen a homogeneizar bastante las conductas de las personas.

Es destacable, sin embargo, el hecho de haber anotado las ladinas diferencias que existían en los discursos y maneras de exponer los hechos —lo sucedido al maltratar— según la preparación intelectual del acusado. La mayoría de los denunciados negaban rotundamente haber ejercido la violencia. Sin embargo, hubo quienes argumentaron admirablemente su propia bondad al tiempo que razonaban con inteligencia y largos argumentos lo ruin que era su pareja, a la que ellos mismos habían apaleado.

¿Cómo y dónde se asienta, por tanto, la equivalencia de comportamientos que existe entre los hombres que maltratan?, me pregunté. La respuesta la obtendría un tiempo después.

Gracias a la colaboración de los agentes judiciales, a partir de la segunda semana pudimos acudir a diferentes salas de juicio, por lo que aumentaron las posibilidades de captar a un mayor número de denunciados.

El miércoles 21 de junio asistimos a la sala número siete animadas por su amable agente judicial. Aguardamos el inicio de la sesión sentadas en unos banquillos que había fuera de la sala de juicios. A los pocos minutos llegó un hombre jadeando que se sentó a mi lado, tendría unos sesenta años. Era delgado, casi enjuto, y de mirada avispada. Pensé que sería el del siguiente caso. No le comenté nada a Vanesa porque estaba tan pegado a mi lado que él me hubiera oído.

Nada más sentarse comenzó a balancearse, con exagerada tensión: primero hacia delante, luego hacia atrás, a un lado y al otro. Se cogía la cabeza y la mecía poniéndola entre sus piernas, casi boca abajo; parecía indicar que estaba desesperado. Gemía y balbuceaba palabras casi indescifrables, y su tono de voz iba en aumento. De repente se giró, me miró a los ojos y dijo:

—Y tú, qué, ¿qué haces aquí?

Me asusté, pensé que tal vez habría adivinado mi papel de antropóloga. Menos mal que acto seguido y sin darme tiempo a responder añadió:

—Tú también estás esperando, ¿no? Como todos.

—Sí —contesté—, porque esperar, esperaba, claro.

—Pues esta es la cuarta vez que yo vengo aquí —aclaró.

Entonces pegó su cara a la mía y sin dejar de mirarme dijo:

—Porque ya sabes cómo son los abogados… Bueno, en mi caso es una abogada, y al menos la mía es un desastre, ¡un verdadero desastre! ¡No la entiendo, no entiendo lo que pretende!

Tenía su cara a dos centímetros de la mía, y como estaba esperando una respuesta solo supe decir:

—Sí, desde luego, esto es un desastre.

—Ah, porque a ti también, ¿no? ¡A ti también te fastidian diciendo cosas extrañas! ¿Verdad?

—Sí. Sí, desde luego —repetí.

—Pues ahora la abogada va y me dice ¡que tengo que declararme culpable de algo que no he hecho! ¡Que es mejor para mí! ¿Qué te parece? Dime, ¿qué opinas? Me tengo que declarar culpable de algo que no he hecho y…

En aquel momento entraron tres mujeres. Él se giró para ver quiénes eran y al verlas me cuchicheó en la oreja:

—¡Esta es! ¡Esta es la abogada de la que te hablaba! Fíjate, viene con mi mujer y mi suegra, ¡pero qué cara tiene! ¿Te das cuenta? ¡Esto es horrible!

Al poco se incorporó porque su abogada se le acercó y se retiraron a hablar. Fue una conversación muy breve porque súbitamente se oyó al agente judicial que en voz muy alta llamaba a un hombre para que acudiera a la sala de juicios. Él me miró, se arrimó de nuevo a mí y dijo muy bajito, para que solo yo pudiera oírle:

—Me tengo que declarar culpable de algo que no he hecho, ya ves. Adiós.

Entonces se dio media vuelta y se dirigió a la entrada de la sala de juicios, tras él iban su abogada y la suegra. Su pareja permaneció fuera.

Miré a Vanesa y le dije:

—Espera un segundo, dejemos que pasen… intentemos que él no vea que acudimos a su juicio…

Como había que entrar rápidamente, antes de que cerraran la puerta, nos acercamos con sigilo y entramos las últimas. Nos sentamos, como siempre, en el último banco de la sala.

Finalizado el juicio salimos todos al pasillo. Su abogada se dirigió a él y le entregó unos papeles que él ni miró, se limitó a cogerlos y a enrollarlos con firmeza. Mientras conversaban los esgrimió ante la cara de su abogada como si fueran una vara. En un momento dado se dio la vuelta y abandonó la conversación con la letrada, caminando con rigidez hacia la puerta de salida del juzgado. Vanesa y yo, que no habíamos dejado de observarlo todo aquel tiempo, nos apresuramos a ir tras sus zancadas. Salió del lugar iracundo, estaba dominado por el desespero hasta tal punto que al bajar las escaleras a toda prisa vociferó:

—¡Soy inocente! ¡Os digo que soy inocente! ¡Que yo no he hecho nada, nada de nada! ¡Esto no es justo! ¡No es justo!

En aquel momento se tropezó y cayó de bruces sobre algunos escalones. Lo ayudamos a levantarse mientras tratábamos de tranquilizarlo. En esas circunstancias le dijimos:

—No te preocupes, vamos fuera a hablar y nos cuentas lo que te pasa, no te irrites más.

Nos miró, intentando incorporarse, y no respondió.

Empezó a bajar de nuevo las escaleras y fue en ese momento cuando le dije que nos interesaba mucho conocer su opinión sobre la ley contra el maltrato. Entonces con voz entrecortada y sin volver siquiera la cabeza dijo:

—De acuerdo, vámonos. Vámonos fuera a hablar. Pareció que no se había dado cuenta de que habíamos asistido a su juicio. Continuó bajando los cuatro pisos, chillando y golpeando la barandilla de la escalera con los papeles que llevaba en la mano. En el trayecto tropezó y cayó al suelo una vez más, y aunque se hizo bastante daño e incluso sangró, mostró indiferencia, como si no sintiera dolor.

Nos dirigimos directamente al bar de enfrente de los juzgados mientras iba despotricando contra todo. Nada más sentarnos afirmó que su mujer estaba loca, que tenía depresiones, que lo ponía en uno de los papeles que le había dado la abogada.

Le temblaban tanto las manos que le costó desenrollar aquellos papeles machacados por los golpes, y me los entregó para que los leyera. Leí en voz alta lo que ponía. En efecto, ella estaba en tratamiento psiquiátrico desde hacía años. Se le había diagnosticado una depresión profunda iniciada, según el médico que firmaba, en el momento en que se emprendió la convivencia matrimonial.

Como él no sabía leer intenté tranquilizarlo leyendo todo lo que me pedía y exponiéndole el contenido.

—Dime, ¿en qué trabajas? —le pregunté una vez finalizada la lectura.

—Pues he trabajado de todo —respondió—: de mecánico de automóviles, de agricultor, de todo…

Y ahora trabajo en una carpintería de aluminio… que bueno… que es una carpintería que tiene el hermano de mi mujer. Y él es el dueño, ¿eh?

—Vaya, y… ¿cómo van las cosas en el trabajo con tu cuñado ahora con todo esto que pasa? —le consulté.

—Pues mira lo que pasa, ella es la que recibe el dinero de mi sueldo, ¡directamente! Ah, pero no lo cobra ahora por todo este lío. No, no, ¡siempre ha sido así! Porque yo quise que así fuera, ¡que conste! Pero, claro, ahora estoy sin cobrar ni un duro.

—Caramba, la situación no es fácil —afirmé.

Como siempre las intervenciones que yo hacía eran escuetas y corroboraban lo que ellos decían. Se trataba de interferir lo mínimo con mis comentarios.

—La verdad —continuó diciendo él— es que todo el dinero que he ganado durante toda mi vida se lo he dado siempre a ella para que hiciera con él lo que quisiera… bueno, para que llevara lo de la casa. ¡Y, claro, ahora me encuentro sin nada en el bolsillo! Y ella… ¡Estoy seguro de que tiene sus ahorros en el banco!

—¿Tú crees? —le solicité, para que explicara las razones de sus sospechas.

—Sí, sí estoy seguro. Porque además es tacaña, pero que muy tacaña. ¿Sabes cuánto dinero me daba para que pasara la semana?

—No, no tengo ni idea —respondí.

—Pues me daba diez euros. ¡Diez euros! Y eso era lo que tenía para almorzar, para comer, para tabaco, para beber y para todo. ¡Y con eso yo tenía que hacer de todo!

—Vaya, sí, parece que no es mucho dinero —le dije.

—¡Claro que no es dinero! ¿Pero cómo quieres que pase con diez euros? Y mira, cuando las cosas se pusieron tan mal le dije que yo quería directamente mi sueldo, y que le daría a ella lo que necesitara para llevar la casa. Y ¿sabes qué me contestó?

—La verdad es que no lo sé, ¿qué te dijo?

—Pues que necesitaba doscientas mil pesetas. ¡Pero si yo no gano eso! ¿Cómo te las voy a dar?, le contesté. Pero bueno, lo importante, lo que quería decir es que ella a mí me daba diez euros a la semana y así no se puede ir por el mundo.

—Ya, claro —respondí.

Entonces él añadió, con cierto desconsuelo:

—Lo que pasa es que yo no he tenido suerte. Nunca he ganado dinero y a mi mujer le gusta mucho el dinero… ¡Como a mí, claro! Pero yo no he tenido suerte.

Como se mostraba tan sombrío añadí que ahora quizá lo importante era que no perdiera su actual trabajo.

—¿No te parece? —le pregunté.

—Sí, sí, claro. Pero mira, yo me he hartado de trabajar toda la vida; para arriba, para abajo y es que al final ya estás harto. Harto… Y ahora la jueza me dice que tengo que trabajar sesenta horas para la comunidad. ¿De dónde voy a sacar sesenta horas? ¡Si no tengo tiempo!

—No te preocupes, alguna solución habrá —le dije—. Lo trascendental de trabajar para la comunidad es que evita que vayas a la cárcel.

—Ya, ya, eso me ha dicho la abogada pero… ¡Esto a mí no me convence! Y dice la abogada que me declare culpable, que diga a todo que sí. ¡Pero si yo no he hecho nada! ¡Esto no es justicia!

Seguía hablando con tensión y desordenadamente. Danzaba de un tema a otro hasta que comenzó a enumerar los extraños comportamientos que, según él, ella ejercía en casa.

—¿Tú encuentras normal que nunca quiera que baje la basura a la calle? —preguntó.

—No —afirmé—, la costumbre es bajarla a la calle para que la recojan los basureros.

—Ya, ya, claro… pues ella se empeña en que la deje dentro de la casa cada día, ¡cada día! Y últimamente ni siquiera quería que la pusiera en la terraza. Y, claro, yo no le hago caso y cada día tenemos bronca. Y lo único que pasa es que ella está loca, ¡está loca! Te lo aseguro.

Se tapó la cara con las manos. Suspiró profundamente, tomó aire y entonces añadió:

—Lo que pasa, además, es que ella es de gritos. Y yo, pues si hay que gritar, ¡grito!

En ese momento pareció que iba a ponerse a llorar. Casi no podía permanecer hablando; volvió a restregarse la cara y de repente soltó:

—¿Y ahora qué? ¿Ahora qué hago? Según me ha dicho la abogada ella ha pedido el divorcio. ¡Que pide el divorcio, dice! Claro, ahora se va a quedar con todo el dinero, ¡pero qué se ha creído!

—Bueno —le dije—, si ella quiere divorciarse está en su derecho, ¿no te parece?

—Sí, claro, tiene el derecho a hacerlo, pero no. Que no quiero; además, se va a quedar con todo ¡con todo!

Y así continuó relatando un sinfín de desgracias que dejaban claro, según él, que su pareja era una pésima persona.

A la media hora de estar hablando Vanesa pidió al camarero un agua fría. Cuando este llegó con la botella ella comenzó a restregársela por la cara. La miré sorprendida y observé que estaba muy pálida y angustiada; se levantó y acudió al lavabo. Cuando regresó le pregunté qué le pasaba, pero respondió que no era nada, que no me preocupara. El hombre ni se enteró de los nervios de Vanesa, y solo hacía que relatar sin cesar una retahila de desgracias sobre la convivencia con su pareja.

En un momento dado sacó a colación una conversación sobre tomates. Resulta que él había comprado unos tomates muy buenos en el mercado y su suegra se los había comido sin dejar ni uno para él. Luego volvió a comprar más tomates con el poco dinero que le quedaba de los diez euros, y esta vez su mujer se los regaló a su hija mayor, que la había ido a visitar cuando él estaba trabajando. Así que no pudo ni probar los magníficos tomates que él había comprado.

Posteriormente comenzó a calentársele la boca hablando a chorros sobre un bar. Al parecer, un día estaba tomando una cerveza en ese bar y vio que a un hombre le cayeron muchas monedas de la máquina tragaperras, así que decidió jugar con un par de euros para probar suerte.

—Pero en ese momento entró ella en el bar, mi mujer, como una energúmena. Gritando y en voz muy alta le dijo al camarero: ¡Ya te he dicho que a este no le dejes jugar en la tragaperras ni le des de beber alcohol, ni nada de nada! Mi mujer —continuó relatando con voz firme pero bajando la cabeza—. ¡Se puso como una furia y me avergonzó delante de todo el mundo!

Lo que ocurrió después de la escena del bar es que se fueron a casa y él le dio a su pareja múltiples empellones y bofetadas hasta que ella cayó varias veces al suelo, y en ese trasiego le produjo diversos daños. Aquellas heridas y múltiples magulladuras fueron el motivo por el que un médico redactó el parte de lesiones que se presentó en el juicio.

Quedó claro, por lo que dijo en la entrevista, que aquella no era la primera vez que habían mantenido tan desgraciados y duros contactos.

Mientras él hablaba parecía que Vanesa no escuchara la conversación. Sin embargo, se notaba que su desasosiego iba aumentando en lugar de remitir, permanecía alterada.

—¿Qué pasa, Vanesa? Dime, ¿estás bien? —le pregunté.

—No es nada —respondió una vez más—. Déjame, no te preocupes por mí, tú sigue.

A las cuatro horas de estar conversando, él atascó su relato, y preguntó una y otra vez:

—¿Qué hago? Dime, ¿qué hago? Es que no sé qué hacer… ¿Qué hago?

Pero no era mi objetivo intentar arreglarle la vida. Le aconsejé que acudiera a los servicios de ayuda a personas en su misma situación. Eso sí, le confirmé que podía cambiar su manera de vivir y sobre todo le recalqué:

—Lo que tienes que hacer es olvidar a tu mujer, déjala en paz.

—No puedo —respondió—, ¡la quiero! Ya sé que no es normal pero la quiero, ¡te lo aseguro!

Nos despedimos.

Me fui con la sensación de que el vínculo de aquel hombre con aquella mujer era pésimo. Durante la entrevista había mencionado lo mal que vivía desde que había tenido que irse de su casa por haber maltratado a su pareja.

—En la casa donde vivo, que es de mi hijo el menor —aseveró—, ahora no sé hacer nada. No sé ni lavar la ropa, ni cocinar, ni limpiar… No sé hacer nada de nada… Es desesperante… ¡Y todo por culpa de esa mujer! Y ¡ahora pide el divorcio!

Mientras hablaba con él percibí que aquella sencilla frase (la quiero te lo aseguro, yo la quiero) evidenciaba su malsana dependencia con respecto a ella. La repitió varias veces a lo largo de la conversación, y parecía sugerir que su valía la había empotrado en la figura de aquella pareja. Como si su hombría dependiera del acatamiento de ella a las necesidades y exigencias que él imponía. Mientras lo tenía delante pensé que aquella situación podía arrastrarle a cometer atrocidades. Por esa razón, cuando al despedirnos afirmó que quería vernos otro día para seguir charlando, le di el teléfono para que llamara cuando quisiera.

Al separarnos de aquel hombre Vanesa manifestó que se iba corriendo a su casa, que no aguantaba más en pie. Solo al cabo de un tiempo reveló que había asociado algunas de las palabras del entrevistado con experiencias personales familiares.

Discúlpame, por esa razón no pude mantener el tipo aquel día —me dijo unas semanas después.

Él llamó por teléfono al cabo de una semana, el miércoles 28 de junio, y rogó que acudiéramos a otro juicio por haber maltratado de nuevo a su pareja. Afirmó que necesitaba hablar. La citación era en una fecha pésima pero hicimos malabarismos para poder asistir. Llegó acompañado de su abogada y de otro hombre; los vimos llegar y él también nos vio, pero ni siquiera hizo el gesto de saludarnos. Permaneció en la calle mientras hablaba con sus acompañantes, al igual que hicimos Vanesa y yo.

Al cabo de un buen rato él se acercó para decir que no le dejaban hablar con nosotras, que lo sentía muchísimo pero que se lo prohibían.

—Es por culpa de esa… —dijo señalando a la abogada— y también por culpa de mi cuñado, el que está ahí. No quieren que hable con nadie, lo siento. Lo siento mucho… —dijo con voz temblorosa y muy nervioso, antes de dar media vuelta para reunirse con su grupo.

Vanesa y yo aguardamos a que acabara el juicio con la expectativa de que lo dejaran irse solo, pero salió de la sala con su cuñado y jefe, que lo llevaba agarrado del brazo. Cuando nos acercamos para pedirle un minuto de encuentro el cuñado soltó:

—Déjenlo en paz, tenemos mucha prisa y no puede hablar con nadie. Váyanse, él no quiere hablar con ustedes.

Los vimos alejarse a toda prisa. El cuñado lo arrastraba, caminaba con la cabeza baja y dando tumbos.

Como ya estábamos en los juzgados aprovechamos para asistir a más juicios. Después de varias vistas logramos acordar una nueva cita con un hombre denunciado para el lunes 3 de julio.

Aquel día, además, presenciamos cómo tres mujeres se negaron a declarar y a ratificar la denuncia que habían interpuesto contra su pareja. No había parte médico, así que no existía delito de sangre, y las tres mujeres, llegado el momento de declarar, se acogieron al principio legal de no estar obligadas a hacerlo contra un familiar. Los abogados de ambas partes las habían convencido de que aquella forma de actuar era la mejor solución para todos los implicados.

Uno de aquellos casos fue especialmente doloroso y amargo.

La mujer que había puesto la denuncia llegó sola a los juzgados. A él lo pudimos ver mucho antes en los pasillos charlando campechanamente con su abogada y con un joven que resultó ser el abogado de ella.

La mujer llegó y permaneció de pie y muy apartada de todos durante un buen rato, no saludó a nadie. Cuando el grupo se dio cuenta de que estaba allí se acercó a saludarla su abogado, y luego la pareja. A continuación, su pareja se rió de manera altisonante mientras le hacía carantoñas, aunque ella rechazó cada manoseo con diplomacia. Luego él le pasó el brazo por los hombros, parecía como si la mantuviera capturada y, de hecho, ella no consiguió desasirse de aquella sofocante envoltura hasta el tercer intento.

El abogado y su pareja le hablaban sin cesar mientras ella los miraba sin abrir la boca e intentando mantener cierta distancia física. Cada vez que se alejaba de ellos con un paso atrás ceñían un poco más el espacio que ella había creado. Acabaron todos pegados a una de las paredes del pasillo, y fue entonces cuando a ella comenzaron a caerle lágrimas. Su abogado intentó taparla con su enorme espalda para que nadie viera lo que sucedía. Ante sus gemidos, los dos se abalanzaron sobre la mujer, gesticulando y silenciando sus sollozos. Y aunque nos acercamos para oír lo que le decían solo pudimos adivinar que la estaban convenciendo para que se negara a declarar.

La abogada de él solo se acercó al grupo en el momento en que el agente judicial nos llamó para entrar en el juicio.

Vanesa y yo presenciamos toda la escena sin poder decir nada. Padecíamos la impotencia de ser antropólogas. Las dos nos sentimos completamente estériles ante aquellas circunstancias.

La tarde de aquel día permanecí en el estudio escribiendo y analizando lo sucedido en aquella mañana de juicios. Era evidente que cada mujer y cada caso en el que ella se negó a ratificar la denuncia contra su pareja era particular. Sin embargo, intenté observar qué tenían en común todas esas mujeres para actuar de igual manera. Solo una pregunta, pero de manera abusiva, acudía a mi cabeza: ¿no será que la mayoría son incapaces de liberarse de la creencia de que solo con un hombre al lado pueden gozar de un buen lugar dentro del orden social?

Rememoré un hecho importante: durante centenares de años las mujeres solo han alcanzado respetabilidad social al casarse con un hombre, y los hijos solo han obtenido dignidad y consideración social si el hombre reconocía su paternidad. En el exacto momento en que meditaba así acudió a la mente el caso de Gaucín, y pensé en hablar de nuevo con Carmen. Era obvio que lo que las mujeres de Gaucín —y luego el padre de Carmen— habían padecido era de forma indiscutible esa total incapacidad para adquirir, por sí mismas, consideración social.

Retomé la reflexión sobre las mujeres que aquella mañana se habían negado a mantener la denuncia. Repasé el hecho de que hasta hace muy poco solo ellos han podido aprobar civil y religiosamente las uniones entre mujeres y hombres. Es más, la adscripción social de las mujeres ha dependido por tradición del padre y de la pareja —marido, esposo— (de ahí los problemas del padre de Carmen: como no existió un hombre socialmente reconocido como progenitor, su madre, sola, lo inscribió sin quererlo en la marginación).

En esa época presentaba estas argumentaciones en la universidad, en el curso de Antropología y la diferencia de sexo —sin ilustrarlas, claro, con el caso Gaucín—. Y ahora, allí, ante mis ojos, las mujeres que retiraban la denuncia por maltrato mostraban la pervivencia de aquellas tradicionales relaciones entre hombres y mujeres pareja.

En ese momento confirmé que esas son, en efecto, las razones por las cuales algunas mujeres no denuncian a su pareja o reniegan de haberlo hecho. Al separarse de él es como si perdieran un lugar social respetable. Lo que ocurre —ajusté— es que son incapaces de sentirse mujeres de bien si abandonan el tradicional orden social.

El que muchas mujeres retiraran la denuncia era inquietante, y más aún al presenciar el desdén con que ellos las trataban al salir del juicio. No quería ni imaginar que debía ocurrir al llegar a sus casas estando los dos a solas. Al apesadumbrarme en exceso con aquellas reflexiones me desquité pensando que, hoy día, las mujeres de muchos países contamos con leyes y normas sociales que respaldan la decisión de vivir con quien se quiera. Así que las cosas cambiarán —me repetí—. ¡Tienen que cambiar! ¡No puede ser que las casas estén llenas de malos tratos!

No podía dejar de pensar en la muerte de tantas mujeres… Determiné, algo abatida, que debía continuar trabajando.

Descansé un rato leyendo sobre otros asuntos hasta que me puse a trabajar en las notas sobre el denunciado a quien aquel mismo día su abogada y cuñado habían impedido hablar con nosotras. Me refiero al que salió furibundo de los juzgados y con el que hablamos durante más de cuatro horas en el bar.

Pensé que le había tocado un lugar poco privilegiado en el entramado social, algo que quedó patente cuando repasó la lista de trabajos precarios que había tenido a lo largo de su vida.

Sin embargo, ese hombre que chillaba bajando las escaleras, enfurecido porque la ley lo condenaba por maltratar a su pareja, también dejó claro que su debilidad social no le llevaba a enfrentarse con los demás hombres, aún sabiendo que son ellos los que dirigen el orden social.

En cambio —admití en el silencio del estudio— él sí que fue capaz de tomar la decisión de maltratar a la mujer y de hacerlo. Además, tuvo la osadía de considerar que alguien como él estaba capacitado para decidir que ella estaba loca. Qué cara —pensé con bastante inquietud—, desconoce por completo la palabra psicología, pero en la conversación que mantuvimos no dejó de sentenciar que la pareja estaba loca. Bajo su punto de vista, la mujer, la que la sociedad había puesto a su cargo, no se había comportado de forma adecuada. Y por esa razón él creía tener el derecho a diagnosticarla.

En fin —resolví—, lo que él explicó y quedó patente en la entrevista fue su capacidad de justificar el apaleamiento y dominio que ejercía sobre aquella mujer. Por otra parte, la mera posibilidad del divorcio lo atemorizaba, como si su masculinidad se debilitara por ello. Y lo peor de todo fue que ese momento de fragilidad provocó mi compasión, se mostraba tan derruido que sentí lástima por él.

Eran las siete de la tarde y estaba furiosa. Me levanté de la mesa de trabajo para tomar una bebida fresca. Paseé por el estudio, ojeé algunos libros y volví a sentarme para seguir releyendo.

Él había dicho no estar capacitado para separarse de ella. El divorcio le exasperaba y, sin embargo, según sus palabras, su pareja era una perfecta pécora. ¡Vaya mentecata dependencia padece ese hombre! —exclamé enojada internamente.

Aunque intenté serenarme poniéndome de nuevo de pie y haciendo ejercicios con los brazos no lo lograba. Como voy a serenarme —repetía— si seguro que él vive con la creencia de que su hombría depende de poseer a la pareja. Es más —asocié—: está convencido de que él es el único hombre autorizado y con derecho a adjudicarle dignidad a ella. Y es evidente que de ese poder no quería prescindir.

Era obvio, también, que esa forma masculina de vivir no era un asunto de un hombre en particular, sino que se trataba de una de las consecuencias de la organización social que les habían transmitido. ¿En cuántos hogares todavía hoy se transmiten idénticas costumbres familiares que reproducen ese orden masculino? —me pregunté, con bastante inquietud.

Respiré hondo para serenarme, y en ese momento exacto admití que seguramente era muy relevante el hecho de que dos mujeres estuviéramos realizando aquel trabajo, y no un hombre. Por eso ellos jamás se interesan ni preguntan nada sobre el trabajo que hacemos —pensé—, no cotizan el juicio de las mujeres ni le conceden ningún valor, y por tanto, tampoco a nosotras como investigadoras.

Repasé los datos de la libreta del trabajo de campo y comprobé que llevábamos entrevistados a ocho y que, efectivamente, ninguno de ellos había preguntado sobre el objetivo de aquellas entrevistas.

Me recliné sobre la silla sonriendo divertida, sola, en el estudio. Era indudable que al ser dos mujeres cualquier cosa que pensáramos sobre los motivos de los juicios no les interesaba ni lo consideraban algo relevante. Peor para ellos —pensé—. Saben que las mujeres nunca hemos tenido la posibilidad de poner en tela de juicio el orden social que los hombres han acordado y, ¡claro!, no pueden concebir que nosotras estemos analizando y poniendo en evidencia sus rácanas ideas.

Es verdad que nos hemos limitado a transmitir su orden social a los hijos y que jamás se nos ha permitido enjuiciarlo. Pero lo que los entrevistados no sabían es que nuestra meta no era conocer sus opiniones. Estas nos interesaban, por supuesto, pero solo para alcanzar nuestro objetivo último, llegar a determinar cómo hacer que las rectificaran.

En ese momento acepté sin rabia que aquel hombre me hubiera despertado pena. Como mujer podía sentenciar que lo mejor era ayudarle a rectificar su manera de vivir su hombría. Aquellos pensamientos me tranquilizaron. Me puse en pie y concluí el trabajo de aquel día con el ánimo exhausto y algo complacido.