Del lunes 13 de febrero al lunes 28 de febrero del año 2006
Cuando Carmen Palacios Vidal entró en mi despacho por primera vez, pensé que venía a pedirme que la orientara sobre cómo plantear su trabajo del curso o que le diera información bibliográfica, como hacen otros alumnos con idéntico objetivo. Se sentó, sin decir nada, y permaneció silenciosa mientras yo seguía mirando el correo electrónico; como pasaron demasiados segundos sin que ella abriera la boca, le dije:
—Dime, ¿qué te trae por aquí?
—Quiero hablar con usted —lo dijo en voz baja pero mirándome firmemente a los ojos.
—Perfecto, ¿de qué quieres que hablemos?
—Vengo porque usted es experta en cómo analizar cualquier asunto desde la construcción de la identidad. Quiero decir, que nos enseña que cualquier práctica social incide sobre la identidad de los humanos. Cualquier actividad nos da significado, ¿no es así?
—Sí, claro, perfecto, así es.
—Bueno… pues resulta que lo que me inquieta es un asunto de identidad y quiero pedirle ayuda.
Dijo esta frase con prisa y cierto desasosiego, así que pensé que quizá estaba algo nerviosa. Intenté tranquilizarla cambiando el tono de voz y le pregunté:
—¿En qué necesitas ayuda? ¿Qué trabajo estás realizando?
—No, no. No es sobre mi trabajo de curso, ese es el problema, por eso me ha costado tanto entrar en su despacho. Es que quiero hablarle de un asunto personal.
—¡Ah, bien! Y ¿cuál es ese asunto personal?
—Disculpe pero ahora no se lo puedo contar. Necesito tiempo para hablar, no puedo contárselo así, deprisa y corriendo. Necesito mucho tiempo.
Vaya —pensé—, tantos remilgos y ahora no puede hablar. En fin, estos alumnos son así, exigentes. La observé, preguntándome qué querría y solo entendí que estaba inquieta y que, imperiosamente, quería una cita para otro día. Así que saqué la agenda y le propuse vernos al lunes siguiente. Tenía la tarde libre para trabajar pero se la dedicaría.
—Conforme. Aquí estaré a las cuatro en punto —dijo Carmen—. Disculpe que la moleste, pero no sabía a quién acudir. En este momento pasan cosas en mi vida que quiero aclarar, y yo sola no puedo; lo he intentado, pero no puedo, no sé qué pensar.
Apunté la cita en la agenda y cuando se fue medité sobre si se trataba, o no, de una alumna excesivamente conflictiva. Concluí que no, aun sin razón objetiva, y decidí que intentaría hacer por ella lo que pudiera. En cualquier caso —pensé—, está pidiendo apoyo sobre un campo de investigación que conozco y quizá pueda ayudarla. A lo mejor —discurrí con cierta sorna— incluso provoca que abra una línea de investigación que no tenía premeditada. Y con eso me olvidé del asunto.
La mayor dificultad para realizar el trabajo de campo al que me había comprometido consistía en tener acceso a hombres que hubieran maltratado a sus parejas.
Había proyectado varios caminos para conseguirlo, uno era acceder a ellos a través de las comisarías de policía. En algunas había mujeres policías (hoy también hay hombres) que atendían las denuncias. Una alumna tenía una amiga policía que trabajaba acogiendo a maltratadas y prometió ponerme en contacto con ella. Cuando me concedieron el proyecto la llamé por teléfono varias veces pero se hizo la remolona, así que no logré la ayuda prometida.
Llamé a la directora del Instituto de la Mujer en Barcelona. Hacía pocos días habíamos coincidido en un programa de televisión sobre cómo había cambiado, en los últimos decenios, la vida de las mujeres en nuestro país. La llamé, le recordé quién era y le pedí su colaboración para realizar aquel proyecto. A esa primera llamada respondió que estaba muy ocupada. La segunda vez que hablamos me dijo que el colectivo del Instituto no se ocupaba de los hombres sino de las mujeres, y que no contara con su ayuda. Insistí diciéndole que sería suficiente con facilitarme el contacto con las maltratadas que acudían a su centro.
—No te preocupes, tan solo hablaré con ellas y quizá así podré acceder a sus parejas —aclaré.
Se negó rotundamente y dejó claro que sentía un profundo desprecio por una persona como yo que se interesaba por los hombres que maltratan a las mujeres.
—Nosotras nos ocupamos solo de las víctimas, de ellas. Ellos son seres que no merecen más que la cárcel y el desprecio. No comprendo por qué te interesan —afirmó.
Días después, gracias a Gabriel Cardona, compañero de la universidad, pude contactar con el jefe superior de los Mossos d’Esquadra, la policía de Cataluña.
Cardona había sido militar, y tras el golpe de Estado del 23 F se retiró de las fuerzas armadas para dedicarse a la enseñanza de Historia en la Universidad de Barcelona. Su historial militar le permitía tener acceso fácil al cuerpo de la policía; además, él y yo habíamos trabajado juntos para preparar unos cursos de verano en la Universidad de Huelva.
Le hablé del proyecto y de las dificultades que estaba teniendo. Le pedí que mediara una buena entrada con sus amigos policías y me dijo que sí, que hablaría con el Jefe Superior y que ya me diría algo. Lo llamé varias veces hasta que por fin me dio el nombre y el teléfono que necesitaba.
Concerté una entrevista con el señor Jordi Samsó Huerta, entonces jefe superior de los Mossos d’Esquadra. Acudí a la reunión, le expliqué mis objetivos y pareció entusiasmarse con la investigación. Contó alguno de los problemas que tenían:
—Estamos desbordados y no podemos hacer más de lo que hacemos. En este momento tenemos ocho mil órdenes de protección a mujeres, y como es evidente lo que sucede es que no podemos atender a ninguna. Nuestra labor es perseguir al maltratador.
Una vez terminada la conversación, quedamos en que él meditaría cuál era la mejor fórmula para actuar y que nos reuniríamos a la semana siguiente.
Pero no fue a la semana siguiente, sino al cabo de tres. Cuando llamaba para concertar hora para la entrevista la secretaria era muy amable y también muy escurridiza. Llegó, por fin, el día de la cita y aun antes de empezar él manifestó tener mucha prisa. Nos sentamos en un rincón de aquel despacho grande y luminoso. Él, que era alto y extremadamente ágil en sus gestos y manera de caminar, se comportaba de modo especialmente cortés. Durante toda la entrevista permaneció sentado en la punta del sofá, y no dejó de dar señales de la prisa que tenía por finalizarla:
—Lo mejor es que establezcamos un protocolo de actuación entre la Universidad de Barcelona y nosotros, los Mossos d’Esquadra —dijo, concisamente—. Lo que tienes que hacer es preparar ese protocolo de actuación y seguimos hablando. De todos modos, quiero que sepas que tenemos muchas dificultades con este tema.
—Ya, me lo imagino —respondí.
—Por ejemplo —dijo—, como tenemos tantas denuncias de maltratadas y no sabemos qué hacer para protegerlas, este año preparamos unas cuartillas explicativas y las pusimos en las comisarías encima de una mesa. En ellas se exponían los comportamientos previos que caracterizan a los hombres que maltratan a sus parejas. Intentábamos colaborar presentando los síntomas que podían alertar a las mujeres de posibles malos tratos, ¿de acuerdo? ¡Pues no sabes el lío que se montó! El colegio de abogados se enfadó, alegando que nosotros no recibimos a hombres que maltratan sino a presuntos maltratadores, por lo que tuvimos que retirar esa información.
—Vaya —le dije—, realmente todo es muy difícil. Los abogados tenían razón, claro, pero en fin…
—Así que veo complicado hacer lo que me propones —añadió—, pero bueno, no te preocupes; prepara ese protocolo y ya hablamos. Veremos si con nuestros abogados lo podemos arreglar.
Siguiendo sus indicaciones, preparé cuidadosamente el borrador de un texto consultando a un amigo abogado. Cuando por fin logré hablar con el señor Samsó por teléfono —su secretaria se había negado a darme una cita— fue expeditivo:
—Es imposible que hagamos nada, lo siento. No puedo hacer nada por ti, busca otra manera de conseguirlo.
Aquella negativa no fue una sorpresa, pero me dejó muy preocupada. Entre tanto había ido a visitar a dos médicos que se ocupaban de pacientes que habían maltratado a sus parejas. Ambos, con promesas muy poco entusiastas y alegando numerosas objeciones, dejaron claro que no creían oportuna mi presencia ante sus pacientes.
Sí es cierto que logré acudir al Pabellón Clínica Montserrat del hospital de Sant Joan de Déu en San Boi de Llobregat gracias a la psiquiatra Cristina Pou. Es una clínica en la que entrevisté a dos hombres que habían maltratado, uno de ellos a su pareja y el otro a su madre, a quien había apuñalado. Durante la entrevista la doctora estuvo presente y el único que me interesaba, el que maltrataba psicológicamente a la pareja, me quiso hacer creer —de espaldas a la doctora y haciendo gestos— que se hacía el loco para no ir a la cárcel.
Aquella visita me convenció de que no quería volver a entrevistar a los declarados como enfermos mentales. Quería entrevistar a hombres denunciados y sentenciados por malos tratos.
Aunque este fue el primer contacto con maltratadores lo consideré un intento fallido.
Cuando llegó el día de la cita con Carmen me sentía incómoda por los continuos fracasos en mis intentos por acercarme a hombres que maltratan. No sabía qué iba a hacer para conseguir aquel objetivo y tenía que dar con nuevas estrategias.
Me senté en la mesa del despacho de la universidad y a los dos minutos alguien llamó a la puerta. Carmen llegó con expresión serena y creo que contenta por aquel encuentro. Era una persona de aspecto saludable que desprendía energía. Seguramente rondaba los cincuenta y cinco años, aunque aparentaba tener menos. Como ocurrió en nuestra primera cita tuve la sensación de que atendía lo que le decía pero que, sobre todo, lo que ella quería era descargar su inquietud en aquel despacho.
Como no tenía ganas de alargar la entrevista sino de finalizarla lo más rápidamente posible, le dije:
—Cuéntame cuál es tu preocupación y dime en qué puedo ayudarte exactamente.
—Somos cuatro hermanos —dijo sin el menor preámbulo—. Dos chicos y dos chicas, y yo soy la menor.
—Estupendo —le respondí.
—Este dato es importante por lo que te voy a contar sobre lo que pasó las Navidades de hace dos años.
—Ah, de acuerdo.
—Lo que sucede es que nunca he sabido nada sobre la vida de mi abuelo paterno.
—¿Y bien? —pregunté, todavía sin saber de qué iba el asunto.
—Mira, mi madre tiene muy poca familia…
—De acuerdo, de momento estamos hablando de una familia con pocos miembros —se lo dije por sintetizar y porque tenía la sensación de estar perdiendo el tiempo.
Ella continuó hablando de forma bastante enérgica.
—Esta familia, la de mi madre, pertenece a la aristocracia catalana por parte de mi abuelo, que ostentaba un título de marqués. Lo que pasa es que se quedó huérfano a los siete años; heredó muchas tierras y casas pero sus albaceas, que eran familiares, se las robaron casi todas. Perdona —añadió—, te cuento esto para situarte en el cuadro de mi familia.
La verdad es que empezaba a interesarme lo que contaba, especialmente por el afán que ponía en todo lo que decía y también porque no percibía ningún problema de identidad aparente, lo que me intrigaba. Al mismo tiempo estaba nerviosa, no podía olvidar que tenía pendiente encontrar a hombres maltratadores, una tarea que hasta el momento no había resultado demasiado fructífera.
—Comprendo, no te preocupes —la tranquilicé.
—Además, hoy tenemos mucho tiempo, ¿no? —preguntó.
—Pues sí, por supuesto, adelante y no te inquietes.
—Desde que éramos niños mis hermanos y yo le hemos pedido a nuestro padre muchísimas veces que nos contara cosas de nuestro abuelo: cómo se llamaba, qué profesión tenía, en fin, lo normal de unos nietos que no lo han conocido, ni siquiera por foto, ya que no existe ninguna de él.
Me miró, como si quisiera observar si la atendía y continuó diciendo:
—Mira, lo más extraño de todo ha sido que las respuestas que mi padre nos ha dado a lo largo de la vida han ido variando. Quiero decir, que unas veces ese abuelo se llama de una manera y otras tiene otro nombre. ¡Y no solo eso! —dijo con mucho vigor— ¡sino que también cambiaba la profesión de mi abuelo según el año! Así que todos hemos sabido siempre que nada sabemos sobre el abuelo.
Entonces se quedó quieta, como pensando, y añadió:
—A veces he intentado que mi madre me contara algo sobre este asunto pero su respuesta siempre ha sido la misma: pregúntaselo a tu padre porque yo, de esto, no sé nada.
—Lo que queda claro, hasta aquí —le dije—, es que lo desconoces todo sobre tu abuelo paterno.
—En efecto, sí. No sé nada de nada. Pero ahora viene algo interesante, lo que pasó las Navidades de hace dos años. Resulta que mis hermanos, los chicos, le pidieron a papá que nos contara todo sobre el abuelo. El día de Navidad, al poco de comer, mi hermano, el segundo, se puso de pie y con voz fuerte dijo: ¡Papá, no volveré nunca más a esta casa si no nos dices quién era tu padre, el abuelo! ¡Tengo derecho a saber la verdad!
Me sorprendió la furia de mi hermano y que dijera eso, y sobre todo ¡de aquella manera! No entendí por qué tanta tensión, pero en fin, así fue. Como era el día de Navidad estaba presente la única hermana de mi padre, que es soltera y siempre ha estado absolutamente dominada por él.
—¿Qué quieres decir? —le pregunté a Carmen.
—Bueno no, nada, no es importante que la dominara pero es así… Mira, la cuestión es lo que él le respondió a mi hermano: Hijo mío, no puedo decirte nada. No hay nada que contar. Ya lo sabes todo. No tienes que preocuparte por nada.
—¿Y cómo reaccionaron tus hermanos ante su negativa?
—En aquel momento se enfurecieron muchísimo, y mi hermana y yo, calladas. Yo empecé a sentir pena por él. Ponía una cara como… como si estuviera asustado, ¿sabes? Los chicos levantaban la voz cada vez más y más. Empezaron a hacerle preguntas una detrás de otra, y él no contestaba a ninguna. Mientras tanto, mi tía lo cogía por el brazo y le decía: no te preocupes, tú no te preocupes, no sufras y no digas nada, no tienes por qué decir nada.
—Qué perturbador… —le dije.
—¡Imagínate! —exclamó—. Mis hermanos todavía más furiosos. Llegó un momento en el que él les dijo que si no les había contado nada era para protegernos. Que su silencio no se debía a nada malo y que todo lo que había hecho en su vida era por nuestro bien.
—Diría que es lo habitual, la mayoría de los padres actúan pensando en lo que es mejor para sus hijos. Otra cosa es que los hijos no lo vean así, ¿no crees?
—Sí… supongo. Total, que en ese momento mis hermanos hicieron gestos como para irse de la casa y dijeron, a voz en grito, que no volverían jamás. Que aquello era una injusticia y que necesitaban saber quién era su abuelo.
—Bueno, aquello seguro que era una impostura. Vamos, quiero decir, que no creo que fuera verdad, lo de irse de casa.
—Pues lo cierto es que justo después de eso, mi padre comenzó a lloriquear, pero muy bajito. Pero la verdad, parecía que aquella muestra de debilidad provocaba aún más la agresividad de mis hermanos. En aquel momento nos preguntaron a mi hermana y a mí si queríamos saber la verdad o no.
—¿Y tú querías, Carmen?
—Pues claro que quería, pero no de aquella manera tan agresiva. Yo me sentí acosada.
—Acosada es una palabra muy dura. ¿Por qué te sentiste así?
—Porque se pusieron a chillar exigiéndonos una respuesta, y la situación era tan tensa que con un gesto y sin apenas mirarnos afirmamos con la cabeza. Finalmente mi padre dijo algo que silenció a mis hermanos.
—¡Vaya, al final habló! —exclamé, deseosa de saber más.
—Sí, pero solo para decirnos que aquel día no se sentía preparado para contarnos nada. Entonces nos pidió que esperáramos al día siguiente, que nos iba a explicar uno a uno lo que sabía de nuestro abuelo.
—Bueno, ¿y entonces? —le pregunté.
—¡Ya puedes imaginarte cómo acabó aquel día de Navidad! Cuando dijo eso se levantó y se fue a su habitación. Mi madre, que dicho sea de paso, no había dicho nada en todo aquel lío, nos miró con rabia.
—Le daba pena tu padre, seguramente.
—Ya, pero a la vez, me pareció que tenía miedo, como si temiera que mis hermanos realmente se fueran de casa para no volver.
En ese momento me pareció que Carmen había finalizado su relato. Sobre todo porque respiró hondo y se quedó en silencio. Aparentaba estar agotada pero, a la vez, la notaba inquieta.
Le dije que seguiríamos otro día. Decidí pensar en todas las cosas que me había relatado, aunque necesitaba que me contara más para poder ayudarla. Ella, con cierta timidez, me confesó que estaba muy contenta de tener a alguien con quien poder hablar sobre ese tema.
Cuando se despidió recogí mis cosas. Se había acabado la hora de visita a los alumnos y ninguno esperaba. Estaba cansada. Aquella alumna acababa de inmiscuirme en un asunto familiar muy ajeno a mis intereses y, sin embargo, consentí concretar una nueva cita. Creo que acepté porque los silencios de aquel padre sobre sus orígenes paternos generaban en Carmen y en sus hermanos una ansiedad que probablemente tenía que ver con un conflicto de identidad, tema que siempre me ha cautivado. Es evidente que la familia, tanto la de Carmen como cualquier otra, tiene siempre un papel importante en la construcción de la identidad de los hijos.
En este caso, quedaba claro que los silencios del padre turbaban a los hijos por razones que ellos no eran capaces de verbalizar. Con los datos que ya tenía sobre la historia de Carmen, empecé a pensar que podría dar sentido a esos silencios y descifrar en qué consistía aquel enigma y tensión familiar, aun sin saber del todo cómo iba a hacerlo.
Todavía había algo de luz en el exterior, y fui a caminar por los alrededores de la universidad. Salí del edificio pero no supe a dónde dirigirme. Necesitaba reflexionar sobre cómo podía contactar con los denunciados por maltratar a su pareja y no lograba concentrarme, así que deambulé durante un rato por los alrededores. Había grandes espacios de terreno que habían sido inutilizados tras construir los edificios que componían el recinto universitario. La tierra estaba seca y revuelta, en un estado de abandono absoluto; era un entorno desolador. Me crucé con un compañero del trabajo e intercambiamos algunas frases sobre la última reunión del departamento. Horas después, ya en casa, permanecí encerrada en el estudio, calibrando nuevas estrategias.