Trabajé junto a Téllez el resto de la semana y el domingo me fui con Ruibérriz de Torres a las carreras, pensé que ahora ya podía premiarlo por sus gestiones, saldar mi deuda con él y contarle lo que me había ocurrido con una desconocida más de un mes antes, a él le divertiría la historia, meramente le divertiría, en cierto sentido la envidiaría: de ser suyo el relato lo habría proclamado a los cuatro vientos desde el principio y habría sido una narración a mitad de camino entre lo macabro y jocoso, lo bufo y lo tenebroso, la muerte horrible y la muerte ridícula, lo que al suceder no es grosero ni elevado ni gracioso ni triste puede ser cualquiera de estas cosas cuando se cuenta, el mundo depende de sus relatores y también de los que oyen el cuento y lo condicionan a veces, yo mismo no me habría atrevido a contarle el mío a Ruibérriz de manera distinta de la que empleé mientras transcurrían las dos primeras carreras de poca monta, es decir, en tono tenebroso y jocoso, interrumpiéndonos sin problemas para observar las rectas finales con nuestros prismáticos, yendo de las gradas al paddock y del paddock al bar y de allí a las apuestas y de nuevo a las gradas, nada se cuenta dos veces de la misma forma ni con las mismas palabras, ni siquiera el relator es único para todas las veces, aunque sea el mismo. Se lo conté distraídamente y también con aspaviento para que lo apreciara, se lo conté en dos patadas, a Ruibérriz no podía contarle un encantamiento. ‘No jodas’, decía de vez en cuando, ‘¿la tía se te quedó en el sitio?’ Sí, para él era eso y no podía ser otra cosa, la tía se me había quedado en el sitio. ‘Y encima no llegaste a mojar, hay que joderse’, dijo un poco divertido por mi mala pata. Y era verdad que no había mojado, y quizá era mala pata. ‘¿Y era hija de Téllez Orati? No jodas’, dijo también, recuerdo. Él me fue escuchando con una mezcla de hilaridad y estremecimiento, como cuando leemos en los periódicos sobre la desgracia inevitablemente risible de alguien desconocido que muere en calcetines o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista, o comiendo pescado y atravesado por una espina como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, así hablé yo de mi muerta caminando por el hipódromo al que tanto había acudido Téllez cuando no era tan viejo, ante las taquillas de apuestas y en el bar y en el paddock y de pie en las gradas con prismáticos ante los ojos, los caballos cada vez más envueltos en una niebla creciente, fue un mes de niebla en Madrid a casi todas horas como no había habido en el siglo, hubo más accidentes de tráfico y retrasos en el aeropuerto, los caballos corrían como si no tuvieran patas, veíamos pasar sus cuerpos y espectrales cabezas disputándose la llegada como si fueran piezas de los tiovivos de nuestra infancia, no tenían patas nuestros primeros caballos sino una barra longitudinal que los atravesaba, y a ella nos agarrábamos mientras cabalgábamos en círculo sin movernos del sitio, cada vez más de prisa como en una carrera sobre el turf o la hierba, cada vez con más vértigo hasta que se rayaba la música y nos desaceleraban. El mes recién comenzado traía nieblas, el anterior había traído tormentas. Ruibérriz llevaba una gabardina con el cinturón fuertemente anudado como las llevan los presumidos, yo llevaba la mía suelta, los dos con rígidos guantes de cuero, parecíamos dos guardaespaldas. En ningún momento él borraba el estallido de su dentadura, mostraba la parte interior de sus labios al volver el superior hacia arriba con su risa disoluta, miraba displicentemente las primeras pruebas sin importancia, oteaba a su alrededor en busca de presas o de conocidos a los que saludar o sacar algo, también mientras yo le contaba, se había echado mucha colonia. No le conté lo último, no le hablé de la hermana ni de lo que preveía, mi deuda quedaba saldada con la narración de la muerte y del polvo que no llegó a serlo. Luego le comuniqué que había terminado el discurso el día anterior, le entregué una copia, al fin y al cabo él participaría de la exigua ganancia, estaba por ver cuándo cobraríamos, yo había actuado en su nombre.
—¿Qué, cómo te ha salido? —me preguntó al tiempo que lo doblaba de mala manera y se lo guardaba en un bolsillo de la gabardina sin echarle el menor vistazo.
—Bah, igual que los de los otros, igual de aburrido e inane, nadie le hará ningún caso esta vez tampoco, cuando Only You lo suelte. Téllez me ha obligado a comportarme y a ser muy convencional, me ha atado corto, y la verdad es que tampoco ha tenido que cambiarme gran cosa, yo no me había atrevido a mucho. Ya sabes, el usufructuario del trabajo se te acaba imponiendo, o la imagen que tienes de él cuando es pública, a la hora de escribir no hay quien la mueva.
Había trabajado hasta el sábado, toda la semana con Téllez cada vez más excitado y tomándose más confianzas, visitándome, corrigiéndome, inspeccionándome, aconsejándome, pavoneándose como conocedor de la psique noble del usufructuario. Estaba indudablemente distraído esos días, tenía un proyecto entre manos, responsabilidades de Estado, un hombre más joven que venía por las mañanas y se ponía a sus órdenes. A veces me interrumpía para hablar de otras cosas, de las noticias del periódico mortuorio que examinaba con detenimiento, de la catastrófica situación del país saqueado, de las ridiculeces y vanidades de sus colegas más célebres. Se fumaba una pipa en mi compañía o me robaba unos cuantos cigarrillos, los sostenía inexpertamente entre el pulgar y el índice como si fueran un pincel o una tiza, daba chupadas medrosas, se congestionaba un poco al tragarse el humo, pero lo encajaba. Se iba un rato a moler café a la cocina y a media mañana me obligaba a hacer un alto, se servía un oporto y me ponía a mí otro, con la copita en la mano releía en voz alta nuestras páginas ya concluidas y dadas por buenas, con el vino elocuente marcaba el ritmo, añadía una coma o bien la sustituía por un punto y coma, tenía preferencia por este signo, ‘ayuda a respirar’, decía, ‘e impide perder el hilo’. El teléfono casi nunca sonaba, nadie lo requería, nadie lo buscaba, sólo de vez en cuando le oía hablar con su hija o su nuera, pero era más bien él quien las llamaba al trabajo con pretextos varios. Su existencia era precaria. El último día, el sábado, le hice llegar estando yo allí un buen centro de flores de Bourguignon, no se habría contentado con menos. Lo envié sin tarjeta ni mensaje de ninguna clase, sabía que eso lo intrigaría durante varios días —hasta que se le marchitaran—, le ayudaría a no echarme de menos cuando concluyera mi tarea y no volviera a aparecer por la casa, ni el domingo ni el lunes ni el martes ni ningún otro día. La criada arcaizante lo introdujo en el salón con su celofán y su tiesto, lo depositó en la alfombra y Téllez se levantó en seguida para mirarlo atónito como si fuera una bestia desconocida.
—Ábralo —le dijo a la criada en el mismo tono en que los emperadores romanos le dirían a un siervo ‘Pruébalo’ ante un manjar quizá envenenado. Y una vez retirados celofán y criada (desapareció ésta doblando el envoltorio cuidadosamente, para su aprovechamiento) dio dos o tres vueltas alrededor del centro mirándolo con tanta expectación como desconfianza—. Flores anónimas —decía—, ¿quién demonios me mandará a mí flores? Vuelva usted a mirar, Víctor, ¿seguro que no hay tarjeta por ningún lado? Mire bien entre los tallos. De lo más extraño, de lo más extraño. —Y se rascaba el mentón con la boquilla de la pipa apagada mientras yo buscaba tirado en el suelo lo que sabía que no hallaríamos. Las señaló con el índice como yo le había visto señalar su zapato en el cementerio, el pulgar de la otra mano colgado de la axila como si fuera una fusta. Iba a decir algo, pero estaba demasiado desconcertado, estaba entusiasmado. No se acercó a las flores en ningún momento, se sentó por fin muy pesadamente con su cuerpo bamboleante, las miraba sobre la alfombra como un prodigio, avanzando el tórax, su rostro como una gárgola—. No es mi cumpleaños, no es mi santo ni el aniversario de nada que yo recuerde —dijo—. Tampoco pueden ser de la Casa, aún no hemos entregado el discurso. A ver qué opinan Marta y Luisa, quizá se les ocurra algo, voy a llamar a Marta a contárselo, a veces no tiene clase hasta por la tarde y además hoy es sábado, seguramente estará en casa. —Llegó a hacer el ademán de levantarse para ir hasta el teléfono, pero lo interrumpió en el acto, volvió a dejarse caer sobre el sillón y reclinó la nuca sobre el respaldo como si una ola enorme lo hubiera aturdido o hubiera tenido una revelación que lo dejaba exhausto. O quizá es que se le nubló la vista y tuvo que alzarla para impedirlo. Se dio cuenta en seguida y se disculpó conmigo, no hacía falta:— No crea que estoy tan loco o desmemoriado —me dijo—, es sólo que cuesta acostumbrarse, ¿verdad? Cuesta comprender que ya no exista quien ha existido. —Se paró y añadió luego:— No sé por qué yo sigo existiendo cuando se han ido tantos. —No se permitió más. Se puso en pie de nuevo apoyándose mucho en los brazos del sillón para tomar impulso y dio una vuelta más en torno al centro de flores con pasos cautos. Siempre estaba vestido perfectamente en su casa, como si fuera a salir aunque no fuera a hacerlo, con corbata y chaleco y chaqueta y sin otro calzado que sus zapatos de calle, una mañana le había oído despotricar contra los pantalones de chándal tan repugnantes. ‘No comprendo cómo los políticos se dejan retratar de esta guisa’, había dicho. ‘Más aún: no sé cómo se atreven a ponerse de esta guisa, aunque no fuera a verlos nadie. Y en verano van sin calcetines los muy groseros, es increíble el mal gusto’. Era pulcro y galano, tenía algo de mueble antiguo bien acabado y un poco ornado. Se llevó la pipa a la boca y añadió:— En fin, estas misteriosas flores, habrá que hacer investigaciones, tengo que agradecerlas. Volvamos al trabajo o no terminaremos hoy, amigo Víctor, y no me gusta incumplir promesas. —Y cogiéndome del brazo me condujo de vuelta al estudio contiguo lleno de libros y cuadros y abigarrado y aún vivo, donde yo estaba ya a punto de cerrar mi máquina portátil abierta durante una semana. No llamó a Luisa en aquel instante, lo haría más tarde, como a otras personas con un buen pretexto. Pensé que por lo menos tenía motivo para llegar hasta el lunes, iría a Palacio a entregar nuestra obra no perdurable, suya y mía y del Único y del nombre Ruibérriz, aunque probablemente allí no lo recibirían más que Segurola y Segarra, el Solo no está disponible tan a menudo. Las existencias precarias dependen del día a día, o quizá son todas. Podría hacer conjeturas sobre las flores durante algunos más, la semana entera con suerte.
La tercera prueba tampoco tenía interés, hasta ahora no habíamos ganado nada, los boletos rasgados con saña y tirados con desdén al suelo, y eso que Ruibérriz nunca se va de vacío de ningún juego. Me estaba contando indecencias curiosas sobre la incauta donjuanizada que le satisfacía en la actualidad sus caprichos mientras mirábamos desfilar por el paddock a los caballos de esa nueva carrera —también en círculo, como en el tiovivo— cuando él se volvió al escuchar su nombre completo precedido de la palabra ‘señor’ (hasta entonces, de nuestros conocidos, sólo habíamos visto al almirante Almira con su apellido predestinado y a su mujer tan hermosa, ni siquiera al filósofo de barba y gafas que nunca falta, lo habría retenido la niebla o llegaría para la quinta). Se volvió, nos volvimos, él puso cara de no reconocer a la mujer de quien había partido el grito y que se acercó a mí sin vacilaciones con la mano extendida, llamándome por su nombre de manera absurda, ‘señor Ruibérriz de Torres’ resulta demasiado largo. Era la señorita Anita tan devota de Solus, acompañada de una amiga de su misma estatura y porte. Las dos se habían puesto sombrero como si estuvieran en Ascot, es raro ver hoy en día sombreros, quedaban un poco chuscas, noté que a Ruibérriz no le agradaba el detalle; pero le interesan todas las féminas en principio, como a mí más o menos, en eso no nos diferenciamos aunque sí en el tratamiento y los métodos. Yo me desintereso antes.
—Le presento a Víctor Francés —dije yo refiriéndome a Ruibérriz—. La señorita Anita.
—Anita Pérez-Antón —dijo ella—. Esta es Lali, una amiga. —A la amiga la privó de apellido, como había hecho el Solitario con ella, en realidad ni siquiera nos había presentado, además de tutear a todos no cuidaba sus modales.
—Espero que hoy no tenga contratiempos con sus medias —bromeé yo en seguida para ver qué tal lo tomaba, se la veía más risueña que en el trabajo. Se lo tomó estupendamente, dijo:
—Oy qué corte el otro día. —Y se llevó la mano a la boca mientras reía, y añadió explicándole a la amiga más que a Ruibérriz el verdadero:— Te puedes creer que me hice un carrerón tremendo y no tuve tiempo de cambiarme antes de ver a este señor que lo recibía el jefe. El señor le iba a supervisar un discurso. Bueno bueno bueno: la cosa fue a más durante la visita y casi acabo con las medias colgando. —E hizo un gesto con las manos indicando caída a la altura de la falda, que de nuevo era corta y estrecha. A Ruibérriz no le pasó inadvertido el gesto, debió de imaginarse algo sucio—. No veas qué apuro, las medias hechas tiras y allí todos sin decir nada, venga de flema.
‘Flema’ era una palabra anticuada, pero ella trabajaba en un lugar anticuado por naturaleza. Cada vez hay más vocablos que ya nadie usa, cada vez se desechan más rápido. La aparté un poco y le dije:
—Por cierto, ya lo tengo terminado, el señor Téllez se lo llevará mañana. —Ruibérriz me oyó y comprendió ya entonces, supongo que se interesó aún más por las jóvenes, aunque no precisaba incentivos, cuanto mayor va siendo más se afana tras todo lo que se mueve con un poco de gracia. Pero si seguíamos los cuatro juntos él tendría que emparejarse con Lali (quizá una expósita); de eso no había duda. Por lo demás no era probable que nos divirtiera la compañía durante más de una o dos carreras, hasta la quinta. Tampoco la nuestra a ellas. Mejor quedar una noche, los cuatro a la vez, dos o cuatro.
—¿Cómo mañana? —dijo la señorita Anita recobrando el aire profesional un momento. Aquel sombrero granate le sentaba como un tiro—. ¿Pues no les han avisado de que se ha cancelado lo de Estrasburgo? Yo misma di órdenes de que llamaran al tenor Téllez para advertírselo. No me diga que no lo han hecho.
—Estuvimos trabajando hasta ayer mismo, no sabía nada —contesté al cabo de unos segundos—. Quizá al señor Téllez se le olvidó comunicármelo, es un poco mayor, claro. —Había sentido pena inicialmente por Téllez, por su lunes palaciego echado a perder ahora, luego se me ocurrió que tal vez sí estaba enterado y no me lo había dicho para retenerme unos días más haciéndole compañía en su casa. Aquel texto iría a un cajón para siempre, son textos ocasionales. La idea me sentó mal, aunque yo sólo fuera el negro o fantasma. Pensé: ‘Pobre viejo, sabe apañárselas, sabe ir de día en día’.
Fuimos los cuatro juntos hacia las apuestas, yo rozaba con mi mano el codo de la señorita Anita, protectoramente, Ruibérriz iba un poco detrás, ya obligado a darle conversación a Lali, el sombrero de Lali era aún más imperdonable.
—Siento que haya trabajado en vano —dijo Anita—. Pero se le pagará, oiga, se le pagará lo mismo, usted no deje de presentar la factura. —‘Igual que mis guiones que no se hacen’, pensé, ‘más despilfarro. Al menos se me contrata, no estoy en el paro como tantos otros’. A la señorita Anita se le cayó el programa, me agaché a recogerlo y ella se agachó también, más lenta, aproveché el movimiento de subida para darle levemente en su cabeza aún inclinada (también más lenta al alzarse, su falda un poco en peligro) y así tirarle el sombrero. Volví a agacharme para recogérselo, lo froté contra el suelo un instante a escondidas para poder lamentar que se hubiera ensuciado tanto. Ella dijo:— Mierda. —No sé si se habría atrevido a decir lo mismo en Palacio.
—Cómo lo lamento, mire cómo se ha ensuciado, este suelo está hecho un asco. No se preocupe, yo se lo guardo hasta que podamos limpiarlo con algo, va a empezar la carrera. Además, está usted más guapa con el pelo al descubierto. —Era verdad que lo estaba, tenía una cara redondeada agradable y un bonito pelo negro, pero sobre todo yo no soportaba el sombrero, para algunas cosas soy maniático.
Apostamos los cuatro, ellas cantidades de aficionado, nosotros sumas más altas, debieron de pensar que éramos ricos, en cierto sentido lo somos para los tiempos que corren, seguramente yo más que Ruibérriz, holgazaneo menos, no vivo de nadie. Él aconsejó a la desheredada, yo le di un soplo a la cortesana. Volvimos a las gradas con nuestros boletos, ellas los llevaban en la mano como si fueran algo muy valioso y temieran perderlo, nosotros nos los metimos en el bolsillo de la chaqueta donde se lleva el pañuelo, asomando un poco como es lógico, yo no llevo nunca pañuelo, Ruibérriz siempre, de colores vivos, se había desabrochado la gabardina para dejar más libres sus pectorales. Empezaba a verlo en niki, nos habíamos quitado los guantes. Ellas no se habían traído prismáticos, tuvimos que prestarles los nuestros por galantería, estaba claro que no llegaríamos en su compañía a la quinta carrera, la más importante, no queríamos tener que desentrañarla. Con la niebla y sin los binoculares no vimos ni nos enteramos de nada, Lali se confundió y gritó que había ganado el caballo que no había ganado, quería a toda costa que venciera el suyo, por el que había apostado su gran penuria. Perdimos todos, en el acto rasgamos los boletos con la adecuada mezcla de desprecio y rabia, ellas se resistieron un poco confiando en una descalificación posterior improbable que las beneficiara. Ahora tocaba ir al bar junto al paddock, una vez y otra los mismos pasos a lo largo de seis carreras, en eso consiste el encanto, en la espera de media hora antes de cada prueba, luego duran tan poco pero se recuerdan a veces.
—¿Cómo es que se ha cancelado lo de Estrasburgo? —le pregunté a Anita ya con una coca-cola en la mano. Seguía confiscándole el sombrero, era un verdadero incordio—. Tenía idea de que era importante, y supongo que el calendario de su jefe estará confeccionado desde hace tiempo y será poco menos que inamovible.
—Sí, lo es en principio, pero tiene tanto agobio el pobre que de vez en cuando no hay más remedio que suprimir algo de un puntazo. Más vale así que retrasarlo y descabalarlo todo o intentar hacer componendas, eso sí que sería un jaleo. —Supuse que había querido decir ‘plumazo’, aunque a lo mejor era taurina; o quizá ‘puntapié’, menos probable.
—Protestarán los perjudicados —dije—. Se sentirán muy damnificados, o discriminados. ¿No se producen incidentes diplomáticos por estas cosas?
Ella me miró con impaciencia y censura (frunció los labios pintados) y contestó con altanería:
—Mire, que se jodan, él ya hace más de lo que debería. Lo llaman de todas partes, en plan abuso. Que es que no hay más que uno, cojones, no se dan cuenta. —Era definitivamente malhablada, pero hoy en día lo es casi todo el mundo.
—Por eso lo llaman el Único, ¿no? —dije yo—. ¿Usted lo llama así, al referirse a él, quiero decir?
Ante esta pregunta se mostró quisquillosa, seguramente no le gustaba que los sobrenombres que empleaba el círculo de los más íntimos anduvieran de boca en boca.
—Eso, señor Ruibérriz de Torres, es mucho querer saber —dijo. El verdadero Ruibérriz, un poco más allá en la barra, no pudo evitar estirar el cuello al oír su apellido. No se estaba enterando de nada, la amiga Lali era verbosa, una máquina de soltar cháchara.
—Pero no le ha ocurrido nada malo a su jefe, espero, para la cancelación del discurso.
La señorita Anita era más reservada respecto a sus sentimientos que en lo relativo a la vida y costumbres del Llanero. A esto respondió sin problemas:
—No, nada malo, calle, toque madera. —Y manoseó los palillos de dientes que había en un vasito de porcelana sobre la barra. —Lo que pasa es que está muy agotado, no mide sus fuerzas, no le dejan en paz, quiere dar gusto a todos y duerme mal últimamente. Nunca le había sucedido antes. Y se resiente, claro, anda por los suelos, un poco piltrafa. A ver si se le pasa la racha, ha sido cosa de la última semana sobre todo. Dice que se pone a pensar al dormirse y los pensamientos le impiden conciliar el sueño. O que los sigue teniendo dormido, y entonces van y le despiertan.
—Así suele ser el insomnio —contesté yo al cabo de la calle—, cuando pesa más el pensamiento que el cansancio y el sueño, y cuando más que soñar se piensa, si uno logra dormirse pese a todo.
—Pues a mí no me ha pasado nunca —dijo Anita. En verdad era sana, no me extrañaba que a Only the Lonely le gustara tenerla a su lado.
—Pero algo tomará su jefe, hay somníferos, tendrá un batallón de médicos para recetárselos.
—Intentó con Oasín, ¿lo conoce? Oasín Relajo, debe venir de oasis. —Conocía Oasil Relax, supuse que se refería a ese tranquilizante—. Pero es muy flojo y no le hacía nada. Ahora le han traído unas gotas de Italia que le van mejor, EN o NE se llaman, no sé lo que significa, le hacen dormirse pronto pero en cambio se despierta antes de su hora. Así que no se sabe lo que le va a durar esto. ‘Antes de su hora’ me pareció una expresión demasiado maternal acaso.
—Ya comentó algo, creo, el día que estuve con él —dije—. ¿Y en qué piensa? ¿Se lo ha comentado? No es que le falten preocupaciones, pero las habrá tenido siempre.
—Dice que piensa en sí mismo. Que tiene dudas. Andamos todos un poco nerviosos con eso.
—¿Dudas? ¿De qué?
La señorita Anita se impacientó de nuevo, tenía genio:
—Dudas, joder, dudas, ¿qué más dará de qué sean? ¿Le parece poco?
—No, me parece bastante, sobre todo en su caso. ¿Y qué hace durante el insomnio? ¿Aprovecha para trabajar más? Es mejor que se lo tome con calma, se lo digo porque yo lo padezco a veces, desde hace años.
—Sí hombre, encima va a trabajar a deshoras. —Esto lo dijo en el mismo tono que empleaba Only You con el pintor Segurola, Anita era víctima del mimetismo, no era sino natural que lo fuese—. No, intenta descansar aunque no duerma, se está tumbado y así descansa las piernas, lee, ve la tele, aunque no todas las cadenas emiten de madrugada; tira los dados a ver si se aburre y le viene el sueño.
—¿Los dados?
—Sí, los dados. —Y la señorita Anita hizo el gesto de agitarlos primero y soplarlos luego en la mano, como si estuviera en Las Vegas, debía de ver mucho cine, Las Vegas, Ascot—. Ande, deme el sombrero —añadió—. Voy a darle con un poco de agua, qué putada. —Si se permitió esta expresión fue seguramente porque ya había olvidado que la putada era mía.
Se lo devolví para deshacerme de él, pero no hubo lugar a que pidiera el agua:
—Se le estropeará si lo moja —dije.
—Eh, vamos ya al paddock, que los caballos han salido hace rato —dijo Ruibérriz interrumpiendo un momento la cascada incontinente de Lali.
No nos dio apenas tiempo a verlos desfilar, tuvimos que correr para hacer las apuestas, había cola en todas las ventanillas, el hipódromo ya muy lleno como todo en Madrid a todas horas, una ciudad de tumultos. Las dos mujeres miraban estupefactas las pantallas con las cotizaciones sin entender ni un número.
—Oye, Ani —le dijo su amiga—, ¿no era en la cuarta en la que tenías que hacerle la apuesta gorda?
—Ay sí, es verdad, menos mal que me lo recuerdas, esta es ya la cuarta, ¿no? —respondió Anita. Abrió el bolso con súbito apuro (sus uñas pintadas), sacó un papel con unos pocos números anotados y también un fajo de billetes considerable. Parecían billetes nuevos, recién salidos de la Casa de la Moneda, aún llevaban su faja (antes de nuestra guerra se fabricaban en Inglaterra: Bradbury, Wilkinson de Londres eran los encargados, he visto billetes de la República y eran perfectos; antes de nuestra guerra el hipódromo estaba en la Castellana, no fuera de la ciudad como ahora y desde hace decenios, es ya antiguo y noble, el de La Zarzuela). Allí habría una suma enorme, es difícil calcular a ojo cuando los billetes no han sido ni siquiera doblados. Aquella no era ya una apuesta de aficionado, sino de alguien que ha recibido un soplo de muy buena tinta y quiere arreglarse un poco el año. Me sentí ridículo con mis dos billetes previstos para mi apuesta, ahora Ruibérriz y yo parecíamos los principiantes. La dejé pasar delante, como es costumbre, además me convenía hacerlo.
—Todo esto al nueve, ganador —le dijo Anita al de la taquilla—. Y esto también al nueve, lo mismo. —Y le entregó, aparte, un grande suelto, sin duda su propia apuesta.
Miré la cotización del caballo o más bien la yegua: Condesa de Montoro, no figuraba entre los favoritos y aún pagaba muy alto, pero a este paso la haríamos bajar nosotros. En todo caso Anita, inexperta, debía haber hecho primero su propia apuesta. Saqué un tercer billete y aposté una gemela en la que no estaba el nueve, para no ser muy flagrante. Pero con los que tenía listos imité a la señorita sin pensármelo dos veces.
—La voy a imitar —le dije.
A Ruibérriz no se le escapó nada de esto, pese al torrente continuo en su oído. Dejó que Lali la expósita continuara la tendencia y él siguió nuestro ejemplo, cuatro billetes, me dobló la suma, la cotización ya se resentía tras nuestras inyecciones de confianza.
Estos boletos los guardaron las jóvenes con mucho cuidado en el bolso, se miraron, se rieron de ilusión tapándose un poco la boca, Anita me dijo:
—Se fía usted de mí, por lo que veo.
—Desde luego, o me fío más bien de ese amigo por quien ha hecho la apuesta, cantidades así no se arriesgan a lo tonto. ¿Qué es, un entendido?
—Muy entendido —contestó ella.
—¿Y cómo es que no viene al hipódromo?
—Es que no siempre puede. Pero a veces sí viene.
Dados solitarios, apuestas osadas, no quise poner en relación ambas cosas: si ganábamos, allí tenía que haber soplo, es decir, un gran amaño del que ni Ruibérriz estaba al tanto. Prefería no asociar al Único con prácticas fraudulentas. Pero qué billetes tan nuevos.
Volvimos a perder los prismáticos en favor de las jóvenes en cuanto pisamos las gradas. La niebla no había disminuido pero tampoco iba en aumento. La masa de espectadores se veía difuminada y parecía más masa, nadie tenía contornos, aún faltaban unos minutos para el inicio de la cuarta, los caballos iban entrando en los boxes, pude ver que el jinete de la Condesa era una mancha granate, también su gorra, eso me serviría para seguirle la pista, condenado como estaba a ojo limpio por la caballerosidad que no se acaba. Nos desharíamos de las mujeres para la quinta, ya estaba bien de no ver nada.
—¿Le consiguió usted el vídeo? —le pregunté de pronto a la señorita Anita.
—¿A quién? ¿Qué vídeo? —contestó ella, y su sorpresa o despiste parecieron sinceros.
—A su jefe. Aquella película de la que hablamos, ¿no se acuerda? Contó que había tenido insomnio ya una noche, un mes antes, había estado viendo en la televisión una película empezada, Campanadas a medianoche, fui yo quien le dije el título. Había pillado sólo la segunda parte, dijo que le gustaría verla entera algún día, estaba muy impresionado por lo que había visto, se quedó hasta el final, nos la estuvo contando.
—Ah sí —cayó Anita en la cuenta—. Pues la verdad es que no me he ocupado, hemos estado inquietos con lo de su sueño, sin cabeza para caprichos, ya sabe lo que pasa, siempre hay mil cosas que atender, y si encima él anda alicaído, pues ya se imagina usted que nadie piensa en otra cosa. —De vez en cuando utilizaba un plural que no era mayestático, sino más bien modesto y en el que ella se diluía, debía de incluir a muchas personas, sin duda a la familia y a Segurola y Segarra, quizá también a la mujer del plumero y la escoba que había atravesado el salón lentamente sobre sus paños canturreando, la vieja banshee—. Tampoco me la ha vuelto a reclamar, eso también es cierto —añadió como justificándose. Se quedó pensativa un momento y después dijo:— Aunque no se le debe haber olvidado, porque es curioso, ya me acuerdo: habló entonces del ‘sueño parcial’ por vez primera, y eso es algo que repite a menudo estos días, ‘el sueño parcial tampoco me ha venido esta noche, Anita’, me ha dicho un par de mañanas. ¿Cómo era la cosa en la película, usted se acuerda?
—Bueno, nada más que eso, creo. El viejo rey Enrique IV no puede dormir y recrimina al sueño que vaya a tantos lugares y no a su palacio, que se conceda a los humildes y a los malvados y hasta a los animales —yo no recordaba esto último, pero se me ocurrió incluirlos ya que estábamos en el hipódromo—, y que en cambio rehúse bendecir su cabeza coronada y enferma. Ese rey está agonizando y luego muere, atormentado por su pasado y por el futuro en el que no estará contenido. Y le dice eso al sueño: ‘Oh tú, sueño parcial’. Eso es todo, si mal no recuerdo, en realidad recuerdo más lo que contó su jefe el otro día que la propia película, la vi hace muchos años.
Anita frunció de nuevo los labios, se mordisqueaba la parte interior, muy cavilosa.
—Sí, sí —dijo—, puede que por ahí vayan los tiros. A lo mejor es esa película la que tiene la culpa de su insomnio de ahora. Quizá sería bueno que le consiguiera el vídeo y la viera entera, así tendría la historia completa y dejaría de acordarse de ella, supongo.
—Puede ser, quién sabe. Pruebe usted.
—Gracias en todo caso por habérmela recordado, se me había ido completamente de la cabeza. ¿Dijo que se titulaba? —Y sacó de su bolso rápidamente el mismo papel en que tenía anotados sus números para las apuestas—. Sosténgame el sombrero, haga el favor.
—Me parece que ya lo anotó el otro día —dije recibiendo de nuevo el sombrero infame.
—Huy, pero vaya usted a saber dónde andará esa nota. Dígame.
—Mire, es Campanadas a medianoche —repetí una vez más—. Se rodó aquí en España, en el mismo Madrid algunas partes. No será difícil, en Televisión tendrán copia, obviamente.
—Ahí van —gritó Lali, y empezó a animar en seguida—. Dale, Condesa de Montoro, dale. —Era un nombre demasiado largo para jalearlo, habría que llamarla Condesa a secas.
La señorita Anita guardó el papel apresuradamente antes de haber podido escribir el título, cerró el bolso y se llevó mis prismáticos a sus bonitos ojos pintados. También empezó a animar a la yegua, pero ella la llamó Montoro, un poco impropio.
—Dale, Montoro, pégale fuerte —dijo. Debía de ser espectadora de catch o boxeo.
No había manera de ver nada, aun así no pude desentenderme de la carrera, no tanto por lo que había apostado cuanto por curiosidad: quería saber si el soplo del amigo era bueno, tal vez fuese un novio poco recomendable quien se lo había dado a la señorita, esta clase de jóvenes sanas se entregan con frecuencia a los tarambanas, una forma de compensar sus caracteres muy rectos o cándidos. Nos pusimos en pie los cuatro, miré de reojo a Ruibérriz y me hizo un gesto de que él tampoco se enteraba de cómo iba la cosa, sus prismáticos igualmente en manos blancas, así se las llamaba antes, cuando no ofendían, cuando ofendía algo. Al comienzo de la recta logré distinguir la mancha granate de nuestro jockey, todos los caballos iban todavía en grupo menos dos o tres que se habían descolgado, ya sin posibilidades, no era Condesa ninguno. Todos los espectadores exhalábamos vaho, miles de vahos, eso tampoco ayudaba a la visión tan dificultosa. De pronto hubo un enganche y una caída, dos jinetes rodaron por el suelo y se cubrieron la cabeza en cuanto pararon, las gorras de colorines salieron volando, uno de sus caballos siguió corriendo desmontado, el otro se deslizó sobre el turf con las patas delanteras estiradas y abiertas como si esquiara sobre la nieve resbaladiza y compacta, un tercero se asustó y dio dos o tres pasos vacilantes de artista antes de encabritarse y alzarse monstruoso girando sobre sí mismo, como aquella yegua de la calle Bailen dos años y medio antes, mientras yo paseaba de noche y meditaba sobre Victoria y Celia y sus comercios carnales, quizá los míos. Mere. Mará. Los demás aceleraron para dejar la colisión atrás cuanto antes y no verse involucrados en ella, en ese momento la carrera quedó rota, cada cabalgadura salió de allí como pudo, unas echándose hacia fuera, otras hacia dentro, la mayoría con el impulso perdido o frenado o cambiado. La que llevaba la mancha granate sobre sus lomos fue la única que se mantuvo recta sin dar bandazos, se le abrió un pasillo por el que avanzó sin obstáculos, su galope inalterado galopando galopando, el jockey ni siquiera tuvo que emplear la fusta. ‘Venga, Condesa, vamos’, me sorprendí pensando, no suelo chillar en los lugares públicos.
—Venga, Montoro, vamos —gritaba a voz en cuello la señorita Anita—. Ya está, ya está, ya está —repetía entusiasmada. Pensé que no habría descalificaciones, pese a las irregularidades posibles y la caída. Si aquello era un tongo, la manera de llevarlo a cabo había sido de lo más arriesgado.
Las jóvenes daban saltos de alegría, se abrazaron tres veces, vocearon ‘¡Viva el nueve!’, a Lali se le cayeron los prismáticos de Ruibérriz, ni se dio cuenta, él los recogió compungido, un cristal roto. No dijo nada sin embargo, seguramente le podía más el contento, él nunca se va de vacío de ningún juego, hoy tampoco. Vi a lo lejos al almirante Almira que rasgaba sus boletos con patente fastidio, también el filósofo incrédulo que ya había llegado, los rasgaba casi todo el mundo. No nosotros, aquel mes se me arreglaba un poco, era probable que no cobrara el discurso.
—Bueno, adiós, nos vamos, que tenemos un poco de prisa. Encantada, ¿eh?, señor Ruibérriz de Torres, señor Francés. Y gracias por las atenciones —dijo la señorita Anita despidiéndose rápidamente de los dos a la vez. Tenían prisa por ir a cobrar, con esa cantidad le pedirían la documentación en taquilla, supongo, yo nunca he ganado tanto. Tal vez ni siquiera se quedarían ya para la quinta, el amigo o el tarambana esperándolas para celebrar la jugada. No les interesábamos. Me devolvió los prismáticos, yo le pasé el sombrero del mismo color que la vestimenta del jockey beneficioso. La vi alejarse con sus gratas piernas de muslos gordos, la falda corta permitía ver el arranque, sus medias no habían sufrido carreras en las carreras. Al final no había apuntado el título de la película, se le olvidaría de nuevo, el Solo seguiría sin verla entera y por lo tanto acordándose de ella, lo tendría muy malquistado el insomnio—. Vaya dos —dijo Ruibérriz alzándose el cinturón de los pantalones con ambas manos y sacando pecho mientras ellas desaparecían entre la masa móvil. Y eso fue todo lo que dijo para despedirlas.
Decidimos ir a cobrar más tarde, teníamos interés verdadero en la quinta, queríamos ir pronto al paddock a ver bien de cerca a los mejores caballos, podríamos presenciar la carrera sin preocuparnos ya del balance, saldríamos con ganancias en todo caso gracias a aquellas dos, a aquellas chicas. Cogimos buen sitio en el bar, desde allí veríamos cuándo salían los participantes. El hipódromo estaba ahora abarrotado, pasara lo que pasara no se atreverían a suspender la quinta, la visibilidad no importaba.
—Te fijaste en el fajo —le dije a Ruibérriz.
—Ya lo creo, un capital, de dónde lo habrá sacado. Billetes nuevos, ¿verdad?
—Billetes intactos.
—Hay que joderse —dijo.
No sé si iba a añadir algo más, pero no hubo ocasión porque de pronto vimos cómo un tío de cara bermeja y venas protuberantes rompía una botella justo enfrente de nosotros al otro lado de la barra y la agarraba bien por el cuello, esgrimiéndola, la espuma de la cerveza saltó como si fuera orina. Nos dio tiempo a ver a otro sujeto con abrigo de piel de camello que iba hacia él con una navaja empuñada en la mano, los pasos envenenados, no habíamos oído la parte verbal de la riña, en Madrid todo el mundo habla alto, el de la navaja intentó clavársela en el vientre al de la botella, de abajo a arriba el impulso, no llegó a su destino y nada se rasga, el cristal cortante hacia el cuello o la nuca no alcanzó tampoco, se frenaron el uno al otro las manos armadas con la que tenían libre, otros hombres aprovecharon el forcejeo para abalanzarse sobre sus espaldas y separarlos e inmovilizarlos (algún carterista sacaría tajada de aquel tumulto), intervinieron en seguida unos guardias, pedirían la documentación a todo bicho viviente de aquel lado de la barra, se llevaron a empellones a los rivales, les pegaron con las porras, les abrieron la cabeza, lo vimos, Ruibérriz y yo seguimos bebiendo tragos de nuestras cervezas, un trago, y otro, y otro, fue todo muy rápido y la niebla iba ahora en aumento.