Capítulo 7

Martes, 2 de mayo del año 2006

Dos piezas clave del rompecabezas de los problemas de identidad de Carmen las obtuve en dos tiempos. La primera me costó varios días descifrarla. Se trata de los papeles que Carmen cogió de la mesita de noche de su abuela el día que murió; pensó que tal vez serían importantes y los guardó sin enseñárselos a nadie.

Lo que encontró fueron, dobladas en cuatro, las partidas sacramentales de bautismo de su bisabuela y de su tatarabuela, y las trajo al aula el día 2 de mayo. A la salida de clase se acercó, me alargó una copia y pidió mi veredicto.

Quedé petrificada al constatar que tanto su tatarabuela como su bisabuela, al igual que su abuela y su padre, compartían exactamente los mismos apellidos. Precisé, por tanto, que desde 1830, fecha de nacimiento de su tatarabuela según esos papeles, aquellas mujeres no se habían casado. De lo contrario se hubiera reflejado un cambio de apellidos.

—¡Vaya, aquí tenemos a tres generaciones de mujeres que han procreado con hombres que no han reconocido legalmente a los hijos! —le dije.

Ciertamente, el padre de Carmen había roto aquella similitud. Su padre, al casarse, había aportado al matrimonio el primer apellido de sus antepasadas, Palacios, y su madre había contribuido con el de su origen, Vidal.

Aquellos legajos abrieron bastantes interrogantes sobre la vida de las mujeres de la familia de Carmen. La cuestión de los nombres, la historia oculta de esas mujeres tras idénticos apellidos me intrigaba. ¿Cómo se inició realmente esta saga autónoma de mujeres al margen del orden social establecido en la época? ¿Cómo vivía el padre de Carmen su identidad, en apariencia, desprovista de un fundamento masculino? Tal vez las partidas bautismales que la abuela de Carmen tenía en su poder y que había guardado con tanto celo esconderían alguna de las respuestas…

La segunda pieza clave del rompecabezas la trabajé cuidadosamente. Era la frase que, según aseguró Carmen en una de nuestras primeras conversaciones, su padre había repetido una y otra vez a lo largo de los años: «Mi familia empieza en mí».

Como aquel curso tenía como alumna a Carmen y había aceptado ayudarla en su conflicto, decidí hablar en clase sobre la Virgen, puesto que es un relato mítico que, a mi parecer, podía ayudarle a revelar algunos de los interrogantes que presentaba su historia familiar. Sin embargo, antes de explicar la historia de la Virgen, me pareció una buena idea contar la de Lot a modo de preámbulo. A veces, en los cursos de la universidad, ilustro a través de relatos míticos cómo construimos nuestra identidad colectiva. Tomo textos o historias de distintas tradiciones, y también de la cristiana, como hice aquel año. Son narraciones que versan sobre el origen y el orden que debe regir la vida en sociedad y las analizo. Por eso, aquel año comencé rememorando el relato bíblico de Lot en el Génesis 19, 4-38.

Recordaréis quizá la gesta de Lot —les dije a los alumnos—. Aquella en la que se cuenta que dos ángeles enviados por Yahveh acudieron a su casa, y le dijeron:

—¿A quién tienes aquí? Saca de este lugar a tus hijos e hijas y a quienquiera que tengas en la ciudad, porque vamos a destruirla.

Mis estudiantes me miraban con atención, esperando a que siguiera con el relato.

—Estamos hablando, como quizá algunos hayáis adivinado —avancé—, de lo sucedido en Sodoma y Gomorra. De cuando Yahveh hizo llover azufre y lanzó una lengua de fuego que arrasó la ciudad y todo lo que la rodeaba.

Unos cuantos estudiantes asintieron con la cabeza.

—Los ángeles —continué yo— tan solo le pusieron a Lot una condición: que cuando huyera no debía volver la cabeza, de lo contrario se convertiría en estatua de sal.

Pero fue la esposa de Lot, Sara, la que se giró y se convirtió en una figura de sal. En aquella huida solo sobrevivieron, por tanto, el padre, Lot, y sus dos hijas. Y no es baladí que Sara fuera la que se convirtió en estatua de sal, como veremos a continuación.

Tras largo rato de huida Lot se paró a descansar y luego se estableció con sus hijas en una cueva en el monte, lejos de Soar donde alrededor había varios pueblos.

Fue entonces cuando la hija mayor le dijo a la pequeña:

—Nuestro padre es viejo y ya no hay ningún hombre en el país que pueda unirse a nosotras.

De tal desgraciada situación las hermanas decidieron conjuntamente emborrachar a su padre para luego acostarse con él. El primer día fue la hija mayor la que se acostó con su padre. Y resultó, como dice el relato, que Lot estaba tan borracho que no se enteró de nada de lo sucedido durante la noche. A la noche del día siguiente la hija pequeña se acostó con él, sin que él, de nuevo debido a su estado de embriaguez, se enterase ni de cuándo ella se acostó, ni de cuándo se levantó. Las dos hijas de Lot quedaron encintas de su padre.

La mayor dio a luz a un hijo y lo llamó Moab, que se convertiría en el actual padre de los moabitas. La pequeña dio a luz a un hijo, también, y lo llamó Ben Ammi. Según el relato, él es el padre de los actuales ammonitas.

Como veis —reflexioné ante los alumnos—, si Sara hubiera sobrevivido no hubiera resultado tan fácil, para las hijas, acostarse con su padre. Realmente, era necesario que Sara desapareciera para que esta historia pudiera transmitirnos la enseñanza que ahora analizaremos.

—¿Cómo podemos relacionar este relato con la identidad de los pueblos? —les pregunté—. ¿Qué enseñanzas podemos extraer de él?

Y es que el objetivo de la clase de aquel día era mostrar a los alumnos la relación entre aquella tradición mítica y las estrategias que utilizamos para construir la identidad colectiva e individual los pueblos que la compartimos. La clase permanecía en un silencio casi misterioso. De repente, una estudiante de primera fila alzó su mano con decisión.

—¿Por qué las hijas afirman que no tienen ningún hombre con el que procrear cuando no lejos de allí había otros muchos pueblos habitados? —preguntó.

—Lo que este relato dice —aclaré— es que ellas desean procrear, pero no de cualquier manera, y es por eso que se acostaron precisamente con su padre. ¿Sabéis que os digo? —proseguí, dirigiéndome a toda la clase—. Que la clave está en cómo los pueblos inmersos en esta tradición bíblica transmitimos la identidad a los hijos. Lo que este relato establece, en primer lugar, es que solo ellos, los hombres pueden transmitir la identidad.

—Entonces —aventuró otro alumno— lo que estás diciendo es que si las hijas de Lot hubieran procreado con hombres de otros pueblos sus hijos hubieran pertenecido a esos pueblos, y no al de su origen, ¿no?

—Exacto, muy bien. Esta es la razón por la que ellas se niegan a yacer con hombres de pueblos distintos al suyo. Por eso no se les ocurre mejor idea que emborrachar a su padre y tener hijos con él, ¿no os parece un recurso muy ocurrente?

La mayoría sonrieron, divertidos, y varias manos se alzaron reclamando mi atención.

—Pero, a ver —dijo un chico—, ¿tenemos que creernos que estaba realmente tan borracho como para no enterarse de nada? Porque si así hubiera sido, ¡que me cuente cómo pudo tener relaciones sexuales!

—¡Muy bien pensado! —le dije, en medio de las risas generales—. Ten en cuenta que aquí estamos hablando de la Biblia, de un relato mítico que, de forma oculta, te está transmitiendo leyes y prácticas socioculturales que deben ser interiorizadas por las gentes sin que entre el raciocinio.

Y eso último es lo que tú acabas de hacer, aplicar tu mirada crítica al texto sin creértelo a pies juntillas.

El chico asintió, satisfecho por la respuesta.

—Lo que se explica en esta historia —continué— es que el padre no debía enterarse de lo que sucedía porque, de lo contrario, Lot hubiera roto una ley fundacional de la vida social: la de la prohibición del incesto. Es decir, no hubiera sido un hombre ejemplar si hubiera aceptado yacer con sus hijas.

—¿Y cómo se supone que las hemos de entender a ellas, después de lo que hicieron? —terció una chica, desde el fondo del aula.

—Pues simplemente tenemos que verlas como mujeres que se limitaron a llevar a cabo la función asignada a las mujeres en esas sociedades.

En esencia, lo que ellas hicieron, a través de sus actos, fue rendir obediencia a las leyes establecidas socialmente. Y como ya sabemos —apunté— de esa relación incestuosa se fundaron dos pueblos.

A pesar de mis explicaciones, me di cuenta de que algunos estudiantes todavía me miraban con expresión algo desconcertada.

—Fijaos —les dije, con la intención de resolver sus dudas—: las hijas no podían procrear con hombres de otros pueblos y ser fieles, a la vez, a su pueblo de origen ahora aniquilado. Por eso, esta historia, en resumen, habla de cómo se transmite la identidad, y deja constancia de que las mujeres no somos las que la transmitimos a nuestros hijos, sino los hombres. Solo ellos, hasta hace bien poco, podían hacerlo. ¿Lo veis?

Se quedaron de nuevo callados, así que pensé que era momento de introducir el siguiente punto de análisis sobre la identidad que me interesaba presentarles.

—¿Por qué la Virgen es virgen? —pregunté.

—Porque no tuvo relaciones sexuales —sentenció un señor de la cuarta fila.

—Y qué cosa más extraña que se diga que la madre de todas las madres es precisamente virgen, ¿no os parece? —los cogí por sorpresa, no esperaban que dijera aquello.

—Según conocemos —expliqué—, la Virgen pertenecía al pueblo judío. Así que si ella hubiera tenido su hijo con José de Nazaret, el carpintero judío, el hijo hubiera pertenecido al pueblo judío.

—¡Ah! —exclamó un chico jovencito—, esto es como lo que decías de las hijas de Lot, por eso no querían tener hijos con hombres de otros pueblos, ¿verdad?

—Has hecho una conexión perfecta. Pero no olvides que en el caso de la Virgen María había que fundar una nueva tradición y pueblo, el cristiano, para poder abandonar el verdadero origen, que era el judío. Y puesto que todos los hombres son transmisores de la identidad, ninguno era válido para ese cometido. Es así como María se convierte en la madre virgen al concebir un hijo por medio del Espíritu Santo en nombre de Dios. Y es así, también, cómo se fundó el nuevo origen cristiano con una madre virgen. Es una fórmula que expone y reitera que las mujeres somos, por ley, nulas para transmitir a nuestros hijos la identidad a la que pertenecemos. Es ahí donde radica la equivalencia con el relato de Lot.

No esperé ninguna respuesta, y emplacé a los estudiantes a seguir hablando en la siguiente sesión sobre cómo construimos nuestra identidad y el peso de nuestra tradición sobre la diferencia de sexo.

Mientras recogía mis cosas y me disponía a salir de clase, noté que alguien caminaba deprisa tras de mí, aunque seguí mi camino. Al poco alguien me empezó a hablar, era Carmen.

—¿Podemos charlar un momento? —preguntó.

—De acuerdo, vamos a mi despacho, pero solo dispongo de un cuarto de hora, luego debo acudir a una reunión.

Lo primero que hizo fue afirmar que la clase había sido difícil, pero que intuía que podía ser útil para ella, aunque todavía no sabía cómo.

—Piensa en la frase de tu padre, la de «Mi familia empieza en mí» —le dije.

Me hubiera gustado extenderme en precisiones pero tenía prisa.

—Ya, claro, justamente he pensado en esa frase —respondió Carmen— pero no sé cómo relacionarla exactamente con lo que has explicado.

—Lo lamento Carmen —me disculpé— pero hoy no puedo hablar. Solo piensa en una cosa, tu padre es el primer hombre nacido en el seno de una familia que durante cien años solo ha estado constituida por mujeres.

—Sí, en efecto, así es según las partidas de bautismo que encontré.

—Perfecto. Creo que hay que entender que cuando él dice esa frase está señalando que recibe su apellido y tradición a través de mujeres, y demuestra que es consciente de que un conjunto de mujeres, tradicionalmente, no se ha considerado una familia verdadera. Tu padre dice que su familia empieza en él porque no conoce ni sabe de hombre familiar que le preceda. Al igual que en la historia de Lot y de la Virgen, tu padre solo valida el origen de su familia a través de sí mismo en tanto que hombre. Es evidente que estamos hablando de una persona que no pertenece a tu generación, y está claro que hoy en día existen familias conformadas solo por mujeres e hijos y, por supuesto, son reconocidas legalmente como tales. Además, actualmente los apellidos también se pueden cambiar, pero recuerda que eso sucede desde hace solo cuatro días.

Ella me miró sorprendida. Me hubiera gustado permanecer hablando sobre el tema, pero tenía que irme a una reunión que luego resultó ser tediosa, y en más de un momento lamenté haber abandonado a Carmen.