Del jueves, 1 de junio al viernes 2 de junio
Cuando junto a Vanesa salimos de casa hacia los juzgados de Granollers parecía que la pulcritud del cielo y el vigor del sol querían fortalecernos. Sospeché que Vanesa, por la tensión contenida de sus gestos y la expresión en su cara, encubría el miedo que le provocaba la situación: era un desafío que le seducía y atemorizaba a la vez. Por mi parte me esforzaba en aparentar equilibrio, pero estaba dominada por la duda y la exasperación. Para tranquilizarme me concentraba en pensar que aún había otra oportunidad.
—Si todo sale mal —me dictaba—, mañana tienes una entrevista con la fiscal Dexeus y seguro que ella podrá ayudarte.
Nada más salir Vanesa preguntó de nuevo:
—¿Crees que serán agresivos con nosotras?
—No creo; vaya, estoy segura de que no. Además, hoy estaremos delante de los juzgados y allí habrá policía. Como ya te he comentado, ellos atacan a su pareja pero no a cualquier mujer.
Le había dado aquel argumento sobre nuestra seguridad pero sin tener la menor evidencia de que iba a ser así. Aunque la verdad era que dudaba sobre la posible agresividad de esos hombres hacia personas que no fueran su pareja.
En cualquier caso teníamos que seguir adelante. ¡Ojalá esa fuera nuestra mayor preocupación! —me dije—. Lo más importante era lograr hablar con alguno, y luego ya comprobaríamos si la táctica ideada para hacerles hablar funcionaba.
Habíamos salido con bastante tiempo porque desconocíamos el camino. Durante el trayecto repasé lo que había previsto que debíamos hacer. Era crucial que Vanesa fuera muy cuidadosa, y por esa razón le hice repetir las reglas vitales que había establecido para no estrellarnos: una de ellas, la principal, concernía a nuestra integridad. En ninguna circunstancia debía separarse de mi lado, tenía que estar atenta a todo lo que sucediera a nuestro alrededor. Además, ella solo debía hablar con ellos cuando yo se lo indicara. Resolví que el resto lo iríamos improvisando según los hechos fueran aconteciendo.
Llegamos a la hora prevista después de dar vueltas hasta encontrar la calle donde estaban los juzgados. Granollers es una ciudad pequeña de color arena, había muy poca gente por las calles. Al llegar permanecimos un rato algo alejadas de los juzgados, observando los movimientos en la entrada; la policía que la vigilaba tenía una actitud relajada. Decidimos entrar y pregunté por Pilar Gómez a uno de los policías. Enseguida estuvo con nosotras, nos llevó hasta la sala de juicios y allí le comentó al agente judicial que queríamos estar presentes en todos los juicios de violencia doméstica. A lo largo de la mañana, él fue la persona que propició nuestro acceso a la sala cada vez que comenzaba un juicio.
La primera vista que presenciamos concernía a un hombre de unos cincuenta años denunciado por golpear a su actual pareja y por haberle provocado lesiones de consideración. Él declaró que no le había hecho nada, que no sabía cómo se había hecho ella aquellas lesiones.
—No sé —contestó a las preguntas del fiscal—, no tengo ni idea de cómo se las ha hecho. No sé nada. Lo único que sé es que yo no le he puesto la mano encima.
Además, añadió:
—Yo a esta mujer casi no la conozco.
Después de declarar y repetir varias veces lo mismo, el juez le hizo sentarse. En ese momento entró ella, cabizbaja. Declaraba con voz tan tenue que apenas se la oía. El juez le pidió que alzara el tono de voz, ya que de lo contrario no se enteraba de lo que estaba diciendo. Aquella declaración resultó confusa; al finalizar la vista el juez sentenció que él debía permanecer a mil quinientos metros de distancia de ella bajo pena de cárcel si desobedecía aquella orden.
Salimos de la sala. Era el momento clave para nuestro trabajo, teníamos que conseguir hablar con él. Acudimos a la calle a esperarle y salió de los juzgados solo, sin su abogada. Nos acercamos a él y le dije que me gustaría que nos contara qué pensaba de la nueva ley del maltrato y qué es lo que había sucedido entre él y su pareja.
No puso el menor inconveniente, aceptó de inmediato. Nos dirigimos caminando hacia el bar que estaba junto a los juzgados y al que habíamos previsto acudir Vanesa y yo si las cosas iban bien. El hombre comenzó a caminar delante. Me giré y le dije al oído a Vanesa:
—Lo mejor es que tú acudas de nuevo a la sala de juicios. Puedo hablar con él yo sola. En cuanto acabe regreso al juzgado, ya sabes dónde estoy.
Vanesa se quedó asombrada. No hizo caso y siguió caminado detrás nuestro, no quería dejarme sola. Insistí de nuevo y, cuando por fin se giró para regresar a la sala de juicios, me acerqué a ella y le dije:
—No hables con nadie, limítate a tomar notas y cuando yo regrese hablamos.
Grabé aquella primera y muy breve entrevista mientras tomábamos un café y un agua. Aquel hombre estaba dispuesto a quedar otro día para hablar de lo que quisiera. Nos dimos los teléfonos y regresé a los juzgados. Desde lejos advertí que Vanesa estaba fuera, en la calle. Paseaba nerviosa. Cuando llegué me dijo que había asistido a un caso muy interesante, y me contó rápidamente los hechos que se habían juzgado, y cómo era el acusado.
—Es joven, de unos treinta años y está acompañado por su madre —dijo.
—Malo —respondí—, seguro que eso es un problema.
—¿Qué hago, hablamos con él? —preguntó.
—Sí, me parece bien intentarlo. Esperemos aquí y lo abordamos en cuanto salga.
Al decirle que sí me miró asustada y palideció.
—¿Tú crees? —preguntó.
—Sí, mujer, no te preocupes. Acabo de hablar con el del otro caso y ha aceptado para que le hagamos una entrevista. A lo mejor esto es más fácil de lo que nos imaginábamos.
—No lo creo —dijo ella, retorciéndose las manos.
—Aquí hay policía —le dije señalándola—. No te preocupes. Lo único que pasa es que yo no he asistido al juicio, así que solo tú puedes acercarte a él, pero permaneceré aquí muy cerca.
—Ya, ya, pero es que me da miedo, mucho miedo.
—Estaré aquí mismo, tranquilízate. Inténtalo.
Estaba poniéndola a prueba. No pasaba nada si aquel chico decía que no quería colaborar, pero necesitaba que ella venciera su miedo. Vanesa aparentaba estar sin vigor, floja. Al poco se instaló en su cara un color entre verde pálido y blanco amarillento.
—Creo que ahí están —anuncié—. Es un chico con su madre al lado, me imagino que son ellos. Ya salen, ya están ahí.
Ella había estado todo ese rato de espaldas a la puerta de los juzgados. A pesar de lo que acababa de decirle se mantenía inmóvil, incluso me pareció que estaba dejando pasar la oportunidad de abordarlos. Pero de repente, hizo un giró más bien brusco y se dirigió a ellos saludándolos con una gran sonrisa.
Comenzó a hablarles gesticulando como era habitual en ella. No oía bien lo que decía, pero sí pude observar que ambos le prestaban mucha atención. Al poco rieron por una broma de Vanesa. No controlé el tiempo exacto que estuvieron charlando, algo más de quince minutos. Ella aparentaba estar tranquila y segura. Cuando se despidieron no sabía si había logrado o no la cita para una entrevista.
—¡Lo he logrado pese a la madre! —me dijo con entusiasmo al acercarse.
—¡Muy bien, Vanesa! ¡Eres genial! Felicidades. Luego me cuentas con detalle la conversación porque no he podido oír casi nada de lo que hablabais. Ahora volvamos a los juicios.
Aquel fue un día notorio. El primero después de tantos meses de búsqueda. No logramos concretar más entrevistas que las de aquellos dos hombres a pesar de que presenciamos ocho juicios más.
En uno de ellos la mujer se negó a mantener la denuncia, y tanto víctima como denunciado salieron juntos de los juzgados. Él salió primero, corriendo con prisas y ella fue tras él, como temerosa y derrengada. Al cabo de poco él se detuvo para esperarla, y cuando ella llegó a su altura le dio un empellón indicándole que se diera prisa; después, con un gesto brusco y leves golpecitos en la espalda, le dijo:
—Camina, inútil. Ya ves el tiempo que me has hecho perder.
Estaba claro que acudir a los juicios era el camino correcto para el objetivo perseguido.
Al día siguiente asistí a la cita acordada con la fiscal de la Audiencia Territorial de Barcelona, Cristina Dexeus. Llegué a aquel encuentro un cuarto de hora antes de la hora fijada, estaba intranquila. El éxito del día anterior me había dado ánimos, pero lo que verdaderamente necesitaba era trabajar en los juzgados de Barcelona.
Entonces desconocía qué podía hacer aquella fiscal por el proyecto. ¿Cómo podía ayudarme? Por esta razón supuse que aquella conversación iba a ser espinosa. Pretendía que fuera ella la que indicara cómo hacerlo. Cuando llegó, supe reconocerla por las indicaciones que me había dado nuestro común amigo, y nos sentamos en una mesa retirada en aquel bar próximo a su domicilio. Nada más sentarnos dijo:
—Bien, dime qué necesitas.
Me estaba haciendo exactamente la pregunta que más temía. Le di largas explicaciones sobre los objetivos del proyecto y su importancia. Notaba que ella atendía pero que no estaba muy interesada en lo que le decía. Entonces confesó: —Solo conozco en líneas muy generales el tema del maltrato. Judicialmente no me ocupo de eso. Quiero decir, que no atiendo juicios rápidos.
Vaya —pensé—, ya estamos en las mismas de siempre.
—Pero es un tema muy importante. Me parece que haces una labor muy necesaria.
Me atreví a responderle:
—¡No hago esa labor! Ese es el motivo de mi encuentro contigo: pretendo hacerla pero no encuentro la manera de llevarla a cabo.
—Bueno, por eso no te preocupes —aseguró—. Ya he pensado cómo puedes hacerlo. Xavi me contó tus dificultades, y lo que he hecho es hablar con una fiscal amiga que sabe y se ocupa de los juicios de maltrato.
¡Por fin! —pensé, algo aliviada—. Ahora sí creo que he acertado. Y le dije que me parecía una gran noticia.
—Sí, sí, ella me ha dicho que te pongas en contacto. Se llama Nieves Bran y acepta ayudarte.
—Y ¿cómo crees que puedo contactar con ella?
—Ve a los juzgados y allí la encontrarás, está casi todos los días.
—Gracias, Cristina, en cuanto tenga resultados te los haré llegar —le dije al despedirme.
Al día siguiente, jueves 11 de mayo, fui a los juzgados de Barcelona que estaban junto al Arco del Triunfo. Observé la cantidad de salas de juicio que había, al menos cinco en cada uno de los seis pisos del edificio. Pregunté a varias secretarias y secretarios por la fiscal, pero no tuve suerte, aquel día no trabajaba en ninguno de ellos.
Por la noche llamé de nuevo a Cristina y le pedí el teléfono de la fiscal Bran. Cuando conseguí hablar con ella acordamos una cita para el día siguiente en la sala número cuatro del piso cuarto. Tenía varios juicios y me pidió que llegara un poco antes para poder enseñarme los expedientes. En ese momento no me atreví a decirle que iría acompañada de Vanesa, temí parecerle abusona. Y es que, en principio, a las salas de los juicios pueden asistir las personas que lo deseen aunque normalmente apenas acude algún familiar. Aun siendo así, una de las secretarias de un juzgado me había prohibido la entrada diciéndome: «No puede entrar en la sala. Su presencia la debe autorizar la jueza o el juez».
Al ver que a pesar de las dificultades estaba consiguiendo el objetivo que me había propuesto, borré de mi mente las circunstancias pasadas, las que casi me habían obligado a abandonar aquel proyecto tan solo unos días atrás. Solo es cuestión de acertar con la fórmula adecuada, me dije, y creo que ya la tengo.
Aquel día me dormí así, evitando discurrir nuevas objeciones.