Beleño entró en la gruta, tambaleándose debajo de un montón de leña. La dejó caer en el suelo y después se quedó mirando fijamente a la niña, que yacía inmóvil sobre las piedras frías, mientras Rhys le frotaba las manos heladas para intentar que entrara en calor. Atta entró trotando, olfateó a la pequeña, dejó escapar un gruñido y se retiró a la otra esquina de la cueva.
—Necesitamos yesca para encender el fuego —dijo Rhys—, a lo mejor sirven unas algas. Si pudieras darte prisa…
Mascullando para sí, Beleño llamó a Atta y los dos volvieron a salir. Rhys esperaba que no perdieran el tiempo. Sentía la piel de la niña fría y húmeda, los latidos de su pequeño corazón eran lentos y débiles, y tenía las uñas y los labios azulados.
La habría envuelto en su propia túnica, pero estaba tan mojada como el blusón de algodón que llevaba ella.
Paseó la mirada por la gruta, que había sido un santuario de Zeboim. En el extremo más lejano se alzaba un altar dedicado a la diosa. No le había prestado demasiada atención cuando el minotauro lo había llevado allí. Tenía asuntos mucho más acuciantes de los que preocuparse, como el hecho de estar encadenado a la pared o de que lo amenazaran con despiadadas torturas y la muerte. Pero en ese momento, con la esperanza de encontrar algo que pudiera servirle, se apartó de la pequeña y avanzó hacia el fondo de la cueva para observar el altar desde más cerca.
Estaba toscamente tallado en una sola pieza de granito con vetas negras y rojas.
Alguien había colocado cuidadosamente una caracola sobre el altar, adornado con una pieza de seda desgastada de color verde mar. Después de susurrar para sí una oración de agradecimiento a Majere y otra pidiendo perdón a Zeboim por profanar su altar, Rhys levantó la caracola, cogió la tela y volvió a colocar cuidadosamente la concha.
Rhys quitó a la niña el blusón empapado, la frotó con la tela hasta que estuvo seca y la envolvió en ella. La pequeña asomaba entre los pliegues como si estuviera dentro del capullo de seda con el que habían hilado la ofrenda a la diosa. La niña dejó de tiritar. Un leve color le iluminó las mejillas y se borró el azul de sus labios.
—Gracias, Zeboim —dijo Rhys en voz baja.
—No puedo decirte que de nada-contestó la diosa del mar, de repente. —Por lo menos no te olvides de limpiar la tela y ponerla en su sitio cuando hayas terminado.
Zeboim entró en la gruta muy silenciosamente para lo que era costumbre en ella, envuelta únicamente por una suave brisa que agitaba su túnica de un color verde azulado y ribeteada de espuma a la altura de los pies desnudos. Dedicó una mirada a la niña que estaba en el suelo, sin demasiado interés.
—¿De dónde has sacado a esa niña medio ahogada?
—La encontré en la orilla durante la tormenta, el agua la había arrastrado hasta allí —contestó Rhys, observando a la diosa con detenimiento.
—¿Quién es? —preguntó Zeboim, aunque no parecía importarle demasiado.
—No tengo la menor idea —respondió el monje. Se quedó callado un momento, y después añadió en voz baja—: ¿La conocéis, majestad?
—¿Yo? No, ¿por qué iba a conocerla?
—Por nada, majestad —dijo Rhys, con un suspiro de alivio. Beleño debía de estar equivocado.
Zeboim dio una zancada por encima de la niña y se arrodilló delante de Rhys. Alargó la mano y le acarició la mejilla.
—¡Mi querido monje! —dijo con voz dulce—, ¡me alegra tanto ver que estás sano y salvo! La preocupación me consumía por dentro.
—Os agradezco que os preocupéis por mí, majestad —repuso Rhys débilmente—. ¿En qué puedo serviros?
—¿Servirme? —Zeboim estaba consternada—. No, no. Sólo vine para interesarme por tu salud. Dónde está tu amigo, ese… hm… ese pequeño kender encantador. Y el chucho. Perro. El perro, quería decir. Ése perro precioso. Mi querido monje, estás tan mojado y con tanto frío. Deja que te caliente.
Zeboim fue de un lado a otro alrededor de Rhys. Después de secar la túnica con un simple toque de su mano, la diosa prendió el montón de leña
con un chasquido de dedos. Mientras tanto, Rhys la observaba en silencio, sin dejarse engañar por sus lisonjas. La última vez que había visto a la diosa del mar, ésta le había asegurado que estaría encantada de presenciar cómo moría a manos de Mina.
—Así. Mucho mejor, ¿verdad? —preguntó Zeboim, solícita.
—Gracias, majestad —contestó Rhys.
—Si hay cualquier otra cosa que pueda hacer por ti…
—Quizá decirme por qué habéis venido —sugirió Rhys.
Zeboim pareció molestarse.
—Está bien —dijo con voz cortante—. Ya que quieres saberlo, estoy buscando a Mina. Se me ocurrió que podía haber acudido a ti, ya que parecía encontrarte interesante. No soy capaz de explicármelo. Yo te encuentro tan anodino como el agua de fregar los platos. Pero Mina no dejaba de hablar de ti y pensé que podría estar aquí.
Recorrió la gruta con la mirada y se encogió de hombros.
—Por lo visto, estaba equivocada. Si la ves, tienes que decírmelo. Por todos esos grandes momentos que compartimos…
Cuando ya se iba, sus ojos volvieron a posarse en la niña envuelta en la tela del altar. Zeboim se detuvo, sin dejar de mirarla.
La pequeña estaba tumbada sobre un costado, acurrucada hecha un ovillo. El rostro se ocultaba debajo de la seda, pero las trenzas pelirrojas y despeinadas podían verse perfectamente, iluminadas por las llamas. La diosa miró a la niña y luego a Rhys.
Zeboim ahogó un grito. Se agachó rápidamente sobre la niña. La diosa del mar cogió la tela del altar y la retiró bruscamente del rostro de la pequeña. Después cogió a la niña por la barbilla y le giró la cabeza hacia la luz de la hoguera. La niña se despertó con un grito.
—¡Parad! —exclamó Rhys ásperamente, interponiéndose entre ellas—. ¡Estáis haciéndole daño!
Zeboim se echó a reír descontroladamente.
—¿Haciéndole daño? ¡No le haría daño ni aunque le clavara una daga en el corazón! ¿Esto lo ha hecho Majere? ¿Acaso cree que puede ocultármela con este disfraz tan tonto…?
—Majestad… —empezó a decir Rhys.
—¡Ay! —exclamó Zeboim, retirando la mano. Bajó la vista hacia la niña, perpleja—. ¡Me ha mordido!
—¡Y si vuelves a acercarte, te muerdo otra vez! —gritó la niña—. ¡No me gustas! ¡Vete!
Se ajustó bien la tela alrededor del cuerpo, se hizo un ovillo y cerró los ojos.
Zeboim se chupó la sangre que le manaba de la mano y miró a la niña fijamente.
—¿No me conoces, pequeña? —preguntó—. Soy Zeboim. Tú y yo somos amigas.
—Nunca antes te había visto —repuso la niña.
—Majestad —dijo Rhys, nervioso—, ¿quién es esta niña? Parece que la conocéis.
—No juegues conmigo, monje —contestó Zeboim.
—No estoy jugando con nadie, majestad —respondió Rhys con total sinceridad.
Zeboim desvió los ojos hacia él.
—Estás diciendo la verdad. Realmente no lo sabes. —Hizo un gesto hacia la niña dormida—. Es Mina. O más bien debería decir que era Mina. No tengo la menor idea de quién cree que es ahora.
—No lo entiendo, majestad.
—No eres el único —repuso la diosa con tono grave—. ¿Dónde la encontraste?
—Estaba en el mar durante la tormenta. Estuvo a punto de ahogarse…
—¿En el mar? —repitió Zeboim. Después, añadió en un murmullo—: ¡Claro! Saltó al mar desde la muralla. Y vino a ti, el monje que la conocía…
—Majestad —dijo Rhys—, necesito que me digáis qué está pasando.
Zeboim lo miró.
—Mi querido monje. Sería tan divertido marcharme y dejarte dando vueltas en la más absoluta ignorancia, pero ni siquiera yo soy tan cruel. No tengo tiempo para los detalles, pero te contaré esto. Ésta niña, esta pequeña, esta Mina es una diosa. Es una diosa que no sabe que lo es, una diosa a la que Takhisis engañó para que creyera que era una humana. Lo que es más, es una diosa de la luz a la que han burlado para que sirva a la oscuridad. ¿Por ahora me sigues?
Rhys la miraba fijamente, estupefacto.
—Ya veo que no. —Zeboim se encogió de hombros—. Bueno, tampoco importa demasiado. Estás unido a ella. Como iba diciendo, la pobre Mina tuvo la desgracia de enamorarse de Chemosh y, como hacen todos los hombres, él le rompió el corazón. Mina intentó recuperarlo entregándole un regalo. Arrancó la Torre de la Alta Hechicería de las profundidades de mi mar y la puso en esa isla que está ahí. Todos nos quedamos asombrados. Para la mayoría de nosotros, aquél era el primer indicio de que era un dios. Majere ya lo sabía, por supuesto.
—No me lo creo… No puedo creérmelo… —Rhys se interrumpió, al recordar el nombre del lugar al que se había referido como su hogar—, si lo que decís es cierto, majestad, ¿cómo ha podido llegar a convertirse en esto? ¿Una niña?
—Sólo los dioses lo saben —contestó Zeboim—. No, espera. Lo retiro. Nosotros los dioses no tenemos la menor idea. Crees que estoy mintiendo, ¿no es así?
Rhys se sentía avergonzado.
—Majestad…
Zeboim lo agarró por el brazo y clavó las uñas a través de la tela de la túnica, hasta hundirse en la carne. Le miró fijamente a los ojos, más allá de los ojos, a la mismísima alma.
—Puedes creerme o no, tú eliges —le dijo entre dientes—. Como ya he dicho, eso no importa demasiado. Mina acudió a ti. Lo que quiero saber es… ¿por qué? ¿La envió a ti Majere? Todos nosotros prestamos juramento. Se supone que no vamos a interferir. ¿Majere ha roto el juramento?
En ese momento, Rhys comprendió que Zeboim decía la verdad y le recorrió un escalofrío. Apartó la mirada de la diosa y la dirigió al pequeño bulto de la niña acurrucada, envuelta en una tela desgastada, dormida sobre el suelo frío y húmedo de una cueva; y la recordó luchando contra las olas de la tormenta provocada por los dioses. No entendía cómo funcionaban las cosas en el cielo, pero sí que sabía un par de cosas sobre el sufrimiento de los mortales.
—A lo mejor vino porque estaba sola y asustada —dijo Rhys— y necesitaba un amigo.
Zeboim despedazó a Rhys con la mirada, examinó cada trozo y después lo lanzó lejos de ella. El monje se apoyó tambaleante sobre la pared de piedra.
—Pues buena suerte con tu nueva amiguita, monje.
La diosa del mar desapareció en una ráfaga de viento y lluvia.
Aturdido, Rhys bajó los ojos hacia la niña.
—Majere —rogó, atribulado—, ¿es vuestra voluntad que yo deba encargarme de este cometido?
—¡Rhys! —aulló una voz. Rhys se sobresaltó un momento, hasta que se dio cuenta de que era la voz de Beleño.
—¡Rhys! ¿Es seguro entrar a la cueva? —el kender gritaba desde fuera de la gruta—. ¿Zeboim se ha ido?
—Ya se ha ido. —«Por el momento», añadió Rhys mentalmente, pues estaba seguro de que aquéllas no serían las últimas noticias que tendrían de la diosa.
Beleño entró con precaución, escudriñando las sombras, como si estuviera seguro de que la diosa podía abalanzarse sobre él en cualquier momento. Entonces vio el fuego y chasqueó los dedos.
—Vaya, sabía que se me olvidaba algo. Se suponía que tenía que ir a buscar yesca…
—Ya no hace falta —contestó Rhys, con una sonrisa.
—Sí, eso ya lo veo. Me imagino que me olvidé de la yesca de lo nervioso que me puse cuando encontré otra cosa. No quería meterla en la cueva mientras estuviera ya sabes tú quién. Pero como se ha ido, voy a buscarla.
Salió corriendo de la gruta y volvió con una rama larga y delgada que el mar había arrastrado. La sostuvo en alto, orgulloso.
—La encontré tirada en la orilla. ¿No te recuerda a tu antiguo bastón? El emético o como se llame. Bueno, Atta y yo pensamos que podías utilizarlo.
—El emmide —le corrigió Rhys en voz baja.
Cogió el viejo bastón y cerró los dedos alrededor de la madera. Sintió que una calidez agradable le subía por el brazo y se extendía por todo su cuerpo. Y envuelto en esa calidez, oyó la voz del dios y supo la respuesta de Majere.
Rhys apoyó el cayado en la pared y extendió la camisola mojada de la niña cerca del fuego, para que se secara. La pequeña dormía profundamente, con la respiración pausada y regular. Rhys se dejó resbalar hasta el suelo y se recostó en la pared. Estaba agotado, tanto física como mentalmente. No se acordaba siquiera de la última vez que había dormido.
—Oí a Zeboim gritándote. ¿Qué quería? —preguntó Beleño.
—Atta y tú teníais razón. Ésta niña es Mina —dijo Rhys. Cerró los ojos.
—¡Vaya! —exclamó Beleño, casi sin aliento.
Se desprendió de todas sus bolsas, después se quitó las botas, vació el agua que llevaban dentro y las acercó a las llamas, para que se secaran.
—Mis botas siguen oliendo a cerdo salado —dijo el kender—. Lo que me recuerda que la cena ya ha quedado muy lejos. Me pregunto si habrá sobrado algo de cerdo.
Se acercó a la bolsa de cerdo salado que les había dejado el minotauro por todo alimento y miró dentro. Atta lo observaba esperanzada. El kender sacudió la cabeza y la perra agachó las orejas.
—Vaya, bueno. Supongo que podemos esperar hasta la hora de comer, ¿verdad, chica? —dijo Beleño, dándole una palmadita—. Oye, Rhys, ¿zeboim te dijo cómo se había convertido Mina en una niña pequeña? Había oído historias de gente que envejece diez años en una sola noche, pero nunca al revés. ¿La diosa tuvo algo que ver en eso? ¿Ella hizo algo? ¿Rhys?
El kender le pegó un codazo.
—Rhys, ¿estás dormido?
—¿Qué? —Rhys se despertó sobresaltado.
—Perdona —se disculpó Beleño arrepentido—. No quería despertarte.
—No pasa nada. Yo no quería quedarme dormido. ¿Qué me habías preguntado? —respondió Rhys con gran paciencia.
—Te estaba preguntando si fue Zeboim quien hizo esto. Parece que le gusta mucho achicar a la gente. —El kender todavía estaba molesto por la vez en que la diosa lo había reducido al tamaño de una pieza de khas y lo había metido en la bolsa de Rhys. Después, los había mandado a los dos a luchar contra un Caballero de la Muerte.
Rhys negó con la cabeza.
—La diosa del mar se quedó atónita al ver a Mina en el cuerpo de una niña.
—Y entonces, ¿qué dijo que había pasado?
—Según Zeboim, Mina es una diosa que no sabe que lo es. Una diosa a la que Takhisis ha engañado para que crea que es humana. Mina es una diosa de la luz a la que han burlado para que sirva a la oscuridad.
Beleño observó a Rhys con los ojos entrecerrados.
—¿Te diste otro golpe en la cabeza?
—Estoy bien —le aseguró Rhys.
—Mina, una diosa. —Beleño resopló—. Si quieres saber mi opinión, todo eso no es más que una sarta de tonterías. Zeboim hizo esto. Convirtió a Mina en una niña y nos la mandó para molestarnos.
—Me parece que no —repuso Rhys con voz tranquila—. Mina se despertó mientras tú no estabas. Me dijo que se había escapado de su casa y me pidió que volviera a llevarla allí.
A Beleño aquello le pareció una noticia estupenda.
—¿Lo ves? ¿Adonde quiere ir la niña? ¿A Flotsam? No está lejos, sólo hay que subir la costa. Seguramente el mar la arrastró…
—Morada de los Dioses —lo interrumpió Rhys.
Beleño enarcó las cejas.
—¿«Morada de los Dioses»? Eso no es un lugar. Nadie vive en la Morada de los Dioses a no ser los…
Tragó saliva y abrió los ojos como platos. Lanzó un silbido bajo que hizo que las orejas de Atta se atiesaran.
—No creo que Zeboim le mandara decir eso —añadió Rhys con un suspiro.
Beleño miró a Mina y se mordió el labio inferior. De repente, tuvo una idea.
—Apuesto que la oíste mal. Apuesto algo a que ha dicho la «Morada de las Coces».
—¿«Morada de las Coces»? —repitió Rhys, sonriendo—. Nunca he oído hablar de ese sitio, amigo mío.
—Tú no lo sabes todo —declaró Beleño—, ni aunque seas un monje. Hay montones y montones de sitios de los que nunca has oído hablar.
—De Morada de los Dioses sí que he oído hablar —contestó Rhys.
—¡Deja de decir eso! —ordenó Beleño—, ya sabes que no vamos a ir ahí. Es imposible.
—¿Por qué? —Rhys volvió a bostezar.
—Veamos. Para empezar, porque nadie sabe dónde está Morada de los Dioses, o ni siquiera si ese sitio existe. Para continuar, porque si Morada de los Dioses está en algún sitio, está cerca de Neraka y ése es un sitio malo, muy malo. Y para terminar, si Morada de los Dioses está cerca de Neraka, eso significa muy lejos de aquí, directamente en el otro extremo del continente, y tardaríamos meses, quizá años, en recorrer…
Beleño se detuvo.
—¿Rhys? ¡Rhys! ¿Estás escuchando mis argumentos?
Rhys no estaba escuchando nada. Recostado contra la pared, tenía la cabeza echada hacia delante, con la barbilla apoyada sobre el pecho. Estaba dormido, completamente dormido, tan profundamente dormido que ni la voz del kender ni un par de codazos en el brazo podían despertarlo.
Beleño suspiró y después se levantó. Se acercó a la niña, tan pequeña, y se puso en cuclillas para mirarla desde más cerca. La verdad era que no tenía el aspecto de una diosa. Parecía un gato mojado. Volvió a sentir que lo inundaba esa tristeza que se había apoderado de él cuando había visto a Mina, a la Mina adulta. Eso no le gustaba, así que se frotó los ojos y la nariz en la manga y lanzó una mirada de soslayo a Rhys.
Su amigo seguía dormido y seguramente lo seguiría estando durante un buen rato. Más que suficiente para que Beleño pudiera tener una charla con la niña (fuera quien fuese) y explicarle que a donde ella realmente quería ir era a la próspera ciudad de Morada de las Coces, y que además tendría que viajar sola y marcharse en ese mismo instante para no molestar a Rhys.
—Oye, niña —susurró Beleño con voz suficientemente alta y alargó el brazo para zarandearla hasta que se despertara.
La mano se detuvo, suspendida en el aire. Empezaron a temblarle un poco los dedos cuando pensó que realmente iba a tocarla y retiró la mano rápidamente. Se quedó allí agachado, mirando a Mina y mordiéndose el labio.
¿Qué veía cuando la miraba? ¿Qué la hacía diferente a sus ojos, respecto a otros mortales? ¿Qué la hacía diferente a los muertos a los que podía ver y con los que podía hablar? ¿Qué la hacía diferente a los muertos vivientes? Beleño observó detenidamente a la pequeña y las lágrimas volvieron a acudir a sus ojos. Vio belleza, una belleza indescriptible. Una belleza que avergonzaría al atardecer más radiante y que apagaría el brillo de las estrellas. Su belleza paralizaba el alma asombrada del kender, temerosa de que el susurro más callado hiciera desaparecer tan maravillosa visión. Pero no era su belleza la que le desgarraba el corazón y provocaba que las lágrimas le corrieran por las mejillas.
Su belleza estaba envuelta en fealdad. Estaba manchada de sangre, cubierta por el manto de la muerte y la destrucción. La maldad, el horror y el espanto la empañaban.
—Es una diosa —murmuró para sí—. Una diosa de la luz que ha hecho cosas terribles. Lo he sabido todo el tiempo, pero no sabía que lo sabía. Por eso sentía tantas ganas de llorar por dentro.
Beleño no creía que pudiera explicárselo a Rhys, pues ni siquiera estaba seguro de poder explicárselo a sí mismo. Decidió que lo hablaría todo con Atta. Había descubierto que contar las cosas a un perro resultaba mucho más sencillo que contárselas a un humano, sobre todo porque Atta nunca hacía preguntas.
Pero cuando se volvió para parlamentar con Atta sobre Mina, vio que la perra se había tumbado sobre un costado y se había quedado profundamente dormida.
Beleño se dejó caer junto a Rhys, apoyado en la pared. El kender estaba allí sentado, pensando unas cosas alucinantes y escuchando la suave respiración de Rhys y la suave respiración de la niña, y la suave respiración de Atta, —y la suave respiración del viento, que suspiraba sobre las dunas de arena, y las olas que llegaban a la orilla y se alejaban, llegaban a la orilla y se alejaban…