Martes, 15 de diciembre del año 2005
Cuatro años después de acudir al Senado, en 2005, hice una propuesta de investigación al Ministerio de Ciencia e Innovación sobre una idea que me surgió un día como un relámpago. Lo curioso es que, al pensarla, ni asocié ni recordé que se trataba de la que había expuesto, involuntariamente, ante la comisión del Senado. El título del proyecto que presenté era muy largo: Diagnóstico del maltrato y asesinato de mujeres en manos de hombres pareja o expareja: análisis desde la construcción y recreación de la identidad masculina.
Si lograba el apoyo del ministerio pretendía dos cosas: la primera, aplicar en aquella investigación el «punto de mira» desarrollado a lo largo de años y con el que había escrito un libro recién publicado, La semejanza del mundo. La segunda, que solo dedicaría tiempo de mi vida a una nueva investigación si analizaba un asunto que creyera de utilidad para una mayoría del país.
Durante algo más de dos meses preparé el papeleo necesario para presentarlo al ministerio. Me convencía a mí misma de que el tema que proponía investigar era importante y que lo evaluarían personas con criterio, así que seguramente obtendría la ayuda. Otras veces me dejaba llevar por el pesimismo.
Un día encendí el ordenador de nuevo para revisar la página del ministerio y consultar si habían salido los resultados de la convocatoria y ¡ahí estaban colgados!
Habían pasado tantos meses de espera que me creía preparada para aceptar cualquier veredicto. Advertí que más de la mitad de los proyectos habían sido rechazados, me fui directamente a la lista de los aceptados y ¡allí estaba, en esa lista! ¡Era una noticia soberbia!
En ese mismo instante sentí sosiego. Se acabaron las dudas; el proyecto había sido aceptado pero, a la vez, un desmedido terror se apoderó de mí: iba a tener que conocer e intentar empatizar con personas declaradas legalmente indignas y culpables de delitos solo contra mujeres. Hice esfuerzos por no amedrentarme y ese mismo día llamé a Vanesa Carrión, mi colaboradora.
Zanjé la conversación telefónica con Vanesa después de estar hablando con ella cerca de una hora; estaba en Cádiz, y la llamé desde Barcelona. La situación económica de su familia seguía idéntica, los padres y los tres hijos vivían del subsidio social. Sin embargo su madre estaba algo mejor de salud, así que la encontré de buen humor.
La llamé para decirle que liara sus bártulos para viajar, ya que las cosas habían salido tal y como habíamos deseado. Había llegado el momento de trasladarse a vivir a Barcelona. Vanesa tenía veintiséis años, estaba licenciada en Antropología y la había nombrado colaboradora del equipo de investigación que dirigía, era mi mano derecha. Ahora íbamos a trabajar juntas en un importante proyecto, aunque en uno ciertamente amargo.
Hacía meses que le había comunicado el tema a investigar, y le dije que me gustaría que participara en él. Aceptó alegando que era un reto profesional peligroso pero importante para su carrera, y concretó:
—Entiendo que es necesario para nuestra sociedad, así que cuenta conmigo.
Y añadió:
—No diré a mi familia en qué estoy trabajando. Si se lo digo, a mi madre le dará un arrechucho y tendré que abandonar el trabajo para cuidarla, ¿te parece bien?
Contesté que de acuerdo. Ella conocía a los suyos y nosotras ya nos ocuparíamos de salir indemnes de la situación. Calibré inmediatamente qué sucedería si las cosas se torcían durante el trabajo de campo; Vanesa era joven, pero tenía la mayoría de edad y podía decidir por sí misma si aceptaba o no. En cualquier caso, determiné vigilar muy de cerca su integridad, además de la mía, durante el tiempo en que estuviéramos en peligro.
Nos convertimos en dos antropólogas inseparables mientras duró aquella investigación.
A Vanesa la había conocido en el año 2003, cuando ella asistía a la Universidad donde imparto clases para recibir los últimos cursos de sus estudios como antropóloga. Era una estudiante que entraba en el aula balanceándose con garbo, sostenida por un gran brío. Iba siempre vestida con ropas de colores llamativos, refajos superpuestos y flores incrustadas; a veces tenía un aire hippy, en otras ocasiones calzaba botas gruesas de vaquera y cálidos mantones de puntilla gruesa. Llevaba al descubierto los hombros, la barriga y a menudo las faldas que llevaba eran tan cortas que mostraban sus piernas casi al completo. Pero no era su estilo, lo que más llamaba la atención de ella. La razón de su notoria presencia radicaba en su fuerte energía, siempre positiva, y en su permanente ánimo por mantener en su entorno un tono alegre.
Además, cuando entraba en clase o cuando se movía, aun estando sentada, emitía un ruidito constante y muy especial. Al principio creí que aquel sonido lo provocaban los anillos que llenaban sus dedos y las pulseras de sus muñecas, pero no. Era un ruido casi imperceptible pero vivaz; a veces la observaba fijamente intentando indagar su origen, pero nada, no adivinaba de dónde procedía. Ahora bien, cuando exponía sus argumentos en clase siempre eran inteligentes y como hablaba con gracejo gaditano aportaba colorido al aula.
En varias ocasiones vino de visita a mi despacho y llegué a conocerla bastante bien. Fue allí, en mi despacho, donde me habló de su origen gitano y donde descubrí la procedencia de aquel sonido. Llevaba una fina trenza de cuero que había entrelazado en su pelo —que le colgaba por la espalda— y en la que había prendido un cascabel. Así que siempre que hacía un gesto, por imperceptible que fuera, este sonaba; aquel descubrimiento puso fin a todas mis conjeturas.
Ella fue una de los quince alumnos que el año siguiente participaron en un experimento: decidí comprobar si transmitían correctamente el marco teórico y el método de trabajo que impartía en las clases y que había ideado. Si así era, los alumnos estarían capacitados para observar y aproximarse a cualquier comportamiento social desde esa perspectiva. Propuse a los alumnos de mis cursos si querían, voluntariamente, reunirse conmigo un día a la semana en un aula, fuera del horario de clases, para entablar debates sobre temas de interés para todos. Advertí que dejaríamos constancia de la experiencia grabando cada uno de los debates.
Tuve la fortuna de que la pareja de una alumna, Marcelo, se interesó por la propuesta. Era un chico argentino que trabajaba como cámara de cine y en aquel momento casi no tenía trabajo, así que le propuse participar filmando las intervenciones de los alumnos. Él aceptó al igual que quince alumnos que se inscribieron para la experiencia, y entre ellos estaba Vanesa. Marcelo andaba la hora y media del encuentro con la cámara en mano, danzando entre los alumnos y grabando todo lo que decían. Nos acostumbramos a su presencia.
Trabajamos durante tres meses. Uno de los temas sobre los que propuse discutir fue el de las mujeres maltratadas por sus parejas y Vanesa mostró con sus argumentos que conocía el tema mejor que ningún otro alumno. Había adquirido experiencia en el trabajo social que había realizado en un centro de servicios sociales de asistencia primaria en Granada y en un centro de enfermos mentales de la misma ciudad.
El resultado de aquellas sesiones fue soberbio, sobre todo porque se crearon relaciones de complicidad intelectual muy fuertes entre todos; de ahí salió el documental titulado Ando pensando.
Un día lo presenté al público en el bar La Clementina del barrio gótico de Barcelona. En el fondo del bar, y tras una cortina negra, se escondía una salita. Sobre una de sus paredes colgaba un trapo blanco grande y encima de él pasaban películas, siempre de cine alternativo. Una amiga de Marcelo propuso el pase. Acudieron algunos de los alumnos protagonistas y otras personas, entre ellas Elisenda Ardévol, una antropóloga muy interesada por el cine etnográfico que siempre ha producido la antropología.
Al finalizar el pase del documental entablamos un coloquio entre los asistentes que dio lugar a un productivo intercambio de ideas. En aquel encuentro Vanesa confesó que el trabajo que habíamos realizado era lo mejor que le había sucedido en toda su carrera, y varios de sus compañeros corroboraron su afirmación. A continuación, ella planteó y defendió ante los asistentes, y con buenos argumentos, los distintos beneficios que se derivaban según ella de aquella obra. Me asombró su conocimiento sobre el enfoque que se defendía en aquel trabajo, y me admiró la entusiasta defensa que hizo del papel que había cumplido cada uno de sus compañeros en aquella experiencia.
Este conjunto de circunstancias la convirtieron, en mi opinión, en la perfecta candidata para colaborar en el proyecto sobre el maltrato.
Diagnosticar por qué algunos hombres maltratan o asesinan a sus parejas fue precisamente el tema que había improvisado en el Senado cuando informé sobre qué hacer para apoyar a las mujeres maltratadas. Finalizada la presentación de las ideas que llevaba preparadas para aquella comparecencia señalé que, a juzgar por las estadísticas, multitud de hombres maltrataban a sus parejas. Y de pronto, sin la menor cavilación, se me ocurrió exponer lo siguiente:
—De hecho —conté—, mi madre, al casarse, renunció a ser pintora porque a mi padre no le gustaba que ella ejerciera aquella actividad. Años más tarde mi padre le prohibió, también, acudir al ropero alegando que las compañeras le metían ideas extrañas en la cabeza. Se trata de un lugar donde muchas mujeres pasan horas confeccionando y cosiendo ropa para personas que lo necesitan y, además, bordan los atuendos de los oficiantes de la iglesia católica.
No tenía por qué contar aquello en el Senado pero lo relaté sin la menor premeditación. Creo que se trató de un acto de entrega desmesurada y seguramente estúpida a aquella comisión. Y continué diciendo:
—Mi padre adoró y respetó siempre a su pareja, pero quizá si su esposa hubiera desobedecido sus mandatos pintando y acudiendo al ropero cuando él se lo prohibió, incluso él hubiera podido llegar a maltratarla.
Fue en ese preciso momento cuando se me cayó al suelo el bolígrafo.
Aquella fue una conjetura intuida y por la que no sentí agrado; además, la hice delante de personas ajenas a mi vida. Hablé de mi padre como presumible maltratador cuando siempre fue respetuoso, afable y permanentemente cortés con su pareja. Sin embargo —pensé al salir de aquella reunión— se trata de contradicciones que ahí están.
Años mas tarde, con decisión pero sin la menor valentía, decidí investigarlas.