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Rhys estaba soñando que alguien lo observaba. Cuando se despertó sobresaltado, descubrió que su sueño era verdad. Un rostro se cernía sobre él. Por suerte, era un rostro que Rhys conocía y cerró los ojos aliviado, intentando apaciguar los latidos desbocados de su corazón.

Beleño, con la barbilla apoyada en la mano, estaba sentado junto a Rhys con las piernas cruzadas y escudriñaba a su amigo. El kender lucía una expresión lúgubre.

—¡Ya era hora de que despertaras! —murmuró Beleño.

Rhys suspiró y tardó un momento en abrir los ojos. Hasta que había tenido el sueño, había dormido profunda, suave y tranquilamente. Dejó que la somnolencia fuera abandonándolo de mala gana. Más aún desde que había entrevisto la expresión seria de Beleño, y comprendió que el despertar no iba a ser precisamente agradable.

—Rhys. —Beleño lo meneó con un dedo—. No te atrevas a volver a dormirte. Atta, dale un par de lametazos.

—Ya estoy despierto —anunció Rhys. Se sentó y despeinó el pelo a Atta, pues la perra parecía triste y apretaba la cabeza contra el cuello de su amo para consolarse.

Sin dejar de acariciarla, Rhys se incorporó y miró alrededor.

—¿Dónde estamos? —preguntó, confuso.

—Lo que puedo decirte es donde no estamos —respondió Beleño sombrío—. No estamos en casa de la bella dama que hace el mejor bizcocho de jengibre del mundo. Que es donde estábamos ayer y anteayer, y donde estábamos anoche cuando me fui a la cama, y donde deberíamos estar esta mañana, pero no es así. Estamos aquí. Y a saber lo que significa ese «aquí».

no tengo ningún reparo en confesar —añadió el kender con voz tensa—

que preferiría estar en cualquier otro sitio. «Aquí» no es un lugar demasiado agradable.

Rhys apartó a Atta con suavidad y se puso de pie ágilmente. El bosque había desaparecido y con él también la casita en la que, como Beleño bien había dicho, él, el kender, Atta y Mina habían pasado dos días con sus dos noches. Aquéllos habían sido días y noches de una bendita paz y tranquilidad. Habían decidido emprender la última etapa de su camino aquella mañana, pero por lo visto Mishakal se les había adelantado.

Paseó la mirada por un valle yermo y desolado que colgaba entre cordilleras ennegrecidas formadas por varios volcanes en activo. Tentáculos de vapor se alargaban desde las cumbres sombrías y arañaban el cielo, de un azul severo y vacío.

El aire era gélido, el sol, acobardado, se encogía y, sin fuerzas, no emitía calor alguno. Sus sombras se arrastraban lánguidamente por el suelo gris del valle, de piedras impenetrables, y se consumían hasta desaparecer. El aire estaba enrarecido y cargado de azufre. Costaba respirar. A Rhys le daba la impresión de que nunca le llegaba suficiente oxígeno a los pulmones. Más aterrador aún era el silencio, que parecía estar vivo, como alguien que contuviera la respiración. Vigilante, a la espera.

El valle estaba salpicado de extrañas formaciones rocosas. De las rocas salían cristales negros gigantescos, aguzados y recortados. Algunos se elevaban más de medio metro y parecían monolitos repartidos por el valle al azar. No eran formaciones naturales, no parecían nacidos del suelo. Todo lo contrario. Daba la impresión de que una fuerza descomunal los había lanzado desde el cielo, con una furia tal que se habían clavado profundamente en el valle.

—Lo mínimo que podías haber hecho era coger el bizcocho —protestó Beleño—. Ahora ni siquiera tenemos algo para desayunar. Ya sé que dije que iría contigo a buscar al Dios Caminante, pero no sabía que el viaje iba a ser tan repentino.

—Yo tampoco —contestó Rhys. Después añadió con aspereza—: ¿Dónde está Mina?

Beleño señaló por encima del hombro con el pulgar. Mina había esperado con él junto al monje dormido hasta que se había aburrido y se había alejado para explorar. Estaba a cierta distancia de ellos, contemplando su propio reflejo en uno de los monolitos de cristal.

—¿Por qué estás tan tenso? —preguntó Beleño—. ¿Qué pasa?

—Yo sí sé dónde estamos —respondió Rhys, yendo en busca de Mina rápidamente—. Conozco este lugar. Y debemos irnos ahora mismo. \Atta, ven!

—Yo estoy deseando marcharme. Aunque parece que marcharse no va a

ser tan fácil como venir —aseguró Beleño a la carrera, para mantener el ritmo de las grandes zancadas de Rhys—. Sobre todo teniendo en cuenta que no sabemos cómo fue eso de «venir». No creo que haya sido cosa de Mina. Estaba dormida en el suelo cuando yo me desperté y cuando ella también se despertó, parecía tan sorprendida y confusa como yo.

A Rhys no le cabía duda de que había sido la Dama Blanca quien los había enviado a aquel lugar funesto, aunque no lograba imaginarse por qué, a no ser porque se decía que estaba cerca de Morada de los Dioses.

—Entonces, Rhys —dijo Beleño. Sus botas resbalaban sobre las piedras y levantaban volutas de polvo que formaban pequeños remolinos sobre el suelo, como serpientes retorciéndose—, ¿dónde estamos? ¿Qué es este lugar?

—El valle de Neraka —anunció Rhys.

El kender dio un grito ahogado y abrió los ojos como platos.

—¿Neraka? ¿El Neraka donde la Reina Oscura construyó su templo oscuro y por donde iba a entrar al mundo? ¡Recuerdo esa historia! Había un chico con una gema verde en el pecho que asesinó a su hermana, pero ella lo perdonó y su espíritu impidió la entrada de la Reina Oscura. Perdió la guerra y el hermano volvió con su hermana y juntos hicieron saltar el templo por los aires y… ¡y eso es todo! —Beleño se detuvo para mirar uno de los monolitos negros con entusiasmo—. ¡Ésas piedras feas son trozos del templo de Takhisis!

—¡Mina! —llamó Rhys en voz alta.

Parecía que la niña no lo oyera. Estaba mirando fijamente la piedra, como si estuviera hipnotizada. Rhys aminoró el paso. No quería asustarla o que se sobresaltarla si se acercaba a ella de repente, sin que lo esperara.

Mientras tanto, Beleño seguía dándole vueltas al asunto.

—Neraka también tenía algo que ver con la Guerra de las Almas. La guerra estalló cuando Takhisis se convirtió en el Único y tenía la intención de dejar todas las almas aquí prisioneras. Pobres almas. Sabes, Rhys, yo hablé con unas cuantas. Me alegré mucho por ellas cuando la guerra terminó y por fin fueron libres para partir, aunque después el cementerio se quedó desoladoramente vacío…

—Mina —repitió Rhys en voz baja.

Hizo un gesto a Beleño para que se quedara atrás y Rhys avanzó lentamente hacia la niña. El kender sujetó a Atta y los dos se quedaron quietos, jadeando en aquel ambiente irrespirable.

—Neraka. Guerra de las Almas. Neraka —murmuraba Beleño—. ¡Sí, ahora lo recuerdo todo! Neraka fue donde empezó la Guerra de las Almas y… ¡oh dios mío! ¡Rhys! —gritó—. ¡Aquí fue a donde vino Mina para empezar la Guerra de las Almas! Takhisis la envió con la tormenta…

Rhys hizo un gesto brusco, cargado de significado. Beleño tragó saliva y se quedó callado.

—Parece que Rhys ya sabía todo eso —dijo el kender, abrazándose al cuello de Atta con fuerza, no fuera a ser que la perra tuviera miedo.

Rhys se quedó detrás de Mina.

—¿Quién es esa mujer? —preguntó Mina, asustada. Señalaba su propio reflejo en el cristal negro.

Rhys contuvo el aliento. No podía articular palabra. La Mina que estaba a su lado era la niña, Mina, con sus largas trenzas pelirrojas, la naricilla cubierta de pecas y los inocentes ojos ambarinos. La Mina que se reflejaba en el cristal negro era la mujer de los ojos ambarinos llenos de almas atrapadas, la mujer guerrera que había nacido en aquel valle, la mujer que había adorado al Único, al Dios Oscuro, a Takhisis.

Mina se lanzó contra la roca negra, empujada por una furia repentina, y empezó a darle patadas y golpes con los puños.

Rhys la sujetó. La afilada piedra ya le había hecho un corte en la mano y la sangre le bajaba por el brazo. El monje la alejó a rastras del cristal. La niña se zafó de él y se quedó jadeando y mirando hoscamente la piedra, mientras se limpiaba la sangre en el vestido.

—¿Por qué me mira así esa mujer? ¡No me gusta! ¿Qué ha hecho conmigo? —gritaba Mina angustiada.

Rhys trató de calmarla, pero él mismo se sentía desazonado al ver a aquella mujer de expresión dura y ojos ambarinos devolviéndoles la mirada desde el cristal negro.

—¡Vaya! —exclamó Beleño.

El kender se acercó a Rhys, miró fijamente a Mina, después miró fijamente el reflejo del monolito de cristal, se frotó los ojos y se rascó la cabeza.

—¡Vaya! —repitió Beleño.

Meneando la cabeza, perplejo, se volvió hacia Rhys.

—Siento mucho sumar más problemas a los que ya tenemos, sobre todo dado que parecen problemas de los buenos, pero seguramente quieras saber que hay un grupo grande de minotauros en lo alto de la cordillera.

El kender miró de soslayo e hizo visera sobre los ojos con la mano.

—Y ya sé que esto puede sonar muy raro, Rhys, pero creo que hay un elfo con ellos.