Beleño estaba de pie con las manos hundidas en los bolsillos, centrando todos sus esfuerzos en que siguieran ahí. Nunca antes había visto tantos objetos interesantes, curiosos e increíbles, todos juntos en un sitio. Mirara donde mirase, todo parecía pedirle a gritos que lo tocara, lo cogiera, lo estudiara, lo palpara, lo olfateara, lo abriera, lo levantara, lo tanteara, lo desenrollara, lo desenroscara o, por lo menos, lo guardara en un morral para observarlo más adelante.
En varias ocasiones, las manos de Beleño intentaron escapar de un salto de los bolsillos y llevar a la práctica todo lo mencionado. Dando muestras de una voluntad férrea, el kender consiguió mantener sus manos bajo control, pero tenía la sensación de que su voluntad era cada vez más débil y sus manos cada vez más fuertes.
Lo único que quería era que Mina se diera prisa.
Completamente ajena a la lucha que estaba produciéndose en los bolsillos del kender, Mina deambulaba entre los dos altares, ambos inmersos en las sombras más impenetrables, mirando los objetos que había apilados alrededor. Fruncía los labios y arrugaba la frente. Parecía que estaba intentando tomar una decisión, porque a veces extendía la mano hacia un objeto, después la apartaba y se acercaba a otra cosa.
Beleño vivía una auténtica agonía. Una mano había logrado deslizarse del bolsillo y había utilizado la otra para agarrarla por la muñeca y forcejear con ella. Estaba a punto de gritarle a Mina que se decidiera de una vez, cuando el ladrido de Atta, que sonó más alto de lo normal en el silencio absoluto de la Sala, a punto estuvo de hacerle pegar un salto.
—¡Mina! —gritó Beleño—. ¡Es uno de esos hechiceros malos! ¡Está aquí!
—Ya lo sé —repuso Mina, encogiéndose de hombros—. Los dos están aquí.
Hay otro arrastrándose por ahí, cerca del altar de Sargonnas. —Esbozó una sonrisa maliciosa—. El enano se cree muy listo. No sabe que podemos verlo.
Al principio Beleño no vio nada, pero después distinguió perfectamente a un enano merodeando alrededor de uno de los altares. Estaba mirando un cáliz de piedras preciosas cuyo pie representaba la cabeza de un minotauro apoyada sobre sus cuernos.
Atta estaba ladrando al otro hechicero, que acechaba desde la puerta. Rhys seguía de rodillas, completamente entregado a su dios. Caele tenía la mano metida en uno de sus saquitos y Beleño sabía lo suficiente sobre hechiceros para considerar poco probable que estuviera buscando un poco de pimienta.
—¡Mina, creo que va a intentar matar a Rhys! —exclamó Beleño con voz apremiante.
—Sí, seguramente —se mostró de acuerdo Mina. Seguía dándole vueltas a todas las opciones.
—¡Tenemos que hacer algo! —repuso Beleño, enfadado—. ¡Detenlo!
Mina suspiró.
—No logro decidir cuál le gustará a madre. No quiero equivocarme. ¿A ti qué te parece?
A Beleño no le parecía nada. Caele estaba recitando y apuntando a Rhys con algo.
Beleño estaba a punto de gritar a Rhys para avisarlo, pero el grito se convirtió en un sonido estrangulado por el asombro. Una cuerda de cáñamo recorrida por hojas sagradas, que hasta entonces había estado enroscada en el altar de Chislev, se lanzó como una serpiente atacante y rodeó los brazos de Caele, apretándolos contra los costados. Las palabras del hechizo del semielfo murieron en un aullido. Cayó al suelo rodando, mientras intentaba zafarse de la cuerda que lo sujetaba.
En ese momento, Basalto cogía el cáliz y, para más asombro de Beleño, lo utilizaba para golpearse a sí mismo en la cabeza. Basalto aullaba de dolor e intentaba escapar del cáliz, pero lo único que conseguía era seguir pegándose. Siguió dándose golpes, incapaz de detenerse. La sangre le caía por el rostro. Se tambaleó aturdido, gimiendo de dolor, hasta que se derrumbó inconsciente. Sólo entonces dejó de golpearse.
Beleño tragó saliva. Sus manos, todavía en los bolsillos, ya parecían sentirse más cómodas allí y no manifestaban deseo alguno de tocar nada.
—Creo que deberíamos salir de este lugar —sugirió Beleño con un hilo de voz.
—Me llevaré esto —dijo Mina, decidiéndose por fin.
—¡No toques nada! —le advirtió Beleño, pero Mina no le prestaba atención.
Cogió una figura pequeña de cristal esculpida en forma de pirámide del altar de Paladine y se quedó admirándola. No pasó nada.
Sin dejar el pequeño cristal, Mina se acercó al altar de Takhisis y, después de dudarlo un momento, eligió un collar anodino, hecho con cuentas brillantes.
—Creo que a madre le gustarán estas cosas —anunció la pequeña.
—¿Qué son? —preguntó Beleño—. ¿Qué hacen? ¿Lo sabes, por lo menos?
—¡Claro que lo sé! —repuso Mina ofendida—. No soy tonta. Lo sé todo sobre todo.
Beleño olvidó por un momento que era una diosa y que probablemente lo sabía todo sobre todo. Hizo un ruido poco educado para expresar su incredulidad.
—Entonces, ¿qué es ese collar? —le retó.
—Se llama Sedición —contestó Mina con aire petulante por todo lo que sabía—. Lo hizo Takhisis. La persona que lo lleva tiene el poder de hacer mala a la gente buena.
Beleño estuvo a punto de decir «¿Quieres decir malos como tú?», pero se lo pensó mejor. A pesar de que Mina había estado a punto de ahogarlo, no quería herir sus sentimientos.
—¿Y la pirámide pequeña? —preguntó.
—Está consagrada a Paladine. —Mina la levantó para ver los destellos del cristal bajo la luz azul del altar de Mishakal—, esta pieza emite la luz de la verdad sobre las personas. Por eso el Príncipe de los Sacerdotes tenía que esconderla. Tenía miedo de que la gente viera lo que realmente era.
Beleño tuvo una idea.
—Bah, no te creo. Te lo estás inventando.
—¡Es verdad! —repuso Mina, enfadada.
—Entonces demuéstramelo —contestó Beleño. Alargó la mano hacia el cristal.
Mina vaciló.
—¿Me prometes que vas a devolvérmelo?
—Que me parta un rayo si no lo hago —juró Beleño.
Ya que había hecho aquel terrible juramente, sagrado para todos los niños del mundo, Mina aceptó. Dejó el cristal en forma de pirámide en la mano del kender.
—¿Qué hago? —preguntó Beleño, mirando el objeto con curiosidad y un poco más de recelo que hasta el momento. De repente le había asaltado la duda de si el objeto se ofendería porque lo utilizara un místico.
—Póntelo en el ojo y mira a algo a través de él —contestó Mina.
—¿Qué voy a ver?
—¿Cómo quieres que lo sepa? Depende de lo que estés mirando, bobo.
Beleño levantó el cristal y miró al enano hechicero que estaba tumbado en el suelo. Vio un enano hechicero tumbado en el suelo. Miró a Caele y vio a Caele. Miró a Rhys y vio a Rhys. Miró a Atta y vio un perro. Pensando que aquélla era una excusa muy mala para hacer un objeto, Beleño volvió el cristal hacia Mina.
Una luz blanca la bañaba, la rodeaba y la iluminaba desde dentro y desde fuera. Beleño parpadeó, porque la luz lo cegaba. Intentó enfrentarse a la luz, mirarla directamente para poder ver con más claridad, pero la luz se hacía cada vez más brillante, cada vez más intensa si cabía. Refulgente y cegadora, la luz se intensificaba y al final el kender tuvo que cerrar los ojos. La luz se expandía y crecía; la luz de una miríada de soles, la luz primigenia, la luz de la creación. Beleño aulló de dolor y dejó caer el cristal. Se quedó allí de pie frotándose los ojos abrasados.
Una vez, cuando era un kender pequeño, había mirado fijamente al sol sencillamente porque su madre le había dicho que no lo hiciera. Luego, durante unos minutos eternos, no veía más que unas manchas oscuras como pequeños soles negros, y eso mismo era lo que veía en ese momento. Y después de lo que había visto, se preguntó si no sería eso todo lo que quería ver.
Mina recogió el cristal del suelo.
—Bueno, ¿qué has visto?
—Puntos —dijo Beleño, frotándose los ojos.
Mina parecía decepcionada.
—¿Puntos? Tienes que haber visto algo más.
—¡Pues no! —negó Beleño malhumorado—. A lo mejor no funciona.
—¡A lo mejor no sabías qué estabas mirando! —le reprochó Mina.
—Sí que lo sabía —contestó Beleño.
Por suerte, los puntos empezaban a apagarse. Se secó el sudor de la frente. Parecía extraño que estuviera sudando cuando todavía tenía los brazos de piel de gallina.
Mina se guardó el objeto en el bolsillo y después le sonrió.
—Te toca —dijo.
—¿El qué?
La pequeña hizo un gesto con la mano.
—Has venido conmigo. Puede escoger un objeto. El que tú quieras.
Beleño miró a Basalto, ensangrentado y tirado en el suelo, mientras oía los gritos aterrorizados de Caele. Metió las manos en los bolsillos con fuerza.
—No, pero gracias.
—Gallina cobarde —se burló Mina.
Se acercó al altar de Majere, cogió algo brillante y se lo tendió a Beleño.
—Toma. Deberías tener esto.
En la mano tenía un broche de oro que representaba un saltamontes. Beleño recordó aquella ocasión en la que Atta y él estaban siendo perseguidos por los Predilectos y un ejército de saltamontes los había salvado. El broche tenía dos rubíes por ojos y estaba labrado con tal delicadeza que parecía que podía pegar un salto en cualquier momento. A Beleño le gustaba bastante y lo deseaba más que ninguna otra cosa que hubiera querido en su vida. La mano le temblaba en el bolsillo.
—¿Estás segura de que a Majere no le importará que lo coja? —preguntó—. No querría hacer nada que lo enfadara.
—Estoy segura —contestó Mina y, antes de que Beleño pudiera protestar, le colocó el broche en la camisa.
Beleño se puso tenso, asustado, esperando que el broche le machacara la nariz o lo golpeara en la cabeza. El saltamontes se quedó mansamente sobre la camisa. Mientras lo admiraba, a Beleño le pareció ver que uno de los ojos rojos le lanzaba un guiño.
—¿Qué hace? —preguntó el kender.
—Es un saltamontes, bobo —respondió Mina—. ¿Qué te parece que hace?
—¿Saltar? —aventuró Beleño.
—Sí, y también hará que saltes tú. Tan alto y lejos como quieras.
—¡Vaya! —dijo Beleño en voz baja.
Rhys no había visto ni oído nada. El enano lanzaba alaridos, Caele maldecía, Atta ladraba y Rhys parecía estar en otro lugar. El único sonido que le llegaba era la voz del dios.
Y entonces Rhys sintió que una mano le daba golpecitos en el hombro y levantó la cabeza. La voz del dios desapareció.
—Señor monje, tengo mis regalos para Goldmoon —dijo Mina, mostrándole los dos objetos—. Ya podemos irnos.
Rhys se levantó. Había estado arrodillado en el suelo mucho tiempo, o eso parecía, porque le dolían las rodillas y tenía las piernas entumecidas. Al mirar en derredor, se quedó perplejo al ver a los dos Túnicas Negras en el suelo, uno de ellos atado y chillando, y el otro sangriento e inconsciente.
Miró a Beleño en busca de una explicación.
—Enfadaron a los dioses —repuso el kender.
Ésa respuesta dejó a Rhys bastante desconcertado, pero antes de que pudiera preguntar, Mina gritó con impaciencia que ya estaba lista para irse.
—¿Qué hacemos con el cara de comadreja y con la bola de pelo? —planteó Beleño.
—Dejarlos aquí —contestó Mina, frunciendo el entrecejo—. Encerrarlos para que se mueran aquí. Así aprenderán la lección.
—¡No podemos hacer eso! —se escandalizó Rhys.
—¿Por qué no? Iban a matarnos —repuso Mina.
Rhys bajó la vista hacia Caele, atado con la cuerda bendita y retorciéndose por todo el suelo. La ira y el miedo combatían entre sí por apoderarse del semielfo. Un momento estaba haciendo rechinar los dientes y lanzando amenazas y al siguiente suplicaba entre gemidos que lo salvaran. El otro hechicero, Basalto, había recuperado la conciencia y lloriqueaba diciendo que le dolía la cabeza.
—Sé cómo se siente —dijo Beleño, lanzado una mirada a Mina—. Ella tiene su parte de razón, Rhys. La comadreja iba a matarte con un hechizo mágico si no lo hubiera detenido no sé qué dios con la cuerda. No deberíamos soltarlos.
—No voy a abandonar a nadie para que muera —repitió Rhys con seriedad, en un tono que no admitía más discusiones—. Por lo menos podemos sacarlos de aquí. Tú tira de ese lado.
—¡Buf! —exclamó Beleño, arrugando la nariz, cuando levantó los pies desnudos de Caele—. Nunca pensé que diría esto, pero ojalá hubiera más agua aquí dentro.
Mientras Mina los miraba con gesto de desaprobación, Rhys y Beleño arrastraron primero a Caele y después a Basalto, los sacaron de la Sala del Sacrilegio y tiraron a los dos hechiceros en la arena húmeda.
—¡Atta, vigila! —ordenó Rhys, señalando a los hechiceros.
—No creo que haga falta —intervino Beleño en voz baja—. Me parece que alguien viene a buscarlos.
Un hombre cubierto por una magnífica túnica negra cruzaba la arena húmeda. Su rostro, redondo como una luna, estaba pálido por la furia, sus ojos fríos centelleaban.
Mina agarró a Rhys de la mano. Atta se escabulló detrás del monje y a Beleño le pareció prudente volver a la sala. La mirada airada del hombre se paseó por todos ellos, se detuvo un momento en Mina y después cayó con toda su fuerza sobre los hechiceros.
Caele vio lo que se les venía encima y empezó a balbucear.
—Señor Nuitari, ¡no fue culpa mía! Basalto me obligó avenir…
—¡Que te obligué! —empezó a gritar Basalto, pero su propia voz hacía que le doliera la cabeza y siguió hablando entre lamentos—. No lo creáis, señor. Fue ese monje mestizo que…
La cara de luna se crispó por la furia. Nuitari extendió el brazo y los dos hechiceros desaparecieron.
El Señor de la Luna Oscura se volvió hacia Rhys.
—Mis disculpas, monje de Majere. Ésos dos no volverán a molestaros.
Rhys hizo una reverencia.
—Perdonadme, Nuitari —lo llamó Beleño desde la seguridad de la puerta—, para compensarnos por el hecho de que vuestros hechiceros intentaran matarnos, ¿podríais librarnos de los Predilectos? No es mi intención quejarme, pero es que han invadido vuestra torre y no van a dejar que nos marchemos.
—Ésta ya no es mi torre —respondió Nuitari y, lanzando una mirada gélida a Mina, desapareció.
—Entonces, ¿quién estaba manteniéndolos a raya? —preguntó Beleño, atónito.
—Seguramente Mina —contestó Rhys—, pero no lo sabía.
Beleño masculló algo ininteligible.
—Y en ese caso, ¿qué hacemos con los Predilectos? —quiso saber el kender.
—Mientras Mina esté con nosotros, no creo que nos hagan daño —repuso Rhys.
—¿Y qué pasará cuando Mina intente irse?
—No lo sé, amigo mío. Debemos tener fe en que…
Se detuvo y entrecerró los ojos.
—Beleño, ¿de dónde has sacado ese broche de oro?
—Yo no lo cogí —respondió el kender rápidamente.
—Estoy seguro de que no querías cogerlo —apuntó Rhys—. Me imagino que lo encontraste en el suelo…
—… ¿donde un dios lo dejó caer? —Beleño le sonrió burlonamente—. No lo robé, Rhys. En serio. Me lo dio Mina.
Bajó la vista hacia el saltamontes con orgullo.
—¿Te acuerdas cuando Majere envió a los saltamontes para salvarme? Creo que ésta es su forma de darme las gracias.
—Está diciendo la verdad —intervino Mina a su favor—. El dios quería que lo tuviera. Igual que los dioses querían que yo tuviera mis regalos para Goldmoon. Eso me recuerda una cosa, ¿podrías guardármelos? —Mina le tendió a Rhys los dos objetos—. Tengo miedo de perderlos.
—Hagas lo que hagas, ¡no te pongas el collar! —advirtió Beleño.
—Creo que a Goldmoon van a gustarle —prosiguió Mina, entregándole a Rhys primero la pirámide de cristal y después el collar—. Cuando los dioses se fueron, Goldmoon me dijo que estaba muy triste. A pesar de que pasaban años y más años, seguía echándolos de menos. Yo le prometí que encontraría a los dioses y que se los devolvería. Y lo hice.
Mina sonrió, satisfecha consigo misma.
Rhys se estremeció. Mina no había encontrado a un dios. El dios, Takhisis, la había encontrado a ella. Takhisis mintió a Mina, la corrompió y la hizo esclava de la oscuridad, cuando debería estar regocijándose en la luz. ¿Había sido Mina una víctima inocente o desde el principio distinguía el bien del mal y había escogido la oscuridad deliberadamente? Y en ese momento, ¿intentaba borrar sus recuerdos, en un esfuerzo por olvidar los terribles crímenes que había cometido? ¿O realmente los habría olvidado? ¿Estaba fingiendo? ¿O era locura?
Quizá ni siquiera Mina supiera las repuestas. Quizá ésa era la razón por la que iba a Morada de los Dioses. Y él iba a hacer aquel extraño viaje con ella, para acompañarla, guiarla y protegerla.
Rhys colocó el prisma y el collar en su talego. Si alguien descubría que llevaba unos tesoros tan valiosos, él y quien lo acompañara correrían un gran peligro. Pensó en decir algo a Mina y a Beleño, advertirlos de que debían mantener los objetos en secreto. Pero descartó la idea, porque cuanta menos importancia les diera, mejor. Con un poco de suerte, tanto el kender como la niña se olvidarían de ellos.
Exactamente eso fue lo que pareció que le pasaba a Mina. En cuanto se vio libre de su carga, empezó a burlarse de Beleño, preguntándole entre risitas si le apetecía volver a nadar.
—¡No! —gritó el kender.
Entonces ella le pellizcó en el brazo y le dijo que era un bebé, y Beleño la pellizcó en el brazo y la llamó mocosa. Los dos echaron a correr, lanzando patadas hacia los tobillos del otro e intentando agarrarse. Ante un gesto de Rhys, Atta corrió detrás para tenerlos vigilados.
Las esquirlas de cristal habían desaparecido, al igual que el agua del mar, seguramente por orden de Mina.
Rhys se entretuvo cerca de la sala, sin querer marcharse. Majere le había hablado en el Solio Febalas, pero no a su cabeza, sino a su corazón. Vio con nitidez el camino que debía recorrer y era un largo camino. Mina lo había elegido para que fuera su guía, su maestro. No comprendía por qué y ni siquiera los dioses lo entendían. Su posición era muy complicada y peligrosa, pues era el guardián de una carga mucho más fuerte y poderosa que él. Era un guía que únicamente podía caminar detrás, pues era Mina quien debía encontrar el camino que debía recorrer. Rhys había aceptado la confianza depositada en él y rezó por que fuera merecedor de ella.
—¡Señor monje, deprisa! —gritó Mina con impaciencia—, ¡ya estoy preparada para ir a Morada de los Dioses!
La puerta del Solio Febalas empezó a cerrarse lentamente. La esmeralda verde refulgió con un suave resplandor. Rhys hizo una profunda reverencia, se volvió y se apresuró para alcanzar a Mina.
Nuitari deambulaba por la Sala del Sacrilegio. El Señor de la Luna Oscura tenía puesto uno de sus ojos de pesados párpados en la puerta, que ya estaba cerrada, y el otro en Chemosh, Señor de los Huesos, quien también vagaba por la Sala.
Los dos dioses se habían visto obligados a esperar a que Mina abriera la puerta para poder entrar en la torre. A Nuitari aquello le había resultado especialmente humillante, ya que, por derecho, aquella torre era suya. Sus primos habían estado de acuerdo en que debía tenerla él. Había cedido la Torre de Wayreth y la de Foscaterra para conseguirla. Y dado que el Solio Febalas se encontraba dentro de la torre, consideraba que la sala también le pertenecía. Al fin y al cabo, los tesoros hundidos eran de quien los encontraba.
Si bien era cierto que la Sala del Sacrilegio no era un barco que se hubiera ido a pique durante una tormenta, desde su punto de vista la ley del mar también era aplicable en ese caso. No había forma de que Chemosh aceptara ese razonamiento, perfectamente lógico, y estaba demostrando que podía ser un auténtico incordio. Chemosh reclamaba que los objetos sagrados eran suyos y que quería recuperarlos.
Ninguno de los dioses había podido entrar mientras Mina estaba allí con ese monje de segunda suyo y con el kender. Ambos dioses habían observado a este último, mortificados, imaginando cómo todos aquellos valiosos objetos, capaces de producir milagros inimaginables, desaparecían en los morrales y los bolsillos del kender, para acabar perdiéndose o vendidos a cambio de seis piñas y un grillo amaestrado.
Los dos se quedaron muy aliviados cuando vieron que, por lo visto, Mina y compañía se iban con sólo dos objetos y un bicho de oro de poco valor.
Cuando el monje salió, la puerta se cerró. Chemosh sospechaba que la había cerrado Nuitari, y Nuitari sospechaba que lo había hecho Chemosh. Los dos dioses se quedaron aguardando a que el otro hiciera el primer movimiento. Al final, Nuitari no pudo soportarlo más.
—Voy a echar un vistazo dentro para asegurarme de que el kender no ha dejado la sala pelada.
—Te acompaño —dijo Chemosh de inmediato.
—No es necesario —repuso Nuitari con voz empalagosa.
—Insisto —contestó Chemosh.
Ambos vacilaron, mientras se miraban hoscamente, y después los dos se dirigieron a la puerta. Al mismo tiempo, alargaron la mano para abrir la puerta del castillo de arena.
Una voz inmortal, severa y airada, habló a los dos dioses.
—Hubo un tiempo en que cada grano de arena era una montaña. Así, todo lo que parece poderoso e importante se reduce a la insignificancia.
»Todo.
Una ola que llegaba rodando desde el origen del tiempo cayó sobre el Solio Febalas y lo inundó. Cuando se retiró, se llevó la sala consigo al vasto océano de la eternidad.
Con todo su inmortal ser tembloroso, los dioses se encogieron sobre la arena mojada, sin atreverse a moverse o alzar la vista, no fuera a caer sobre ellos la cólera del Dios Supremo. Al fin, Chemosh levantó la cabeza y Nuitari abrió los ojos.
La Sala del Sacrilegio había desaparecido, arrastrada.
Chemosh se levantó, se sacudió la arena de las mangas de encaje y se marchó con paso airado, haciendo acopio de la poca dignidad que le quedaba. Nuitari se puso en pie y se sacudió la túnica negra. El no se fue, sino que se quedó dando vueltas, mirando fijamente la arena lisa, donde una vez se había levantado la sala. Había dedicado años a estudiar la historia de cada uno de esos objetos y a catalogarlos. Los conocía todos, sabía qué hacía cada uno y lo mucho que los dioses estarían dispuestos a pagar para hacerse con ellos. No en oro, ni en acero ni joyas, por supuesto; poco le importaban a Nuitari esas cosas. Pagarían de otra manera. Podría convencer a Zeboim de que dejara su torre tranquila. Los malditos paladines de Kiri-Jolith dejarían de hostigar a sus Túnicas Negras. Sargonnas habría tenido que permitir a sus minotauros que practicasen libremente la magia, y así continuaría la lista.
Pero el Dios Supremo, que nunca se pronunciaba, se había pronunciado. Quizá fuera lo más conveniente. Los objetos y la misma sala pertenecían a un tiempo y un lugar que ya había desaparecido mucho tiempo atrás. Sería mejor dejarlos descansar en el polvo del pasado. No obstante, Nuitari no podía dejar de preguntarse de mal humor por qué el Dios Supremo había permitido a Mina entrar en la Sala, mientras que a él y a otros les había bloqueado el paso.
El dios de la magia oscura se apartó del lugar donde había estado la sala, pero no se marchó. Concedía el Solio Febalas al Dios Supremo.
A cambio, Nuitari quería recuperar su torre.