Atta se zafó de Beleño. La perra, furiosa, salió disparada desde debajo del banco y se lanzó a la garganta de Krell. Con el brazal de hueso que le protegía el brazo, Krell le propinó un golpe de revés en el morro. La perra cayó junto a Rhys y se quedó allí, sacudiendo la cabeza, mareada. Por lo menos seguía respirando. Beleño vio que se le movían las costillas. De Rhys ni siquiera podía decir eso.
Mina estaba en el suelo, junto a él, sacudiéndolo y suplicándole que despertara. Rhys tenía los ojos cerrados. Yacía completamente quieto.
Krell se erguía sobre Mina. Había tirado la espada de hueso al suelo y, haciendo una fioritura, en su mano apareció otra esfera de hierro.
—¿Ya estás preparada para venir conmigo?
—¡No! —gritó Mina, levantando una mano para alejarlo—, ¡vete! ¡Por favor, vete!
—No quiero irme —repuso Krell. Estaba disfrutando con la situación—. Quiero jugar a la pelota. ¡Coge la pelota, niñita!
Le lanzó la bola de hierro a Mina y la esfera la golpeó en el pecho. Las bandas doradas se abrieron, veloces como serpientes, y la rodearon por los brazos y las piernas. Mina se cayó al suelo, indefensa, y se quedó mirando a Krell horrorizada.
—¡Mina, eras una diosa! —gritó Beleño—, ¡en ti la magia no surte efecto! ¡Levántate!
Krell se dio la vuelta con un movimiento brusco y fulminó al kender con la mirada. Beleño se encogió tanto como pudo, aprovechando la protección que le ofrecía el banco.
Mina no lo oía o, lo que era más probable, no lo creía. Estaba tumbada en el suelo, llorando.
—¡Una diosa! ¡Ja! —se burló Krell de ella, mientras la pequeña chillaba aterrorizada y se retorcía para alejarse de él, sin mucho éxito—. No eres más que una mocosa llorona.
Beleño lanzó un suspiro de resignación.
—Supongo que todo depende de mí. Apuesto a que ésta es la primera vez en la historia del mundo en que un kender tiene que rescatar a un dios.
—Nos marcharemos dentro de un momento —anunció Krell a Mina—, pero antes tengo que matar a un monje.
Krell se arrancó otra espada de hueso y se irguió sobre Rhys.
—Despierta —ordenó a Rhys, mientras lo pinchaba en las costillas con la espada—. Matar a alguien que está inconsciente es menos divertido. Quiero que veas lo que te espera. ¡Despierta! —Volvió a pinchar a Rhys. La túnica naranja se tiñó de sangre.
Beleño se secó un hilo de sudor que le bajaba por el cuello, estiró los dedos húmedos hacia Krell y empezó a cantar en voz baja.
—Estás muy cansado. No puedes sonreír.
»Sientes que has caminado hasta morir.
»Los músculos doloridos,
»empiezan los quejidos.
»Y muy pronto temblarás» y en el suelo te desplomarás.
»Éste es el momento» en que acabo mi tormento,
»tú, asqueroso y mugriento.
En realidad, la palabra «mugriento» no formaba parte del hechizo místico, pero Beleño se permitió la libertad de añadirla porque rimaba y expresaba bien sus sentimientos. Había tenido que interrumpir su cántico un par de veces, porque le entraba humo en la garganta y le sobrevenía la tos, y le preocupaba que aquello hubiera echado a perder el hechizo. Esperó un momento en tensión no pasó nada, y después sintió la magia. La magia venía del agua y se le coló por los zapatos. La magia venía del humo y le inundó los pulmones. La magia venía de la piedra y era fría y escalofriante. La magia venía del fuego y era cálida y emocionante.
Cuando todas las partes de la magia se mezclaron, Beleño conjuró el hechizo.
De sus dedos salió disparado un rayo de luz oscura.
Aquélla era la parte preferida de Beleño: un rayo de luz oscura. Le gustaba tanto porque era imposible que hubiera luz «oscura». Pero así era como se llamaba el hechizo, o al menos eso le había dicho su madre cuando se lo había enseñado. De hecho, la luz no era realmente oscura. Era más bien
morada con el centro blanco. De todos modos, Beleño entendía que pudiera describirse como «oscura». Si no hubiera estado tan preocupado por Rhys y Atta, habría disfrutado mucho ese momento.
La luz oscura acertó a Krell en la espalda, lo envolvió en un blanco violáceo y después desapareció.
Krell se agitó en un espasmo y estuvo a punto de soltar la espada. Meneó la cabeza cubierta con el yelmo, como si se preguntara qué había pasado, y después miró a Mina con recelo.
Seguía tumbada donde la había dejado, prisionera de los anillos mágicos. Había dejado de llorar y miraba asombrada a Beleño, con los ojos abiertos como platos.
«¡No digas nada! —Beleño vocalizó las palabras en silencio, para que pudiera leerle los labios—. Por favor, por una vez, mantén la boca callada».
Gateando, el kender se escondió aún más debajo del banco.
Por lo visto, Krell decidió que debían de haber sido imaginaciones suyas. Levantó la espada, la sujetó mejor y ya se disponía a hundirla en el pecho de Rhys. Beleño se dio cuenta de que su hechizo había fracasado y apretó los dientes, frustrado. Estaba a punto de lanzar su pequeño cuerpo contra Krell como proyectil, en un intento que seguramente sería fatídico por derribarlo, cuando de repente Krell empezó a tambalearse. Dio unos pasos vacilantes. La espada se le resbaló de la mano.
—¡Eso es! —exclamó Beleño, alegre—. Te sientes cansado. Muy, muy cansado. Y la armadura es muy, muy pesada…
Krell cayó de rodillas. Intentó volver a levantarse, pero la armadura de huesos lo empujaba hacia el suelo y acabó desplomándose. Atrapado en la armadura, quedó tumbado boca arriba, indefenso, agitando débilmente los brazos y las piernas como si fuera una tortuga al revés.
Beleño salió de su escondite a gatas. No tenía mucho tiempo. El hechizo no duraría mucho.
—¡Socorro! —gritó, tosiendo por culpa del humo—, ¡ayudadme! ¡Necesito ayuda! ¡Rhys está herido! ¡Abad! ¡Alguien! ¡Quien sea!
No acudió nadie. Los sacerdotes y el abad estaban en la calle, luchando en una batalla que, por lo que se oía, era cada vez más cruenta. Parecía que también el incendio estaba propagándose, porque en el claustro ya no se veía nada por culpa del humo y las llamas se alzaban por encima de los árboles.
Beleño asió la espada de hueso. Krell lo miraba con odio desde debajo del yelmo y lo maldecía con los peores insultos. Beleño buscó un resquicio de carne donde pudiera clavar la espada, pero la armadura de hueso cubría cada centímetro del cuerpo del hombre. Desesperado, Beleño lo golpeó en la cabeza, protegida por el yelmo. Krell parpadeó al recibir el golpe y masculló un epíteto poco agradable, mientras se agitaba tratando de agarrar al kender. Pero Krell seguía bajo los efectos del hechizo místico y estaba demasiado cansado para moverse. Se dejó caer sin fuerzas.
Beleño le propinó otro buen golpe en la cabeza y Krell gimió. El kender siguió golpeándolo hasta que dejó de gemir y ya no se movía. Beleño habría continuado con los golpes de no ser porque se le rompió la espada. Se quedó observándolo. El kender no creía que su enemigo estuviera muerto, sino sólo inconsciente, lo que significaba que Krell acabaría volviendo en sí y cuando eso ocurriera, estaría de un humor de perros. Beleño se arrodilló junto a Rhys.
Mina se retorcía, intentando llamar su atención, pero tendría que esperar un minuto.
—¿Cómo has hecho eso? —exigió saber Mina—, ¿cómo has hecho esa luz morada?
—Ahora no —respondió Beleño secamente—. ¡Rhys, despierta!
Beleño sacudió a su amigo por el hombro, pero Rhys permanecía inmóvil. Tenía un color ceniciento. Beleño cogió el talego del monje con la intención de ponérselo como almohada. Pero cuando le levantó la cabeza, el kender vio que en el suelo había un charco de sangre. Apartó la mano. La tenía cubierta de sangre. Beleño sabía otro hechizo místico con propiedades curativas e intentó recordarlo, pero estaba tan confuso y enfadado que no le acudían las palabras. El hechizo de la luz oscura seguía dándole vueltas en la cabeza, como si hubiera oído una de esas canciones tan molestas que sigues oyéndolas una y otra vez, por mucho que te esfuerces en evitarlo.
Con la esperanza de que las palabras se le presentaran sin querer si pensaba en cualquier otra cosa, Beleño se volvió hacia Atta, que estaba tumbada sobre un costado con los ojos cerrados. Apoyó la mano sobre su pecho y sintió que el corazón le latía con fuerza. Atta levantó la cabeza y giró sobre sí misma. Golpeaba el suelo con la cola. Beleño le dio un abrazo y después se sentó de cuclillas, mirando apesadumbrado a Rhys, mientras se esforzaba por recordar el hechizo curativo.
—Beleño… —empezó a decir Mina.
—¡Cállate! —le ordenó el kender con voz implacable—. Rhys está malherido y yo no logro acordarme del hechizo y… ¡es todo por tu culpa!
Mina se echó a llorar.
—¡Éstas bandas me aprietan! Tienes que quitármelas.
—Quítatelas tú sola —le contestó Beleño bruscamente.
—¡No puedo! —gimoteó Mina.
«¡Sí puedes, eres una diosa!», era lo que Beleño tenía ganas de gritarle, pero no lo hizo porque ya había probado con ese argumento y no había funcionado. Si se le ocurriera otra forma…
—¡Claro que no puedes! —exclamó Beleño con desprecio—. Eres una humana y los humanos son demasiado gordos y lo más estúpido que hay en el mundo. Cualquier kender sabría hacerlo. ¡Hasta yo podría escaparme de esas ataduras así, sin más! —Chasqueó los dedos—, pero como eres una humana y encima una niña, supongo que estás atrapada.
Mina dejó de llorar. Beleño no tenía ni idea de lo que estaba haciendo y tampoco le importaba. Estaba demasiado preocupado por Rhys. Entonces le pareció oír que Krell se movía o resoplaba y lanzó una mirada consternada hacia él, temiendo que ya estuviera despertándose. Krell seguía allí, tirado como un montón de huesos, pero sólo era cuestión de tiempo. Sacudió a su amigo por el hombro y volvió a llamarlo.
—Rhys —dijo ansioso—, ¿puedes oírme? Por favor, por favor, ¡despierta!
Rhys gimió. Se le movieron los párpados y Beleño recuperó un poco de optimismo. Rhys abrió los ojos. Hizo una mueca de dolor, emitió un grito ahogado por el dolor y puso los ojos en blanco.
—¡No! —gritó Beleño y agarró a Rhys por la túnica—. ¡No vuelvas a hacerme eso! Quédate conmigo.
Rhys esbozó una lánguida sonrisa y se quedó con los ojos abiertos, aunque los tenía extraños, con la pupila de uno más grande que la del otro. Parecía que le costaba fijar la mirada.
—¿Cómo te sientes? —preguntó Beleño.
—No demasiado bien, me temo —contestó Rhys con un hilo de voz—. ¿Dónde está Mina? ¿Está bien?
—Estoy aquí, Rhys —respondió Mina en voz muy baja.
Beleño se sobresaltó al oír la voz, pues venía de encima de su hombro. Su truco había funcionado. Los anillos dorados estaban enrollados en el suelo, Mina ya no estaba atrapada.
Mina estaba allí de pie, mirando a Rhys con pena. Tenía la cara hinchada de tanto llorar, las mejillas sucias de lágrimas y hollín.
—Tienes razón, Beleño —dijo la niña—. Todo es culpa mía.
Parecía tan asustada y afligida que Beleño se sintió más rastrero que una cucaracha.
—Mina, no quería gritarte… —empezó a decir.
Mina no lo escuchaba. Se arrodilló junto a Rhys y le dio un beso en la mejilla.
—Ahora te sentirás mejor —le dijo suavemente—. Lo siento. Lo siento mucho. Pero ya no tendrás que encargarte más de mí.
Y, antes de que Beleño pudiera hacer o decir nada, la niña cogió el talego con los objetos sagrados y echó a correr.
—¡Mina! —gritó Beleño detrás de ella—, ¡no seas tonta!
Mina siguió corriendo y la perdieron de vista entre el humo.
—¡Mina! —llamó Rhys—. ¡Vuelve!
Su voz sonaba vigorosa. Tenía la mirada despierta y clara, y empezaba a recuperar el color en el rostro.
—¡Rhys! ¡Estás mejor! —exclamó Beleño con alegría.
Rhys trató de levantarse, pero las bandas mágicas seguían atenazándolo y volvió a caer, sin poder hacer nada.
—¡Beleño, tienes que ir a por Mina!
El kender se quedó quieto.
Rhys suspiró.
—Amigo mío, ya sé que…
—¡Tiene razón, Rhys! —afirmó Beleño—. El fuego, los demonios de la tumba, que Krell te hiriera; todo es culpa suya. La lucha, los muertos; ¡eso también es culpa suya! Así que no voy a abandonarte para ir a por ella. Krell va a despertarse de un momento a otro y aunque tu cabeza esté curada, sigues prisionero de estos anillos mágicos. ¡Y Krell dijo que iba a matarte!
Rhys lo miró desde el suelo.
—Eres el único con el que puedo contar, amigo mío. El único en quien puedo confiar. Debes encontrar a Mina y volver al templo con ella. Si yo… no estoy por aquí…, el abad sabrá qué hacer.
A Beleño empezó a temblarle el labio inferior.
—Rhys, no me obligues…
Rhys sonrió.
—Beleño, no estoy obligándote a hacer nada. Te lo estoy pidiendo, como amigo.
Beleño lo miró furioso.
—¡Eso no es justo! —protestó enfadado—. Muy bien, iré. —Agitó un dedo delante de Rhys—, pero antes de ir a perseguir a esa mocosa, ¡voy a buscar a alguien que te ayude! Después iré tras Mina. Quizá —añadió para sí.
Echó un vistazo a Krell, que seguía inconsciente, pero seguramente no por mucho más tiempo. En cuanto el hechizo se disipara, Krell tendría la misma fuerza que antes y estaría dos o tres veces más furioso, y empeñado en matar a Rhys.
—Atta, tú te quedas con él —ordenó Beleño, mientras acariciaba a la perra.
—Atta, vete con Beleño —le mandó Rhys.
La perra se levantó de un salto y sacudió todo el cuerpo. Beleño miró por última vez a Rhys, suplicándole que lo reconsiderara.
—No te preocupes por mí, amigo mío —lo tranquilizó Rhys—. Estoy bajo la protección de Majere. Vete a buscar a Mina.
Beleño meneó la cabeza y después echó a correr. Siguió la misma dirección que había tomado Mina, que tenía que ser, por supuesto, la peor de todas las posibles. Había huido del templo y había ido directamente hacia la calle y la batalla.
Beleño atravesó los huertos a la carrera, seguido por Atta, sin preocuparse por las flores y las verduras que iba pisando, pues de todos modos estaban cubiertas de hollín. El humo apenas le permitía ver nada y le hacía toser. Siguió corriendo, tosiendo y apartando el humo con la mano. Atta jadeaba y estornudaba.
Cuando llegó a la calle, se alegró al comprobar que allí el ambiente estaba más despejado. El viento se llevaba el humo en otra dirección. Beleño buscó a Mina y, lo que era más importante, a alguien que ayudara a Rhys.
Iba a ser una ardua tarea. Beleño se detuvo y miró en derredor, consternado. Ringlera de Dioses estaba tomada por una muchedumbre en plena pelea y reinaba tal confusión que no sabría decir quién pertenecía a cada bando. Unos hombres que vestían la librea de la guardia de la ciudad estaban intentando reducir a un enfurecido minotauro. No muy lejos de ellos, los paladines de Kiri-Jolith, con sus relucientes armaduras, combatían contra los clérigos encapuchados de túnicas negras que entonaban hechizos. Por todas partes yacía gente en el suelo, algunos chillando de dolor y otros inmóviles.
El fuego no había dejado de arder. Bajo la mirada de Beleño, el Templo de Sargonnas se derrumbó en un montón de escombros humeantes y en el tejado del Templo de Mishakal crepitaban las llamas.
Beleño buscó a Mina, pero con toda esa muchedumbre, el tumulto, la confusión y el triste hecho de que lo que le quedaba a la altura de los ojos eran las barrigas de todo aquel gentío, no lograba verla por ninguna parte.
—Si tuviera un poco de sentido común, escaparía de la batalla. Pero entonces —se recordó a sí mismo desanimado— no estaríamos hablando de Mina.
mientras tanto Rhys estaba en el templo, tumbado en el suelo, atado e indefenso, y quizá Krell ya se hubiera despertado.
Un soldado minotauro que estaba luchando contra un clérigo de túnica negra cayó hacia él y Beleño tuvo que retroceder como pudo para no morir aplastado. Al final, fue él quien acabó cayéndose en una zanja. Allí tirado, llegó a la conclusión de que estar tumbado en el suelo era mucho más seguro que estar de pie y se arrastró hasta un seto. Atta lo siguió con la barriga bien pegada al suelo. Se sentía furioso consigo mismo. Se suponía que tenía que encontrar a Mina y rescatar a Rhys, en vez de pudrirse en una zanja. Gerard tenía que andar por ahí cerca. O el abad. Tenía que haber una forma de encontrar ayuda. ¡Si pudiera tener una vista mejor de la calle! Quizá pudiese trepar a un árbol. Estaba empezando a pensar en cómo salir de la zanja, cuando sintió que le bajaba algo por el cuello. Lo atrapó con la mano y resultó ser un saltamontes.
Eso le dio una idea. Beleño bajó la vista hacia el broche con forma de saltamontes que llevaba prendido en el pecho.
«Mina dijo algo sobre saltar. Supongo que por probar no pasará nada. Me pregunto si se espera de mí que rece. Espero que no, porque no me sale demasiado bien».
Beleño desabrochó el pequeño saltamontes de oro y lo agarró con fuerza en una mano. Dobló las rodillas y saltó.
Al mirar en torno a sí, descubrió que estaba más alto que el tejado del templo. Estaba tan perplejo y nervioso que se le olvidó lo que teóricamente tenía que hacer, y empezó a descender antes de que le diera tiempo a acordarse. Se temía que el aterrizaje iba a ser un poco duro, pero no fue así. Se posó en el suelo con la ligereza de un saltamontes.
Beleño volvió a saltar y decidió que aquélla era una experiencia apasionante. Ésa vez subió más alto, mucho más alto que el tejado del templo, y mientras contemplaba la sangrienta refriega que se extendía por las calles con lo que imaginó que debía de ser la perspectiva de los dioses, pensó: «Vaya, sí que parecemos estúpidos». Saludó a Atta, que corría de un lado a otro allá abajo mientras ladraba con desesperación, y se dispuso a buscar a Mina, a Gerard o al abad.
No vio a ninguno de los tres, pero sí a una persona que vestía una túnica roja y que observaba la batalla con interés, tranquilamente debajo de un árbol.
Beleño no pudo ver a la persona con claridad, por culpa del humo, pero tenía la esperanza de que fuera uno de los sacerdotes. De nuevo en el suelo, dedicó al saltamontes una caricia de agradecimiento y lo guardó en un bolsillo. Después echó a correr hacia la figura de rojo, gritando «¡ayuda!» y agitando los brazos mientras corría.
La persona lo vio llegar e inmediatamente levantó las manos. En sus dedos crepitó un relámpago azul que frenó de golpe a Beleño. No era un sacerdote de Majere. Era un hechicero Túnica Roja.
—No te acerques más, kender —le advirtió el hechicero con voz muy seria.
Era una voz de mujer, grave y melodiosa. Beleño no podía verle la cara, pues se la tapaba la capucha de la túnica, pero distinguió los brillantes anillos que refulgían en sus dedos y reconoció el magnífico terciopelo rojo de la túnica.
—¡Señora Jenna! —exclamó aliviado—, ¡me alegro tanto de que seáis vos!
—Eres Beleño, ¿no es así? —preguntó la mujer, sorprendida—. El kender acechador nocturno. Y la señorita Atta —saludó a la perra, que gruñía y no osaba acercarse a ella.
El rayo que había nacido en sus dedos dejó de brillar y la hechicera extendió la mano para estrechar la del kender. Pero Beleño la miró con recelo y se llevó las manos a la espalda, por si acaso quedaba un poco de magia capaz de achicharrarle la carne.
—Señora Jenna, necesito que me ayudéis… —le dio tiempo a decir, antes de que ella lo interrumpiera.
—En nombre de Lunitari, ¿qué está pasando aquí? —quiso saber—, ¿acaso el pueblo de Solace se ha vuelto completamente loco? Estaba buscando a Gerard y me dijeron que podría encontrarlo aquí. Oí que había algunos problemas, pero no tenía ni idea de que iba a meterme en un auténtico campo de batalla…
Sacudió la cabeza.
—¡Esto es increíble! ¿Quién lucha contra quién y en nombre de qué causa? ¿Puedes decírmelo tú?
—Sí, señora —repuso Beleño—. No, señora. Es decir, podría pero no puedo. No tengo tiempo. Debéis ir a salvar a Rhys, señora. Está en el templo atrapado por unos anillos de oro mágicos y hay un Caballero de la Muerte que ha jurado matarlo. Yo mismo lo ayudaría, pero Rhys me dijo que tenía que encontrar a Mina. Es una diosa, sabes, y no podemos tenerla por ahí suelta. ¡Muchas gracias! Siento no poder quedarme a charlar. Tengo que irme corriendo ahora mismo. ¡Adiós!
—¡Espera! —gritó Jenna, agarrándolo por el cuelo cuando Beleño estaba a punto de salir disparado—. ¿Qué has dicho? ¿Rhys y unos anillos mágicos y qué más?
Beleño había gastado todo el aliento que le quedaba contando la historia una vez. No le quedaba más para repetirla de nuevo y, justo en ese momento, adivinó lo que parecía el revuelo del vestido de Mina desapareciendo en una voluta de humo.
—Rhys… el templo… solo… ¡Caballero de la Muerte! —exclamó con voz entrecortada—, ¡id a salvarlo, señora! ¡Corred!
—A mi edad, yo ya no corro a ningún sitio —replicó Jenna con seriedad.
—Pues entonces caminad rápido. ¡Por favor, daos prisa! —gritó Beleño y, con un movimiento de serpiente, se zafó de Jenna y se fue calle abajo, raudo como una liebre, con Atta siguiéndole los talones.
—¿Has mencionado a un Caballero de la Muerte? —gritó Jenna cuando ya le daba la espalda.
—Un antiguo Caballero de la Muerte —aulló Beleño, girando la cabeza y, satisfecho consigo mismo, siguió corriendo para buscar a Mina.
—Un antiguo Caballero de la Muerte. Bueno, eso es un alivio —murmuró Jenna.
De todos modos, seguía muy confusa y se quedó preguntándose qué debería hacer. Podría haber hecho caso omiso de la historia de Beleño porque era el cuento de un kender (¿una diosa por ahí suelta?), pero lo conocía y Beleño no era el típico kender. Había conocido a Beleño la última vez que había estado en Solace, aquella aciaga ocasión en que Gerard, Rhys, un paladín de Kiri-Jolith y ella habían intentado, sin éxito, capturar a un Predilecto.
Jenna había aprendido a respetar y admirar a Rhys Alarife, el monje de maneras gentiles y voz suave, y era consciente de que el mismo Rhys tenía al kender en mucha estima, lo que decía mucho a favor de Beleño. Además, tenía que admitir que Beleño se había mantenido a la altura de las circunstancias durante la última crisis y había actuado con prudencia y racionalmente, algo que no podía decirse de la mayoría de los kender, fueran cuales fuesen las circunstancias.
Por tanto, Jenna llegó a la conclusión de que bien podría ser cierto que Rhys se encontraba en peligro, como Beleño afirmaba, aunque debía reconocer que tenía sus dudas en cuanto a la existencia de un Caballero de la Muerte, fuera cual fuese su actual forma. Reconoció la necesidad de apresurarse y, tras cubrirse la cabeza con la cogulla, pronunció una palabra mágica y se trasladó con sosiego y dignidad a través del tiempo y el espacio.
Como Jenna ya le había dicho al kender, a su edad, ella ya no corría a ningún sitio.