El disturbio en Ringlera de Dioses de esa mañana estaba organizado. La pelea había sido cuidadosamente planeada por los clérigos de Chemosh, siguiendo órdenes del Acólito de los Huesos, Ausric Krell, con el fin de observar la reacción del alguacil y la guardia de la ciudad. ¿Cuántos hombres enviaría, cómo irían armados, dónde se desplegarían? Krell había obtenido mucha información y ya estaba preparado para aplicar todo su conocimiento al servicio de su señor.
Chemosh se había quedado bastante confundido al descubrir que Mina había adoptado el aspecto de una niña. Bien era cierto que Krell ya lo había avisado de que se había transformado en una niña, pero también era cierto que Krell era idiota. Chemosh seguía creyendo que Mina estaba fingiendo y que se comportaba como una puta despechada castigando a su amante infiel. Si pudiera llevársela a algún lugar en privado, un sitio donde no la acosaran ni monjes ni dioses, estaba seguro de que podría convencerla para que volviera con él. Admitiría ante ella que se había equivocado, ¿no era eso lo que hacían los hombres mortales? Después habría flores y velas, joyas y música romántica, y ella se derretiría en sus brazos. Mina sería su consorte y él se convertiría en el líder de los dioses oscuros.
En cuanto a esa tontería de que quería ir a Morada de los Dioses, Chemosh no se creía ni una palabra. Eso era algún truco del monje de Majere. Ése maldito monje debía de haberle metido la idea en la cabeza. Por tanto, había que eliminarlo.
Chemosh no se hacía falsas ilusiones. Gilean se enfurecería cuando supiese que el Señor de la Muerte había raptado a Mina. El dios del libro había amenazado con tomar represalias contra cualquier dios que se interpusiera en el camino de Mina, pero a Chemosh no le preocupaba demasiado.
Gilean podía echarle todos los sermones del mundo y amenazarlo todo lo que quisiera, pero no podría castigar a Chemosh. No contaba con el apoyo de los demás dioses, la mayoría de los cuales estaban ocupados con sus propios planes e intrigas para atraer a Mina a su lado.
El más peligroso de todos ellos era Sargonnas. Estaba tramando algún complot infame, de eso no le cabía ninguna duda. Sus espías lo habían informado de que una tropa de élite de minotauros había sido despachada hacia un lugar desconocido en una especie de misión secreta. Chemosh no habría sospechado nada, ya que el dios de la venganza siempre andaba con conspiraciones; pero al mando de aquella tropa estaba un minotauro llamado Galdar, antiguo compatriota y amigo íntimo de Mina. ¿Pura coincidencia? Chemosh creía que no. Tenía que actuar y hacerlo rápido.
Chemosh había ordenado a Krell y a sus Guerreros de los Huesos que abordaran al monje cuando estuvieran en la calzada. A Chemosh no le consumía tanto el deseo por Mina como para haberse olvidado de los objetos sagrados que llevaba el monje. Había ordenado a Krell que registrara el cuerpo el monje y le llevara todo lo que encontrara. Krell había preparado una emboscada en la calzada, pero antes de que pudieran atacar al grupo, Mina había desbaratado los planes de Chemosh corriendo a Solace a la velocidad del rayo.
Si ella podía hacer tal milagro, lo mismo podía decirse de Chemosh. Ausric Krell y los tres Guerreros de los Huesos habían llegado a Solace apenas minutos después que Mina. Las órdenes en relación al monje y a Mina seguían siendo las mismas; matar al primero y secuestrar a la segunda. Mientras Rhys, Beleño y Mina dormían, Krell pasó la noche en el Templo de Chemosh discutiendo con los sacerdotes y organizando un plan de ataque. Los disturbios de aquella mañana eran la primera fase.
El Templo de Chemosh en Solace era el primer lugar de culto dedicado al Señor de la Muerte construido a la vista. Hasta entonces, los sacerdotes de Chemosh habían mantenido sus oscuros quehaceres ocultos a la vista del público y muchos de ellos seguían haciéndolo, pues preferían llevar a cabo los misterios de sus rituales y ritos de muerte en lugares secretos y tenebrosos. Pero cuando el liderazgo de los dioses de las tinieblas estuvo a su alcance, Chemosh se dio cuenta de que un dios que quería destacar entre los demás dioses no podía tener a sus fieles escondiéndose, profanando tumbas y jugando con esqueletos. Los mortales temían al Señor de la Muerte. Lo que quería Chemosh era su respeto, tal vez hasta un poco de afecto.
Sargonnas lo había conseguido. El dios de la venganza minotauro había sido degradado e injuriado a lo largo de los tiempos. Su consorte, Takhisis,
lo había despreciado. Lo había utilizado a él y a sus guerreros minotauros para que combatieran en sus batallas y, después, se había deshecho de ellos cuando ya no los necesitaba. Cuando Takhisis había robado el mundo, había dejado a Sargonnas en la estacada, como había hecho con todos los demás dioses.
Pero todo había cambiado. Tras la desaparición de Takhisis, Sargonnas había acumulado poder para sí mismo y para su pueblo. Sus minotauros habían saqueado la antigua nación elfa de Silvanesti, habían expulsado a los elfos y habían ocupado aquellas exuberantes tierras. El imperio de los minotauros se había convertido en una fuerza con la que había que contar. Los buques de los minotauros dominaban los océanos. Se decía que los caballeros solámnicos estaban negociando tratados con el emperador de los minotauros. Sargonnas había construido un templo imponente, si bien ostentoso, para sí mismo en Solace, con bloques de piedra que llegaban en barco desde las islas de los minotauros, lo que resultaba muy costoso. Sus sacerdotes minotauros recorrían las calles de Solace y de todas las demás ciudades importantes de Ansalon. La venganza se había puesto de moda en ciertos círculos. Chemosh presenciaba el ascenso del dios astado con envidia y celos.
Por el momento, la balanza todavía no se había inclinado. Kiri-Jolith, el dios de las guerras justas, demostró ser el contrapunto perfecto para Sargonnas. Los guerreros minotauros valoraban el honor y rezaban tanto a Kiri-Jolith como a Sargonnas, sin que esto les supusiera ningún conflicto. Los sacerdotes de Mishakal, trabajando junto con los místicos de la Ciudadela de la Luz, estaban difundiendo la creencia de que el amor y la compasión, los valores del corazón, podían ayudar a aliviar los problemas del mundo. Los estetas de Gilean defendían y promovían la educación, pues afirmaban que la ignorancia y la superstición eran las herramientas de las tinieblas.
Para no quedarse atrás, Chemosh había ordenado que se construyera un templo en Solace y que fuera de mármol negro. Era un templo pequeño, sobre todo si se comparaba con el de Sargonnas, pero mucho más elegante. Era verdad que poca gente se atrevía a entrar y aquellos que lo hacían salían rápidamente. El interior del templo era oscuro y tenebroso, y olía mucho a incienso, aunque éste no lograba ocultar el hedor a putrefacción. Sus sacerdotes formaban un grupo raro, pues se sentían más cómodos entre los muertos que entre los vivos. No obstante, el templo de Chemosh en Solace ya era un comienzo y, como todos los hombres tendrían que acabar presentándose ante el Señor de la Muerte, a muchos les parecía prudente dedicarle al menos una visita de cortesía y dejar una pequeña ofrenda.
Debido a esta nueva imagen que se esforzaba por tener, Chemosh no podía permitir que Krell y sus Guerreros de los Huesos fueran vistos por las calles de Solace secuestrando a niñitas. Otro disturbio, más importante que el primero, serviría como distracción y disimularía el ataque de Krell. Éste tenía que actuar rápido, porque ni él ni Chemosh sabían cuándo se le metería en la cabeza a Mina que debía partir. Uno de sus espías los había informado de que Mina se alojaba en la posada con el monje. El espía había oído hablar a Rhys y a Beleño, y había confirmado que el monje pensaba visitar el Templo de Majere, y que el kender y la niña se encontrarían con él allí.
Krell había creído que tendría que lanzar un ataque contra la posada. Otro disturbio en Ringlera de Dioses alejaría a Gerard y sus fuerzas. Por ello se alegró mucho al conocer las nuevas noticias. Podría raptar a Mina y matar a Rhys Alarife al mismo tiempo. Krell no tenía ningún miedo a los sacerdotes amantes de la paz de Majere, que siempre se desviaban de su camino para evitar una batalla e incluso se negaban a llevar armas.
Krell estaba muy satisfecho con sus nuevos Guerreros de los Huesos. Todavía no los había visto en acción, pero parecían un enemigo imponente. Los tres estaban muertos, lo que les daba una clara ventaja sobre los vivos. Los había elegido Chemosh uno a uno, entre todas las almas que se presentaban ante él. Los tres eran aguerridos combatientes. Uno de ellos era un guerrero elfo que había muerto en una batalla contra los minotauros y cuyo odio implacable contra esa raza mantenía su alma sujeta a este mundo. Otro de ellos era un asesino humano de Sanction cuya alma estaba manchada de sangre, y el tercero era un líder hobgoblin asesinado por su propia tribu y sediento de venganza.
Chemosh había dado vida a los tres cadáveres y había conservado la carne y los huesos. Después les había dado la vuelta, de forma que el esqueleto, como si de una espantosa armadura se tratara, protegía su carne pútrida. Del esqueleto nacían unos afilados pinchos de hueso que podían utilizarse como armas.
Chemosh ya había aprendido la lección con los Predilectos y se aseguró de que los Guerreros de los Huesos le fueran leales a él y de que obedecieran sus órdenes, las órdenes de Krell o las de cualquiera que él designara. Chemosh quería que sus Guerreros de los Huesos resultaran aterradores, pero no que fueran indestructibles. Era posible matarlos, pero se necesitaba un poderoso hechizo mágico o un arma sagrada.
Los Guerreros de los Huesos tenían un defecto que Chemosh no había logrado solucionar. Sentían un odio tan intenso por los vivos que, si su líder perdía el control sobre ellos, los Guerreros de los Huesos se desbocaban y descargaban su cólera sobre cualquier ser vivo que se les pusiera al alcance, ya fuera amigo o enemigo. Los clérigos de Chemosh podían terminar batiéndose contra las nefastas criaturas de su dios. No obstante, eso no era más que un pequeño precio que había que pagar.
—El monje, Rhys Alarife, ha entrado en el Templo de Majere —informó Krell a su grupo.
Él y sus Guerreros de los Huesos se habían instalado cómodamente en una cámara subterránea secreta situada debajo del templo. Allí era donde los clérigos de Chemosh realizaban los ritos menos respetables, aquellos que sólo podían presenciar los fieles más leales y devotos. La estancia estaba a oscuras, excepto por la luz que emitía una vela roja como la sangre que estaba colocada en el altar. En ese momento no había ningún cadáver robado, aunque en una esquina estaban tirados una mortaja y un sudario.
La sacerdotisa de Chemosh siempre estaba disponible, para desesperación de Krell. Estaba convencido de que Chemosh la había puesto allí para espiarlo, y no se equivocaba. Últimamente Chemosh no confiaba en nadie. Krell había intentado librarse de la mujer unas cuantas veces, pero ella insistía en quedarse y no sólo eso, sino que también se sentía con derecho a expresar su opinión en voz alta.
—Ahora tenemos que esperar a que llegue Mina —continuó Krell—. Cuando yo dé la orden, atacamos el Templo de Sargonnas, aunque tendremos que hacer que parezca que fueron sus sacerdotes quienes nos atacaron.
Krell señaló a los tres Guerreros de los Huesos.
—Vuestra misión será mantener a los hombres del alguacil ocupados, y a todos los que quieran intervenir, como esos paladines repugnantes de Kiri-Jolith. Yo secuestraré a Mina y mataré al monje.
Los Guerreros de los Huesos encogieron sus huesudos hombros. No les importaba contra qué o quién luchaban. Lo único que querían era una oportunidad para descargar su furia contra los vivos.
Dicho ya todo lo necesario, Krell estaba a punto de levantarse cuando la sacerdotisa tomó la palabra:
—Cometes un error al permitir que Mina entre en el Templo de Majere. Deberías raptarla antes de que ponga un pie en los huertos. De lo contrario, los sacerdotes de Majere la defenderán.
Krell se molestó.
—¿Y desde cuándo tengo que tener miedo de un puñado de monjes? ¿Qué van a hacerme? ¿Darme un puntapié con sus pies descalzos? ¿A lo mejor me pegan con un palo? —Se rio muy ufano y golpeó con fuerza la pesada armadura de hueso que cubría su cuerpo.
—No subestimes a Majere, Krell —le advirtió la sacerdotisa—. Sus sacerdotes son más poderosos de lo que crees.
Krell resopló.
—Al menos llévame contigo —pidió la sacerdotisa—. Yo puedo encargarme del monje mientras tú secuestras a la niña…
—¡Iré yo solo! —declaró Krell muy enfadado—. Ésas son mis órdenes. Además, mi combate con el monje es personal.
Rhys Alarife no había dejado de causar problemas a Krell, a partir del mismo día en que Zeboim había dejado caer al monje en el Alcázar de las Tormentas. El monje había hecho que Krell saliera malparado a los ojos de su señor y Krell llevaba mucho tiempo soñando con el momento que lo tuviera a su merced. Aun así, a Krell le habría dado igual asesinar a Rhys en medio de un mercado abarrotado que en el templo, pero había algo más que debía tener en cuenta.
Chemosh le había dado instrucciones muy precisas de que registrara el cuerpo del monje y le llevara cualquier objeto que pudiera encontrar. Krell había preguntado a Chemosh qué buscaba, pero no había conseguido nada. El dios había respondido con evasivas. Krell suponía que el monje llevaba consigo algo valioso.
Había intentado imaginar qué clase de objeto podría ser, algo estimado por un dios, y al final llegó a la conclusión de que debían de ser joyas. Seguramente Chemosh quería regalárselas a Mina.
«¿Y por qué tiene que tenerlas ella y no yo? —se preguntó Krell—. Hago todo el trabajo sucio de mi señor y apenas me lo agradece. Lo único que recibo son insultos. Ni siquiera va a volver a convertirme en un Caballero de la Muerte. Si tengo que ser un hombre vivo, por lo menos seré un hombre vivo y rico. Me quedaré con las joyas».
Después de tomar aquella decisión, no podía permitir que nadie, y menos la poderosa suma sacerdotisa, presenciara la muerte del monje. Un lugar agradable y tranquilo como un templo era el sitio perfecto para el asesinato. Krell ya había planeado lo que haría con el dinero. Volvería al Alcázar de las Tormentas. Aunque jamás hubiera imaginado que diría eso, había llegado a echar de menos el lugar en el que había pasado tantos años felices. Devolvería al alcázar su antiguo esplendor, contrataría a unos cuantos matones para que lo protegiesen y pasaría lo que le quedaba de vida aterrorizando la coste norte de Ansalon.
—¿Krell? ¿Estás escuchándome? —decía la sacerdotisa.
—No —respondió Krell con hosquedad.
—Lo que estaba diciendo es importante. Si esa Mina es una diosa como Chemosh afirma, ¿cómo piensas llevártela? Me parece a mí —añadió la sacerdotisa mordazmente— que es más probable que sea ella quien te lleve a ti, o a lo mejor se contenta con colgarte del techo.
La sacerdotisa era una mujer de unos cuarenta años, alta y excesivamente delgada. Tenía la cara chupada, los ojos saltones y una línea fina por labios. No parecía que Krell la impresionara lo más mínimo.
—Si su señoría quisiera que conocieras sus planes, te los habría contado, señora —respondió Krell con desdén.
—Su señoría me los contó —repuso ella fríamente—. Su señoría me dijo que te los preguntara. Tal vez tenga que recordarte que estás disponiendo de mis sacerdotes y mis fieles, arriesgando sus vidas para que te ayuden en tu empresa. Debo estar al corriente de lo que has planeado.
Si Krell hubiera sido un Caballero de la Muerte, le habría retorcido ese pescuezo descarnado que tenía como si de una ramita seca se tratara. Pero ya no era un Caballero de la Muerte y ella había sido una de las primeras conversas de Chemosh. Sus poderes impíos eran extraordinarios.
—Si debes saberlo, voy a utilizar esto con Mina —dijo Krell y sacó dos bolas pequeñas de hierro rodeadas por unas bandas doradas—. Son mágicas. Voy a lanzarle una. Cuando la bola la golpee, las bandas doradas se soltarán y le sujetarán los brazos a los costados. Quedará indefensa. Y entonces la levantaré y me la llevaré.
La sacerdotisa se rio, su risa chirriaba como los dedos de un esqueleto arañando una placa de pizarra.
—¡Ésa niña es una diosa, Krell! —exclamó la sacerdotisa, cuando pudo volver a hablar. Torció la boca sin labios—. La magia no surtirá efecto sobre ella. ¡Será como si le atas los brazos con hilos!
—Qué lista te crees —repuso Krell de mal humor—. Ésa Mina no sabe que es una diosa. Según Nuitari, si Mina ve que alguien está conjurando un hechizo contra ella, cae víctima de él.
—¿Estás diciendo que está sujeta al poder de la sugestión? —preguntó la sacerdotisa con escepticismo.
Krell no estaba muy seguro de si era eso lo que quería decir o no, ya que no tenía la menor idea de lo que significaba aquella palabra.
—Lo único que yo sé es que mi señor Chemosh dijo que esto funcionaría —contestó Krell, huraño—. Si quieres, discútelo con él.
La sacerdotisa fulminó con la mirada a Krell, después se levantó con aire arrogante y salió airadamente de la cámara. Poco después, el espía mandó un mensaje al templo informando de que Mina, acompañada por un kender y un perro, estaba en Ringlera de Dioses.
—Ha llegado el momento de ponernos en posición —anunció Krell.