Beleño caminaba con paso cansino por la calzada, siguiendo a Mina, mientras murmuraba cosas para sí y arrastraba las botas por el polvo. Mina iba varios pasos por delante, con la cabeza muy alta y la espalda muy recta. Estaba ignorándolo, fingiendo que no lo conocía. Atta trotaba junto al kender, aunque de vez en cuando se detenía y volvía la vista esperanzada, buscando a Rhys.
—Espero que esté bien —dijo Beleño por centésima vez. Fulminó a Mina con la mirada, dio una patada a una piedra y añadió en voz alta—: Si no fuera por cierta persona, podría volver y comprobarlo por mí mismo, ¡y quizá ayudar a salvarlo después de que cierta persona huyera y lo abandonara!
Mina le lanzó una mirada furiosa volviendo la cabeza y siguió caminando, testaruda.
Por lo menos habían logrado escapar de la batalla de Ringlera de Dioses.
La brutalidad del combate y la visión de tantos muertos y heridos habían superado a Mina.
El ruido la confundía y la matanza la horrorizaba. Beleño y Atta acabaron encontrándola agazapada debajo de un matorral, cerrando los ojos con fuerza y tapándose los oídos para no oír los gritos.
A Beleño le costó convencerla de que fuera con él y a punto estuvo de perderla cuando tropezaron sin querer con un sacerdote de Chemosh, encapuchado y de túnica negra. Beleño recitó su hechizo de agotamiento y cuando vio por última vez al sacerdote, éste estaba tumbado boca arriba en medio de la calle, echando una cabezadita fuera de hora.
Rodearon la parte posterior del Templo de Zeboim a la carrera y se metieron por un callejón, hasta que llegaron a un barrio residencial relativamente tranquilo. Los ciudadanos, al oír el clamor de la batalla y temerosos
de que se extendiera hasta su vecindario, habían atrancado todas las puertas y no osaban salir.
Beleño se paró para recuperar el aliento, intentar librarse del flato que tanto le dolía en un costado y tratar de pensar qué podían hacer. Decidió que llevaría a Mina a la posada y la dejaría a cargo de Laura. Después él volvería a buscar a Rhys. Beleño y Atta echaron a andar en dirección a la posada, pero cuál fue su sorpresa al ver que Mina caminaba en dirección contraria.
—¿Adonde vas? —preguntó Beleño, parándose.
Mina se había quedado en el medio de la calle, aferrándose al petate en el que llevaba las reliquias. El saco estaba sucio y cubierto de polvo, porque cuando se le hacía demasiado pesado, Mina lo arrastraba por el suelo. Ella misma tenía la cara mugrienta, cubierta de hollín, el pelo mojado de sudor y las trenzas pelirrojas medio deshechas. El vestido estaba salpicado de manchas de sangre.
—A Morada de los Dioses —replicó Mina.
—De eso nada —la reprendió Beleño—. Vamos a volver a la posada. ¡Tenemos que esperar a Rhys!
—Yo no voy a esperarlo —negó Mina—, tengo que ir a Morada-de los Dioses… y la pelea va a ponerse peor todavía.
Beleño no era capaz de imaginarse cómo podía ser aún peor, pero no lo dijo.
—Entonces te equivocas de camino —fue lo que dijo, en tono áspero—. Morada de los Dioses está al norte. Estamos en la calzada de Haven. —Señaló hacia otra calle—. Por ahí sí se va al norte.
—No te creo. Estás mintiendo para engañarme.
—No es verdad —repuso Beleño malhumorado.
—Sí lo es.
—¡No es verdad!
—Sí lo es…
—Tú tienes el mapa —le gritó Beleño al final—. ¡Compruébalo tú misma!
Mina lo miró sorprendida.
—Yo no lo tengo.
—Sí que lo tienes. ¿No te acuerdas? Lo extendí sobre una piedra cerca de Flotsam y entonces tú decidiste que iríamos caminando rápido y…
Dejó de hablar. Mina se mordía el labio y dibujaba líneas en la tierra con la punta del zapato.
—¡No lo cogiste! —gruñó Beleño.
—Cállate —le ordenó ella con el entrecejo fruncido.
—¡Dejaste mi mapa allí! ¡Tan lejos! ¡En la otra punta del mundo!
—Yo no lo dejé allí. Fuiste tú. ¡Fue culpa tuya! —estalló la niña.
Aquélla acusación lo cogió tan de sorpresa que Beleño sólo lograba resoplar.
—Se suponía que tú tenías que coger el mapa y traerlo con nosotros —continuó Mina—. El mapa era responsabilidad tuya porque era tuyo. Ahora no sé qué camino coger.
Beleño miró a Atta en busca de ayuda, pero la perra se había tumbado en la calle, con la panza pegada al suelo y el hocico entre las patas. Cuando Beleño se tranquilizó lo suficiente como para poder hablar sin ducharse con su propia saliva, explicó sus argumentos:
—Habría cogido el mapa, pero echaste a correr tan rápido que no tuve tiempo.
—No quiero hablar más de eso —repuso Mina con suficiencia—. Has perdido el mapa, así que ¿qué vas a hacer?
—Te voy a decir lo que vamos a hacer. Tú vas a volver a la posada y yo voy a buscar a Rhys. Y después todos vamos a disfrutar de una buena cena. No hay que olvidar que hoy hay pollo y…
Pero Mina no estaba escuchándolo. Se acercó a un grupo de holgazanes que mataban el tiempo a la puerta de una taberna con jarras de cerveza, mientras discutían con voz pastosa si debían ir o no a ver qué era todo aquel alboroto.
—Perdón, señores —dijo Mina—. ¿Qué calzada tengo que tomar para ir al norte?
—Ésa, niña —le respondió un joven con un eructo y un gesto impreciso.
—Te lo dije —intervino Beleño.
Mina cogió el petate, se lo colgó al hombro y echó a caminar.
En ese mismo instante, Beleño se dio cuenta de su error. Lo que tenía que haber dicho era que no sabía cuál era el camino hacia el norte y que tenían que esperar a Rhys. Pero ya era demasiado tarde. La vio alejarse, sola y desamparada, y pensó en dejarla ir, pero sabía que Rhys no querría que la abandonase. Aunque Beleño no estaba muy seguro de que sirviera de nada. De todos modos, Mina nunca lo escuchaba.
Miró a Atta, que estaba sentada, mirándolo a él. La perra no le dio ningún consejo. Dejando escapar un resoplido, Beleño echó a caminar penosamente detrás de Mina y hasta allí habían llegado juntos, dirigiéndose al norte, en busca de Morada de los Dioses, y sin Rhys.
Beleño no había cejado en su empeño de convencer a Mina de que debían volver a la posada, pero ella se mantenía inflexible. La discusión se alargó durante varios kilómetros, cada vez más lejos de Solace, hasta que Beleño acabó dándose por vencido y reservó sus fuerzas para caminar. Por lo
menos había una cosa por la que estaba agradecido: como no tenían el mapa, Mina no podía correr al ritmo de los dioses. No le quedaba más remedio que caminar como una persona corriente.
Beleño albergaba la esperanza de que Rhys pudiera encontrarlos, aunque no se le ocurría cómo. Rhys creería que estaban heridos o muertos, o escondidos en algún sitio… Tal vez fuera Rhys quien estuviera herido o muerto…
—No voy a pensar en eso —dijo el kender para sí.
Caminaron mucho, mucho tiempo. Beleño esperaba que Mina se cansara pronto y que quisiera descansar y, cada vez que pasaban junto a una posada, insistía en que deberían parar. Mina siempre se negaba y apretaba el paso, con el petate arrastrando detrás de ella.
Los caminantes que se cruzaban por el camino se detenían para observar a aquel grupo tan extraño. Si alguien intentaba acercarse a Mina, Atta le gruñía y advertía a los desconocidos que guardaran las distancias. Beleño ponía los ojos en blanco y levantaba las manos, para dejar claro que él no podía hacer nada al respecto.
—Si os encontráis con un monje de Majere llamado Rhys Alarife, decidle que nos habéis visto y que vamos hacia el norte —gritaba siempre.
La calzada proseguía y lo mismo hacían ellos. Beleño no tenía la menor idea de la distancia que habrían recorrido, pero ya no se veía Solace. La calzada había dado paso a un camino y después a un sendero y, de repente, el camino hacia el norte desaparecía sin previo aviso. En medio se levantaba una imponente montaña y el camino se dividía en dos, una bifurcación rodeaba la montaña por el este y la otra por el oeste.
—¿Por cuál vamos? —preguntó Mina.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —refunfuñó Beleño—. Perdiste el mapa, ¿ya no te acuerdas? De todos modos, este sitio está bien para parar a descansar… ¿Qué estás haciendo?
Mina se tapó los ojos con las manos y empezó a girar sobre sí misma en medio del camino. Cuando ya estaba mareada, se detuvo tambaleante y extendió un brazo, y sus dedos quedaron señalando hacia el éste.
—Iremos por ahí —anunció.
Beleño se quedó mirándola, sin poder hablar por el asombro.
—A cambio de un centavo de gnomo, dejaría que te llevase el coco —amenazó a la niña, y después añadió en un murmullo—: Aunque eso no sería muy considerado con el coco.
Echó un vistazo hacia el oeste, por donde el sol desaparecía rápidamente, como si quisiera huir a toda prisa. Las sombras empezaban a deslizarse por el camino.
Beleño empezó a ir de un lado a otro, buscando las piedras más grandes. Cada vez que encontraba una, la levantaba y la llevaba hasta donde estaba Mina, para dejarla caer pesadamente a sus pies.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó Mina, cuando el kender volvía ya con la cuarta piedra.
—Marcar el camino —contestó Beleño, mientras arrastraba la piedra número cinco. La dejó en el suelo y después empezó a colocarlas todas. Puso cuatro piedras una encima de la otra y la quinta la dejó a un lado del montón—. De esta forma, Rhys sabrá la dirección que hemos tomado en el cruce y podrá encontrarnos.
Mina observó el montón de piedras y de repente saltó sobre ellas y empezó a tirarla pila cuidadosamente dispuesta por Beleño.
—¿Qué haces? ¡Para! —gritó Beleño.
—¡No va a encontrarme! —le respondió Mina también a gritos—. No va a encontrarme nunca. No quiero que me encuentre.
Cogió una piedra y la lanzó. El proyectil estuvo a punto de darle a Atta, que se apartó de un salto, sorprendida.
Beleño agarró a Mina, tiró de ella y le pegó un azote allí donde la espalda pierde su bello nombre. No pudo dolerle mucho, porque su mano no encontró más que las enaguas. Sin embargo, el azote tuvo el efecto de dejarla paralizada. Se quedó mirándolo boquiabierta y después se echó a llorar.
—¡Eres la niña más caprichosa y egoísta que he conocido en toda mi vida! —le gritó Beleño—. Rhys es un buen hombre. Se preocupa por ti más de lo que te mereces, mientras que tú te has comportado como una mocosa. Y ahora que te has escapado, seguro que está loco de preocupación y…
—Por eso me escapé —dijo Mina entre sollozos, tragando saliva—. Por eso no tiene que encontrarme nunca. Es un buen hombre. ¡Y yo casi hago que lo maten!
Beleño la miró perplejo. No se había escapado para huir de Rhys. ¡Se había escapado para protegerlo! El kender suspiró. Casi le daba pena haberle dado el azote. Casi.
—Vamos, Mina. —Beleño empezó a darle golpecitos en la espalda para que dejara de llorar—. Siento haber perdido los nervios. Entiendo por qué lo hiciste, pero aun así no deberías haberte escapado. Y en cuanto a lo de que casi haces que maten a Rhys, eso es una tontería. Yo casi hago que maten a Rhys un par de veces, y él casi hizo que me mataran a mí otras tantas. Para eso están los amigos.
Mina pareció muy sorprendida al oír aquella explicación. Incluso Beleño tuvo que admitir que no sonaba tan bien dicha en voz alta como cuando la tenía en la cabeza.
—Lo que quiero decir, Mina, es que Rhys se preocupa por ti. No va a dejar de preocuparse sólo porque tú te escapes. Y ahora has añadido más preocupación e incertidumbre a la preocupación original. Y respecto a lo de ponerle en peligro. —Beleño se encogió de hombros—. Desde el principio sabía que iba a estar en peligro, cuando decidió llevarte a Morada de los Dioses. Para él, el peligro no supone ninguna diferencia. Porque le importas.
Mina lo miraba fijamente y Beleño tuvo la impresión de que aquellos ojos ambarinos ribeteados de lágrimas podrían engullirlo entero. La niña extendió una mano tímida.
—¿Contigo es igual? —preguntó más tranquila—. ¿A ti también te importo?
Beleño estaba obligado a decir la verdad.
—Yo no soy tan buena persona como Rhys y tal vez hubo un momento o dos en que no me importabas nada, pero sólo fue un momento… o dos.
Le cogió la mano y la acarició.
—Ahora claro que me importas, Mina. Y siento haberte dado un azote. Así que ayúdame a hacer un montón con estas piedras.
Mina lo ayudó a colocar las piedras y después prosiguieron su camino, hacia el éste. El camino discurría por praderas de altas hierbas, junto a una poza y por un par de riachuelos. Para entonces, el sol no era más que un punto rojizo en el cielo. Desde lo alto de un cerro vieron que el camino descendía por un valle y desaparecía en un bosque.
Beleño consideró todas las opciones. Podían acampar allí mismo, junto al camino, en pleno campo. Rhys podría encontrarlos, pero lo mismo podría hacer cualquier otra persona, un ladrón o un bandido. Aunque Mina podía cuidar de sí misma, por ser una diosa, ¿también cuidaría de Beleño y de Atta? Después de haberla visto en acción en el templo, Beleño no quería arriesgarse.
Si acampaban en el bosque, encontrarían un sinfín de sitios —troncos huecos, matorrales y cosas de ese tipo— donde descansar cerca del camino y, al mismo tiempo, permanecer ocultos. Atta los avisaría si Rhys se acercaba.
Con la decisión ya tomada, Beleño empezó a bajar por el camino que se internaba en el bosque. Mina, que se mostraba de lo más dócil desde la pelea, lo seguía de cerca y Atta trotaba detrás de ellos. El sol se deslizaba hacia donde fuera que pasaba la noche y dejaba el mundo mucho más oscuro de lo que era posible imaginarse. Beleño tenía la esperanza de que una luna o dos les dieran un poco de luz, pero por lo visto las lunas estaban ocupadas con otros asuntos, pues ni siquiera se asomaron y las estrellas quedaron tapadas por las tupidas hojas de los altos árboles.
Beleño había estado en multitud de bosques, pero no recordaba ninguno tan oscuro y lúgubre. Apenas veía nada, pero sí oía muy bien y le llegaban muchos sonidos de criaturas escabullándose, escondiéndose y arrastrándose. La actitud de Atta tampoco resultaba muy tranquilizadora, pues se quedaba mirando muy fijamente entre los árboles y gruñía. En una ocasión, se abalanzó sobre algo y lanzó una dentellada, a lo que ese algo le respondió con otro gruñido y otra dentellada, pero se fue.
Mina cogió al kender de la mano, como si no quisiera perderlo en la oscuridad. Era evidente que estaba asustada, pero no dijo ni una palabra. Parecía como si intentara compensar haberse comportado como una mocosa y Beleño sintió que se enternecía. Estaba empezando a pensar que su idea de acampar en el bosque no había sido una de sus mejores ocurrencias. Había estado atento todo el rato para encontrar un lugar donde pasar la noche, pero no daba con ninguno y el bosque se volvía más tenebroso por momentos. Algo se lanzó sobre ellos desde un árbol y remontó el vuelo sobre sus cabezas, lanzando un graznido chirriante. Mina gritó y se acurrucó en el suelo, Beleño se cayó y se torció un tobillo.
—Tenemos que parar y levantar el campamento —dijo el kender.
—No quiero parar aquí —se quejó Mina, temblando.
—No veo a un palmo de mis narices. Pero estaremos bien…
Atta emitió un ladrido espeluznante, atacó a algo y luchó un rato contra lo que fuera aquello. La cosa lanzó un gañido y cayó. Atta se quedó jadeando mientras Mina hacía pucheros. En el fondo de su ser, Beleño se sentía igual.
—Bueno, podemos ir un poco más lejos —concedió el kender.
Los tres siguieron por el camino. Mina iba pegada a Beleño y éste arrastraba los pies en medio de la oscuridad, con Atta gruñendo a cada paso que daba.
—¡Veo una luz! —exclamó Mina, parándose de golpe.
—No, no ves nada —repuso Beleño enfadado—. Es imposible. ¿Qué iba a hacer una luz en medio de este bosque tenebroso?
—Pero es que veo una luz —insistió Mina.
entonces Beleño también la vio. Era una luz que titilaba entre los árboles. Brillaba desde una ventana, y una ventana significaba una casa, y una casa con una luz en la ventana significaba que había alguien viviendo en el bosque, en una casa, con una luz en la ventana. Es más, estaba oliendo el más embriagador de los olores: el tentador aroma de una hogaza o un pastel recién sacado del horno.
—¡Vamos! —exclamó Mina, entusiasmada.
—Espera un momento —la frenó Beleño—. Cuando era pequeño, mi madre me contó una historia sobre una bruja fea y vieja que atraía a los niños hasta su casa, los metía en el horno y hacía bizcochos de jengibre con ellos.
Mina lanzó un grito ahogado y se aferró a su mano con tanta fuerza que Beleño dejó de sentir los dedos. El kender volvió a olfatear el aire. Fuera lo que fuese lo que estaban cocinando, olía muy pero que muy bien, no como un niño al horno. Y pasar la noche en una cama blanda era mucho mejor que dormir en un tronco hueco, suponiendo que encontraran uno.
—Vamos a ver —dijo Beleño al fin.
—¿A ver a una bruja vieja y fea? —preguntó Mina, temblando y quedándose atrás.
—Estoy casi seguro de que me he equivocado. No era una bruja. Era una dama muy hermosa que hacía bizcochos para los niños, no con niños.
—¿Estás seguro? —Mina no parecía muy convencida.
—Seguro —afirmó Beleño.
No obstante, lo más extraño era que habría jurado que en el mismo momento que había mencionado el bizcocho de jengibre, había empezado a oler a bizcocho de jengibre.
Mina no ofreció más resistencia. Cogidos muy fuerte de la mano, se dirigieron a la casa. Beleño ordenó a Atta que permaneciera junto a él, pues no le quedaba más remedio que admitir para sí que era mucho más probable que encontraran brujas horrendas que hermosas damas viviendo en un bosque oscuro y tenebroso. Atta había dejado de gruñir y Beleño lo interpretó como una buena señal.
A medida que se acercaban a la luz, Beleño se sentía más confiado. Vio que la luz provenía de una pequeña cabaña de dos o tres habitaciones con aspecto acogedor. La vela estaba en la ventana. Su luz se filtraba a través de unas cortinas blancas e iluminaba un caminito de piedras bordeado de flores, cuyos pétalos se mecían somnolientos y despedían un suave perfume que lo envolvía todo.
No percibía más que buenas señales, pero Beleño era un kender precavido y tenía un hechizo preparado, por si acaso.
—Si resulta que se trata de una bruja fea —le susurró a Mina—, yo grito «corre» y tú echas a correr. No te preocupes por mí. Te alcanzaré.
La niña asintió, nerviosa, sin soltarlo. Beleño debía tener las dos manos libres, porque necesitaba una para llamar a la puerta y la otra para conjurar el hechizo, en caso de que quien abriera fuera una bruja.
—Atta, estáte atenta —avisó a la perra.
Beleño se acercó a la puerta y llamó con un golpe enérgico.
—¡Hola! —exclamó—. ¿Hay alguien en casa?
Se abrió la puerta y la luz bañó la entrada. Era una mujer. Beleño no la veía demasiado bien, porque una luz muy intensa lo cegaba. Iba toda vestida de blanco y el kender tuvo la impresión de que era amable, delicada y tierna, pero al mismo tiempo fuerte, poderosa y con dotes de mando. No se explicaba cómo alguien podía ser todas esas cosas a la vez, pero así lo percibía y sintió un poco de miedo.
—Encantado, señora. Mi nombre es Beleño y soy un kender acechador nocturno que sabe unos cuantos hechizos muy potentes. Ellas son Mina y Atta, que es de una raza de perros muy mordedores. Tiene unos colmillos muy afdados.
—Encantada, Mina, Beleño y Atta —contestó la mujer y extendió la mano hacia la perra. Atta la olfateó y, para gran asombro de Beleño se levantó sobre los cuartos traseros y apoyó las patas sobre el pecho de la mujer.
—\Atta\ ¡Eso no se hace! —ordenó Beleño atónito—. Lo siento, señora. Normalmente no se comporta así con la gente.
—No pasa nada —lo tranquilizó la mujer, mientras acariciaba a. Atta en la cabeza con delicadeza y sonreía a Beleño—. Tú y tu amiguita parecéis cansados y hambrientos. ¿No vais a entrar?
Beleño vacilaba y Mina no se movía ni un paso.
—No vas a meternos en el horno, ¿verdad? —preguntó la niña con un hilo de voz.
La mujer se echó a reír. Tenía una risa maravillosa, de esas que hacían que Beleño se sintiera bien de golpe.
—Alguien te ha estado contando cuentos —dijo la mujer, lanzando una mirada divertida al kender. Ofreció la mano a Mina—. Pero por una extraña casualidad, he hecho un bizcocho de jengibre. Si entráis, podemos comerlo juntos.
Beleño pensó que aquélla era una casualidad muy pero que muy extraña, tal vez una casualidad no sólo extraña, sino también siniestra. Sin embargo, Atta ya había aceptado la invitación. La perra entró en la casa alegremente, encontró un buen sitio junto la chimenea y se acomodó. Se acurrucó con la cola alrededor de las patas y el hocico apoyado en la cola. Mina cogió a la mujer de la mano y dejó que la condujese adentro, mientras Beleño se quedaba en la entrada con aquel aroma tentador del bizcocho recién hecho llamando a su estómago.
—Nos podemos quedar un ratito —advirtió el kender, cruzando el umbral de la puerta muy despacio—. Sólo hasta que nuestro amigo, Rhys Alarife, nos encuentre. Es un monje de Majere campeón en dar patadas.
La mujer cortó un trozo de bizcocho, lo colocó en un plato y se lo tendió a Mina, junto con una cucharilla. Después, la mujer puso crema sobre el bizcocho. Cortó otro trozo grande y se lo ofreció al kender.
Beleño ya no se resistió más.
—Está increíblemente bueno, señora —masculló con la boca llena—. Puede que sea el mejor bizcocho de jengibre que haya probado nunca. Podría decirlo con más seguridad si tomara otro trozo.
La mujer le cortó otro.
—Sin duda es el mejor —confirmó Beleño, limpiándose la boca con una servilleta y, sin querer, dejando caer servilleta y cucharilla en su bolsillo.
Mina se había quedado dormida con su bizcocho a medio comer. Descansaba con la cabeza entre los brazos, apoyada sobre la mesa. La mujer la miró y le acarició el pelo rojizo con ternura. Beleño también se sentía somnoliento. Una de las reglas básicas del viajero era no quedarse dormido en una casa desconocida en medio de un bosque oscuro, sin importar lo bueno que estuviera el bizcocho. Pero sus ojos se empeñaban en cerrarse, así que se sujetó los párpados con los dedos y empezó a hablar, con la esperanza de que el sonido de su propia voz mantuviera despierto.
—¿Vive aquí sola, señora?
—Así es —contestó ella. Se acercó a una mecedora que había junto a la chimenea y se sentó.
—¿No da un poco de miedo vivir en medio de un bosque oscuro? ¿Por qué vive aquí?
—Doy cobijo a aquellos que se pierden en la noche —repuso la mujer. Se inclinó hacia Atta, que estaba junto a la mecedora. La perra le lamió la mano y apoyó la cabeza sobre los pies de la desconocida.
—¿Son muchos los que encuentran el camino hasta aquí?
—Muchos lo encuentran, aunque desearía que fueran muchos más los que me encontraran.
La mujer empezó a balancearse en la mecedora, tarareando una canción muy suave.
Beleño se sentía arropado, a salvo y en paz. Ya no lograba sostener la cabeza por más tiempo y la dejó descansar sobre la mesa. Sus párpados parecían resueltos a cerrarse, pasara lo que pasase. Se dio cuenta de que ni siquiera sabía el nombre de la mujer, pero en ese momento no le parecía importante. Al menos, no lo suficiente para salir de aquel cálido sopor y preguntárselo.
Vagamente, se dio cuenta de que la mujer se levantaba y se acercaba a Mina. Vagamente, se dio cuenta de que la mujer cogía en brazos a la niña dormida, la abrazaba y le daba un beso.
Mientras el sueño se apoderaba de él, a Beleño le pareció oír la voz de la mujer.
—Mina… Mi hija… Mi pequeña… —susurraba con ternura.