Marzo del año 2006
Durante las siguientes semanas y hasta finales de mayo tenía que seguir dando clases, así que no podía entregarme en exclusiva a encontrar a hombres culpables de maltratar a la pareja. Seguí intentándolo, entre otras razones, porque había dos becarios, Vanesa y Marc, cuyos trabajos dependían de que lo lograra. Por mi parte, cada día tenía más dudas de lograr aquel objetivo; ellos, en cambio, vivían muy tranquilos, al margen de mis fracasos.
Vanesa llegó a Barcelona en el mes de febrero. Gracias a Internet visitó varios pisos y se instaló en uno muy cerca del Arco del Triunfo, en una zona céntrica y bien comunicada de la ciudad. Era un apartamento en el que vivían dos chicos y una chica. Como ella fue la última en instalarse le tocó la habitación más pequeña y oscura.
Inmediatamente comenzó a trabajar para el proyecto y lo primero que hizo fue comprar los dos ordenadores que necesitábamos, uno para Marc y ella y el otro para mí.
Marc había sido el alumno agraciado con la beca para la formación de profesionales investigadores que el Ministerio de Ciencia e Innovación había adjudicado al proyecto. Son becas pensadas para estudiantes que han finalizado la carrera y comienzan a investigar realizando la tesis doctoral. La formación de estos futuros investigadores depende del grupo de investigación, y como directora comencé a guiar su trabajo.
Al ser becario Marc gozaba de una situación legal que Vanesa no tenía, puesto que ella era una simple colaboradora que cobraba por trabajo realizado. El departamento de la facultad dispone de un despacho para los becarios, y Marc instaló allí el ordenador, de modo que Vanesa jamás lo pudo utilizar. Esta fue la razón por la cual ella comenzó su trabajo de colaboradora utilizando papel y bolígrafo; cuando le ofrecí comprar un ordenador para su uso personal respondió que ya disponía de uno que le había dejado el dueño del piso donde vivía.
Vanesa recopiló la legislación que entonces existía sobre las relaciones de maltrato y la Ley Contra la Violencia de Género. Reunió los protocolos de actuación sobre el tema del maltrato de los Servicios Sociales y los que tenían establecidos la Policía Nacional dedicada a luchar contra la violencia de género. Compró la bibliografía que le pedí y confeccionó algunos resúmenes de aquellas obras. Resultó que Vanesa era bastante eficaz en su trabajo aunque algo inhábil, por aquel entonces, a la hora de sintetizar y organizar los datos que reunía. En algún momento incluso temí haberme equivocado seleccionándola.
Marc había sido un alumno brillante en los cursos de la universidad en los que le conocí. Era un joven inquieto que participaba en clase manifestando un espíritu muy crítico ante cualquier injusticia social. En más de una ocasión vino a mi despacho para pedirme cómo aplicar, en los trabajos que realizaba, la teoría y metodología que les transmitía en clase. Se trata de una teoría publicada en la que planteo cómo reflexionar sobre la construcción de la identidad de todos los pueblos del mundo.
Como estaba grueso y vestía de forma desaliñada, el día que llegó a mi despacho con aspecto reluciente y renovado le dije que lo veía muy contento y muy bien.
—Sí —respondió—, es que estoy muy bien, francamente bien. Estoy como nunca en mi vida.
—Vaya, me alegro —le contesté.
—¿Sabes una cosa? —añadió—. Acabo de conocer a una mujer y soy feliz. Bueno, ella tiene dos hijos muy pequeños de una pareja anterior y ya sé que eso no me conviene, pero estoy loco por ella, enamoradísimo y muy feliz.
Le felicité por la buena nueva y seguimos hablando sobre sus estudios.
Tiempo después optó por presentarse a la beca FPI que adjudicaron al proyecto dirigido por mí. Presentó un currículo muy interesante. Acababa de finalizar la carrera y había realizado trabajo de campo en Argentina sobre las personas exiliadas a raíz de la Guerra Civil en España y sobre sus descendientes. Además, había participado en excavaciones arqueológicas en Cáceres y la suerte le sonrió propiciando que fuera él quien encontrara una torso de bronce bañado en oro del siglo I d. C. Sobre aquel hallazgo había publicado los resultados, y sobre el trabajo en Argentina había preparado dos buenos artículos que tenía en prensa. Es decir, sin publicar pero aceptados por el comité de redacción de las revistas.
Marc obtuvo la beca y en poco tiempo decidió que lo que quería estudiar eran las relaciones de pareja que establecían las mujeres y los hombres procedentes de Colombia que se habían instalado a vivir en Barcelona. La idea era investigar las posibles relaciones de maltrato y de jerarquía y dominio entre aquellas personas, instruirse sobre si el nuevo asentamiento provocaba cambios en ellas. Fue precisamente por esta razón por la que Marc decidió irse a trabajar como antropólogo a Colombia. Su objetivo era seguir la pista sobre cómo se establecían las relaciones de pareja en las zonas de donde procedían las personas instaladas en Barcelona para luego constatar posibles cambios y distintas pautas de comporta miento a raíz del nuevo asentamiento. Aunque aquel planteamiento no me pareció brillante admití su propuesta con intención de que la fuera reformulando.
Para lograr su objetivo de ir a Colombia para hacer el trabajo de campo tuve que ponerme en contacto con profesores de la Universidad de Antioquia. Escribí varias cartas y, después de múltiples conversaciones y de concretar lo que Marc iba a hacer allí, los profesores Lucelly Villegas y Vladimir Montoya del Departamento de Antropología de esa universidad y del Instituto de Estudios Regionales le recibieron con los brazos abiertos y pusieron a su disposición todo lo necesario para que comenzara a investigar.
Nada más llegar a Colombia me llamó para decirme que todo había salido según lo previsto. Me quedé tranquila y convenimos que me iría escribiendo vía Internet para contarme los adelantos sobre su trabajo de campo.
Sin embargo, dos días después volvió a llamarme por teléfono.
—Te llamo —me dijo— porque acabo de recibir de España una llamada terrible que me ha dejado roto, no sé qué hacer.
Me asustó. No sabía si se refería a algún problema legal entre universidades, o en qué consistía aquel desastre.
—Marta me ha llamado por teléfono. Ya no tengo pareja. Me ha dejado plantado por otro, y yo aquí.
—Vaya, Marc, lo siento —le dije—. Pero, en fin, ¿qué quieres hacer?
—No sé, respondió.
Le pregunté cómo había sido la despedida con su pareja. Al parecer, ella no quería que él se fuera a Colombia. Comprendí que estuviera hundido, pero le dije que se había comprometido con la universidad y que creía que su deber era permanecer en Colombia.
—Sí, claro —respondió—, pero imagínate cómo me siento.
Hablamos durante un largo rato sobre su tristeza, y le animé para que comenzara rápidamente el trabajo de campo, afirmándole que aquello lo animaría.
—Te distanciarás de ti mismo —le dije— aunque no quieras. Te verás obligado a atender lo que le dicen tus informantes y te ayudarán a pasar este trago.
A los pocos días me escribió un correo muy largo en el que explicaba cómo iba su trabajo de campo y añadía, también, que ya casi ni se acordaba de su fracaso amoroso.
No sé cuánto han podido influir esas circunstancias personales en él, pero puedo afirmar que desde que vive en Colombia Marc ha modificado su manera de estar en el mundo. La última vez que estuve con él caminaba y hablaba muy suavemente, e incluso pensaba con un ritmo distinto. Ahora fuma una pipa colombiana y viste con ropas de un pueblo indígena del norte de Colombia. Me consta que detesta la vida que llevamos las gentes de una ciudad como Barcelona porque, según dice, es competitiva y salvaje.
Ahora bien, como directora de su tesis doctoral, y puesto que él fue el afortunado que obtuvo la beca FPI —gracias a la cual ha podido ir con una subvención a hacer trabajo de campo a Colombia—, estoy obligada a presionarlo para que la finalice, y con éxito, claro. Me da lo mismo si la hace con tensión o con suavidad en su cuerpo, pero debe terminarla.
Es cierto que Marc ahora me gusta más que antes, pero como antropólogo que debe doctorarse me inquieta, entre otras razones porque ha modificado su objeto de estudio. Han pasado varios meses desde ese cambio, y todavía no he oído una sola palabra sobre el nuevo rumbo de su investigación. Se limita a llamarme por teléfono y a decir que todo va muy bien y que pronto me enviará lo que está escribiendo.
Las dificultades que encontraba para hablar con los hombres comenzaban a abrumarme, aunque intentaba convencerme de que lo lograría. Lo cierto es que solo recibía noticias de distintos grupos feministas manifestando su condena por mi interés en aquella investigación.
Como seguía dando clases en la universidad supe gracias a mi alumna Pilar —que en aquel momento actuaba como ayudante de juez en los juzgados de Granollers— que una manera de lograrlo era acudiendo directamente a los Juzgados de la Mujer. Acto seguido llamé a una amiga, a Cinta Caminals, una abogada que además de ser criminalista se dedica también a temas matrimoniales. Le conté mi propósito, llamó por teléfono a una secretaria que trabajaba en los juzgados y convino una cita para el día siguiente, a la que acudí muy esperanzada. Era precisamente en aquellos juzgados donde se tramitaban delitos relativos a la violencia entre las parejas, además de asuntos civiles de divorcio o separación matrimonial. En aquel momento eran tres juezas las especializadas en este tipo de violencia y situaciones que trabajaban allí.
Me presenté ante la secretaria a la hora que habíamos acordado, y le expliqué los objetivos del proyecto y lo importante que era poder estar presente en los juicios.
—No creo que haya ningún problema. De todas formas, se lo preguntaré a la jueza, porque es ella la que tiene que autorizar tu presencia —dijo, levantándose para ir a hablar con ella.
Al cabo de unos instantes regresó.
—No he podido preguntarle nada. Esta mañana está muy ajetreada y nerviosa —dijo—. Pero no te preocupes, dentro de un rato intento hablar de nuevo con ella.
Permanecí sentada delante de aquella secretaria durante más de una hora. Hablamos sobre el maltrato y acabó llorando al explicarme —muy bajito y con gran secreto— que padecía maltrato de su actual marido. Luego me dediqué a memorizar todo lo que sucedía a mi alrededor: pude observar que llegaban tres personas con cámaras de televisión y que entraron en el despacho de la jueza, que todavía no había podido recibirme. Más tarde llegó un hombre esposado de la mano de un policía y ambos se metieron en ese mismo despacho y, posteriormente, se aproximó hacia donde yo estaba una mujer que lloraba y que decía que no quería entrar. Una señorita con uniforme que, supuse, era una bedela, la obligó con firmeza a entrar en el despacho.
Allí estuvieron todos juntos cerca de una hora. Cuando salieron, la jueza indicó a su secretaria que me hiciera pasar a su despacho.
Lo primero que hizo la jueza fue pedirme el carnet de identidad. A continuación, me dijo que le contara qué pretendía. Cuando apenas había dicho dos frases cortó en seco las explicaciones y me dijo:
—Como soy yo quien puede autorizarle o no a estar presente en los juicios, ya le digo que no puede ser, que no le autorizo, así que retírese.
Entonces llamó de nuevo a su secretaria y le dijo que me indicara el camino de la sala donde se hacían las instrucciones de los casos, una idea que no me entusiasmó lo más mínimo. Intuí que seguramente lo hizo para perderme de vista.
Al salir del despacho la secretaria me detuvo y se disculpó:
—Lo siento, no entiendo por qué la jueza no ha querido darte la autorización. Pero bueno, puedes intentar hablar con alguna otra, yo te ayudaré.
—Así lo haré —le dije—, pero tal vez otro día, hoy no.
Llegué a la sala de instrucción de la mano de una bedela que llamó a la puerta y se fue al momento, dejándome sola. Por un instante pensé en retirarme antes de que nadie abriera la puerta, pero como ya estaba allí y quería averiguar si quizá aquella era la manera que la jueza tenía de ayudarme, aguardé hasta que la abrieron.
Al entrar en la oficina nadie levantó la cabeza. Dije que estaba allí por indicación de la jueza, pero hicieron caso omiso a lo que decía; se limitaron a mirarse silenciosamente unos a otros y continuaron trabajando. Parecía evidente que todos desconocían a qué se debía mi presencia, nadie les había informado. Terminé contando en voz alta cuál era mi objetivo para que todos lo oyeran, pero ni por esas, todos mantuvieron la cabeza gacha. Me sentí ridícula: ¿qué tenía que decir para captar la atención de esas siete personas? Lo cierto es que ni siquiera desperté su interés al salir rápidamente de allí. Estaba claro que interrumpía su trabajo —¡un trabajo que podía haber sido muy útil para mí!— y que no tenían el menor interés en saber quién era, ni qué pretendía.
Salí de los Juzgados de la Mujer amedrentada y bastante abatida. Aquel día lucía un sol que alegraba la calle y a todos los transeúntes que la paseaban, a todos menos a mí. Nada más salir del edificio decidí que volvería otro día, muy pronto. Tenía que intentarlo de nuevo.