Prólogo

Martes, 22 de mayo del año 2001

Aunque aquella idea, años después, resultó ser un éxito, cuando la improvisé ante los miembros de la comisión mixta del Senado, opiné que había sido muy desacertada. Sin embargo, mantuve mi ardiente perorata aun al agacharme para recoger del suelo un bolígrafo que me había caído mientras hablaba. Los senadores rieron amistosamente cuando desaparecí de su vista para recuperarlo.

Había acudido a Madrid, desde Barcelona, para informar como profesional de la antropología sobre cuáles podían ser las mejores medidas a adoptar ante el maltrato a tantas mujeres por parte de la pareja hombre. Demandaron mis servicios porque a una señoría le habían dicho que era experta en el tema y había pedido mi colaboración.

Al finalizar la sesión, la presidenta, una mujer que sorprendía por su eficacia organizando y dirigiendo la participación de los asistentes, agradeció la comparecencia y el beneficio de la intervención. Por mi parte, expuse las reflexiones que había preparado y algunas que improvisé. Abominé esa maldita costumbre que me caracteriza de tener ocurrencias insólitas al hablar en público y de lanzarlas sin haber reflexionado concienzudamente sobre ellas.

Me sentía cualquier cosa menos satisfecha.

Es capital para nuestra especie rememorar que todas nuestras prácticas sociales nos las hemos inventado: el freír un huevo, la manera de saludar o la de humillar a alguien.

Si algo soy capaz de analizar es la correlación que existe entre nuestras actividades sociales y la construcción y recreación de nuestra identidad. Porque es esencialmente con nuestras prácticas como autoconstruimos nuestro significado. A las mujeres y a los hombres, nada más nacer, nos transmiten directrices diferenciadas para incorporarnos a nuestro entorno, y esos son mandatos que fundamentan la identidad individual.

Por aquel entonces, cuando informé al Senado, entendía que tanto el maltrato de algunos hombres sobre sus parejas como la resignación de muchas mujeres a padecerlo en silencio, radicaban ahí, en la sociedad, en el modo en que enseñamos a los nuevos actores a adscribirse a la vida colectiva.

El primer trabajo de campo como antropóloga lo realicé en los años setenta del siglo XX y el tema de investigación sobre el que trabajé fue circunstancial. Como tenía una hija recién nacida y me impuse estudiar a protagonistas de la ciudad en la que vivía, Barcelona, investigué sobre los judíos que residían en España. Aquel fue el tema que me sugirió el director del Departamento de Antropología donde trabajaba.

Durante cerca de siete años me dediqué a entrometerme en la vida de aquellas amables y huidizas personas. Investigué su manera de vivir hasta la hartura. Centré el objetivo en averiguar cuándo una mujer alcanzaba la cualidad de judía y cómo y cuándo una mujer y un hombre adquirían, para su sociedad, la cualidad de buenos representantes de su pueblo.

Comencé la investigación acudiendo al recinto que tenían los judíos de Barcelona como lugar de encuentro, y al tercer día su secretario, algo molesto por mi insistente presencia, dijo:

—Pero, bueno, ¿tú qué quieres?

Respondí una vez más lo que le había dicho tantas otras veces y no quería oír:

—Soy antropóloga y quiero estudiar la vida que llevan los judíos en esta parte del mundo.

Reconozco que además de incauta fui torpe. No pensaba cejar en mi empeño, ya que aquella investigación era la que me iba a permitir doctorarme y adquirir estabilidad en el puesto de trabajo de la universidad. Su respuesta aquel día fue enérgica: —Pues bien, nada de nada. Aquí no tienes nada que hacer. Han venido periodistas a entrevistarnos, he recibido a investigadores de la historia del pueblo judío y he atendido a muchas personas interesadas en nosotros, pero nunca ha venido nadie que se dedique a… ¿cómo dices? ¿Antropóloga?

—Sí —respondí.

—¿Y a qué os dedicáis las gentes de la antropología?

Comenzamos, de nuevo, una conversación difícil y extraña hasta que afirmó:

—Yo ya sé lo que tú quieres.

—¿Ah, sí? ¿Y qué cree que quiero?

—Creo que tú piensas que eres de origen judío y vienes por aquí para que yo busque y arregle todo lo necesario para que se te reconozca como tal. Y te digo una cosa, es muy difícil lo que pretendes, casi imposible. He atendido a muchas personas como tú y no tienes idea del trabajo que te espera.

Entonces, tranquilamente, le pregunté:

—¿Cómo lograría usted averiguar si soy o no judía?, ¿qué debería hacer en el caso de que esas fueran mis intenciones?

Por primera vez me miró directamente a los ojos. Hizo una pausa; respiró hondamente y con cierto aire cansino, pero convencido de que mis palabras confirmaban sus sospechas, dijo, intentando ser amable:

—Veamos, ¿cuál es tu verdadero nombre? Sabía de sobra mi nombre ya que cada día tenía que enseñarle el carnet de identidad al guardia de la puerta, a su ayudante y a él mismo, y todos lo apuntaban en una libreta. Así que le repetí el nombre que ya conocía. Me miró con desconfianza y dijo:

—No te entiendo, ¿tú qué quieres en realidad? Aproveché la ocasión para lanzarme a hacerle preguntas importantes para mi propósito. Afirmé que no pretendía lo que él decía, pero que estaba muy interesada en conocer, por ejemplo, si él sabría distinguir a una mujer judía entrando por la puerta. ¿Qué debía hacer una mujer para ser reconocida como judía?

Aquel fue el inicio de largas conversaciones con él y con muchas otras personas judías acerca de las costumbres, leyes matrimoniales y de afiliación. También hablé con ellos sobre la conversión al judaísmo, el divorcio, las adopciones y otras muchas estrategias ideadas por su pueblo para su convivencia. Cabe decir que supe, desde el inicio del proyecto, que la comunidad que constituía el objeto de estudio se autodefinía como conservadora.

Como centré la investigación en el análisis de cómo las personas judías alcanzan la cualidad de buenos representantes de su pueblo, estudié las prácticas que tienen que ejercer para alcanzarla.

Cuando se presentaron públicamente los resultados de aquella investigación, el informante más importante durante el trabajo de campo, Carlos Benarroch, dijo:

—No sé cómo lo has hecho, no podemos entender cómo has logrado llegar a saber tantas cosas de nosotros.

Aquellas palabras no pretendían alabar mi eficacia. De lo que se asombraba y lo que se preguntaba era cómo había sido posible que él y los demás informantes hubieran sido tan descuidados. Toda su cautela y discreción habían sido pocas.

Lo que hice fue centrar el esfuerzo en analizar las contradicciones que obtenía con la información que me daban. Uní y crucé los datos de centenares de personas de aquel complejo entramado social teniendo en cuenta las diferencias de edad, sexo y lugar social de cada actor, y de este modo obtuve mucha información encubierta.

A los pocos días me invitaron a presentar el estudio que había elaborado sobre el papel de la diferencia de sexo en la vida comunal judía de la diáspora. Al finalizar la exposición varios hombres alabaron entusiasmados lo que dije; mientras tanto, algunas mujeres murmuraban entre ellas hasta que una se levantó y dijo:

—No estamos de acuerdo en lo que has planteado sobre el papel que nosotras tenemos. Puedes decir lo que quieras, pero estamos contentas con nuestra forma de vivir y nos sentimos orgullosas de ser madres judías y de que eso sea lo más importante en nuestras vidas.

Hubo más murmullo en la sala. Otra levantó la voz para afirmar algo equivalente a lo que había dicho la anterior y aunque no tenía el menor interés en seguir haciendo aquel trabajo de campo, sin embargo, les dije:

—Os propongo repensar la lectura que he hecho sobre las mujeres judías si vosotras me ayudáis. Necesito que me permitáis que os entreviste en profundidad como representantes de este desacuerdo.

Se negaron públicamente a aceptar que me entrometiera en su vivir por más tiempo. Entonces cuatro o cinco hombres levantaron la voz afirmando que el estudio era magnífico y zanjaron la sesión. Alguno de ellos se acercó a la mesa para decirme que tenía que comprenderlas, que ellas hablaban con el corazón.

Me afligió aquella reacción femenina y me fastidió la masculina. Era cierto que muchas mujeres no habían dicho nada, especialmente las mejores informantes, pero las voces de las que se quejaron me obligaban a matizar algunas conclusiones.

En el mundo de la antropología no se suelen compartir las reflexiones y los análisis que estás concretando mientras realizas el trabajo de campo —ni siquiera a las personas que tienes como informantes—. Esta es la razón por la que todos los presentes desconocían de antemano lo que expuse públicamente sobre su forma de vivir. En cualquier caso, inicié un largo trayecto de autocrítica sobre aquella investigación.

Lo sucedido en aquella conferencia aconteció exactamente al revés de como lo había imaginado. La noche anterior había padecido insomnio calibrando cuánto se iban a molestar con mis palabras aquellos hombres. Había preparado una presentación de su vivir en la que desvelaba algunas de las redes invisibles que los convertían, a cada uno de ellos, en dominadores absolutos de las mujeres. Lo que expuse fue una parte de la trama de relaciones sociales, prácticas y rituales sobre los que se asienta una radical dependencia de las mujeres judías a sus hombres. En mi exposición mostré cómo solo ellos deciden cuándo una mujer merece ser considerada verdadera mujer y madre judía.

En vista de lo ocurrido, determiné no pensar qué pasaría cuando saliera a la calle el libro que recogía la investigación etnográfica que había llevado a cabo en el seno de esa comunidad, y que acababa de entrar en prensa.

Aquella primera conferencia resultó, además, especialmente solitaria porque el que entonces era mi marido y padre de mi hija, había accedido a acompañarme pero a mitad de mi intervención salió a fumar un cigarrillo y no regresó hasta que la gente comenzó a salir del recinto.

Durante los meses siguientes repasé los datos que había recogido durante el trabajo de campo. Reuní los que aludían a las prácticas sociales que los protagonistas consideraban como necesarias para que una mujer fuera considerada como una verdadera judía. Lo mismo hice con respecto a ellos.

Puse en evidencia, además, todo el recorrido intelectual que me había permitido llegar a las ideas que expuse públicamente y que habían motivado aquellas quejas.

Mientras tanto, me dediqué a buscar las noticias existentes, hasta entonces, sobre cómo construían su identidad las mujeres y hombres en los pueblos del mundo estudiados por los profesionales de la antropología. Fue un trabajo que me permitió entender que el enfoque que había desarrollado para analizar cómo se construía la diferencia de sexo entre los judíos era útil para estudiar los mismos procesos en las sociedades de las que tenía noticia.

Publiqué varios artículos con aquel material. Entre otros: «… Y Zeus engendró a Palas Atenea» (1983); «Tiempo de Abel: la muerte judía» (1984); y el más relevante, pues atañía a todos los pueblos del mundo, fue el titulado «Subdivisión sexuada del grupo humano» (1985). El libro salió a la calle con el título: Estudio antropológico: Una comunidad judía (1983). Aún muchos años después —agotada la edición y cerrada la editorial que lo publicó—, cuando llegan a España personas judías me llaman para pedirme un ejemplar.

En los artículos mostraba lo que hoy resulta elemental: nadie al nacer sabe si es hombre o mujer. Las características físico anatómicas de nuestra especie permiten dividirnos entre los que tienen una parte del aparato reproductor y los que tienen la otra. A través de ejemplos concretaba lo distintas que eran, entre sí, las prácticas sociales que tenían que aprender y ejercer las mujeres y los hombres nacidos en una u otra sociedad.

Reflexioné sobre la importancia de un hecho: que los humanos desde siempre —y probablemente para siempre— nacemos sin información genética sobre cómo y qué hacer para reconocernos y vivir como humanos. Determiné que, en efecto, nuestra especie se inventa su vivir y lo primero que hacemos al nacer es asumir las prácticas sociales que nos transmiten los adultos según el sexo, comenzando por el nombre que nos adjudican. Por estas razones, la posibilidad y capacidad de los humanos para reinventar colectivamente nuestro vivir es manifiesta.

Habían pasado varios años desde aquellas primeras investigaciones cuando acudí al Senado a informar sobre el maltrato a mujeres por parte de hombres.

Estaba acostumbrada a hablar en público y a preparar con esmero las ideas que iba a exponer. Soy extremadamente cuidadosa en cómo hablo públicamente desde que acudí a dar una conferencia, tiempo atrás, justo una hora después de ver bailar a Evelyn Carlson. Me emocionó tanto cómo ella entregó su arte al público, tan armónica, embaucadora e inteligente, que decidí imitarla. Creo que aquel día fue el primero en el que intenté hablar con un ritmo y una cadencia con los que me sintiera identificada.

Además, siempre pretendo presentar la novísima idea que he tenido, la más innovadora. Pero a veces sucede lo que me pasó ante aquella comisión de expertos sobre el maltrato: las ideas acuden a mi boca y digo cosas que nunca antes he verbalizado.

Se trata de momentos en los que me aliento yo sólita. Me pongo a hablar con entusiasmo y cuando finalizo de exponer la idea imprevisible tengo la garganta encendida y el cuerpo acelerado y receloso recordándome que, una vez más, he infringido las cautelas de una perfecta oradora.