Los hechiceros giraron en la siguiente vuelta de la escalera de caracol y desaparecieron. Rhys se apresuró detrás de ellos y superó a Beleño, que a duras penas lograba no quedarse atrás. Rhys encontró a Basalto y a Caele haciendo equilibrios en el último peldaño, mirando con expresión consternada.
Para mantener alejados a los ladrones de los valiosos objetos que guardaba la Sala del Sacrilegio, Nuitari había metido el Solio Febalas en una esfera enorme llena de agua del mar. La Sala estaba protegida por tiburones, pastinacas y otro tipo de seres marinos que resultaban letales, entre ellos una vieja hembra de Dragón del Mar.
Pero de aquella ingeniosa caja fuerte acuática de Nuitari no quedaban más que montículos de arena húmeda en los que brillaban los trozos del cristal roto.
La esfera se había hecho añicos durante el viaje de la torre. El agua del mar se había derramado y con ella se habían ido los monstruos marinos. Por lo visto Midori, arrancada bruscamente de su descanso por el golpe, había decidido que ya había tenido más que suficiente y se había ido a buscar un hogar un poco más estable. La destrucción llegaba hasta donde alcanzaba la vista.
—¡No! ¡Atta, para! —gritó Beleño mientras sujetaba a la perra por el pescuezo, justo cuando ya empezaba a adentrarse en la arena—. ¡Vas a destrozarte las patas! ¿Dónde está el Feble Solitario? —preguntó a Mina.
La niña señaló en silencio y con gesto sombrío al centro de aquel desastre.
—Vaya, bueno. Supongo que no podemos llegar allí —dijo Beleño de buen humor—. Oye, tengo una idea. Vamos a navegar hasta Flotsam. Conozco
una taberna donde te ponen un filete de ternera con patatas muy crujientes y unos guisantes verdes para acompañar con…
—Beleño —lo reprendió Rhys.
—¡No se lo he pedido a ella! —se defendió el kender en un susurro—. Sólo mencioné el filete de ternera por si da la casualidad de que tiene hambre.
—Era tan bonito —dijo Mina y se echó a llorar.
Basalto se había quedado mirando aquel desastre con expresión sombría.
—Me da igual lo que diga el señor —declaró el enano—. Yo no voy a limpiar todo esto. —Oyó reír a Caele por lo bajo y frunció el entrecejo—. ¿Qué te hace tanta gracia? ¡Esto es un desastre!
—Para nosotros no —repuso Caele con una sonrisa taimada.
Al ver que el monje estaba ocupado consolando a la niña llorosa, Caele se escabulló silenciosamente escaleras arriba, haciendo un gesto a Basalto para que se uniera a él.
—¿No te das cuenta de lo que significa esto? —susurró Caele cuando estaban lo suficientemente lejos para que los demás no pudieran oírlos—. ¡El dragón se ha ido! ¡La Sala del Sacrilegio ya no está vigilada! ¡Somos ricos!
—Si es que la Sala sigue aquí —replicó Basalto—. Y si sigue intacta, cosa que dudo. —Hizo un gesto hacia los restos de la esfera—. ¿Y cómo piensas llegar a ella? Casi sería mejor que el dragón siguiera aquí, porque esos trozos de cristal son más afilados que sus dientes e igual de letales.
—Si la Sala sobrevivió al Cataclismo, seguro que sobrevivió a esto. Ya lo verás. Y en cuanto a cómo llegar a ella, ya se me ha ocurrido algo.
—¿Qué hacemos con Mina y sus amigos? —preguntó Basalto.
Caele sonrió. Se subió la manga y dejó al descubierto un cuchillo que llevaba sujeto a la muñeca.
Basalto resopló.
—¿Te acuerdas de lo que pasó la última vez que intentaste matarla? ¡Acabaste prisionero en tu propia tumba!
— Tenía a ese cabrón de Chemosh de su lado —dijo Caele, ceñudo—. Ésta vez lo único que tiene es un monje y un kender. Tú matas a esos dos y yo…
—¡A mí déjame al margen! —gruñó Basalto—. Ya estoy harto de tus complots y tus planes. ¡Lo único que me traen son problemas!
Caele empalideció de furia. Un rápido movimiento de muñeca después, tenía el cuchillo en la mano. Pero Basalto estaba preparado. Siempre había tenido claro que un día acabaría matando al semielfo y ese día bien podía haber llegado ya.
Empezó a recitar un hechizo. Caele entonó un contrahechizo. Los dos se miraron con odio.
Mina contemplaba las ruinas de la esfera de cristal con lóbrego asombro.
—Quería nadar otra vez en el agua del mar. Quería hablar con la hembra de dragón…
—Lo siento, Mina —dijo Rhys sin saber qué más podía decirle.
El monje tenía sus propias preocupaciones. Si realmente el Solio Febalas estaba en medio de todo aquel caos, debería encontrarlo, asegurarse de que estaba a salvo y su contenido seguro. Oía a los dos Túnicas Negras tramando algo y aunque no podía distinguir lo que decían, no le cabía ninguna duda de que estaban planeando cómo robar los objetos sagrados.
Si hubiera estado solo, a Rhys no le habría importado arriesgar su propia vida tratando de encontrar un camino entre las esquirlas de cristal, pero no podía aventurarse por la arena y dejar a sus amigos y a la perra detrás. Ésa opción quedaba descartada con los Predilectos agolpándose en el exterior de la torre, mantenidos a raya por sólo los dioses sabrían qué fuerza. Tampoco confiaba en los dos Túnicas Negras.
La preocupación principal de Rhys era Mina. Como diosa, podría haber caminado cientos de kilómetros entre afiladas cuchillas sin hacerse un rasguño. Pero era una diosa que no sabía que lo era. Temblaba de frío, lloraba cuando se enfadaba y sangraba si le arañaban la piel. No se atrevía a llevarla consigo y tampoco se atrevía a dejarla atrás.
—Mina —dijo Rhys—, creo que Beleño tiene razón. Deberíamos emprender el camino a casa. No puedes cruzar la arena sin herirte. Goldmoon lo entenderá…
—¡No voy a irme! —lo desafió Mina con arrogancia. Había dejado de llorar y sacaba el labio inferior, enfurruñada. Estaba de pie, dando patadas a la arena mojada con la punta del zapato—. Sin mi regalo no me voy.
—Mina…
—¡No es justo! —gritó, limpiándose la nariz con el dorso de la mano—, ¿por qué tenía que pasar esto? Hice todo este camino…
Se quedó callada. Sin hacer caso de la advertencia de Rhys de que tuviera cuidado, se agachó y recogió un trozo pequeño de cristal.
—Esto no tenía que haber pasado.
Mina lanzó el cristal al aire y a él se unió un millón de trozos más, resplandecientes como gotas de lluvia bajo la luz del sol. Las esquirlas se fundieron unas en otras. El agua del mar, en vez de vaciarse, fluyó otra vez hacia el interior de la esfera.
Rhys se encontró de repente dentro de una esfera de cristal, sumergido en las profundidades verdes y azuladas del agua marina, y estaba ahogándose.
Aguantando la respiración, Rhys miró alrededor desesperado, intentando encontrar una forma de salir. Cerca de él estaba Beleño, agitando brazos y pies, con las mejillas hinchadas. Atta movía las patas sin control, con el pánico reflejado en sus ojos bien abiertos. Mina, inconsciente del aprieto en el que estaban, se alejaba nadando.
A Rhys no le quedaban más que unos momentos de vida. Atta ya había empezado a hundirse hacia el fondo. Rhys cortaba el agua con los brazos y movía los pies, intentando alcanzar a Mina.
Consiguió agarrarla por el tobillo. Mina giró sobre sí misma. Un intenso placer iluminaba su rostro. Estaba disfrutando de lo lindo. El placer se desvaneció en cuanto vio que sus amigos estaban en problemas. Los miró con impotencia, sin tener ni idea de lo que podía hacer. A Rhys iban a estallarle los pulmones. Veía unas estrellas borrosas y puntos azules y amarillos; ya no podía soportar el dolor. Abrió la boca, preparado para hundirse hacia la muerte.
Tragó agua salada y, aunque no era una sensación agradable, no murió. Se quedó perplejo al descubrir que estaba respirando en el agua con la misma facilidad con que antes respiraba en el aire. Beleño, boqueando y con los ojos a punto de salírsele de las órbitas, ya no resistía más. Flotaba inerte en el agua.
Mina cogió a Atta, que ya había dejado de luchar. Acarició a la perra, la besó y la abrazó, y de repente Atta abrió los ojos. La perra miró alrededor frenéticamente, dominada por el pánico, hasta que encontró a Rhys. El monje se acercó a ella nadando y se les unió Beleño, que le agarró del brazo e intentó decir algo. Lo único que le salió de la boca fueron burbujas; pero a pesar de que Rhys no podía oírlo, entendió a grandes rasgos lo que el kender quería decir, que era algo así como: «¡Tienes que hacer algo! ¡Va a acabar matándonos a todos!».
Rhys pensó que era más que probable, pero no tenía la menor idea de lo que podía hacer para evitarlo. Cuando una niña de seis años normal se portaba mal, se le podía dar un azote o mandarla a la cama sin cenar. La idea de dar un azote a Mina, quien, como Beleño había dicho, podía lanzarles una montaña a la cabeza, resultaba ridícula. Y la verdad era que Mina no se había portado mal. No había intentado ahogarlos deliberadamente. Sencillamente, había cometido un error. Como ella podía respirar tanto agua como aire, había dado por hecho que ellos también podían.
Mina nadaba bajo el agua como si hubiera nacido con branquias en vez de pulmones y se movía de un lado a otro como una flecha, apremiándolos todo el tiempo para que se dieran prisa. Rhys había aprendido a nadar en el monasterio, pero lo entorpecían la túnica y el cayado, que no quería abandonar, así como su preocupación por Beleño.
El kender no sabía nadar. En realidad, nunca había querido aprender. Pero en ese momento, ya que nadie le había dado a elegir, se agitaba sin control, sin avanzar en ninguna dirección. Estaba a punto de abandonar, cuando Atta pasó a su lado, impulsándose con las patas delanteras. Beleño observó a la perra y decidió imitarla. En vez de patas, utilizó las manos y los brazos como remos y poco después ya podía seguir el ritmo de los demás.
Mina avanzaba con entusiasmo y no dejaba de hacerles gestos para que se apresuraran. Cuando la alcanzaron, estaba esperándolos suspendida en el agua, moviendo las manos lentamente en círculo, flotando sobre lo que parecía un castillo de arena hecho por un niño.
El diseño del castillo era muy sencillo; constaba de cuatro paredes de metro y medio de altura y los mismos metros de longitud y en cada esquina se alzaba una torre alta. No había ventanas y únicamente se abría una puerta, pero esa puerta era una verdadera maravilla.
La entrada tenía pocos menos de un metro de alto y no era demasiado ancha. Estaba cerrada por una puerta hecha con un sinfín de perlas que brillaban con una luz rosácea. En el centro fulguraba un único carácter antiguo tallado en una gran esmeralda.
Mina hizo una seña a Rhys, mientras éste nadaba torpemente a su lado, poniendo por delante de sí el cayado. Señaló hacia el castillo de arena y asintió con entusiasmo.
«La Sala del Sacrilegio», dijo en silencio la niña, para que le leyera los labios.
Rhys la observó atónito.
La infame Sala del Sacrilegio era un castillo de arena hecho por un niño. Rhys sacudió la cabeza. Mina lo miró con el entrecejo fruncido, extendió un brazo, y agarró el cayado. Señaló la letra tallada en la gema incrustada en la puerta. Rhys se acercó nadando y tomó una bocanada de agua por el asombro. En la esmeralda estaba esculpida la figura de un ocho tumbado, un símbolo sin principio ni final, el símbolo de la eternidad.
Rhys se impulsó hacia detrás. Mina lo observaba perpleja. Señaló la puerta una vez más.
«¡Abrela!», ordenó, con un borboteo de burbujas.
Rhys negó con la cabeza. Allí estaba el Solio Febalas, custodio de algunos de los objetos más sagrados que dioses y hombres crearan jamás, y la puerta estaba cerrada y sellada. El no debía entrar. Ningún mortal debía entrar. Tal vez ni siquiera los dioses debían entrar.
Mina tironeó de él para indicarle que se diera prisa. Rhys sacudió la cabeza con decisión y se apartó. Ojalá pudiera explicárselo, pero no podía. Se volvió y empezó a nadar en dirección contraria.
Mina nadó detrás de él y volvió a agarrarlo. Con la cabezonería propia de los niños, no pararía hasta conseguir lo que quería. Rhys imaginó que, si estuvieran en tierra firme, la pequeña habría dado una patada en el suelo.
Rhys estaba dispuesto a seguir negándose, pero en ese mismo momento la decisión le fue arrebatada de las manos.
Incluso en las profundidades del mar, hasta él llegó esa palabra única temida en todo Krynn por cualquiera que viajara con un kender:
«¡Vaya!».
—¡Oye! —exclamó Caele, alarmado—. ¿Dónde han ido?
Los dos Túnicas Negras, en su afán por acabar el uno con el otro, habían estado murmurando palabras arcanas y revolviendo en sus bolsillos en busca de los ingredientes de los hechizos, cuando se dieron cuenta de que estaban solos. El kender, la niña, la perra y el monje habían desaparecido.
—¡Malditos sean! —maldijo Caele, furioso—. ¡Han encontrado la forma de entrar!
El semielfo bajó la escalera corriendo y patinó al frenar después del último peldaño. Los trozos de cristal seguían allí, las puntas sobresalían entre la arena.
—Si no estuvieras tan impaciente por cortarme la cabeza, ahora mismo estaríamos allí, ayudándonos a nosotros mismos a ser un poco más ricos. —Basalto agitó el puño hacia el semielfo.
—Tienes razón, no hay duda, Basalto —convino Caele, repentinamente sumiso—. Siempre tienes razón. Dale recuerdos al señor.
El semielfo levantó una mano, hizo una fioritura y desapareció.
—¿Qué? —Basalto parpadeó—, pero…
El enano lo comprendió de golpe. Tomó una buena bocanada de aire y la dejó escapar en un bramido.
—¡Ha ido detrás de ellos!
Basalto dio un repaso rápido mentalmente a su catálogo de hechizos y empezó a revolver nerviosamente en todos los saquitos de ingredientes para comprobar lo que tenía a mano. Había acudido preparado para la batalla, no para viajar a un destino desconocido en el fondo del mar y protegido por cristales rotos. Se preguntaba qué magia habría utilizado Caele y llegó a la conclusión de que lo más probable era que el semielfo hubiese recurrido a un hechizo conocido como la puerta entre dimensiones. Era uno de los favoritos de Caele, porque sólo hacía falta pronunciar unas palabras, no se necesitaba ingrediente alguno. A Caele no le gustaban los hechizos con ingredientes, principalmente porque era demasiado vago para ir a buscarlos.
Basalto también estaba familiarizado con el hechizo de la puerta entre dimensiones, pero había un inconveniente. Para conjurar el encantamiento, el hechicero tenía que conocer el lugar al que iba, pues debía visualizarlo. Basalto no tenía la menor idea de dónde estaba la Sala del Sacrilegio o cómo era. Jamás había estado dentro de la esfera llena de agua que la protegía.
Caele, por el contrario, sí había estado en el interior de la esfera. Nuitari lo había obligado a visitar a la hembra de dragón, Midori, para recoger un poco de su sangre. Luego la utilizaría en el cuenco de las visiones de dragón con el que espiaba a sus enemigos. Caele nunca había mencionado que hubiera visto la Sala en persona, pero el semielfo era un cabrón escurridizo, astuto y mentiroso. Basalto sospechaba que Caele habría fisgoneado un poco mientras estaba allí abajo y simplemente se lo había callado.
Al imaginarse a Caele en la Sala, recogiendo valiosos tesoros a manos llenas, Basalto hizo rechinar los dientes de furia. Miró con odio las esquirlas de cristal que le cerraban el paso y pensó con nostalgia lo maravilloso que sería pasar por encima flotando sin más. Eso hizo que se le ocurriera un hechizo.
Basalto no tenía los ingredientes exactos necesarios a mano, pero podría hacer un apaño. El hechizo requería gasa, así que arrancó la venda que le envolvía la frente y cortó un trozo con un cuchillo. Solía llevar el cabo de una vela, porque el fuego o la cera siempre resultaban útiles. La vela era cera de abeja y la había hecho él mismo. Estaba muy orgulloso de ella, porque poseía propiedades mágicas.
Con la gasa en una mano y la vela en la otra, pronunció la orden adecuada y la vela se encendió. Sostuvo la tela sobre la llama hasta que se prendió, dejó que ardiera un momento y después la apagó. Del tejido ennegrecido salía una fina columna de humo. Basalto dijo una palabra mágica y aguardó nervioso para comprobar si el hechizo había funcionado.
Lo invadió una sensación extraña y placentera, como si la carne y el hueso, la piel y el músculo, pasaran por arte de magia al estado líquido y después al gaseoso. Lo que quedó de él fue una nube de gas, carente de sustancia. Hacía tiempo que Basalto no utilizaba aquel hechizo y se le ocurrió, demasiado tarde ya, que no estaba muy seguro de cómo se recuperaba el cuerpo después. Pero ya se preocuparía de eso más adelante. En ese momento lo que tenía que hacer era alcanzar a Caele.
Desplazándose con las corrientes de aire, la forma gaseosa de Basalto, que parecía una espeluznante nube de humo negro, pasó flotando sobre los cristales cortantes y entró en lo que quedaba de la esfera de cristal.