Capítulo 10

Miércoles, 14 de junio del año 2006

Me eternicé intentando descifrar los papeles que Carmen encontró en la mesita de noche de su abuela. A pesar de que indagar en los orígenes de la familia de aquella alumna se estaba convirtiendo en una investigación paralela a la que llevaba a cabo sobre el maltrato, fui constatando de forma progresiva que ambas estaban íntimamente relacionadas. La información que extraía de cada una alimentaba las ideas de la otra.

Comencé investigando si esa era una costumbre que desconocía —la de guardar las antiguas partidas bautismales—. Pregunté a varias personas si tenían esas partidas entre los papeles de sus antepasados. A todas les dejó indiferente la pregunta y fueron tajantes en la respuesta: no. Nadie se interesó por la razón de aquel interrogatorio y continuaron hablando como si tal cosa.

Aquel común desinterés acrecentó la intriga sobre por qué la abuela de Carmen tenía aquellos papeles doblados y metidos en un bolsito al lado de la cama. ¿Pretendía la muerta poder demostrar cómodamente, cuando fuera necesario, que su madre y su abuela eran católicas? Y si así era, ¿por qué no había adjuntado su propia partida de bautismo? Aunque a Carmen no le sorprendió aquella ausencia, en uno de nuestros encuentros le rogué que buscara la partida bautismal de su abuela, y que si no la encontraba que la pidiera al Obispado de Valencia. Al parecer su abuela había nacido en aquella ciudad.

Examiné varias veces los pocos datos que tenía sobre la familia de Carmen. Hice varias lecturas de las partidas bautismales que ella me entregó, pero como eran copia de originales escritos a mano casi no se podían leer. Lo que sí quedó claro era que la tatarabuela y la bisabuela de Carmen habían nacido en Gaucín.

Cuando llamé al registro civil de Gaucín solicitando una copia mecanografiada de esas partidas bautismales contestaron que tenía que pedirlas al Archivo Diocesano del Obispado de Málaga ya que todos los libros habían sido traspasados a esa diócesis. Me llegaron al cabo de unas semanas, pero no fue hasta un día de la primera semana de junio cuando tuve tiempo para analizarlas hasta el último detalle.

Un descubrimiento modesto pero notorio fue el que pude concretar sobre la tatarabuela de Carmen, María Concepción Palacios Río. Nació en 1836 en Gaucín, un pueblo de Málaga, y en 1874 tuvo una hija natural llamada María Dolores Palacios Río. ¡Ah! Ese era un dato muy a tener en cuenta: cuando dio a luz era soltera y tenía treinta y seis años. Cabía suponer, por tanto, que aquel embarazo no fue casual, al contrario, seguramente fue deseado. No sabía si María Concepción había decidido ser madre soltera a esa edad, lo cual era bastante arriesgado para la época, o bien se había visto abocada a esa situación sin remedio. En cualquier caso, ella fue la primera de una saga de mujeres que criaron a sus hijos sin la presencia evidente de un hombre.

Puesto que en ese sentido las partidas bautismales no aportaban mucho más, me dispuse a seguir investigando. Decidí que había que estudiar el contexto y espacio donde se había gestado esa familia, así que me metí en Internet en busca de información sobre Gaucín. Encontré la pagina web gaucin.com y, no recuerdo muy bien cómo, di con la página de Salvador Martín de Molina, pintor oriundo de Gaucín. Salvador había realizado varios trabajos de búsqueda de antepasados para personas originarias del pueblo y contacté con él, pensando que tal vez podría aportar más datos sobre la familia de Carmen. El resultado fue que no recibí respuesta, al menos no de modo inmediato. Dejé de nuevo las partidas bautismales sobre la mesa de trabajo.

Al día siguiente, casi de improvisto, creí discernir por qué la abuela de Carmen las había guardado con tanta proximidad.

Durante cuatro generaciones, esto es, durante cerca de cien años, todas esas personas habían compartido los mismos apellidos en idéntico orden: Palacios Río.

Claro está que, en sí, esos apellidos y ese ordenamiento eran tan válidos como cualquier otro. Lo trascendente es que nuestra tradición tenía establecido —hasta hace bien poco— que solo los hombres podían, legalmente, inscribir a los hijos e incluirlos en el orden instalado en la sociedad. Es decir, solo ellos han tenido autoridad para hacer partícipes a los hijos de la identidad de su pueblo.

Ya es sabido que las mujeres siempre han debido transmitir a los hijos las costumbres sociales acordadas y sancionadas por los hombres.

Hasta 1871 no existieron en nuestro país los registros civiles, solo los eclesiásticos. Y cuando se establecieron los registros civiles la ley señalaba —y así fue hasta muy avanzado el siglo XX— que cuando nacía un hijo era el padre, y solo él, quien podía y debía acudir al registro civil a certificar aquel nacimiento. Así es como se legalizaba a las nuevas criaturas: ellos les imponían sus apellidos y ubicaban al nuevo ser en la lógica de su sociedad.

En el caso de las mujeres Palacios Río no hubo hombre que les transmitiera y les asignara su identidad, ninguno asumió el encargo de aquella adscripción. De hecho, aquellas mujeres no existían en el marco legal de su país; puesto que ningún hombre había patrocinado sus vidas no tenían manera de demostrar su existencia. Así que esa es la razón por la cual la abuela de Carmen quiso tener siempre a mano las partidas bautismales, los únicos papeles que le permitían emparentarse lícitamente con la sociedad en la que le había tocado vivir.

Eran, sin duda, los únicos documentos con los que aquella mujer podía intentar razonar de modo legítimo su origen y su pertenencia a un pueblo de España.

El miércoles 14 de junio tenía que permanecer durante dos horas en un aula mientras los alumnos realizaban un examen sobre una de las asignaturas que impartía aquel año.

Carmen vino a visitarme. Cogió una silla, se sentó a mi lado y propuso que conversáramos.

Me alegró su presencia; quería exponerle las disquisiciones que había hecho sobre su abuela y los papeles del bolsito. Le recordé que deberíamos hablar muy bajo para no molestar el trabajo de los alumnos.

Era cierto que el oscurantismo y el mutismo del padre de Carmen sobre sus orígenes estaba complicando la investigación. Sin embargo, la extravagancia de las escasas noticias que teníamos y el embrollo que suponía relacionarlas con la identidad de los protagonistas era un reto que me interesaba.

Como solía suceder últimamente en nuestros encuentros, Carmen se mostró vehemente por contar lo que a ella le inquietaba. Al mismo tiempo su desinterés por mis reflexiones era patente en cada ocasión, así que enmudecí y escuché lo que tenía que decir.

Me contó que sus padres acababan de vender la casa de verano y que la habían vaciado del todo, hasta del último cachivache. Añadió que hacía pocos días ella y su padre acudieron en coche para cerrarla definitivamente.

Durante el viaje Carmen aprovechó para interrogar a su padre, incitándolo a hablar sobre la familia y descubrió dos cosas.

En un momento determinado y sin ton ni son el padre le preguntó:

—Siempre he querido aparecer en los periódicos —comenzó—, ¿quieres saber por qué?

—No, bueno… sí —dijo Carmen— …me imagino que por complacer a…

—Para que mi padre me viera —cortó él, con los ojos húmedos y la cara encendida y confusa.

Carmen se quedó estupefacta. Jamás había oído decir a su padre ni una sola palabra sobre su abuelo, y ahora descubría lo que todos sospechaban. No solo sabía quien era sino que incluso lo había llegado a conocer a pesar de que nunca les había dicho nada. Sin embargo, ella se limitó a observar el rostro de su padre y le interrogó:

—¿Para que te viera tu padre? ¿Por qué?

—Pues para que estuviera orgulloso de su hijo. Ya que no pude irme con él cuando vino a buscarme quería que al menos viera quién era yo, alguien respetado.

Carmen encubrió su sorpresa ante cada una de aquellas palabras y le preguntó:

—¿Cuándo fue la última vez que tu padre vino en tu busca?

—Bueno, no recuerdo exactamente cuál fue la última vez. Solo recuerdo que un día, cuando tenía siete años, mi padre llamó a la puerta de casa. Le abrí, pero mi madre enseguida me obligó a encerrarme en el cuarto. Él gritaba, y me llamaba diciendo: ¡Ven Salvador, hijo mío, ven con tu padre! Pero mi madre nunca dejó que me fuera con él —añadió dulcemente, al final de su relato.

Carmen no supo averiguar con exactitud el sentimiento que encerraban aquellas palabras y por un momento enmudeció. Acababa de averiguar que su padre había conocido al abuelo fantasma —como ella lo nombraba— y no quiso perder la oportunidad de indagar un poco más.

—¿Cuál era el nombre de tu padre, papá? ¿Te acuerdas? —le preguntó.

Él giró la cabeza, miró a través de la ventanilla del coche y no respondió. Carmen creyó que su padre estaba contemplando el paisaje, y que en cualquier momento iba a responderle. Permanecieron en silencio varios kilómetros. Ella temió repetir la pregunta. Sabía que era un dato espinoso, y no quiso violentarlo.

En el viaje de regreso a Barcelona, en cambio, Carmen obtuvo más noticias sobre sus antepasadas.

Al parecer su padre estaba dispuesto a hablar y a abandonar algunos de sus secretos, y Carmen sintió una especie de zozobra ante esa posibilidad. Comprobó que todo lo que él le contaba la sacudía.

Esa mañana su padre empezó a hablar sin que nadie le hubiera preguntado. Comenzó evocando la primera vez que vio a su madre en el escenario, un recuerdo que permanecía intacto en su memoria. Él era muy pequeño, todavía un niño de poco más de siete años. Antes de la función su abuela y su madre lo habían vestido de marinero, luego lo llevaron de la mano hasta la primera fila del teatro, y allí se sentó. En el escenario, su madre llevaba puestas unas botitas blancas que le llegaban por encima de los tobillos, muy apretadas y atadas con cordones también blancos, eso lo recordaba a la perfección. Y también recordaba un baile, y el sonido de una guitarra, pero ahí se detenía su memoria.

Carmen sabía desde hacía poco tiempo que su abuela y su bisabuela se habían dedicado a las variedades, pero solo en aquel momento fue consciente de que aquella había sido la profesión real de sus antepasadas. Supo que no tenía otro remedio que aceptar su pertenencia a una familia con mujeres que desde mucho antes de los años veinte habían vivido de las salas de fiestas, generación tras generación.

—¿Dónde bailaron? ¿En qué locales? —Carmen se atrevió a preguntar.

—¡Huy! —exclamó su padre—. En todos, en muchísimos teatros de variedades. No puedo decirte exactamente cuántos… en fin, en El Molino, en El Arnau… en todos los que había en aquella época en Barcelona y también en Valencia.

Al finalizar aquel viaje Carmen no era capaz de definir el estupor que le había producido la conversación, y se fue a la cama pensando en cómo asumir aquellas nuevas revelaciones sobre las mujeres que la habían precedido y a las que forzosamente estaba vinculada.

Llegaron los minutos finales del examen y los alumnos comenzaron a ponerse de pie, a acercarse a la mesa para entregar el escrito y a preguntar cuál era la fecha de revisión.

Intercambié algunas palabras con varios alumnos, y Carmen permaneció sentada a mi lado. Esperó a que todo el mundo saliera del aula y mientras recogía las cosas de la mesa dijo:

—Quiero que sepas que logré conciliar el sueño aquella noche pensando que al día siguiente podría contártelo todo, y que tú extraerías conclusiones importantes.

Intenté decirle que había algo en las partidas bautismales de sus antepasadas que quizá podía interesarle, pero se despidió con tanta prisa que no dejó espacio para que le transmitiera aquellas noticias.