Lunes, 12 de junio del año 2006
Después de seis meses de ruinosas diligencias intentando realizar el trabajo de campo, parecía que se abría una brecha infalible gracias a la fiscal Dexeus.
Quedé con Vanesa en la puerta de los juzgados de Barcelona, y debo confesar que, a pesar de estar muy cerca de lograr el objetivo que perseguía, me recorría una sensación de intranquilidad. ¿Lograríamos pasar la barrera policial sin problemas? Dejé el bolso en la cinta de control y entré, pero cuando Vanesa lo intentó, la máquina de detectar metales le pitó. Ella se quitó unas pulseras y volvió a intentarlo, pero la máquina desechó sus avances en repetidas ocasiones. Yo la esperaba, francamente inquieta, al otro lado del control. Todos los policías la estaban mirando, y una larga cola de gente aguardaba para entrar en los juzgados. Cuando por fin superó el escrutinio de la máquina, los policías, uno a uno, regresaron a sus sitios sin dejar de observarla.
Fue un contratiempo, porque había planeado pasar desapercibidas. Si todo iba bien tendríamos que volver muchas veces y parecía mejor no señalarnos. Cuando Vanesa se reunió conmigo dudé sobre el camino a seguir, y decidí que lo mejor sería abandonar los ascensores y subir los cuatro pisos por la escalera.
Llegamos a la sala número cuatro del cuarto piso, tal y como había indicado por teléfono Nieves Bran.
Entré sola a la sala de juicios. Encontré a tres mujeres trabajando en silencio, llevaban puesta una toga negra. Estaban rodeadas de múltiples carpetas y papeles, y no se inmutaron al oír que alguien entraba en la sala. Me quedé junto a la puerta, dije quien era, y pregunté por la fiscal Nieves Bran.
Una de las tres mujeres levantó la cabeza, me miró y se puso en pie proyectando una sonrisa: era Nieves. Vestía la toga con tanta soltura que parecía su propio guardapolvo. Dijo que Cristina Dexeus le había contado la propuesta de la investigación y afirmó que le parecía muy interesante.
—Cuenta conmigo —afirmó—.
Se giró y me presentó a la jueza; era una mujer de aspecto juvenil, parecía que no tenía ni cuarenta años. Llevaba sobre la toga un collar de cuentas muy grandes de color rojo sangre, tal vez de origen africano. Aquel collar producía un efecto cautivador sobre la tela negra, conseguía que la toga resultara elegante y seductora.
Nieves reveló a la jueza que yo era la antropóloga de la que le había hablado aquella mañana.
—Puedes disponer de toda la información que necesites —dijo al saludarme.
Le agradecí el ofrecimiento. Saludé a la secretaria e inmediatamente ella y la jueza continuaron preparando el papeleo del juicio siguiente. Nieves me guió hacia su mesa y me entregó una carpeta repleta de papeles.
—El expediente del siguiente caso —dijo—. Échale una ojeada antes de que entren pero devuélvemelo enseguida, que lo necesito.
Nieves se sentó y me dirigí a uno de los bancos del fondo de la sala.
—Puedes tomar nota de todo lo que quieras. Ahora haremos que pasen a declarar. Tienes escrito el nombre de los implicados en la carpeta —agregó desde lejos.
Tomé asiento, sosteniendo aquella carpeta repleta de documentos. No daba crédito a tanto favor, aunque me pesaba la idea de tener que dejar a Vanesa fuera de la sala de juicios. Tenía que pedirle a Nieves que autorizara su presencia, pero temía estar abusando de su amabilidad. Sobre todo quería evitar que se torciera la recién inaugurada relación con aquella fiscal.
No sabía cómo pedirle su consentimiento; me acerqué a su mesa y le pregunté:
—¿Te parece oportuno que entre mi colaboradora?
Como quería dar importancia a aquella petición agregué:
—Para ella, para Vanesa Cardón, es una buena práctica de trabajo de campo como antropóloga, y su presencia es importante para el proyecto.
Nieves miró a la jueza, dispuesta a pedir su beneplácito, pero esta estaba entretenida estudiando unas cuartillas, por lo que Nieves se giró de nuevo hacia mí:
—No existe ningún problema —dictó—, puede entrar quien tú digas.
Cuando la jueza llamó al agente judicial para decirle que ya podía hacer pasar a declarar al acusado, yo no había tenido tiempo siquiera de hojear el contenido de su expediente en la carpeta, así que casi sin abrirla se la devolví rápidamente a la fiscal. Vanesa ya había entrado y permanecía sentada a mi lado, hierática y algo turbada.
Sentí que toda aquella escenificación confirmaba que estaba en el camino perfecto. Que en aquel momento, efectivamente, comenzaba el trabajo de campo.
Fue entonces cuando entró el denunciado por maltratar a su pareja. Permaneció de pie en el punto exacto que le marcó el agente judicial. A los pocos segundos se giró hacia nosotras, y en ese instante comenzó la vista.
La jueza comprobó que, en efecto, la persona que tenía delante era la citada a comparecer y dio paso a la intervención de la fiscal.
Nieves se puso a leer en voz alta lo que decía la denuncia:
—El día 15 de mayo, según dice aquí, usted y su esposa estaban en su domicilio y a las ocho de la mañana usted la golpeó en la cara, cuello y brazos. Este informe dice que, a pesar de que ella sangraba usted siguió golpeándola e insultándola. Al parecer, cogió un instrumento desconocido —el expediente señala que quizá un zapato— que tiró sobre una mesa de cristal y la rompió. A continuación amenazó a su esposa con un trozo de ese cristal y le provocó varias heridas en cara y brazos.
—No fue exactamente así —murmuró él con rabia.
—De momento no le he preguntado nada —le dijo la fiscal, mirándole fijamente—. Solo estoy leyendo el parte de denuncia, luego leeré el parte médico, y posteriormente usted ya hablará. ¿De acuerdo?
Él se calló y Nieves continuó leyendo. Luego pasó al parte médico, en el que se especificaban los múltiples daños con los que la mujer había sido admitida en Urgencias.
Cuando llegó su turno de palabra, el acusado relató que la noche anterior a los hechos de la denuncia él había bebido mucho y hasta muy tarde.
—Así que aquella mañana yo no sabía lo que hacía —dijo—. Pero bueno, estoy seguro de que no pegué a mi esposa —alegó.
—¿Cuánto bebió? —le preguntó la fiscal.
—No lo recuerdo bien, pero estoy seguro de que al menos fueron cuatro whiskies y tres copas de coñac.
—De acuerdo. Y usted, ¿qué recuerda de aquella mañana? —le preguntó la fiscal.
—Nada, no recuerdo nada.
—¿No recuerda tampoco que llegó la policía, avisada por sus vecinos al oír los gritos de su esposa? —concretó ella.
—Bueno, eso sí lo recuerdo —admitió él.
Su abogada estaba presente y él no dejaba de mirarla, parecía que le pedía su confirmación. Era como si le preguntara si estaba declarando correctamente.
Posteriormente entraron dos policías. Declararon que al llegar al domicilio, la esposa del acusado lloraba y tenía la cara y los brazos repletos de sangre. Además, constataron que había un gran desorden en la habitación y una mesa con el cristal hecho trizas.
—Nosotros llamamos a una ambulancia y a ella se la llevaron al hospital. A él nos lo llevamos a comisaría —declararon los policías.
Algo después, la víctima entró a declarar, cabizbaja. La sala del juzgado número cuatro era mas bien pequeña. Ella intentó no mirar a su pareja, y declaró los hechos con un hilo de voz. Repitió idénticas palabras a las de la denuncia que Nieves acababa de leer. La jueza le hizo retirarse inmediatamente, y al poco hizo lo propio con él; había llegado el momento de las deliberaciones. Al cabo de unos minutos, el acusado regresó a la sala y la jueza le comunicó que estaba acusado de provocar lesiones a su pareja.
—Le queda prohibido, bajo pena de cárcel, acercarse a su pareja a menos de mil quinientos metros, ¿de acuerdo? —añadió—. ¿Ha entendido lo que le he dicho?
Él contestó afirmativamente. Luego la jueza se dirigió hacia su abogada indicándole dónde tenía que firmar el acusado.
El juicio había llegado a su fin, pero Vanesa y yo sabíamos que todavía teníamos que enfrentarnos al trance de hablar con ese hombre que acababa de abandonar la sala.
—Vamos a intentar hablar con él —le dije a Vanesa.
Salimos de la sala del juzgado y él se puso a hablar con su abogada. Decidí que lo mejor era esperarlo en la calle.
Lo vimos aparecer al cabo de unos diez minutos, se acercaba hacia donde estábamos nosotras mientras hablaba con su abogada. Como ellos dos no se separaban decidí pedirle a su abogada que nos dejara hablar con él unos minutos. Después de escuchar todas mis explicaciones, se dirigió a su cliente y le ordenó:
—Ni se te ocurra hablar con nadie. Vámonos de aquí.
Vanesa y yo contemplamos cómo se alejaban.
Teníamos que volver a entrar a los juzgados. Vanesa se quitó las joyas pero debió olvidar alguna, porque la máquina le pitó dos veces, y como los policías indudablemente la reconocieron comenzaron a confraternizar.
Llegamos de nuevo a la sala de juicios número cuatro. Los protagonistas del siguiente caso ya estaban dentro, así que esperamos fuera a que el juicio terminara. Aquella mañana entramos y salimos de la sala cinco veces más. Aunque la jueza nos había ofrecido la posibilidad de permanecer dentro de la sala entre juicios decidimos no hacerlo, puesto que también era importante obtener información sobre lo que sucedía en los pasillos: ¿cómo actuaban los abogados con sus clientes? ¿Qué les decían antes y después de la vista? ¿Cómo se comportaban entre ellas las personas implicadas en el caso?
Y aunque lo fundamental para la investigación era hablar con los acusados, aquel día no hubo suerte. En tres casos la mujer retiró la denuncia. Las vimos abandonar los juzgados junto a sus parejas y, si bien en alguna ocasión intentamos hablar con ellos fue en vano; se negaron a hablar alegando que todo había sido un error. Además, otras dos parejas eran extranjeras y el trabajo solo implicaba a parejas españolas.
Al finalizar la mañana me despedí de Nieves. Quedamos en vernos el miércoles 14 en el mismo juzgado, ese día ejercía de nuevo como fiscal en juicios rápidos.
—A las nueve de la mañana estaremos aquí —subrayé—. Muchas gracias por aceptar nuestra presencia.
En aquella primera sesión de juicios la frustración por no entrevistar a ningún hombre fue mínima, y es que aquel día teníamos por delante el mayor reto del trabajo de campo. Por la tarde, a las cuatro, íbamos a realizar la primera entrevista, la del joven de Granollers que había acudido al juzgado con su madre pocos días antes.
Se trataba del chico al que Vanesa había convencido para que aceptara ser entrevistado, aunque ninguna de las dos esperaba que los preámbulos de la entrevista tomaran un cauce tan difícil, e incluso siniestro.
Teníamos un teléfono de uso exclusivo para el trabajo de campo, así que nos reunimos para preparar cuidadosamente cada llamada. Vanesa le llamó por teléfono seis veces, tantas como cambios de día y hora propuso el joven. Quedó claro que él interpretó torpemente la insistencia de Vanesa en concertar una entrevista porque la última vez que hablaron él le preguntó:
—¿Cómo prefieres que acuda a la cita, en moto o en coche?
—Como quieras.
—Supongo que no te importará que después de la entrevista demos juntos una vuelta por la ciudad.
Vanesa estaba aterrada, y con razón. Por mi parte, yo no estaba dispuesta a perder aquella primera oportunidad. Él desconocía que Vanesa acudiría acompañada, y ella temía que él huyera o se enfadara al verme.
Llegamos al lugar de la cita media hora antes, era debajo del Arco de Triunfo en el Paseo de San Juan. Habíamos planeado que ella se acercaría a él primero y luego me incorporaría yo. Para evitar que él saliera corriendo al ver que Vanesa no estaba sola, me senté para disimular en el borde de un parterre. Mientras tanto ella permanecía sola, de pie, oteando la llegada.
La espera se hizo interminable.
—Tengo miedo, muchísimo miedo —repetía Vanesa una y otra vez.
Y yo le decía que no sufriera, que no iba pasar nada, pero dijo tantas veces que tenía pavor que al final añadí:
—¡Si se pone violento salimos corriendo! ¡Huimos por allí, hacia mi coche! —le señalé—. ¡Pero no te preocupes, no pasará nada! —insistí.
Ignorábamos cómo iba a reaccionar con mi presencia aquel chico que había sido denunciado por apalear a su pareja e intentar quemarla viva a ella y a su madre.
El lugar de la cita había sido seleccionado no solo porque estaba cerca de los juzgados, sino también porque era muy concurrido. Confiaba en que él se comportaría correctamente con nosotras. Desconocíamos desde qué dirección accedería al paseo, y existían varias posibilidades.
Vanesa creyó verlo varias veces y cada vez gritó:
—Ahí está, allí, allí. Es el chico de aquel coche azul. ¡Qué horror! ¡Qué miedo!
Otras veces, según ella, llegaba en moto. En cada ocasión intenté tranquilizarla desde lejos. El plan era que Vanesa esperaría a que él llegara, lo saludaría y al momento yo me acercaría. Vanesa tenía que presentarme como profesora de la universidad que dirigía un estudio sobre la nueva Ley de Violencia que tanto le afectaba. Pero la verdad era que en vista de las propuestas tan poco serias que él le había hecho a mi colaboradora por teléfono, queríamos remarcar nuestras intenciones puramente investigadoras.
Nuestro hombre llegó precisamente en el único momento en que yo no estaba vigilando de reojo a Vanesa. De repente miré hacia donde ella estaba esperando, pero no la vi y temí que él la hubiera alejado de mi control engatusándola con alguna astucia. Me estremecí y la busqué con la mirada. Cuando por fin la localicé me di cuenta de que ya estaba con él charlando amigablemente. Me acerqué a ellos y lo saludé, y contra todo pronóstico aceptó pacíficamente mi presencia. Inmediatamente nos abandonó alegando que iba a aparcar su coche y que acudiría al bar que le habíamos indicado.
—Es un bar perfecto, muy tranquilo —dije—. Allí podremos charlar sin problemas.
Nada más irse Vanesa aseguró:
—Ya lo hemos perdido.
—No creo, se ha ido simplemente a aparcar —dije.
—No es verdad, se ha ido y no volverá, ya lo verás —sentenció ella.
—Bueno, esperemos en la puerta del bar y veamos qué pasa. Hemos hecho lo que hemos podido, ¿no te parece?
—Sí, sí pero este tío lo que quiere es lío, te lo aseguro.
—De acuerdo, pero ya le ha quedado claro que nosotras no… y si desaparece, pues no pasa nada, lo hemos perdido y ya lograremos a otros, no nos preocupemos.
Aguardamos en la puerta del bar durante un buen rato y llegué a temer que en efecto hubiera huido, pero no. De repente, a lo lejos, vimos que aparecía haciéndonos señales y sonriendo. Llevaba un gran parche blanco que le atravesaba la nariz, no recordaba habérselo visto el día del juicio.
Antes de tomar asiento en la mesa del bar nos explicó que la noche anterior se había peleado con sus amigos y que le habían destrozado la nariz. Le pregunté por la razón de la pelea pero no respondió, así que nos sentamos, puse la grabadora en marcha sobre la mesa y dije:
—¿Te importa que grabe? Es importante para no olvidar tus argumentos y palabras.
Afirmó que no le importaba y comencé por la primera pregunta:
—Eduardo, ¿qué piensas sobre la nueva ley contra el maltrato?
—¿Esta de ahora? ¿La que me ha condenado a irme de mi casa y a no poder acercarme a mi mujer a menos de mil quinientos metros? Pues me parece pésima, muy mal. Yo no creo en esta ley. Es una ley hecha solo para defender a las mujeres, y a nosotros que nos jodan.
—Ya… pero en tu caso… cuenta… ¿qué ha sucedido?
—¿A nosotros? Pues mira, mi mujer y yo lo único que hemos tenido han sido, simplemente, peleas matrimoniales normales y corrientes. Las de toda la vida. Porque… ¿es verdad o no que toda la vida los matrimonios se han peleado?
Le dije que sí, que por supuesto. Mi objetivo era que dijera abierta y lealmente lo que pensaba, necesitaba que hablara con confianza y entendiera que tenía delante a alguien que no pretendía enjuiciarlo. El plan de trabajo entre nosotras dos consistía en que yo iba a hacerle una serie de preguntas que tenía preparadas y, una vez finalizadas, le pediría a Vanesa si quería añadir alguna más. Mientras tanto, Vanesa permanecería en silencio.
No me costó hacerle hablar, al contrario. Estaba más que dispuesto a convencernos de su inocencia, y para ello usó una multitud de argumentos. Cuando empezó a repetirse en todos sus razonamientos di por finalizada aquella primera conversación.
—Pero, bueno, tu mujer no se porta muy bien contigo que digamos, ¿verdad? —intervino Vanesa, en busca de información adicional.
—No, no, estás equivocada. Lo que pasa es lo que dice ella —dijo él, señalándome—, mi mujer y yo no sabemos… ¿cuál era la palabra? Pactar, ¿no?… Dialogar, eso es, no sabemos dialogar.
—Ya, bueno —repitió Vanesa—, quiero decir que ella no se porta demasiado bien contigo.
—¡No, no te engañes, Vanesa! —insistió él tocándole el brazo—. ¡Tu jefa tiene razón! ¡Nosotros no hemos hablado como tendríamos que haberlo hecho! Claro que con ella no se puede hablar…
Y entonces bajó la cabeza y afirmó:
—¡Sobre todo porque siempre tiene a su madre al lado, defendiéndola y fastidiándolo todo!
Finalizamos aquella entrevista después de cinco horas. Durante aquel tiempo el joven nos había hecho un buen número de confidencias.
Al salir del bar era de noche. Estábamos agotadas, pero él parecía pletórico. Habíamos planeado que al acabar la entrevista acudiríamos juntas al coche para charlar y luego yo acompañaría a Vanesa a coger su bicicleta, pero no había manera de que él se fuera. Permanecimos fuera del bar, en la calle, durante más de diez minutos mientras él insistía:
—Ahora me toca a mí invitaros a tomar algo. Vamos a otro bar, ¡venga! ¡animaos!
Al cabo de un rato aceptó la despedida, diciendo:
—Bueno, pero ahora somos amigos, ¿verdad?
—Sí, sí, por supuesto —respondimos.
—Es que de verdad —insistió— ahora siento que soy amigo vuestro. Cuando queráis llamadme de nuevo. Estoy muy contento de hablar con vosotras sobre este tema porque ya sabéis… tengo a la familia y a mis amigos hartos y claro, me va muy bien hablar.
Una vez conseguimos desembarazarnos de él nos dirigimos hacia el coche vigilando que no nos siguiera, al tiempo que caíamos presas de una gran excitación por el éxito obtenido. Habíamos logrado hacer hablar al primer denunciado por maltratar, y había sido un buen comienzo. Al principio solo reíamos muy nerviosas, nos sentíamos satisfechas, y al final permanecimos sentadas charlando dentro del coche cerca de media hora. Como aquel día Vanesa se había presentado en los juzgados vistiendo una falda tejana muy corta y enseñando la barriga, al despedirnos le comenté:
—Sería bueno que las dos lleváramos prendas de vestir que permitan que pasemos desapercibidas, ¿no te parece?
—Sí, bueno, claro… pero yo hoy he ido muy bien ¿no?
—Sí, más o menos.
Y añadí:
—¡Lo que no debes olvidar es dejar todas tus joyas en casa!
Ella no contestó y, en cambio, quiso que siguiéramos comentando más detalles sobre lo sucedido durante la entrevista. Nos separamos con un abrazo de verdadera felicitación, estábamos exultantes. ¡Por fin habíamos superado el primer lance!
Regresé a casa encendida de júbilo y, a la vez, extenuada. Cené y tardé en dormirme, no dejaba de pensar en todo lo que él había dicho y de relacionarlo con los presupuestos teóricos con los que estaba trabajando. Más de una vez estuve a punto de encender la luz y ponerme a escribir, pero me contuve porque al día siguiente tenía que estar despejada. Me dormí casi sin darme cuenta, mientras intentaba memorizar la multitud de ideas que acudían a mi mente.
Al día siguiente Vanesa no enseñaba la barriga, pero llevaba un jersey muy apretado con un escote espléndido. Resultaba exuberante. Nada más verme dijo:
—Mírame, hoy llevo un jersey de media manga, y además, es muy largo, ¡mira! Me tapa toda la barriga.
—Muy bien, estupendo —dije, aparentando que agradecía el cambio en su indumentaria. Pero la verdad es que seguía llevando puestas cerca de una decena de brazaletes, unos seis anillos en los dedos, varios aros en las orejas e incluso algunos clavados en la cara. No dije nada porque tuviera que pasar tres veces el control policial debido a los pitidos de la dichosa máquina detectora de metales; tampoco le manifesté mi fastidio cuando se entretuvo bromeando con los policías de la entrada a los juzgados. Quise evitar a toda costa que se sintiera incómoda, pues lo cierto era que su compañía estaba resultando valiosa y muy heroica. Sentía que tenía en ella a una verdadera cómplice.