Del lunes 3 de abril al viernes 28 de abril del año 2006
La última semana de abril conocí a Ana Correa gracias Marcelo, el cámara con el que había trabajado en el documental Ando Pensando. Ella había venido a vivir a España, desde Argentina, hacía quince años; trabajaba en una casa de acogida a mujeres maltratadas y nada más conocernos se ofreció a ayudarme en lo que pudiera. Se expresaba con tanta precisión en todo lo que contaba que resultaba muy grato hablar con ella. La cité en el bar de un hotel, junto a la catedral, porque sabía que era un lugar muy apacible y ella aceptó que grabara la conversación. Después de hablar durante más de tres horas sobre el tema del maltrato le dije que necesitaba hablar con hombres qué maltrataban a su pareja. Respondió que el único que verdaderamente conocía era a su vecino.
—¡Ah, a tu vecino! ¡Estupendo! —exclamé.
—Ya —dijo—, él maltrata a su pareja pero alimenta a mi barrio con cosas bonitas.
—Vaya, ¿y no es eso una contradicción? —pregunté, algo extrañada.
—Sí, sí, es increíble. Te cuento primero qué relación tiene él con el barrio y luego hablamos de su relación con la pareja.
—Ah, bien, claro, cuéntame.
—Pues mira, lo que hace es inaudito. El tipo se pasea por la ciudad con una furgoneta que se cae a trozos, la estaciona detrás de las camionetas de los grandes almacenes y se dedica a llenarla con todo lo que pilla: televisores, relojes, plumas… hasta peluches, si toca. Luego se dedica a revenderlo a la gente del barrio por una miseria; vamos, que prácticamente termina regalando casi todo el botín.
—¿Qué me dices?
—Y sin ningún tipo de ayuda, que conste. El tío llega al barrio dándole al claxon como un loco. Y en cuanto la gente oye el escándalo que monta en la calle todo el mundo acude para ver qué lleva. ¡Y no creas, a veces ha traído cosas la mar de singulares, no te las puedes ni imaginar! Pero en realidad muchas veces son trastos inútiles.
—Caramba —comenté.
—Sí, sí, es increíble y lo vende todo a un precio fabuloso, a precio de robo, claro.
Las dos sonreímos con ganas y la instigué para que me contara más detalles.
—Pues nada, que los vecinos sienten una gran simpatía por él.
—No me extraña, lo comprendo —le dije.
—Lo peor de todo es que… —continuó Ana con cierta inquietud— es que ese es mi vecino, el que tengo puerta con puerta.
—¡Qué coincidencia! —dije.
—Y como es normal me entero de todo lo que pasa en su casa. Cuando él y ella discuten lo oigo todo, absolutamente todo. Bueno, hasta el puntó de que ahora ya no espero a oír los ruidos y los sollozos de la hija por culpa de los gritos y los golpes que él le da a ella. Ahora, cuando oigo que comienzan a pelearse llamo a la puerta, cojo a la niña y me la llevo conmigo, a mi casa. Cuido de la pequeña hasta que está recuperada. Espero a que dejen de pelear y entonces lo llamo a él y pasa a recogerla.
—¡Vaya historia! Y… ¿realmente le pega? —quería saber si estaba consintiendo malos tratos sin darse cuenta.
—No, no, es que ella toma drogas ¿sabes? Las drogas son las que provocan que entre los dos rompan todas las cosas de la casa estrellándolas contra el suelo, que él le pegue y que armen un jaleo tremendo. ¡Ah! Y luego él siempre me da las gracias —bueno a mí y a mi marido—, se disculpa e intenta pagarnos con esas gangas robadas. Pero yo no las acepto, siempre le digo que tiene que aprender a vivir de otra manera. Que yo lo ayudaré a encontrar trabajo, pero es inútil.
—Qué rabia —afirmé, sorprendida con aquella historia.
—Pero mira, últimamente ya le he dicho que no tiene disculpa, que no debe maltratar a su pareja y que si sigue así lo voy a denunciar a la policía por maltrato. Y no creas, cada vez que le digo esto el tío parece que se asusta.
—No me extraña —afirmé.
—¡Lo amenazo para ver si sirve de algo y cambian esa maldita relación que tienen!
—Haces bien, por supuesto; por cierto, a mí me vendría muy bien conocerlo —tenía tales ganas de contactar con algún hombre que maltratara a la pareja que en aquel momento me daba lo mismo fuera cual fuera la situación en la que este se encontrara.
—Ya —respondió ella, bajando la cabeza—, pero no creo que él quiera. De ella ni te hablo porque la pobrecita está hecha un guiñapo con tantas drogas. El problema viene porque ella se funde todo el dinero que el otro obtiene de la venta ambulante y él se pone como una furia. Lo esconda donde lo esconda, ella siempre lo huele y en dos segundos ya la tienes en la calle con la droga en la mano y los bolsillos bien vacíos. No me extraña que él se suba por las paredes… a veces no tienen ni para comer. Entiéndeme, a mí me parece horrible que su marido le atice; pero vamos, ¡es que la situación tiene tela!
—Entiendo, es compleja —le dije.
—Ni que lo digas. Pero bueno, aun a pesar de todo intentaré hablar con él para convencerlo de que hable contigo.
Se quedó callada por un momento y añadió:
—Aunque bien pensado, no creo que quiera, lo siento.
—Ya, bueno, tú inténtalo —le respondí—, pero no te preocupes. Me parece un personaje asombroso y sería interesante.
Antes de que me contara la historia de su vecino había mantenido con Ana una conversación en la que ella demostró estar bien informada sobre el maltrato. De hecho, ella trabajaba en una casa de acogida a mujeres maltratadas y había reflexionado y vivido el conflicto en primera línea de fuego. Fue la primera persona que dijo que le parecía interesante el tema de la investigación.
—Lo que te puedo asegurar —dijo— es que la mayoría de mujeres que tenemos en la casa, en cuanto pueden cogen el teléfono y llaman a la pareja, la que les ha maltratado. Es absurdo, pero es así —afirmó.
—¿Qué triste, no? —le respondí.
—Mira, ellas reciben una asignación mensual, para disponer de algo de dinero para sus gastos. ¿Pues sabes qué hacen? Casi todas se lo gastan llamando a sus parejas.
—Seguramente padecen una dependencia enfermiza y creen quererlos ¿no te parece? —solté, con la intención de que expresara lo que realmente opinaba sobre esa situación.
—Sí, por supuesto, pero ¡es un querer que casi las mata!
—Desde luego, es un querer pernicioso.
—Sí, y ellas ¡enganchadísimas!
Ana siguió contándome su trabajo diario en la casa de acogida y la vida que llevaban las mujeres maltratadas que residían allí. No pudo decirme dónde estaba su lugar de trabajo, lo tenía prohibido como el resto de empleados. En cuanto a las propias mujeres, ellas tampoco pueden facilitar datos sobre su paradero ni a sus familiares ni a sus amigos. Es una medida de protección para mantenerlas incomunicadas, protegidas y lejos de sus maltratadores. Pensé que aquellas mujeres, en aquellas casas, vivían encarceladas mientras ellos seguían fuera trabajando y haciendo su vida habitual.
Ana y yo nos despedimos.
Mientras caminaba hacia el despacho de la universidad analicé el relato sobre su vecino. Realmente esa historia contenía algunos de los ingredientes que pueden darse en una situación de maltrato: por un lado, un hombre que, de puertas a fuera, proyecta una imagen abierta y amigable, pero que en su casa apalea a la pareja delante de la hija. Por el otro, una mujer incapaz de hacer frente a su agresor y, por último, una comunidad convertida en cómplice más o menos involuntaria de esa violencia.
Quise imaginar que quizá aquel sería el primero de todos los casos que podría estudiar, por lo que resolví quedar con Ana una vez ella hubiera tratado de convencer a su vecino para que se entrevistara conmigo. Sin embargo, nunca recibí una respuesta suya. Cuando me decidí a llamarla, me dijo que lo sentía pero que era imposible, que él no quería y que ella ya no podía hacer nada por mí. Una vez más, me sentí sola, pero no permití que eso me desanimara. Al contrario, me convencí de que, a pesar de todo, tenía que seguir adelante con aquel objetivo.
El primer día que estuve en los Juzgados de la Mujer descubrí que los despachos de las juezas eran minúsculos. Además, estaban precedidos por una sala grande totalmente abierta, sin paredes. Allí trabajaban las secretarias y los secretarios, y también era el espacio donde permanecían a la espera del juicio las víctimas, las abogadas y los abogados, los policías y algo alejados los acusados. En fin, había ojos y oídos por todas partes, y eso me preocupaba. Si quería acercarme a algún hombre denunciado por maltrato para hablar tranquilamente con él iba a ser muy difícil hacerlo, puesto que me hubiera encontrado con el rechazo general. Era impensable lograrlo en ese contexto.
Definitivamente, las características de aquellos juzgados eran pésimas para mi propósito.
A pesar de todo acudí de nuevo otro día, y entonces sí que permitieron que presenciara los juicios. Aun así, no tardé en confirmar mi suposición de que sería imposible entablar una conversación debido a las estrictas medidas de seguridad que rodeaban a los denunciados. A lo sumo quizá hubiera podido hablar con alguna mujer maltratada aunque siempre bajo la atenta mirada e inspección de las personas que llenaban la sala.
Comprendí que estaba obligada a renunciar. Los juzgados eran nuevos, pero habían sido concebidos de tal manera que nadie podía zafarse del control general.
Vaya, imposible hacer nada de lo que me propongo —decidí—. Resultaba evidente que la pretensión de hablar allí con los maltratadores habría sido tomada como una verdadera ofensa.
Aquel día desistí de la posibilidad de llegar a entrevistarlos. En la práctica había agotado todas las estrategias que tenía pensadas para lograrlo.
Comenzaba a hacer un tiempo muy agradable pero no deseaba pasear, ni tampoco permanecer sentada charlando con amigos en algún bar, como suelo hacer todos los años cuando llega el verano.
Definitivamente tengo que abandonar el proyecto, determiné aquella noche. De acuerdo, abandónalo ya, me dije, ¡no puedes seguir gastando el dinero que han adjudicado a un proyecto que no se va a poder llevar a cabo!
Al tomar aquella decisión sentí mucha tristeza y mucha rabia. La impotencia me provocaba una gran desolación. Ahora más que nunca me parecía importante estudiar por qué algunos hombres actuaban como lo hacían, pero la realidad se imponía.
No dejaba de repetirme: ¿cómo es posible? No puede ser. ¡Es desesperante! Una y otra vez, me convencía a mí misma de que todo había terminado.
Empecé a pensar cómo y qué debía hacer para devolver al ministerio el dinero gastado. Cuando pedí el proyecto tuve que justificar la viabilidad del trabajo; había expuesto que contaba con varios contactos que facilitarían uno de los principales desafíos del proyecto, la tarea de contactar con hombres denunciados por maltratar a la pareja. Sin embargo, las garantías que ofrecían esos contactos pronto se desvanecieron, puesto que ninguno de ellos me había llevado a buen puerto hasta el momento.
Pero ¿cómo es posible?, repetía en voz alta. ¡Es que no lo entiendo! Se trata de un gran problema social y… ¿y nadie puede colaborar para que pueda analizarlo? ¡Es incomprensible!
Cuando me tranquilicé decidí que al día siguiente, por la mañana, llamaría a Vanesa y a Marc para informarles de lo que sucedía.
¡No podemos gastar ni un duro más del dinero asignado a este proyecto!, les diría.
Supuse que además, en efecto, la beca FPI quedaría anulada al igual que el proyecto.
Me fui a dormir hundida y dictándome: hasta aquí has llegado. Este es el fin de la utópica investigación que has querido realizar. Fin del trayecto. Me lo repetía para animarme a desistir.
Me metí en la cama agotada. Al día siguiente tenía que dar clases, recibir alumnos y asistir a una reunión en el departamento. Me dormí pensando en todas las gestiones que tenía que hacer para llevar a cabo correctamente aquella renuncia.