Del viernes 28 de abril al miércoles 31 de mayo del año 2006
Aun a pesar de que lo que sucedía parecía una pesadilla, dormí toda la noche. Me despertó una llamada de teléfono. Era Pilar, la alumna que trabajaba con un juez en Granollers. Hacía dos meses que le había comentado lo que pretendía, ella fue quien me recomendó acudir a los Juzgados de la Mujer. Posteriormente le comenté el fiasco que había padecido.
—¡No te preocupes, es muy fácil asistir a los juicios! —me respondió—. Hablaré con mi jefe, el juez con el que trabajo, y ya te diré algo. Le pediré permiso para que puedas venir.
Le di mi teléfono pero no supe nada más de ella hasta aquella mañana, precisamente.
—Te llamo desde los juzgados —dijo—. Solo puedo hablar muy brevemente; por fin hoy he tenido la ocasión de contarle al juez lo que quieres hacer y me ha dicho que puedes venir el día que determines.
No me lo podía creer.
—¿Qué quieres decir, Pilar?
—Pues nada, que vengas. Podrás estar dentro en la sala durante el juicio y… bueno, no sé, tú luego haz lo que tengas que hacer.
—¡Qué buena noticia! ¿Y cuándo puedo acudir?
—Bueno, claro, es que… lo que pasa en este juzgado es que es muy pequeño y no todos los días hay juicios de violencia de género. De todas formas, antes de hablar contigo he mirado cómo han organizado los de esta semana y puedes venir el miércoles, si te interesa. He visto que ese día todos los juicios rápidos van sobre el tema.
—Ah, sí, por supuesto que me interesa, allí estaré. Preguntaré por ti en la entrada.
—Estupendo, hasta entonces.
Colgó muy deprisa.
No me lo podía creer, se abría otra posibilidad. Esta vez no podía fracasar, era el propio juez quien había admitido mi presencia y comencé a imaginar qué pasaría. ¿Cómo serían los juzgados? No eran los mejores para mi propósito porque estaban ubicados en Granollers y el proyecto se ceñía a la ciudad de Barcelona pero, en fin, acudiría y ya veríamos.
Comencé a concretar la estrategia que tenía pensada. Imaginé que estaba delante de un hombre con medidas de alejamiento tras la denuncia de malos tratos.
Y una vez fuera, en la calle, ¿qué le diría?
Había elegido a una mujer —a Vanesa— para que me acompañara a los juicios. Fue una decisión pensada. Temía el encuentro cara a cara y opté por aquella elección porque si iba acompañada por un chico el denunciado podía imaginar que estaba relacionado con la pareja que le había denunciado.
Se trataba de suposiciones, claro. Quería evitar a toda costa que se pusieran a la defensiva.
Continué imaginando la situación. Una vez delante de uno de ellos, ¿qué le diría?
En ese momento sonó de nuevo el teléfono. Temí que se tratara de Pilar para desdecirse de la propuesta. Lo cogí nerviosa. Pero no, era Carmen.
—Te llamo —subrayó nada más comenzar a hablar— para recordarte que mañana por la mañana, a las once, tenemos una cita en tu despacho.
—¡Ah, sí, claro! Es verdad, Carmen.
Dudé un momento. Pensé decirle que no podía. Tenía que proseguir dando clases y debía dedicarme al proyecto; en fin, estaba muy ocupada. Sin embargo le respondí:
—Perfecto, allí estaré. Gracias por recordármelo.
Creo que acepté la entrevista no solo porque me había comprometido sino, sobre todo, porque estaba de buen humor. Tener el visto bueno para entrar en los juzgados me había llenado de nuevas energías.
Colgué y continué con el ejercicio de ponerme en situación. Había decidido que me acercaría a los enjuiciados de la siguiente manera: los abordaría improvisadamente y les pediría hablar un momento. Luego añadiría:
—Como ya sabe hemos estado en la sala del juicio.
Forzosamente tendría que decir que sí, y en ese momento soltaría la frase principal.
—Me gustaría saber qué piensa sobre esta nueva ley contra el maltrato. Hemos hablado con otros hombres en su misma situación y…
Tuve que interrumpir la reflexión porque llamaron de nuevo al teléfono. Era Xavi, un buen amigo con el que había planeado un encuentro. Xavi quería confirmar que aquella noche cenaríamos juntos.
Colgué el teléfono, me sentía contenta.
—Ayer noche estabas desesperanzada —pensé— y ahora… Ya veremos qué pasa en Granollers. Por el momento no llamaré ni a Vanesa ni a Marc para decirles todo lo que pensaba ayer noche.
De repente me di cuenta de que sería bueno acudir con Vanesa a Granollers y la llamé inmediatamente. Le dije que tenía una buena nueva que contarle y la cité para verla esa misma tarde. Era necesario que le diera instrucciones sobre cómo actuar si lográbamos hablar con algún hombre.
Me senté en el estudio y estuve trabajando durante las horas que tenía libres. Diseñé la estrategia a seguir. Decidí cerrar, de manera definitiva, las preguntas que quería hacerles. Aquella misma tarde Vanesa acudiría al estudio de mi casa y debía ser muy concreta en las indicaciones que tenía para ella sobre cómo quería que actuara.
Cuando llegó la hora de la cena zanjé la reunión con Vanesa habiendo terminado de preparar todo lo necesario para ir al juzgado.
Con Xavi fuimos a cenar a un restaurante italiano. Él trabaja desde joven en una empresa de coches en el puerto de Barcelona. Estudió para dedicarse a lo que hoy llaman recursos humanos, y gracias a sus méritos actualmente es el número dos en la empresa. Me gusta hablar con él porque aprendo sobre su mundo empresarial, tan ajeno al mío pero igualmente complejo. Xavi es amigable y muy eficiente, cuando algún amigo le pide un favor se desvive por ayudarlo.
Durante aquella cena le conté lo arduo que resultaba establecer contacto con los hombres. Le dije que en ese momento mi única esperanza era una alumna colaboradora de un juez.
—¡Ah!, pues yo tengo una amiga fiscal, ¿crees que podría ayudarte?
—No sé, quizá —respondí.
Y le conté la propuesta de Pilar.
—Pues si es así, puedo echarte un cable —añadió él.
—¿Y cómo?
—Ya sabes que me acabo de cambiar de piso, ¿verdad?
—Sí, sí, claro.
—Pues resulta que mi vecina, la del piso de arriba, es la fiscal que te decía; trabaja en los juzgados de Barcelona y con un cargo importante, creo. Además, es encantadora.
—Pues sería estupendo contactar con ella. —Y añadí—: ¿Crees que ella accederá a hablar conmigo?
—Imagino que sí, pero no estoy seguro. Mañana la llamo y ya te diré su respuesta.
En efecto, al día siguiente por la mañana Xavi me llamó. Cristina Dexeus, la fiscal, había aceptado hablar conmigo y a ayudarme en lo que pudiera.
La llamé inmediatamente y acordamos una cita para la última hora de la tarde del día siguiente. Ella tenía mucho trabajo en los juzgados, así que propuso quedar en un bar cerca de su casa. A mí me pareció bien, por supuesto.
Al hablar con aquella fiscal por teléfono reconocí una cierta vacilación en mí. Admití que no sabía muy bien qué pedirle. ¿Cómo y qué podía hacer ella para ayudarme? Me metí en la ducha, algo exaltada. La noche anterior me había visto abocada a abandonar el proyecto y ahora, ¡qué cambiazo! de repente parecía que contaba con dos personas dispuestas a colaborar.
A las once de la mañana siguiente acudí al despacho de la universidad. A Carmen ya le había anulado dos citas anteriores porque estaba desbordada de trabajo, y no disponía de tiempo para colaborar con una alumna en un asunto tan personal. Cuando llegué ella ya estaba esperando delante de la puerta. Tuve la pésima sensación de acudir a malgastar el tiempo; no entendía por qué había aceptado continuar escuchando la vida familiar de aquella mujer, pero había algo en su historia que me llamaba poderosamente la atención. Casi antes de que nos acomodáramos, Carmen soltó:
—Hoy sí, hoy puedo decirte la respuesta que mi padre nos dio a los hijos.
—¡Ah, ya! Espera un momento —le dije. Ella venía acelerada y yo estaba muy lejos de su historia— te refieres a aquello de… ¿mañana os contaré a cada uno, en privado, lo que sé de mi padre?
—Exacto.
—¿Y bien?
—Pues que yo no acudí a hablar con mi padre —dijo tranquilamente.
—Vaya, estupendo. Entonces nos quedamos sin saber nada.
—No, no —contestó—, es que luego yo les pregunté a mis hermanos. Se ve que les dijo que no sabía con certeza quién era su padre. La verdad, nadie le cree del todo…
—¿Sacasteis algo en claro? —pregunté.
—Mira, ahora sabemos que mi abuela trabajó en el mundo del espectáculo en variedades. En cabarets, ¿sabes?
En su entonación me pareció advertir el recelo que ha existido en torno a las mujeres que se dedicaban a esa actividad.
—Sí, claro, por supuesto —le dije. ¿Y qué tipo de números hacía?
—No tengo ni idea. Yo conocí a mi abuela, pero no sabía que se dedicaba a esto, aunque solo lo hizo cuando era muy joven, según contó mi padre.
—Ya —apostillé con intención de que continuara.
—En realidad, quien se dedicó a las variedades fue mi bisabuela. Parece que trabajó en muchas salas de fiesta e incluso llegó a ser bastante conocida.
—Ah, vaya, entonces es una profesión con tradición en la familia de tu padre.
—Sí, bueno, no tengo ni idea. Nuestro padre se ha ocupado siempre de su hermana soltera y de su madre, que vivían juntas. Él le dio trabajo a su hermana en su despacho y les pasaba algo de dinero cada mes. Pero esto de trabajar en cabarets no me lo hubiera imaginado en la vida. Realmente ni siquiera me había planteado cómo había sido la vida de esas antepasadas en su juventud porque tenía poco trato con esa abuela.
En aquel preciso momento aquella historia singular comenzó a interesarme un poco más. Al fin y al cabo, parecía no haber rastro de hombres en ella, y en cualquier caso, el único descendiente masculino de la familia de Carmen se atrincheraba en el más absoluto silencio cada vez que sus hijos le preguntaban sobre el pasado.
—Veamos —le dije—, tu padre es hijo de un hombre del que nunca habéis oído hablar. Por lo que veo, desconocéis su identidad por completo.
—Exacto —dijo ella—, y además te quiero contar un detalle que creo que es importante. Mis hermanos le preguntaron a papá cómo se llamaba su madre, y resulta que tanto mi padre como mi abuela comparten los mismos apellidos. Quiero decir, que mi padre se llama Salvador Palacios Río y mi abuela Adela Palacios Río.
—Bueno, no me extraña —le dije—, de ahí se deduce que tu padre no fue reconocido legalmente por el hombre que lo concibió. Por eso tienen los mismos apellidos.
Mientras que a mí la cuestión de los apellidos me pareció interesante, Carmen, por su manera de gesticular, parecía estar algo nerviosa y enfadada, y prescindía de la posible relevancia de aquel hecho. Quise tranquilizarla diciéndole:
—Bueno, Carmen, ahora sí creo que comienzas a contarme algo que puede tener interés para analizarlo desde la identidad.
—¿Tú crees? —me preguntó.
—Yo creo que sí —afirmé, convencida— pero tengo que saber más cosas. ¿No te parece que, tal vez, tu padre sufre por el hecho de que sus propios apellidos denuncien esa ausencia paterna en su vida? Veamos, el otro día contaste que tu madre era de una familia aristocrática ¿verdad?
—Sí, sí.
—Bien y, ¿cómo se conocieron tus padres?
—Según me han contado, al acabar la guerra Franco obligó a todas las chicas jóvenes a hacer el servicio social.
—Ya, y ¿sabes en qué sitio hizo tu madre el servicio social?
—Sí, sí, creo que se llamaba Jefatura Provincial del Movimiento o algo así. Por aquel entonces mi padre era el jefe, y es así como llegaron a conocerse.
—Entonces, tu padre ¿se dedicaba a la política?
—Sí, desde luego, esa ha sido su pasión toda la vida.
—De acuerdo —retomé el hilo—, ella hacía el servicio social, se conocieron y… ¿se casaron?
—Exacto.
—Y ¿qué dijo la familia de tu madre? Al parecer ambos provenían de entornos muy distintos.
—Pues no tengo la menor idea. Nunca me lo he preguntado. Según dice mi madre ella no sabía nada de mi abuela ni de los cabarets. Lo que ahora cuenta mi padre lo está oyendo por primera vez. O eso dice.
—Ya.
—Pero claro, no me lo creo —me dijo, muy convencida.
—Diría que haces bien en no creértelo. De todas formas, supongo que no es fácil ocultar algo así.
—Imagino que no. Lo único que puedo decirte es que mi padre es inteligente y muy agradable con todo el mundo.
—¿Y qué hay de tus abuelos maternos? ¿Qué opinión les merecía el origen familiar de tu padre?
—Sé pocas cosas de mi abuelo materno porque murió el mismo año en que yo nací. Durante la guerra toda la familia pasó un hambre atroz y, por si fuera poco, al abuelo le robaron casi todo lo que había heredado.
—Si lo he entendido bien —le dije entonces, cautelosamente—, tu madre conoce a tu padre nada más acabar la guerra y esto sucede justo cuando tu abuelo materno estaba con una situación económica complicada.
—En efecto, así es —me contestó, sin entender todavía lo que me parecía muy evidente.
—Y también dices que tu padre tenía un cargo importante en la Falange.
—Sí.
—Lo siento —le dije—, te hago estas preguntas para entender cómo fue posible que en aquella época dos personas de origen social tan distinto se conocieran y se casaran sin el menor problema.
—Ya, te comprendo. No lo había pensado nunca pero es cierto, no es muy normal.
Sentía un cierto malestar por estar entrometiéndome en aquellas vidas. El matrimonio de los padres de Carmen parecía haber sido el resultado de una coyuntura política y económica singular.
Ante esa situación el asunto de los cabarets revestía más bien poca importancia, al menos para la madre. ¿Y quién era yo para desnudar esa realidad familiar ante la persona que tenía delante?
—Disculpa, Carmen —le dije—, y ahora ¿qué quieres que hagamos con estos datos?
Por un momento pareció detenerse como una estatua. Repetí la pregunta con más suavidad; quise darle a entender que de todo aquello podíamos extraer algunas conclusiones interesantes.
Al cabo de un momento excesivamente largo respondió:
—Estoy aquí, ya te lo dije el primer día, para pedir tu ayuda como máxima experta en la construcción de la identidad.
—De acuerdo, de acuerdo —concedí—, pero ¿qué esperas, Carmen? ¿Que te diga que no pasa nada por haber tenido una abuela cupletista? Pues la verdad, no pasa nada. Aunque estés descubriendo ahora tu historia familiar no te perjudica en modo alguno. Tal y como te dice tu padre, no debes preocuparte. Creo que lo mejor es que te limites a comprender la situación de cada una de las personas implicadas y ya está. ¡Tú sigues siendo la misma! —exclamé.
—Sí, claro, es fácil decirlo cuando se trata de otra persona, pero para mí no es fácil aceptar esto. Los silencios de mi padre, la profesión de mi abuela, que mamá aceptara unirse a semejante familia… Es algo que me supera y me desconcierta. Hay un vacío en mi historia que necesito comprender, ¿lo entiendes?
—De acuerdo, ¿qué es lo que quieres comprender exactamente?
—Pues no sé… hay una frase que mi padre ha repetido toda la vida y que nunca he entendido.
—¿A qué frase te refieres?
—«Mi familia empieza en mí». Esto es lo que siempre ha dicho mi padre, y yo nunca lo he entendido.
Mientras que para Carmen aquella frase era un enigma, para mí resultó ser magnífica y espléndida, la más ilustrativa que he oído jamás sobre la forma en que se funda la identidad familiar en nuestros pueblos. ¡Fabuloso, lo que acababa de decir!
No quise mencionarle nada sobre lo que estaba pensando pero accedí, gratamente, a vernos al cabo de dos semanas. Quedamos ese lunes a la misma hora. Al despedirnos le insistí:
—¿Realmente quieres analizar lo que tu padre quiere decir con esa frase y el pasado de tu familia?
—Sí, sí, sin duda, lo necesito.
—De acuerdo —le respondí—, si es así seguiremos hablando.