Para cuando Rhys ya había cruzado los huertos y el césped que había delante de la fachada del templo, la guardia de la ciudad había logrado recuperar cierto control sobre la zona. Rhys se detuvo, sorprendido al encontrarse con las consecuencias de la matanza. La calle estaba repleta de cuerpos, algunos se agitaban y gemían, pero muchos yacían inmóviles. El empedrado de la calzada estaba resbaladizo por la sangre. Los incendios ya se habían apagado, pero el hedor de la quema le vino como una bofetada. Los guardias habían cerrado la calle y, en cuanto hubo terminado la batalla, tuvieron que dedicarse a la ardua tarea de mantener a raya a los amigos y familiares consternados que buscaban a sus seres queridos.
Rhys no tenía la menor idea de por dónde empezar a buscar a Beleño, a Mina y a Atta. Deambuló calle arriba y calle abajo, gritando el nombre de los tres. Nadie le respondió. Todos con los que se encontraba estaban cubiertos de hollín, tierra y sangre. Le resultaba imposible identificar a las víctimas viendo sólo su ropa y cada vez que descubría el cuerpo del tamaño de un kender, se le desbocaba el corazón.
Incluso mientras buscaba, hacía lo que podía por ayudar a los heridos, aunque como no era sacerdote, no podía ofrecerles mucho más que consuelo y aliviar su miedo asegurándoles que la ayuda ya estaba en camino.
En una situación normal se habría llevado a los heridos al Templo de Mishakal, pues sus sacerdotes estaban instruidos en el arte de curar. Pero su templo había quedado dañado en el incendio y el Templo de Majere se había abierto a las víctimas, así como los de Habbukuk y Chislev. Los sacerdotes de muchos dioses se afanaban entre los heridos, cuidando de los amigos y los enemigos sin hacer distinciones. Los sacerdotes contaban con la ayuda de los místicos, que habían acudido rápidamente al lugar para hacer
lo que estuviera en su mano, y con ellos habían llegado los herbolarios y los médicos de Solace. Los cadáveres se trasladaban al Templo de Reorx, donde se depositaban hasta que los familiares y amigos fueran a enfrentarse al duro trámite de identificarlos y recogerlos para enterrarlos.
Rhys se cruzó con el abad, que estaba organizando el transporte de camillas. Muchos de los heridos se encontraban muy graves y el abad estaba muy ocupado, pues aquellas vidas pendían de un hilo. Rhys habría dado cualquier cosa por no interrumpirlo, pero estaba empezando a desesperarse. Todavía no había encontrado a sus amigos. Ya iba a pararse un momento para preguntarle al abad si había visto a Mina, cuando vio a Gerard.
El alguacil estaba salpicado de sangre y cojeaba de una pierna, en la que tenía una herida. A su lado caminaba un guardia, que le rogaba que buscara a alguien que le curara la herida. Gerard despachó al hombre enfadado, diciéndole que buscara ayuda para aquellos que realmente la necesitaban. El guardia vaciló y después, al ver la expresión torva del alguacil, volvió a su puesto. Cuando el hombre se hubo ido y Gerard pensaba que nadie lo miraba, se apoyó tambaleante contra un árbol, dejó escapar un suspiro profundo y tembloroso, cerró los ojos y su rostro se deformó en una mueca.
Rhys corrió a su lado. Al oír que unos pasos se acercaban a él, Gerard se irguió bruscamente y trató de seguir caminando como si no pasara nada. La pierna herida no lo sostenía y estuvo a punto de caerse, de no ser porque Rhys ya estaba allí para cogerlo y bajarlo al suelo con delicadeza.
—Gracias, hermano —dijo Gerard de mala gana.
Sin hacer caso del empeño de Gerard por llamar simple arañazo a la herida, Rhys examinó el corte del muslo del alguacil. Era profundo y sangraba profusamente. La hoja había atravesado la carne y el músculo, y quizá había roto el hueso. Gerard hizo un gesto de dolor cuando Rhys palpó la herida con los dedos y maldijo entre dientes. El azul intenso de sus ojos refulgía más de rabia que de dolor.
Rhys abrió la boca para gritar y llamar a un sacerdote, pero Gerard no esperó siquiera a oír qué decía.
—Si dices una oración, hermano —advirtió Gerard—, si pronuncias una sola palabra sagrada, ¡haré que vuelvas a tragártela!
Lanzó un grito ahogado por el dolor y se apoyó contra el árbol, gimiendo suavemente.
—Soy un monje de Majere —repuso Rhys—, no tienes que preocuparte, no tengo el don de la curación.
Gerard se sonrojó, avergonzado por su estallido.
—Siento haberte gritado, hermano. ¡Es que estoy más que harto de vuestros dioses! ¡Mira lo que han hecho vuestros dioses a mi ciudad!
Hizo un gesto hacia los cuerpos que se amontonaban en el suelo, hacia los clérigos que se abrían paso entre los heridos.
—La mayor parte del mal cometido en el mundo se comete en el nombre de un dios u otro. Estaríamos mejor sin ellos.
Rhys podría haber respondido que también se hacía mucho bien en nombre de los dioses, pero no era el momento de entrar en una discusión teológica. Además, entendía a Gerard. Había habido un tiempo en que Rhys había pensado lo mismo.
Gerard observó a su amigo y después suspiró.
—No me hagas caso, hermano. No quería decir lo que he dicho. Bueno, no exactamente. La pierna me duele un horror y hoy he perdido a unos cuantos hombres buenos —terminó de disculparse con aire sombrío.
—Lo siento. Realmente lo siento. Alguacil, ojalá no tuviera que molestarte ahora, pero tengo que preguntarte. ¿Has visto…? —Rhys sintió que se le secaba la garganta al pronunciar la pregunta—. ¿Has visto a Beleño por algún sitio?
—¿Tu amigo el kender? —Gerard negó con la cabeza—. No, no lo he visto, pero eso no quiere decir nada. Esto era un auténtico caos, con todo el humo, los incendios y esos demonios muertos vivientes asquerosos que mataban a todo el que se pusiera a su alcance.
Rhys lanzó un profundo suspiro.
—Beleño tiene mucho más sentido común que todos los kenders juntos —le animó Gerard—. ¿Atta está con él? Ésa perra es más lista que mucha gente que yo conozco. Seguramente ya hayan vuelto a la posada. Ya sabes que esta noche hay pollo y bollos…
Intentó sonreír, pero dejó escapar un resoplido y empezó a balancearse hacia delante y hacia detrás, maldiciendo por lo bajo.
—¡Esto duele!
El mejor lugar en el que podría estar era uno de los templos, pero Rhys ya sabía cómo iba a recibir su sugerencia.
—Por lo menos deja que te ayude a volver a la posada, amigo mío —propuso Rhys, pues sabía que Gerard estaría a salvo si Laura se ocupaba de él.
Gerard se mostró de acuerdo y, de mala gana, permitió que Rhys lo ayudara a levantarse.
—Tengo la receta de una cataplasma que te aliviará el dolor y que hará que la herida se cierre limpiamente —le dijo Rhys, mientras lo rodeaba con un brazo.
—No vas a bendecirla con una oración, ¿verdad, hermano? —preguntó Gerard bruscamente, apoyándose en su amigo.
—Tal vez pida un par de cosas a Majere en tu nombre —contestó Rhys, sonriendo—, pero me aseguraré de que no me oyes.
Gerard gruñó.
—En cuanto lleguemos a la posada, avisaré de que busquen al kender.
Habían recorrido una corta distancia, pero era evidente que Gerard no podría continuar sin más ayuda que la que Rhys podía ofrecerle. Gerard había perdido mucha sangre y estaba demasiado débil para resistirse, así que Rhys pidió ayuda. Inmediatamente acudieron tres jóvenes robustos. Subieron a Gerard a un carro, lo condujeron hasta la posada y después lo subieron a una habitación. Laura iba de un lado a otro, preocupada por el alguacil y ayudando a Rhys a preparar la cataplasma, a limpiar y vendar la herida.
Laura se quedó consternada al enterarse de que Beleño había desaparecido. Cuando Rhys le preguntó, su respuesta fue que el kender no había vuelto a la posada. No lo había visto en toda la mañana. Se la veía tan preocupada por el kender que Rhys no encontró fuerzas para contarle que también había perdido a Mina. Ante las preguntas angustiadas de Laura, le dijo que Mina estaba con un amigo. No tenía por qué ser mentira. Tenía la esperanza de que la niña estuviese con Beleño.
Gerard se quejó mucho del olor de la cataplasma, que, según él, sería lo que lo mataría si la herida no lo lograba. Rhys se tomó las quejas del alguacil como un síntoma de que ya se sentía mejor.
—Te dejaré descansar —dijo Rhys, preparándose para irse.
—No te vayas, hermano —le pidió Gerard, quejoso—. Entre el olor asqueroso de esa cosa que me habéis puesto y el dolor, no voy a poder dormir. Siéntate y habla conmigo. Hazme compañía. Ayúdame a que se me despeje un poco la cabeza. Y deja de dar vueltas por la habitación. Pronto tendremos noticias del kender. ¿Qué me has puesto en esa porquería, por cierto? —preguntó con recelo.
—Plátano, arrayán, corteza, jengibre, Cayena y clavos —contestó Rhys.
No se había dado cuenta de que se movía de un lado a otro y se obligó a sí mismo a detenerse. Sentía que tenía que estar allí afuera, buscando, aunque era el primero en admitir que no tenía la menor idea de por dónde empezar. Gerard les dijo a sus guardias que estuviesen atentos por si veían a un kender con un perro y que avisasen a la población. En cuanto supiesen algo de los desaparecidos, se lo comunicarían a Gerard.
—Cuando haya encontrado al kender, no quiero tener que ir a buscarte a ti —dijo Gerard a Rhys, quien entendía su razonamiento.
Rhys acercó una silla a la cama de Gerard y se sentó.
—Cuéntame lo que pasó en Ringlera de Dioses —le pidió al alguacil.
—Todo lo empezaron los sacerdotes y los seguidores de Chemosh. Prendieron fuego al Templo de Sargonnas y después intentaron quemar el Templo de Mishakal lanzando ramas ardiendo al interior, mientras otros comenzaban la matanza. Invocaron dos demonios que parecían sacados de la más terrible pesadilla. Llevaban una armadura hecha de huesos y se les salían las entrañas. Mataban todo lo que se movía. Los lideraba una sacerdotisa de Chemosh. A los paladines de Kiri-Jolith les costó mucho destruirlos y únicamente lo lograron cuando esos monstruos del otro mundo se volvieron contra la sacerdotisa y la despedazaron.
Gerard meneó la cabeza.
—Lo que más me sorprende es que los seguidores de Chemosh hayan hecho todo esto a plena luz del día. Ésos ladrones de tumbas suelen cometer sus atrocidades protegidos por la oscuridad. Casi parece que fuera una especie de distracción…
Gerard se detuvo y miró a Rhys, con una expresión cargada de intención.
—Era una distracción, ¿verdad? —Gerard dio un golpe con la mano debajo del cobertor—. Estaba seguro de que esto tenía algo que ver contigo. Me debes una explicación, hermano. En nombre del cielo, dime lo que está pasando.
—Es una buena forma de plantearlo. Te lo explicaré. —Rhys suspiró, compungido—. Aunque te va a costar creer mi historia. Mi relato no empieza conmigo, sino con la mujer que conoces como Mina…
Le contó la historia, en la medida que él la conocía. Gerard lo escuchó en un silencio perplejo. No dijo nada hasta que Rhys llegó al final de su relato, cuando contó cómo había matado a Krell. Entonces Gerard meneó la cabeza.
—Tienes razón, hermano. No estoy muy seguro de creerte. No es que dude de tu palabra —añadió rápidamente—. Es sólo que… es tan inverosímil. ¿Un nuevo dios? ¡Eso es lo que nos faltaba! ¡Y un dios que se ha vuelto loco? Pero que…
Alguien llamó a la puerta y los interrumpió.
Rhys abrió y encontró a un guardia de la ciudad junto con una mujer mayor, vestida con ropas de viaje.
El guardia se llevó la mano a la frente, en señal de respeto hacia Rhys, y después se dirigió a Gerard:
—Tengo información sobre ese kender que estabas buscando, alguacil. Ésta señora lo ha visto.
—Así es, alguacil —intervino la mujer con evidentes ganas de hablar—. Acabo de quedarme viuda. Mi marido y yo teníamos una granja al norte de la ciudad. La vendí, porque era demasiado trabajo para mí sola, y ahora estoy mudándome a Solace para vivir con mi hija y su marido. Ésta mañana íbamos por la calzada cuando vi a un kender como el que decís. Viajaba con un perro negro y blanco y con una niñita.
—¿Estás seguro de que eran ellos, señora? —preguntó Gerard.
—Segurísima, alguacil —repuso la mujer, cruzando los brazos debajo de la capa con expresión satisfecha—. Me acuerdo perfectamente porque pensé que aquél era un trío muy raro y el kender y la niña estaban en medio de la calzada, discutiendo por algo. Iba a pararme para ver si podía ayudarlos, pero Enoch, que es mi yerno, me dijo que no debía hablar con un kender a no ser que quisiera que me lo robara todo. Fuera lo que fuese lo que el kender se traía entre manos, lo más probable era que no fuera nada bueno y además no era asunto nuestro.
»Yo no estaba tan segura. Soy madre y me daba la impresión de que la niñita se había escapado de casa. Mi hija hizo lo mismo cuando tenía esa edad. Metió todas sus cosas en un saco de arpillera y se fue. No llegó muy lejos antes de que le entrara hambre y diera media vuelta, pero casi me muero del disgusto. Me acordé de cómo me había sentido y lo primero que hice en cuanto llegué a Solace fue contarle al guardia lo que había visto. El me dijo que estabais buscando a ese kender, así que pensé que tenía que venir a decir lo que había visto y dónde.
—Gracias, señora —contestó Gerard—. ¿Acaso pudiste ver si siguieron hacia el norte por la calzada?
—Cuando volví la vista, la niña seguía el camino hacia el norte. El kender y el perro la seguían con desgana.
—Gracias, señora. Que Majere te acompañe —dijo Rhys, antes de coger su cayado.
—Buena suerte, hermano Rhys —lo despidió Gerard—. No voy a decir que ha sido un placer encontrarte, porque no me has traído más que problemas. Diré que ha sido un honor.
Alargó la mano y Rhys se la estrechó, apretándola con calidez.
—Gracias por toda tu ayuda, alguacil. Sé que no crees en los dioses, pero, como una vez me dijo un amigo mío, ellos sí creen en ti.
Rhys se paró un momento para decirle a Laura que ya habían localizado a Beleño y que él, el kender y Mina iban a proseguir su viaje.
—Es una niñita preciosa y muy dulce. Intenta que se dé un baño de vez en cuando, hermano —pidió Laura, antes de despedirlo con un abrazo, unas cuantas lágrimas y tanta comida como el monje podía llevar.
Desde la ventana, Gerard contempló al monje con su raída túnica naranja abriéndose camino entre el gentío, sin molestar a nadie, para tomar el camino hacia el norte.
—Me pregunto si alguna vez llegaré a saber cómo termina esta extraña historia —se preguntó Gerard. Suspiró profundamente y se acomodó entre los almohadones—. De lo que estoy seguro es de que no nos deparará nada bueno.
Estaba a punto de conciliar el sueño, cuando llegó un guardia para informarlo de que una turba enfurecida estaba descargando su ira contra el Templo de Chemosh.