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Elspeth, la elfa fronteriza, había estado con Valthonis desde el principio. Era uno de los Fieles, aunque a menudo no repararan en ella. Cuando Valthonis había decidido exiliarse del panteón de los dioses, lo había hecho para mantener el equilibrio, roto tras la desaparición de su homologa oscura, Takhisis. Una vez tomada la decisión de ser mortal, había adoptado la forma de un elfo y se había unido a ese pueblo en su amargo exilio de sus tierras ancestrales. No fue él quien pidió tener fieles. Él quería recorrer su penoso camino en soledad. Aquéllos que lo acompañaban lo hacían por decisión propia y la gente los había bautizado como «los Fieles».

Todos los Fieles recordaban perfectamente su primer encuentro con el Dios Caminante. Podían decir incluso qué hora del día era y si brillaba el sol o llovía, pues sus palabras les habían llegado al corazón y habían cambiado sus vidas para siempre. Sin embargo, no recordaban haber visto a Elspeth, aunque tenían la certeza de que ella debía de estar con él en ese momento, sencillamente porque no podían recordar ni una sola vez que no lo estuviera.

Elspeth era una mujer de edad indeterminada y siempre vestía la camisa sencilla y tosca y los pantalones de piel característicos de los elfos fronterizos, aquellos elfos que nunca se habían sentido cómodos en la civilización y que preferían habitar las regiones más solitarias y aisladas de Ansalon. Su melena blanca se apoyaba en los hombros. Sus ojos eran de un azul transparente. Tenía un bello rostro, pero siempre impasible; en raras ocasiones demostraba emoción alguna.

Elspeth seguía aislada incluso en compañía de los Fieles. Éstos entendían por qué, o al menos eso creían, y siempre se mostraban amables con ella.

Elspeth era muda. Le habían cortado la lengua. Nadie sabía con certeza cómo había acabado tan horriblemente mutilada, aunque abundaban los rumores. Algunos decían que la habían asaltado y que su atacante le había cortado la lengua para que no pudiera delatarlo. Otros afirmaban que los gobernantes de Silvanesti eran quienes la habían mutilado. Se sabía que cortaban la lengua de todo aquel que se atreviera a hablar en su contra.

El rumor más atroz, y al que no solía dársele crédito, contaba que Elspeth se había cortado la lengua a sí misma. Nadie sabía por qué habría hecho tal cosa. ¿Qué palabras temía tanto decir que se había mutilado para no pronunciarlas jamás?

Los Fieles siempre eran amables con ella y trataban de incluirla en sus actividades o conversaciones. Pero Elspeth era tan tímida que cada vez que alguien le hablaba, se escabullía.

Valthonis trataba a Elspeth como trataba al resto de los Fieles; con una cortesía gentil y reservada, sin mostrarse distante, pero siempre un poco apartado. Entre el Dios Caminante y los Fieles se levantaba un muro que nadie podía cruzar. Valthonis era mortal. Como había adoptado la forma de un elfo, no envejecía igual que los humanos, pero acusaba su constante caminar. Siempre dormía a la intemperie y rechazaba el abrigo de una casa o un castillo; y nunca abandonaba el camino, ya lo azotara el viento y la lluvia, bajo el sol o la nieve. Su delicada piel estaba curtida y bronceada. Era delgado y enjuto, sus ropas (camisa y pantalón, botas y una capa de lana) estaban gastadas de tanto viajar.

Los Fieles lo observaban con admiración, conscientes en todo momento del sacrificio que había hecho por la humanidad. Para ellos, casi seguía siendo un dios. ¿Qué sería él para sí mismo? Nadie lo sabía. Solía hablar de Paladine y de los dioses de la luz, pero siempre como un mortal habla de los dioses, devoto y reverente. Nunca hablaba como si hubiera sido uno de ellos.

Los Fieles solían especular entre ellos si Valthonis recordaría que había sido el dios más poderoso del universo. A veces interrumpía sus palabras, su mirada se perdía a lo lejos y arrugaba la frente, como si tratara de concentrarse con gran esfuerzo para recordar algo inmensamente importante. Los Fieles creían que en aquellas ocasiones Valthonis debía de vislumbrar lo que una vez había sido, pero cuando trataba de atrapar el recuerdo, éste se escabullía, tan efímero como la bruma del amanecer. Por su propio bien, rogaban que nunca llegara a recordar.

Los Fieles se habían dado cuenta de que, en esos momentos, Elspeth siempre se acercaba un poco más a él. Aquél que entonces diera la casualidad que mirara a la elfa, la vería sentada, inmóvil y tranquila, con la mirada clavada en Valthonis, como si él fuera lo único que veía, lo único que deseaba ver. Después, la expresión de Valthonis se suavizaba, sacudía levemente la cabeza, sonreía y retomaba la conversación.

El número de Fieles cambiaba de un día a otro, pues unos decidían unirse a Valthonis en su eterno caminar mientras otros partían. Valthonis nunca les pedía que se quedasen, ni que marchasen. Tampoco le prestaban juramento, pues él no lo aceptaría. Provenían de todas las razas y formas de vida, ricos y pobres, sabios e ignorantes, de alta y baja alcurnia. Nadie cuestionaba a aquellos que se unían a él, pues Valthonis no lo habría permitido.

Todos los Fieles sin excepción recordaban el día en que el ogro había salido del bosque y se había plantado delante de Valthonis. Más de uno se llevó la mano a la espada, pero una mirada de Valthonis bastó para detenerlos. Siguió hablando con aquellos que lo rodeaban, a quienes les suponía un gran esfuerzo escucharlo, pues no lograban olvidarse del ogro. El ser gigantesco avanzaba pesadamente y les lanzaba miradas torvas, gruñendo a quien se atreviera a acercarse demasiado.

Los que conocían a los ogros aseguraban que se trataba del jefe de una tribu, porque llevaba una pesada cadena de plata al cuelo y el mugriento chaleco de piel estaba adornado con innumerables cabelleras y otros trofeos espeluznantes. Era enorme. Los más altos del grupo no le llegaban más que al pecho y desprendía tal pestilencia que llegaba hasta el cielo. Los acompañó una semana y en todo ese tiempo no le dirigió la palabra a nadie, ni siquiera a Valthonis.

Entonces, una tarde, cuando estaban sentados alrededor del fuego, el ogro se puso de pie y caminó pesadamente hasta Valthonis. Los Fieles se pusieron en guardia al instante, pero Valthonis les ordenó envainar las armas y que volvieran a sentarse. El ogro se quitó la cadena plateada y se la ofreció al Dios Caminante.

Valthonis puso la mano sobre la cadena y pidió a los dioses que la bendijesen. Después, se la devolvió. El ogro gruñó satisfecho. Volvió a colgarse la cadena del cuello y, con otro gruñido, los abandonó y se internó en el bosque, acompañado por el estruendo de sus pisotadas. Todos dejaron escapar un suspiro de alivio. Más adelante empezaron a llegar historias de Blode que contaban que un ogro con una cadena de plata se esforzaba por aliviar las miserias de su pueblo e intentaba detener la violencia y terminar con el derramamiento de sangre. Entonces los Fieles recordaron a su compañero el ogro y quedaron maravillados.

A lo largo del camino también solían unírseles kenders. Saltaban alrededor de Valthonis como si fueran grillos y lo acosaban con multitud de preguntas, como por qué las ranas tenían bultos y las serpientes no y por qué el queso es amarillo si la leche es blanca. Los Fieles hacían muecas, pero Valthonis respondía pacientemente a todas sus preguntas e incluso parecía divertirse cuando algún kender andaba cerca. Los kenders siempre eran una dura prueba para sus seguidores, pero éstos ponían todo su empeño en seguir el ejemplo del Dios Caminante y hacían acopio de paciencia y entereza. Incluso, se resignaban a que les robaran todas sus pertenencias.

Los gnomos se acercaban para discutir a grandes rasgos con el Dios Caminante los diseños de sus últimos inventos. El los estudiaba y, haciendo gala de gran diplomacia, les indicaba los errores del diseño que más probablemente causarían heridos o muertos.

Los elfos siempre acompañaban a Valthonis y muchos permanecían con él largos periodos de tiempo. También se contaban muchos humanos entre los Fieles, aunque tendían a quedarse menos tiempo que los elfos. Tampoco era raro que los paladines de Kiri-Jolith y los caballeros solámnicos acudieran a Valthonis para hablar sobre sus misiones, pedirle su bendición o formar parte de su séquito. Durante un tiempo también viajó con ellos un enano de las colinas. Se trataba de un sacerdote de Reorx que decía que iba en recuerdo de Flint Fireforge.

Valthonis recorría cada camino y calzada, y sólo se detenía para descansar y dormir. Incluso sus frugales comidas las tomaba caminando. Cuando llegaba a una ciudad, recorría las calles y se detenía a hablar con los que se encontraba, pero nunca se quedaba mucho tiempo en el mismo sitio. En muchas ocasiones los clérigos le pedían que diera sermones o conferencias. Valthonis siempre se negaba. Él hablaba mientras caminaba.

Muchos eran los que buscaban su conversación. La mayoría le eran devotos y deseaban escuchar y asimilar todas sus palabras. Pero también había quienes eran escépticos, aquellos que sólo querían discutir, burlarse o reírse de él. En esos momentos más que nunca, los Fieles tenían que practicar el autodominio, pues Valthonis únicamente les permitía intervenir si la persona se ponía violenta, e incluso entonces parecía más preocupado por la seguridad de aquellos que lo rodeaban que por la de sí mismo.

Un día tras otro, los Fieles llegaban y se iban. Pero Elspeth siempre estaba a su lado.

Aquél día, mientras recorrían los sinuosos caminos que cruzaban las montañas Khalkist, en algún lugar cerca del valle maldito de Neraka, los Fieles se sorprendieron al ver que la silenciosa Elspeth abandonaba su habitual lugar, en el extremo del grupo y, deslizándose sigilosamente, se ponía un paso por detrás de Valthonis. Él no se dio cuenta, pues estaba hablando con un seguidor de Chislev sobre cómo podría evitarse los expolios cometidos por el Señor de los Dragones en aquellas tierras.

Los Fieles se percataron del movimiento de Elspeth y les pareció extraño, pero no le dieron más importancia. Más tarde volvieron la vista a aquel momento y, afligidos, desearon haberle prestado más atención.

A Galdar le sobrevenían sentimientos contradictorios cuando pensaba en su misión. Iba a reencontrarse con Mina y no estaba muy seguro de cómo se sentía al respecto. Por una parte se alegraba. No la había visto desde que los habían obligado a separarse en la tumba de Takhisis, cuando ella se había entregado a los brazos del Señor de la Muerte. Él había intentado detenerla, pero el dios le había arrebatado a Mina. A pesar de todo, Sargas habría estado dispuesto a buscarla, pero Galdar le había dado a entender que tenía cosas más importantes que hacer en nombre de su dios y su pueblo que andar corriendo detrás de una jovencita mortal.

Desde entonces, a Galdar le iban llegando noticias sobre Mina, sobre cómo se había convertido en Suma Sacerdotisa de Chemosh, la amante del Señor de los Huesos, y el minotauro siempre fruncía el entrecejo y sacudía su cabeza astada. Que Mina se convirtiera en sacerdotisa era un desperdicio imperdonable. Galdar se quedó tan sorprendido como si le hubieran dicho que Makel el Temor de los Ogros, el famoso héroe de guerra minotauro, se había convertido en druida y andaba por ahí curando animalitos enfermos.

Ésa era la razón por la que Galdar se resistía a reencontrarse con Mina. Si la mujer audaz y valerosa que había montado con él a lomos de un dragón para enfrentarse al aterrador Señor de los Dragones Malys se había convertido en devota del taimado y traicionero Chemosh, y pasaba el día agitando huesos, entonando hechizos y arrastrando la tánica de un lado a otro, Galdar no quería tener nada que ver con ella. No quería verla así. Prefería conservar sus recuerdos de Mina como una guerrera triunfal, no como una traicionera sacerdotisa.

Pero habría otra razón por la que no se sentía a gusto con su misión. Había dioses de por medio y Galdar ya había tenido más que suficiente de divinidades durante la Guerra de las Almas. Al igual que Gerard, aquel antiguo enemigo que se había convertido en amigo, Galdar prefería mantenerse lo más lejos posible de los dioses. Sentía tal reticencia que estuvo a punto de negarse a aceptar la misión, aunque aquello implicase decir «no» a Sargas, algo que ni siquiera los hijos del dios osaban hacer.

Finalmente, ganaron la fe que Galdar tenía en Sargas (así como su miedo) y su anhelo de volver a ver a Mina. Aceptó la misión de mala gana. (Hay que tener en cuenta que Sargas no contó a Galdar la verdad, que la propia Mina era una diosa. El dios astado debió de considerar que aquella era una prueba demasiado dura para su fiel servidor).

Galdar y la pequeña partida de minotauros a la que estaba al mando pa bastante tiempo reconociendo al enemigo, calculando su número y valorando sus habilidades. Galdar era un líder precavido e inteligente que no caía en el mismo error que muchos de su raza, los cuales daban por hecho que tenían la batalla ganada únicamente porque se enfrentaban a soldados elfos. Galdar había combatido contra los elfos durante la Guerra de las Almas y había aprendido a respetarlos como guerreros, aunque los despreciara en todos los demás aspectos. Convenció a sus tropas de que los elfos eran unos guerreros ágiles y tenaces, que en aquella ocasión lucharían aun con más ferocidad debido a la lealtad y devoción que sentía por el Dios Caminante.

Galdar tendió una emboscada en los bosques de las montañas Khalkist. Eligió aquella región porque había calculado que, una vez que el Dios Caminante se hubiera alejado de la civilización, el número de sus seguidores disminuiría. Cuando Valthonis recorría las principales vías de Solamnia, podían acompañarlo hasta veinte o treinta personas. En esas tierras, lejos de todas las ciudades grandes y cerca de Neraka, una región de Ansalon a la que la mayoría seguía considerando maldita, sólo los más devotos permanecerían a su lado. Galdar contó seis guerreros elfos armados con arco, flechas y espada, un elfo fronterizo desarmado y un druida de Chislev cubierto por una túnica verde musgo que seguramente los atacaría con hechizos sagrados.

Decidió que la hora de la embocada sería el atardecer, cuando las sombras de la noche que se alargaban entre los árboles disputaban su dominio a los últimos rayos de sol. En ese momento del día, la penumbra podía engañar al ojo y hacer blanco en el objetivo era difícil hasta para un arquero elfo.

Galdar y su tropa se escondieron entre los árboles, disponiéndose a esperar hasta que oyeran al grupo avanzando por el camino, que apenas era una senda de cabras. La partida todavía estaba a cierta distancia, así que Galdar tenía el tiempo suficiente para dar a sus minotauros las instrucciones de última hora.

—Tenemos que coger al Dios Caminante vivo —dijo, poniendo mucho énfasis en la última palabra—. Ésta orden proviene del mismo Sargas. No lo olvidéis: Sargas es el dios de la venganza. Si desobedecéis, es por vuestra propia cuenta y riesgo. Y yo os confieso que no estoy preparado para que su cólera caiga sobre mí.

Los demás minotauros se mostraron de acuerdo con mucha vehemencia y alguno que otro miró a los cielos con inquietud. Se sabía que el castigo de Sargas a aquellos que desoían su voluntad era inminente y atroz.

—¿Qué hacemos si ese Dios Caminante ofrece resistencia, señor? —preguntó uno de los minotauros—. ¿Los dioses de los escuchimizados intervendrán a su favor? ¿Tenemos que esperar que nos caigan rayos del cielo?

—¿Así que «los dioses de los escuchimizados», Malek? —gruñó Galdar—. Perdiste la punta de un cuerno por culpa de una dama solámnica. ¿También era una escuchimizada o más bien te pateó el culo?

El minotauro parecía molesto. Sus compañeros sonrieron burlonamente y uno le dio un codazo.

—Mientras no hagamos daño al Dios Caminante, los dioses de la luz no intervendrán. Eso me aseguró el sacerdote de Sargas.

—¿Y qué hacemos con ese Dios Caminante cuando lo tengamos, señor? —quiso saber otro—. Eso todavía no nos lo has dicho.

—Porque no quiero atascaros el cerebro con más de un pensamiento a la vez —contestó Galdar—, de lo único que tenéis que preocuparos ahora es de capturar al Dios Caminante. ¡Vivo!

Galdar aguzó el oído. Las voces y las pisadas se acercaban.

—Tomad posiciones —ordenó, y dispersó a sus soldados, que fueron corriendo a las zanjas que había a ambos lados de la senda—. ¡No os mováis ni un milímetro y permaneced a contraviento! Ésos condenados elfos tienen buen olfato para los minotauros.

Galdar se agazapó detrás de un roble grande. Su espada seguía envainada. Esperaba no tener que utilizarla y se frotó el muñón del brazo perdido. Aquélla era una herida extraña. El muñón estaba completamente curado, pero a veces, por raro que pareciera, le dolía el brazo que ya no tenía. Aquélla tarde sentía una quemazón y unas punzadas más desgarradoras que de costumbre. Echaba la culpa a la humedad, pero no podía evitar preguntarse si no le dolería porque estaba pensando en Mina, recordando la primera vez que se habían visto. Ella había alargado la mano hacia él y su contacto lo había curado. Ella le había devuelto el brazo mutilado.

El brazo que había vuelto a perder, intentando salvarla.

Se preguntó si ella lo recordaría, si alguna vez pensaba en el tiempo que habían pasado uno junto al otro, el tiempo más feliz y glorioso de toda la vida del minotauro.

Lo más probable era que no, después de que se hubiera convertido en toda una señora sacerdotisa.

Galdar se frotó el brazo, maldijo la humedad y escuchó las voces de los elfos que se acercaban.

Agazapados entre las hojas muertas y las sombras, los minotauros se aferraban a sus armas y esperaban.

Dos guerreros elfos iban delante, cuatro detrás y Valthonis y el druida de Chislev caminaban en el centro del grupo, absortos en su conversación.

Elspeth se mantenía muy cerca del Dios Caminante, casi tropezaba con él. Normalmente se quedaba bastante retrasada, unos cuantos pasos por detrás del último guardia. Aquél cambio repentino en su actitud inquietaba al resto del grupo, que ya sentía desasosiego por encontrarse tan cerca del valle maldito de Neraka, donde había reinado la Reina Oscura. Habían preguntado a Valthonis por qué había elegido dirigirse allí, a aquel lugar pavoroso, pero él se limitaba a sonreír y a responderles lo que siempre respondía a sus preguntas:

—No voy a donde quiero ir, sino a donde debo estar.

Como era imposible obtener información del Dios Caminante, uno de los Fieles se encargó de interrogar a Elspeth. En voz baja, le preguntó cuál era el problema, de qué tenía miedo. Parecía que Elspeth era sorda además de muda, pues ni siquiera lo miró. Siguió con los ojos clavados en Valthonis, según contó el elfo más tarde a sus compañeros, con el rostro demacrado y tenso.

Como ya estaban nerviosos e intranquilos por encontrarse en aquel lugar, el inesperado ataque no cogió del todo por sorpresa a los guerreros elfos. Sintieron que algo iba mal cuando pasaron rozando las hojas que colgaban de las ramas de los altos árboles. Quizá fuera el olor; los minotauros desprenden un hedor a bovino que es difícil de disimular. Quizá fuera el chasquido de una ramita debajo de una pesada bota, o el movimiento de un corpachón entre los matorrales. Fuera lo que fuese, los elfos percibieron el peligro y aminoraron el paso.

Los dos guerreros que iban delante desenvainaron las espadas y se retrasaron para situarse a ambos lados de Valthonis. Los elfos que los seguían colocaron las flechas, levantaron los arcos y se volvieron hacia el bosque, estudiando con atención las sombras que habitaban entre los árboles.

—¡Mostraos! —gritó ásperamente uno de los guerreros en común.

Los soldados minotauro obedecieron, salieron trepando de las cunetas y se agolparon en el camino. El acero repiqueteó contra el acero. Las cuerdas de los arcos se tensaron y el druida empezó a entonar una oración a Chis —lev, invocándola para que le concediese su ayuda divina.

La voz de Valthonis se elevó sobre todos esos sonidos y resonó poderosa y enérgica.

—¡Parad! Ahora mismo.

Había tanta autoridad en sus palabras que todos los combatientes le obedecieron, incluso los minotauros, que reaccionaron instintivamente al tono de mando. Un segundo después se dieron cuenta de que había sido su supuesta víctima quien había dado la orden de que se detuvieran y, sintiéndose tontos, volvieron a lanzarse al ataque.

—¡Deteneos, en nombre de Sargas! —en aquella ocasión fue Galdar quien bramó con su vozarrón.

Los soldados minotauros vieron que su líder avanzaba a grandes zancadas y bajaron la espada de mala gana y retrocedieron.

Elfos y minotauros se miraban con expresión hosca. Ninguno atacaba, pero ninguno envainaba la espada. El druida no había dejado de rezar. Valthonis le puso una mano en el hombro y le dijo algo en voz baja. El druida lo miró suplicante, pero Valthonis negó con la cabeza y la oración a Chislev terminó con un suspiro.

Galdar levantó su única mano para demostrar que no llevaba arma alguna y caminó hacia Valthonis. Los Fieles se movieron para interponerse entre el Dios Caminante y el minotauro.

—Dios Caminante —dijo Galdar, alzando la voz sobre las cabezas de los que le cerraban el paso—, me gustaría hablar contigo, en privado.

—Apartaos, amigos míos —dijo Valthonis—, escucharé lo que tenga que decir.

Uno de los elfos parecía dispuesto a discutir, pero Valthonis no le prestó atención. Volvió a pedir a los Fieles que se apartaran y así lo hicieron, aunque de mala gana y con expresión sombría. Galdar ordenó a sus soldados que se mantuvieran apartados y los minotauros obedecieron, aunque lanzando miradas torvas a los elfos.

Galdar y Valthonis se internaron entre los árboles, donde sus seguidores no pudieran oírlos.

—Tú eres Valthonis, en el pasado el dios Paladine —declaró Galdar.

—Soy Valthonis —repuso el elfo con. Suavidad.

—Yo soy Galdar, emisario del gran dios que los minotauros conocen como Sargas, conocido por aquellos de tu raza como Sargonnas. Mi dios me ordena que pronuncie estas palabras: «Has dejado cosas inconclusas en el mundo, Valthonis, y como has decidido alejarte «caminando» de ese reto, ha estallado un conflicto en el cielo y entre los hombres. El gran Sargas quiere que ese conflicto llegue a su fin. Es necesario llegar a una solución rápida y definitiva para ese conflicto. Para ayudar a que eso ocurra, él hará que te reúnas con tu retador».

—Espero que no creas que soy amigo de las discusiones, emisario, pero me temo que no sé nada sobre ese conflicto o ese reto del que hablas —contestó Valthonis.

Galdar se frotó el muñón con el dorso de la mano. Estaba incómodo, pues él creía en el honor y la honestidad, y en aquel asunto no estaba actuando honrada y honestamente.

—Quizá no sea un reto impuesto por Mina —aclaró Galdar, esperando que su dios lo comprendiera—. Más bien una amenaza. De todos modos —prosiguió antes de que Valthonis pudiera responder—, se interpone entre vosotros dos como humo envenenado que emponzoña el aire.

—Ya lo entiendo —dijo Valthonis—. Hablas de la promesa de Mina de que me mataría.

Galdar lanzó una mirada inquieta hacia los minotauros de su escolta.

—No levantes la voz cuando pronuncies su nombre. Mi pueblo cree que es una bruja. —Se aclaró la garganta y añadió fríamente—: Sargas me ha ordenado que diga que el dios astado quiere que los dos os reunáis para que podáis resolver vuestras diferencias.

Valthonis sonrió irónicamente al oír aquellas palabras y Galdar, avergonzado, se quedó frotándose el muñón. Sargas no tenía ninguna intención de que los dos resolvieran sus diferencias. Galdar no sentía ningún aprecio por los elfos, pero detestaba tener que mentir a aquél. No obstante, tenía unas órdenes que cumplir y, por tanto, repitió lo que le habían dicho que dijera, aunque esforzándose por que quedara claro que el mensaje no era suyo.

—No tenéis que hablar con esa bestia, señor. Podemos y estamos dispuestos a pelear y defenderos… —los interrumpió uno de los Fieles, gritando.

—Jamás se derramará sangre en mi nombre —repuso Valthonis con aspereza. Lanzó una mirada glacial al Fiel—. ¿Has recorrido a mi lado este camino y me has oído hablar de paz y fraternidad y, sin embargo, no has escuchado nada de lo que te decía?

El tono de su voz era duro y sus seguidores parecían avergonzados. No sabían adonde dirigir la vista para que sus ojos no se encontraran con la mirada furiosa de Valthonis, así que observaban fijamente el suelo o torcían la cara. La única que no apartó la mirada fue Elspeth. Sólo ella la sostuvo. Valthonis le sonrió para darle seguridad y después se volvió hacia Galdar.

—Te acompañaré con la condición de que mis compañeros puedan irse sin sufrir ningún daño.

—Ésas son mis órdenes —aseguró Galdar. Alzó la voz para que todos pudieran oírlo—. Sargas quiere paz. No desea que se derrame sangre.

Uno de los elfos resopló con desdén al oír esas palabras y uno de los minotauros gruñó. Los dos se lanzaron uno sobre el otro. Galdar se acercó al minotauro de un salto y le propinó un puñetazo en la mandíbula. Elspeth agarró al elfo por el brazo que asía la espada y tiró de él. Sorprendido, el guerrero bajó el arma.

—Si caminas con nosotros, señor —dijo Galdar, sacudiendo los nudillos doloridos—, nosotros seremos tu escolta. Dame ahora tu palabra de que no vas a intentar escapar, y no te encadenaré.

—Tienes mi palabra. No me escaparé. Iré con vosotros por mi propia voluntad.

Valthonis se despidió de los Fieles. Dio la mano a cada uno de ellos y pidió a los dioses que los bendijeran.

—No temáis, señor —dijo uno de los elfos en Silvanesti, hablando en voz baja—, os rescataremos.

—He dado mi palabra. No voy a romperla —repuso Valthonis.

—Pero, señor…

El Dios Caminante sacudió la cabeza y se dio media vuelta. Tropezó con Elspeth, que le cerraba el paso. Parecía que ansiaba hablar con él, pues le temblaba la mandíbula y de su garganta se escapaban unos sonidos graves, propios de un animal.

Valthonis le acarició la mejilla.

—No hace falta que digas nada, pequeña. Lo entiendo.

Elspeth le cogió la mano y se la apretó contra le mejilla.

—Cuidad de ella—ordenó Valthonis a los Fieles.

Retiró la mano con delicadeza y caminó hasta donde esperaban Galdar y los demás minotauros.

—Tienes mi palabra. Y yo tengo la tuya —dijo Valthonis—. Mis amigos se irán sin sufrir ningún daño.

—Que Sargas me deje sin el otro brazo si incumplo mi promesa —repuso Galdar. Se internó en el bosque y Valthonis lo siguió. Los minotauros cerraron el grupo siguiéndolos de cerca.

Los Fieles se quedaron en el camino rodeados por la penumbra creciente, contemplando la partida de su líder. Su vista de elfos les permitía seguir a Valthonis con la mirada durante mucho tiempo y, cuando dejaron de verlo, todavía oían el chasquido de las ramas y las pisadas de los minotauros abriéndose camino por la espesura. Los Fieles se miraron entre sí. Los minotauros habían dejado un rastro que hasta un enano gully ciego podría seguir. No sería muy difícil seguirles los pasos.

Uno echó a andar en su dirección. La silenciosa Elspeth lo detuvo.

«Él dio su palabra —dijo la elfa con signos, llevándose la mano a la boca y después al corazón—. Él tomó su decisión».

Afligidos, los Fieles volvieron sobre sus pasos y retomaron el camino que ya habían recorrido. Pasó algún tiempo antes de que uno de ellos se diera cuenta de que Elspeth ya no estaba con ellos. Sin olvidar su promesa, empezaron a buscarla y al fin encontraron sus huellas. Había seguido el mismo camino que el Dios Caminante había elegido: la calzada a Neraka. Elspeth se negó a regresar y, sin olvidar nunca su promesa de cuidarla, los Fieles la acompañaron.