3

Los dioses empezaron a hablar todos a la vez. Kiri-Jolith insistía en que Mina tenía que ser enviada al destierro, igual que Takhisis. Zeboim protestaba, diciendo que eso no era justo para la pobre niña. Se ofreció a acogerla en su hogar en las profundidades del mar, una oferta en la que nadie confiaba. Insistió a Chemosh para que la apoyara, pero él se negó.

Ya no quería tener nada que ver con Mina. Chemosh lamentaba haberla visto jamás; lamentaba haberse enamorado de ella y haberla hecho su amante; lamentaba haberla utilizado para que lo ayudara a crear a sus nuevos seguidores, los muertos vivientes Predilectos. Habían acabado siendo una gran decepción, pues le eran leales a Mina, no a él. Con gesto distante y desdeñoso, se mantenía aparte de la discusión que enfurecía a los demás dioses. Por eso fue el único en darse cuenta de que los tres dioses de la magia, que hasta entonces habían permanecido en silencio, habían empezado a cuchichear entre ellos.

Solinari, hijo de Paladine y Mishakal, era el dios de la luna plateada, de la magia de la luz. Lunitari, hija de Gilean, era la diosa de la luna roja, de la magia de la neutralidad; mientras que su primo, Nuitari, el hijo de Takhisis y Sargonnas, era el dios de la luna negra, el dios de la magia de la oscuridad. A pesar de tener ideas muy diferentes, los tres primos estaban muy unidos, conectados por su amor a la magia. A menudo desafiaban a sus padres juntos y trabajaban en pos de sus propios fines, lo que estaban haciendo en ese momento, sin duda. Chemosh se acercó un poco, con la esperanza de oír algo de lo que decían.

—¡Así que fue Mina la que sacó la torre del fondo del Mar Sangriento! —decía Lunitari en ese momento—. Pero ¿cómo?

Lunitari vestía la túnica roja elegida por aquellos dedicados a servirle. Había adoptado la forma de una mujer con ojos inquisitivos, siempre estudiándolo todo.

—Su plan era dársela al Señor de los Huesos —explicó Nuitari—. En prueba de su amor.

El vestía túnicas negras y tenía el rostro de una luna llena. Tras sus ojos se ocultaban sus secretos.

—¿Y qué pasa con todos los objetos tan valiosos que hay dentro? —preguntó Solinari en voz baja—. ¿Qué pasa con el Solio Febalas?

Ataviado con su túnica blanca, Solinari era cuidadoso y observador, de gestos y palabras siempre tranquilos, con ojos grises como el humo del fuego que siempre ardía en su luna.

—¿Cómo voy a saber yo lo que habrá pasado con él? —preguntó Nuitari exasperado—. A mí también me convocaron. Mi ausencia se habría notado demasiado. Pero en cuanto haya terminado la reunión…

Chemosh no oyó el final de la frase. ¡Así que ésa era la razón por la que Mina le había entregado la torre! Él no tenía ningún interés en un viejo monumento a la magia. Lo que ansiaba era lo que descansaba bajo la torre: el Solio Febalas.

Hacía mucho tiempo, antes del Cataclismo, el Príncipe de los Sacerdotes de Istar había recorrido todos los templos sagrados y los santuarios dedicados a los dioses de Krynn y había saqueado los objetos sagrados que consideraba peligrosos. Al principio, sólo se llevó los de los dioses de la oscuridad, pero a medida que su paranoia crecía, ordenó a sus tropas que también allanaran los templos de los dioses neutrales. Por último, tras decidir que retaría a los dioses pues él mismo era un dios, envió a sus soldados a saquear todos los templos de los dioses de la luz.

Los objetos robados fueron llevados a la Torre de la Alta Hechicería de Istar, que en ese momento estaba bajo su control. Colocó todos sus artefactos en lo que bautizó como la Sala del Sacrilegio.

Furiosos por el desafío del Príncipe de los Sacerdotes, los dioses arrojaron una montaña abrasadora sobre el mundo y lo partieron por la mitad. Istar se hundió en el fondo del mar. Si quedaba alguien que recordara la Sala del Sacrilegio, los pocos supervivientes dieron por hecho que había quedado destrozada.

Con el paso de los siglos, los mortales olvidaron la Sala del Sacrilegio. Sin embargo, Chemosh no la olvidó. Siempre se enfurecía al pensar en la pérdida de esos objetos. Podía sentir el poder que emanaba de las reliquias y sabía que en realidad no habían desaparecido. Quería recuperarlos. Se había sentido tentado de ir en su busca durante la Cuarta Era, pero en esa época estaba enredado en un complot con la Reina Takhisis para derrocar a los dioses de la luz y no se atrevía a hacer nada que llamara la atención.

Nunca había tenido la oportunidad de buscarlos. Primero se vio involucrado en la Guerra de la Lanza, después el caos lo había complicado todo y al final Takhisis había robado el mundo. Los objetos de los dioses seguían desaparecidos, hasta que Nuitari había decidido reconstruir en secreto las ruinas de la Torre de la Alta Hechicería que estaban en el fondo del mar. Así había encontrado el Solio Febalas, lo que había despertado los celos y la furia de Chemosh.

Chemosh le había pedido a Mina que entrara en la Sala del Sacrilegio y le llevara los artefactos. Pero ella le había fallado y eso provocó el primer alejamiento entre ellos.

«No te enfades conmigo, mi amado señor. El Solio Febalas es un lugar sagrado. Santificado. El poder y la majestad de los dioses, de todos ellos, están presentes en la cámara. No pude tocar nada. ¡No osé tocar nada! Lo único que fui capaz de hacer fue caer de hinojos en pleitesía…».

Se había puesto muy furioso con ella. La había acusado de robar los objetos para sí misma. Pero en este momento podía comprenderlo. El poder de los dioses había actuado como un espejo y le había devuelto el reflejo de su propio poder divino, que Mina sentía ardiendo en su interior. Qué confusa debía de haberse sentido, confusa y aterrorizada, abrumada. Había arrancado la torre del fondo del Mar Sangriento para entregársela. Una ofrenda.

Así que, por derecho, la torre era suya. Y precisamente en ese momento no había nadie haciendo guardia. Todos estaban muy ocupados discutiendo qué hacer con Mina. Chemosh se alejó de la acalorada discusión y cruzó velozmente el Mar Sangriento hasta llegar al peñasco en el que se alzaba la torre, que tan poco tiempo atrás podía llamarse submarina.

Chemosh se lanzó al fondo del mar. Una profunda sima señalaba el lugar donde había estado la torre. El lecho del mar había sido arrancado junto con la construcción y así se había formado la isla en la que entonces se alzaba la torre. El agua era tan oscura que ni siquiera unos ojos inmortales podían descubrir sus profundidades. Chemosh no percibió su propio poder emanando de la sima.

Los objetos seguían en el interior de la torre. De esto estaba seguro.

La Torre de la Alta Hechicería, que había yacido en el fondo del Mar Sangriento para después contemplarlo desde su altura, guardaba semejanza con la construcción original. Nuitari la había reconstruido con mucho mimo. Las paredes eran de cristal liso y resplandeciente bajo las gotas de agua. El agua caía de una cúpula de mármol negro y se deslizaba por los muros resbaladizos, con ese movimiento ondulante de las olas plomizas y hoscas que iban a morir a las orillas de la nueva isla. En lo alto de la cúpula, un aro de oro rojo pulido se curvaba con resplandores plateados, bajo la luz de las dos lunas que él mismo representaba. El centro del aro tenía la negrura absoluta que honraba a Nuitari. A través de él, no podían verse los rayos del sol.

Chemosh estudió la torre con los ojos entrecerrados. En su interior vivían dos Túnicas Negras de Nuitari. El dios se preguntó qué habría sido de ellos. Si es que seguían con vida, debían de haber tenido un viaje aterrador. Rodeó la torre hasta que llegó a la puerta, la entrada convencional.

Cuando la torre estaba en Istar y después, en el fondo del mar, únicamente los hechiceros y Nuitari poseían el secreto para acceder al interior. Sólo aquellos que eran invitados podían entrar, y esa norma afectaba también a los dioses. Pero la torre había sido arrebatada de las manos de Nuitari, se la habían robado en cuanto se había dado la vuelta. Quizá su magia también se hubiera resquebrajado.

Chemosh no perdió el tiempo con la puerta. Podía traspasar las paredes de cristal como si fueran de agua. Empezó a avanzar a través de los brillantes muros negros pero, para su sorpresa, algo le cerraba el paso.

Impaciente, Chemosh empujó las enormes hojas de la puerta para tratar de abrirla. No cedieron bajo su mano. Chemosh perdió los nervios y empezó a darle patadas y a propinarle puñetazos. El dios podría derribar las murallas de un castillo con un simple capirotazo, pero con aquella torre no lograba nada. Las hojas de la puerta se estremecían bajo los golpes, pero seguían intactas.

—Es inútil. No vas a poder entrar. Quien tiene la llave es ella.

Chemosh se volvió y vio a Nuitari, que llegaba caminando por un lado de la torre.

—¿Quién tiene la llave? —quiso saber Chemosh—, ¿tu hermana? ¿Zeboim?

—Mina, más que idiota —repuso Nuitari—, y está mandando a sus Predilectos para que la protejan.

El dios de la magia oscura señaló al otro lado del mar, hacia la ciudad de Flotsam. Con su visión inmortal, Chemosh contempló las hordas de personas que saltaban de los muelles, se metían en el agua y se hundían o nadaban entre las olas, que lucían con un resplandor nada tranquilizador, levemente coloreado con una luz ambarina. Aquéllos eran los Predilectos. Tenían el mismo aspecto y actuaban como cualquier persona, caminaban y hablaban como ellas, comían y bebían; pero había una pequeña diferencia.

Estaban muertos.

Al carecer de vida, no conocían el miedo, el cansancio jamás se apoderaba de ellos, no necesitaban dormir y su energía no tenía fin. Los derribabas y volvían a levantarse. Los decapitabas y recogían su cabeza y se la colocaban de nuevo. Chemosh se había enorgullecido de ellos, hasta que se había dado cuenta de que en realidad eran creación de Mina, no suya. A partir de entonces, detestaba su mera presencia.

—El ejército de Mina —confirmó Nuitari, con tono amargo—. Vienen a ocupar su alcázar. ¡Y tú creías que iba a entregártelo!

—No entrarán —dijo Chemosh.

Nuitari se rio.

—Como le gusta decir a nuestro amigo Reorx: «¿Apostamos?». —El dios de la magia hizo un gesto—. En cuanto ella venga y abra las puertas para dejar entrar a sus Predilectos, mis pobres Túnicas Negras se verán sitiados en su propio laboratorio. La torre va a estar atestada de esos demonios suyos.

Bajo la atenta mirada de Chemosh, cientos de muertos vivientes salieron del agua y se dirigieron directamente hacia las gigantescas puertas.

—¡Pero mira que eres tonto! —exclamó Nuitari, esbozando una sonrisa desdeñosa con sus gruesos labios—. Tenías a Mina en tu cama y la echaste a patadas. Habría hecho cualquier cosa por ti.

Chemosh no respondió. Nuitari tenía razón, maldito fuera. Mina lo amaba, lo adoraba, y él la había abandonado, la había rechazado porque había sentido celos.

No eran celos por otro amante. Eran celos de ella, de su poder.

Los Predilectos la servían a ella, cuando debían servirle a él. Mina le había hecho a él lo mismo que había hecho a Takhisis. Los milagros que había realizado en el nombre de Chemosh eran sus propios milagros. Los hombres rendían pleitesía a Mina, no a él. Los Predilectos estaban sometidos a la voluntad de Mina, no a la suya.

Y, según creía Majere, Mina había hecho todo eso en la más absoluta inocencia. No sospechaba siquiera que ella fuera el dios que había dado a los Predilectos aquella vida espeluznante.

«¡Qué tonto he sido!», se reprochó Chemosh. Pero antes incluso de acabar de pensarlo, ya se le había ocurrido una idea. Recordó la mirada desamparada que le había dedicado antes de lanzarse al mar.

«Todavía me ama. Puedo recuperarla. Con ella a mi lado, puedo suplantar a ese tonto bovino de Sargonnas. Puedo acabar con Kiri-Jolith, imponerme a Mishakal y burlarme del sabelotodo de Gilean. Mina será mi llave a la Sala del Sacrilegio. Podré hacerme con todas las reliquias. Puedo dominar el cielo…».

Lo único que tenía que hacer era dar con ella.

Chemosh dirigió su mirada inmortal al mundo. Vio todos los seres en todos los lugares: elfos y humanos, ogros y kender, gnomos y enanos, peces y perros, gatos y goblins. Su mirada los envolvía, los rodeaba, los estudiaba, a todos al mismo tiempo, todos en una fracción de segundo. Encontró a todos los seres vivos de ese planeta y también a aquellos que no estaban vivos en el sentido usual de la palabra.

Ninguno era ella.

Chemosh estaba desconcertado. ¿Dónde podía estar Mina? ¿Cómo podía ocultarse de él?

No tenía la menor idea y, mientras trataba de desentrañar el misterio, se dio cuenta de que allá, en su castillo, Gilean estaba pidiendo a todos los dioses que juraran que no interferirían en el camino de Mina. Fuera el lugar que fuese el que decidiera ocupar entre los dioses, cualesquiera de los dos bandos al que decidiese unirse, o incluso si abandonaba el mundo, la decisión debía ser sólo suya.

«Si hago el juramento, Gilean se asegurará de que es respetado. Me prohibirán que intente seducirla».

Chemosh confiaba en su poder sobre ella. Lo único que tenía que hacer era verla, hablarle, tomarla entre sus brazos…

No podía salir en su busca, no en ese momento, mientras Nuitari lo examinaba igual que una serpiente examina a un ratón, Sargonnas lo escudriñaba con sombrío recelo y Gilean exigía que todos los dioses hicieran el juramento. Quizá Chemosh no pudiera ir en busca de Mina, pero había alguien a sus órdenes que sí podía. Por suerte, todavía le quedaba un poco de tiempo. Los dioses de la magia querían saber por qué también ellos tenían que prestar juramento.

Chemosh lanzó una llamada. Su pensamiento voló raudo por el castillo hasta Ausric Krell, el antiguo Caballero de la Muerte al que Mina había condenado a recuperar su condición humana. Chemosh tenía que darse prisa. Debía darle la orden de encontrar a Mina antes de prestar juramento. No podrían echarle la culpa a él si era Mina quien acudía a su lado por su propia voluntad.

Qué importancia podía tener un empujoncito a su favor.

—Nosotros no deberíamos prestar juramento —argumentaba Nuitari—. Ni siquiera habíamos nacido cuando ese dios niño fue creado.

—A nosotros Mina no nos interesa nada —lo apoyó Lunitari.

—No tiene nada que ver con la magia. Dejadnos al margen de todo este asunto —añadió Solinari.

—Pero ella tiene algo que sí os interesa —repuso Morgion, el dios de la enfermedad, con su voz ronca y achacosa—. Mina tiene en su poder una Torre de la Alta Hechicería. ¡Y no os permite entrar!

—¿Es cierto eso? —preguntó Gilean, con gesto preocupado.

—Sí —reconoció Solinari—. Pero aunque nos obliguéis a prestar juramento, consideramos justo que se nos permita recuperar la torre, ya que es indiscutiblemente nuestra y, en pocas palabras, ella la ha robado.

—El lloriqueo de los perdedores —se burló Hiddukel.

—Yo tengo tantos derechos sobre esa torre como ellos —declaró Zeboim—. Al fin y al cabo, está en mi océano.

—Fui yo quien la construyó —se defendió Nuitari, furioso—. ¡La levanté de entre las ruinas quemadas! Y tenéis que saber todos —añadió, lanzando una mirada torva a Chemosh— que dentro de la torre, en sus profundidades, está el Solio Febalas, la Sala del Sacrilegio. Dentro de la sala se guardan muchos artefactos y reliquias sagradas, que se creían perdidos durante el Cataclismo. De hecho, vuestros artefactos y reliquias sagradas.

Los dioses habían dejado de sonreír. Miraban a Nuitari con expresión atónita.

—Tenías que habernos dicho que había aparecido la sala —dijo Mishakal, ardiendo de furia con sus llamas blancas.

—Y vosotros teníais que habernos hablado de Mina —repuso Nuitari. Cruzó las manos sobre su túnica negra—. Creo que así quedamos empatados.

—¿Nuestros objetos benditos están a salvo? —preguntó Kiri-Jolith.

—No lo sé —contestó Nuitari, encogiéndose de hombros—. Lo estaban, mientras la torre estaba bajo mi control. Ahora ya no respondo por ellos. Menos aún, después de que los Predilectos ocuparan la torre.

Los dioses volvieron la vista hacia Chemosh.

—¡Eso no es culpa mía! —exclamó el dios—. ¡Ésos seres macabros son obra de ella, no mía!

—¡Basta! —intervino Gilean—, lo único que demuestra todo esto es que es más importante que nunca que todos sin excepción prestemos juramento. ¿O acaso alguno de vosotros está dispuesto a correr el riesgo de que otro pueda tener éxito donde él ha fracasado?

Los dioses rezongaron, pero al final todos se mostraron de acuerdo. No les quedaba otra opción. Se veían obligados a prestar juramento aunque sólo fuera para asegurarse de que los demás también lo hacían. Quizá, para sus adentros, todos estuvieran pensando cómo tergiversarlo o, al menos, hacer que la balanza se inclinara un poco a su favor.

—Apoyad las manos sobre el Libro —indicó Gilean e hizo que el volumen sagrado se materializara— y jurad por vuestro amor al Dios Supremo, que nos creó, y por vuestro temor al Caos, que nos podría destruir, que no vais a amenazar, adular, seducir, rogar o negociar con la diosa conocida como Mina, con el fin de influir en su decisión.

Todos los dioses de la luz pusieron una mano sobre el Libro y lo mismo hicieron los dioses de la neutralidad. Cuando llegó el turno a los dioses de la oscuridad, Sargonnas colocó la mano dando un golpe sordo, al igual que Morgion. Zeboim vaciló.

—Yo estoy segura, mi única preocupación —dijo la diosa, enjugándose con delicadeza uña lágrima salada que se asomaba a su ojo— es esa pobre niña desgraciada. Para mí es como una hija.

—Limítate a jurar de una vez, maldita sea —gruñó Sargonnas.

Zeboim reprimió un sollozo y puso la mano sobre el Libro.

A continuación, el último de todos, llegó Chemosh.

—Yo también lo juro.