Crucé la Castellana detrás de Luisa, ya llevaba un buen rato fijándome en sus piernas y ahora no me sentía como un miserable ni me avergonzaba mirarlas, quizá porque lo hacía a mis anchas y sin ojos hipócritas ni testigos posibles, quizá porque al seguirla no tenía más remedio ni podía desear otra cosa, qué más quería. Se metió por las calles de las embajadas, en las que no hay coches con personas dentro aparcados de día, ni tampoco travestidos esperando en bancos paciente y fatalistamente, recorrió cuatro manzanas zigzagueando, y en la quinta entró en el portal al que se dirigía, por la manera de caminar era claro que desde que salió de la tienda sabía bien a dónde iba, lo sabe siempre quien no traza dos líneas rectas y perpendiculares cuando puede hacerlo sino que zigzaguea, un modo de amenizar el trayecto ya conocido. Era el portal más modesto y descuidado de una calle buena, zona cara, no era muy modesto ni descuidado por tanto, sólo un poco envejecido, necesitado de remozamiento. No había bares cercanos en los que pudiera sentarme a esperar y vigilar su salida, cuánto tardaría, quizá era su propia casa y ya no saldría en lo que quedaba de día, aunque no me pareció que lo fuera por la forma en la que había entrado, uno suele ir ya buscando las llaves en el bolsillo, o en el bolso si uno es mujer, supongo, si uno es Luisa o Marta Téllez. Me acordé de las últimas palabras que Luisa le había dicho a Deán en el restaurante, ‘Luego te veo en casa’, yo había entendido que se referían a Conde de la Cimera, en realidad eran ambiguas, ‘casa’ también podía ser la de Luisa que tal vez era esta. Decidí esperar, me di un plazo de media hora que yo sabía que serían tres cuartos si hacía falta, me alejé unos pasos, me apoyé en una esquina para no resultar muy visible y poder desaparecer en un instante, encendí un cigarrillo, me entretuve con el periódico extranjero que había comprado, menos mal que podía entenderlo, era La Repubblica, lenguas próximas, me entretuve también con mis pensamientos. Y esperé. Esperé.

Estaba leyendo un artículo sobre la crisis de juego de la Juventus de Turín, debida quizá a la extendida y creciente afición satanista de la ciudad a la que pertenece, o me había distraído en exceso con las semejanzas entre los dos idiomas —más bien fue eso lo que me hizo descuidarme y no estar alerta, o quizá fue que tuve que esperar mucho menos de lo previsto, no llegó a un cuarto de hora y por eso no estaba en guardia— cuando volví la vista hacia el portal por enésima vez en esos once o trece minutos y en lugar del hueco —estaba abierto— o de algún vecino desconocido —habían salido dos durante aquel breve tiempo— me encontré con el rostro y con la mirada atónita de Luisa Téllez a poca distancia y con otro rostro y otra mirada que conocía y que me miraba desde una altura infinitamente más baja, la altura de los dos años: el niño Eugenio iba muy abrigado y llevaba un gorro de tela de gabardina acolchada con barboquejo abrochado bajo la barbilla, reminiscente de los de los pilotos antiguos aunque tenía una visera mínima y por lo tanto era gorra y no gorro. Iba cogido de la mano de Luisa y ella iba ahora mucho más descargada, en la otra mano llevaba tan sólo el bolso y una de las dos bolsas de Armani, había dejado la otra en aquella casa —el regalo de cumpleaños de Téllez, la camiseta o la falda— así como la del Vips, es decir, Lolita —quizá su propio regalo, poca cosa, un libro en rústica; o un raro encargo— y las cervezas y las salchichas y los helados, aquello era seguramente la cena sencilla y rápida que María Fernández Vera no había podido comprar si se había quedado parte de la mañana y también de la tarde al cuidado del niño, su cuñada se habría comprometido a llevarle unos víveres para ella y Guillermo cuando fuera a recoger al sobrino huérfano de todos ellos. Los tenía ya encima, a la tía y al niño, los tenía a dos pasos, debían de haber salido justo después de que yo mirara hacia el portal por penúltima vez y les había dado tiempo a caminar sin que yo lo advirtiera hacia donde yo leía sobre el satanismo y el fútbol en italiano: iban a doblar la esquina. O quizá era más simple y yo me había dejado ver, cansado de moverme en la sombra. Pensé si el niño iba a reconocerme, no sé cómo es la memoria de los niños pequeños o si varia según cada uno, había pasado más de un mes desde que me había visto, pero lo cierto era que me había visto durante mucho rato y en una noche para él catastrófica, el adiós a su mundo: durante toda una interminable cena en la que había ejercido de guardián de su madre y se había negado a acostarse justamente por mi presencia. Él había oído varias veces mi nombre como yo había oído el suyo (‘Anda, Eugenio, amor mío’, le había dicho Marta en algún momento, ‘vamos a la cama o si no Víctor se va a enfadar’, y no era verdad que yo fuera a enfadarme, pero estaba impacientándome), y me había vuelto a ver tras la interrupción de sus sueños simples, cuando había abierto la puerta entornada del dormitorio y se había apoyado en el quicio con su chupete y con su conejo sin que su madre se diera cuenta, me había puesto la mano en el antebrazo y yo me lo había llevado de allí ocultando el sostén o trofeo que todavía guardo e impidiendo su despedida cuando aún no sabía que sería eso, la condenación de su mundo y la última vez que él habría de verla viva. De otro modo lo habría dejado entrar, aunque ella estuviera medio desnuda.

—Ítor —dijo el niño y me señaló con el dedo, lo dijo sonriendo, recordaba mi nombre. Creo que eso me conmovió un poco.

Luisa Téllez se quedó mirándome con curiosidad y fijeza, recuperada ahora de la sorpresa. Entonces me di cuenta de lo ridículo de mi presencia y mi aspecto, con un periódico extranjero en las manos y apoyada en el suelo una bolsa que contenía el vídeo de 101 Dálmatas que no me interesaba nada y un helado que se me derretiría, seguramente ya había empezado, comprendí que aún tardaría en volver a mi casa. También tenía un zapato encharcado, sonaba el agua cada vez que daba un paso, era un sonido como de cubierta de barco.

—Pero a qué estás jugando —-me dijo con lástima, y ahora me tuteó sin vacilaciones como hacen los jóvenes y como hacemos todos cuando nos dirigimos mentalmente a alguien, aunque no sea para insultarlo ni para maldecirlo ni para desearle la ruina, la vergüenza y la muerte, ni para someterlo a un encantamiento.

Me azoré, debí de ruborizarme un poco como ella al quedar envuelta en el humo frío de la nevera, pero sé que también sentí contento y descanso, el término del disimulo y el fin del secreto, al menos ante ella, una zona tenebrosa menos para Luisa la hermana.

—Dime, ¿con qué te has quedado por fin, con la falda o con la camiseta? —le pregunté yo a la vez que hacía ademán de mirarle el interior de la bolsa que aún conservaba. La tuteé también, no tuve la menor duda.

Uno nota cuándo el enfado podría convertirse en risa, uno se pasa la vida buscando eso, hacer gracia a los otros no sólo en el sentido cómico sino en el más amplio de la palabra, el que tiene que ver con esa otra expresión misteriosa ‘caer en gracia’ (o es misterioso lo que denomina), lograr que no se le tengan en cuenta las faltas, las tropelías y los abusos, los fallos que uno comete y la decepción en que se constituye para quienes confiaron en uno, las pequeñas traiciones y los pequeños agravios. Uno sabe siempre quién va a perdonarle, al menos durante un tiempo, quién va a hacer caso omiso o la vista gorda según la expresión coloquial cada vez más en desuso, también los giros se difuminan y desaparecen de nuestras lenguas. Luisa sería así, benevolente y ligera y práctica e incluso frívola si hacía falta, lo vi en aquel momento, no lo había visto antes durante el almuerzo, pero entonces ella no me había prestado atención apenas y la tenían un poco irritada su cuñado y su padre, el primero con sus indecisiones que la afectaban directamente y el segundo con su visión fastidiosa y pretérita de la vida, un hombre de otro tiempo que no entendía mucho ni lo procuraba, ya no estaba en edad de hacer cambios ni esfuerzos, conforme con su personaje o ser último. Y sin embargo ya entonces yo debía haber percibido algo de ese carácter risueño y facilitativo, la defensa tácita de Deán, la compasión que sentía por él aunque quizá no le tuviera mucha simpatía ni aprecio, su sentido del deber para con el niño, su disposición a ayudar y a variar sus costumbres —su vida—, sus deseos de conciliación entre las personas que le eran próximas, su silencio ante la discusión de los hombres que tan mal se caían, su necesidad de claridad y probablemente también de armonía, su capacidad para imaginar lo peor de la muerte ajena desde su entendimiento liviano (‘Lo angustioso debe de ser pensarlo’, había dicho; ‘y saberlo’). No me había hecho caso pero durante el almuerzo yo era sólo un asalariado, un intruso, una presencia indebida que había hecho posible la despreocupación de Téllez. Ahora era en cambio alguien, no sólo mi nombre había pasado a significar muchísimo en la boca torpe del niño, sino que de pronto adquiría otro interés y, por así decirlo, otra jerarquía. Ahora yo era un elegido de su hermana mayor, Luisa no tenía por qué saber que había sido plato de segunda o tercera mesa: alguien con quien Marta había compartido en contacto tan íntimo sus últimas horas que no podía suponerse que fueran a serlo pero lo habían sido, y ese momento postrero la definía para siempre en parte, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, cree la madre que hubo de ser madre y la solterona célibe, el asesino asesino y la víctima víctima, y la adúltera adúltera si sabe que muere en medio de su adulterio y si esa palabra no ha caído también en desuso. Marta no lo supo, pero yo sí y yo soy el que cuenta, el que está contando y el que permitirá que otros hablen, ‘cuantos hablan de mí no me conocen, y al hablar me calumnian’. Y así era también posible que Luisa hubiera contado antes su versión parcial y subjetiva y errónea o falsa de la adolescencia de ambas, ese era ahora su privilegio como este es el mío, no habría nadie para desmentirla, en eso consiste la miserable superioridad de los vivos y nuestra provisional jactancia. De haber estado Marta presente, sin duda habría negado lo que decía Luisa y la habría vuelto a llamar copiona, habría sostenido que la indecisa era Luisa y que bastaba que ella se fijara en un chico para que de inmediato surgiera el ansia de la hermana menor y el mecanismo de la usurpación se pusiera en marcha. Cualquiera de las dos cosas podía ser cierta, como puede serlo decir ‘Yo no lo busqué, yo no lo quise’ o ‘Yo lo busqué, yo lo quise’, en realidad todo es a la vez de una forma y de su contraria, nadie hace nada convencido de su injusticia y por eso no hay justicia ni prevalece nunca, como dijo el Llanero en la retahíla de sus ideas sin orden: el punto de vista de la sociedad no es el propio de nadie, es sólo del tiempo y el tiempo es resbaladizo como el sueño y la nieve compacta y siempre permite decir ‘Ya no soy lo que fui’, es bien fácil, mientras haya tiempo.

No hubo risa, no tanto, pero sí una media y reprimida sonrisa, supe que además de sorpresa e indignación también Luisa sentía halago, yo la había seguido y la había espiado, me había tomado interés y molestias por ella, la había observado y había opinado sobre su ropa y sus compras, un elegido de Marta que ahora le hacía a ella todo el caso, cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. ‘Qué fácil es seducir a cualquiera o ser seducido’, pensé ‘con qué poco nos conformamos’, y me sentí seguro y a salvo, desapareció mi rubor y mi azoramiento, y aún pensé más, pensé lo que sólo unos segundos antes no se me habría ocurrido por nada del mundo: ‘Si Deán renunciara a vivir con su hijo y se lo quedara Luisa en su casa este niño podría acabar siendo casi mío si yo quisiera, y entonces yo no sería para él lo que he creído que era desde el principio, una sombra, nadie, una figura casi desconocida que lo observó unos instantes desde el umbral de su puerta sin que él se enterara ni fuera a saberlo nunca ni fuera por tanto a poder acordarse, los dos viajando hacia nuestra difuminación lentamente. No sería ya eso, el revés de su tiempo, la negra espalda. O sí lo sería pero no sólo eso sino también más cosas, la parcial sustitución de su mundo condenado y perdido, la secreta y compensatoria herencia de una noche funesta, la figura vicariamente paterna —el usurpador en suma—, los dos viajando hacia nuestra difuminación lo mismo, pero todavía mucho más lentamente y con más tarea para el olvido que aguarda. Y así quizá podré hablarle un día del que él fue esa noche’. Y aún pensé más, pensé también en la propia Luisa: ‘Tal vez sea yo el marido brumoso que aún no ha llegado y que la ayudará a seguir mucho tiempo entre los vivos tan inconstantes, en un mundo de nombres y por tebeos y cromos y cuentos configurado (y en lo alto aviones). Más de una cosa nos une, los dos hemos atado el mismo zapato’.

—Ah, ya —dijo pensativamente y con su sonrisa ocultada—, también estabas ahí.

—La falda te sentaba bien —le dije—. Bueno, ambas cosas, pero mejor la falda. —Y yo no oculté mi sonrisa, tenía que caerle en gracia, volvía a estar soltero desde hacía algún tiempo.

—Ya, ¿y ahora qué? ¿Ahora qué hacemos? —dijo ella, y había recuperado la seriedad enteramente o había hecho prevalecer su enfado, pero seguía delatándose al emplear el plural, ‘qué hacemos’, en medio de su exasperación y severidad sinceras e insinceras al mismo tiempo.

—Vamos a algún sitio a hablar con tranquilidad —le contesté yo.

Ella me miró con desconfianza, pero fue pasajero, el recelo duró muy poco, o fue vencido por las otras preguntas que se iba haciendo, me hizo a mí alguna sin poder contenerse.

—¿Y el niño? Tengo que dejarlo en casa de Marta, iba a llevarlo allí ahora. Tú conoces bien esa casa, por dentro y por fuera, ¿verdad? Te vi junto a un taxi esperando una noche, eras tú, ¿verdad?, la noche siguiente. ¿Cómo pudiste dejar solo al niño?

Aún no era para ella la casa de Eduardo ni la de Eugenio, era aún la de Marta, uno tarda en desacostumbrarse a las frases que caerán en desuso, van cayendo muy lentamente. Fue en su última pregunta en la que hubo más acritud, más bien el tono de una regañina, los labios protuberantes, no tenía mucha capacidad para encolerizarse, más sin duda para lamentarse. El niño seguía mirándome con expresión amistosa, me había reconocido y no tenía más que decirme, no tenía por qué festejarme, son los adultos los que les hacen fiestas. Me agaché hasta su altura, le puse la mano en el hombro, él me mostró una chocolatina que tenía en la suya. Pensé que diría: ‘Ate’. Se estaba poniendo perdidos dedos y boca.

—El niño puede venir con nosotros, aún no es tarde, puedes decirle a él que te entretuviste en la casa. —Y señalé hacia el portal que había vigilado tan defectuosamente. Me estaba atreviendo a sugerirle a Luisa un ocultamiento, era inconcebible. No contesté a su última pregunta, sí a la penúltima. Añadí:— También puedes dejarlo en la otra casa y yo te espero abajo. Sí, fue a mí a quien viste, supongo, si eras tú quien estaba esa noche en la alcoba de Marta.

—¿Murió sola? —preguntó rápidamente.

—No, yo estaba con ella. —Seguía agachado, contestaba sin levantar la vista.

—¿Llegó a darse cuenta? ¿Supo que se moría?

—No, no se le pasó por la cabeza en ningún momento. A mí tampoco. Fue muy repentino. —Qué sabía yo lo que se le había pasado por la cabeza, pero lo dije, era yo quien contaba.

Luisa se quedó callada. Entonces yo saqué del bolsillo de mi chaqueta el pañuelo, le quité de las manos la chocolatina al niño con habilidad y cuidado para que no se enfadara, le limpié la boca y los dedos pringosos.

—Cómo se ha puesto —comenté.

—Ya. Se la acaba de dar mi cuñada —respondió Luisa—, para el camino. Vaya idea.

El niño inició una protesta, lo último que deseaba era provocar su llanto, tenía que caerle en gracia a su tía.

—Calla, no llores, mira lo que tengo para ti —le dije, y saqué de mi bolsa el vídeo de 101 dálmatas—. Sé que le gustan mucho los dibujos animados, tiene de Tintín, estuve con él mirándolos —le expliqué a Luisa. No podría suponer jamás que yo no había comprado intencionadamente ese vídeo, que no había pensado en modo alguno en el niño ni en nadie, un mero accidente. Me ayudaría a caerle en gracia, vería que no era un desalmado. Busqué una papelera cercana y tiré lo que quedaba de chocolatina con su envoltorio, también La Repubblica que me molestaba y mi bote de helado y la bolsa, empezaba a chorrearme todo, me manché un poco, aproveché aún el pañuelo para secarme, quedó hecho un asco. Lo tiré también a la papelera, ea; pensé: ‘Qué suerte lo de 101 dálmatas’.

—Se podía lavar —dijo Luisa.

—No importa.

No hablamos en el taxi que cogimos por iniciativa mía, yo volvía a tener las manos libres, abrí la puerta, el niño iba sentado en medio, un niño apacible, miraba la carátula de su vídeo una y otra vez, conocía las cintas, imaginaba lo que le aguardaba, señalaba a los dálmatas y decía:

—Erros. —Me alegró que no dijera ‘guau-guaus’ ni nada por el estilo, como tengo entendido que hace la mayoría de los muy niños.

Me comporté bien durante el trayecto hacia Conde de la Cimera, me di cuenta de que Luisa Téllez quería cavilar y ganar tiempo y acostumbrarse a aquella asociación inesperada, seguramente estaba reconstruyendo escenas en las que había tenido parte y en las que no había estado, mi noche con Marta y la noche siguiente, cuando Deán estaba aún en Londres y ella se quedó sola probablemente en la casa con Eugenio, en el dormitorio y la cama en que había tenido lugar la muerte y no en cambio el polvo —pero eso ella no podía saberlo—, aquella desgracia, habría cambiado las sábanas y habría aireado el cuarto, para ella habría sido una noche espantosa, de tristeza y pensamientos malos e imaginaciones. Sólo me atreví a mirarle de reojo los muslos cuando notaba que ella miraba de reojo mi rostro, lo había tenido bien a la vista durante el almuerzo pero entonces no lo había mirado apenas, ahora le estaba poniendo ese rostro mío a quien había carecido de él hasta aquel instante y no había sido nadie, un desconocido de quien tampoco habría sabido el nombre —y es Víctor Francés mi nombre, así me había presentado Téllez a Luisa y no es Ruibérriz de Torres, es Víctor Francés Sanz completo aunque nunca utilizo el segundo apellido: me han llamado Mr. Sanz en Inglaterra—, ahora podía figurarse a Marta conmigo, hasta podía decidir si habíamos hecho buena pareja o si se comprendía que ella hubiera ido a morir en mis brazos. Yo también quería hacerle preguntas, no muchas, tuve paciencia, no abrí la boca más que para dirigirme al niño y confirmarle:

—Sí, perros, muchos perros con pintas. —Seguro que no conocía la palabra ‘pintas’.

Me despedí de él a la puerta de su casa o de la de Marta, le acaricié la gorra, era de suponer que Deán no tardaría mucho en llegar si no había llegado ya, era más o menos la hora en que él y Luisa habían quedado en encontrarse en casa, ella le había llamado a la oficina desde el piso de la cuñada para saber hasta cuándo tenía que hacerse cargo del niño, según me dijo. Deán le habría respondido esto: ‘Ve yendo ya para casa si quieres, yo voy en seguida, calculo que estaré ahí sobre las siete y media’.

—Si aún no ha llegado tendré que esperarle —me dijo Luisa ante el portal conocido de Conde de la Cimera—. No hay nadie más arriba.

—Yo te espero en la cafetería de ahí atrás, lo que haga falta —dije, y señalé vagamente hacia el establecimiento de nombre rusófilo que había a la espalda del edificio exento, en los bajos, un sitio que en verano tendría terraza. También había una tintorería, creo, o quizá era una papelería, o ambas.

—¿Y si quiere que charlemos un rato? Puede que quiera desahogarse un poco conmigo después de lo de mi padre, ya has visto.

—Te esperaré lo que haga falta.

Iba a meterse ya en el portal con el niño cuando se dio media vuelta —el tacón ladeado, el suelo aún mojado— y añadió pensativa:

—Te das cuenta de que antes o después tendré que hablarle de ti.

—Pero no ahora, ¿verdad? —dije yo.

—No, no ahora. Podría querer bajar a buscarte —dijo ella—. Procuraré no tardar, le diré que tengo quehacer en casa.

—También puedes decirle la verdad, que tienes una cita a las ocho y media, pongamos. —Y miré el reloj.

Ella miró el suyo y contestó:

—Pongamos.

Esperé en aquella cafetería desde la cual no podía ver a Deán si llegaba ni él podría verme a mí esperando —estaba a la espalda— a menos que entrara a tomarse algo antes de subir o a comprar tabaco, era improbable. Esperé. Esperé, echando ahora en falta un buen artículo de demonología y fútbol que llevarme a los ojos, y a las nueve menos cuarto vi aparecer a Luisa Téllez aún con su bolsa que contenía la camiseta o la falda, la había esperado más de una hora, mucho habría charlado o Deán habría llegado tarde. En ningún momento se me había ocurrido que fuera a fallarme, tampoco que se presentara con Deán sin previo aviso: le hablaría de mí pero no ahora; yo la creía. Cuando la vi me sentí de repente cansado, la tensión perdida, dos cervezas, llevaba todo el día fuera, no había pasado por casa, no había oído mi contestador ni visto el correo, a la mañana siguiente me tendría que levantar temprano para ir a casa de Téllez y seguir escribiendo lo que Only You debería soltar pronto en público como si fuera su pensamiento en el que nadie cree. Deseé que aquella no fuera otra noche larga, para todo habría tiempo, no una noche como la de Marta Téllez ni como la de la puta Victoria y Celia, mi cabeza ha decidido retrospectivamente que no eran la misma: noches absurdas, siniestras, inacabables. Celia está a punto de casarse de nuevo y poner su vida en orden.

—Bien, ¿dónde vamos? —me preguntó Luisa. Ya era noche oscura. Me había quedado en la barra como si fuera Ruibérriz.

—¿Te parece que vayamos a mi casa? —dije yo. En aquel momento me quería cambiar de zapatos y calcetines más que nada en el mundo—. Quisiera cambiarme de zapatos. —Lo dije, y se los mostré. Les habían salido manchas blanquecinas al secarse, sobre todo al derecho, como si fueran de polvo o más bien de cal. Los suyos estaban intactos, había caminado tanto como yo, y por las mismas calles. Ante la duda en su rostro añadí:— También tengo la cinta del contestador de Marta, no sé si sería buena idea que la escucharas.

—Te llevaste tú la cinta —dijo tocándose con dos dedos los labios—. No sabía si Marta se habría deshecho de ella, no quise rebuscar en la basura la primera noche, la verdad es que la cerré y la saqué para que tampoco tuviera la tentación Eduardo cuando llegara, además ya olía. ¿Y el teléfono y sus señas, también te los llevaste tú? ¿Por qué motivo?

—Vamos a alguna parte y te contestaré a todo eso. —Pero ya le contesté a algo, porque dije también en seguida:— Las señas me las llevé sin darme cuenta, iba a copiarlas y no las copié, pensé que quizá debía llamarlo a Londres, luego no me atreví y no lo hice. Mira, aquí las tengo todavía. —Saqué la cartera y le enseñé el papel amarillo que Marta no se había echado al bolso ni había perdido en la calle, tampoco se había volado con la ventana abierta ni lo habían barrido los barrenderos del suelo. Luisa no lo miró, ya no le interesaba verlo o lo dio por bueno, sabía lo que ponía—. Anda, vamos un momento a mi casa. Luego salimos a cenar un poco si quieres.

—No, vamos a cenar primero, no quiero meterme en la casa de alguien a quien no conozco.

—Como prefieras —dije yo—. Pero recuerda que es tu propio padre quien nos ha presentado. —Ella estuvo a punto de sonreír de nuevo, se contuvo, aún tenía que ser firme y severa.

Fuimos a Nicolás, un restaurante pequeño en el que me conocen, así vería que no siempre mi comportamiento era huidizo o clandestino, allí los dueños me llaman Víctor y las camareras señor Francés, allí tengo nombres además de rostro. Y allí pude contar por fin, contesté a sus preguntas y le conté otras cosas sobre las que no me las hizo ni podía hacérmelas, seguramente era sólo eso lo que yo perseguía, salir de la penumbra y dejar de guardar un secreto y encerrar un misterio, tal vez yo tenga asimismo a veces deseos de claridad y probablemente también de armonía. Conté. Conté. Y al contar no tuve la sensación de salir de mi encantamiento del que aún no he salido ni quizá nunca salga, pero sí de empezar a mezclarlo con otro menos tenaz y más benigno. El que cuenta suele saber explicar bien las cosas y sabe explicarse, contar es lo mismo que convencer o hacerse entender o hacer ver y así todo puede ser comprendido, hasta lo más infame, todo perdonado cuando hay algo que perdonar, todo pasado por alto o asimilado y aun compadecido, esto ocurrió y hay que convivir con ello una vez que sabemos que fue, buscarle un lugar en nuestra conciencia y en nuestra memoria que no nos impida seguir viviendo porque sucediera y porque lo sepamos. Lo acontecido es por eso mucho menos grave siempre que los temores y las hipótesis, las conjeturas y las figuraciones y los malos sueños, que en realidad no incorporamos a nuestro conocimiento sino que descartamos tras padecerlos o considerarlos momentáneamente y por eso siguen horrorizando a diferencia de los sucesos, que se hacen más leves por su propia naturaleza, es decir, justamente por ser hechos: puesto que esto ha ocurrido y lo sé y es irreversible, nos decimos respecto a ellos, debo explicármelo y hacerlo mío o hacer que me lo explique alguien, y lo mejor sería que me lo contase precisamente quien se encargó de hacerlo, porque es él quien sabe. Pero hasta puede uno caer en gracia si cuenta, ese es el peligro. La fuerza de la representación, supongo: por eso hay acusados, por eso hay enemigos a los que se asesina o ejecuta o lincha sin dejarlos decir palabra —por eso hay amigos a los que se destierra y se dice: ‘No te conozco’, o no se contesta a sus cartas—, para que no se expliquen y puedan de pronto caer en gracia, al hablar me calumnian y es mejor que no hablen, aunque al callar no me defiendan. Y luego pregunté yo a mi vez, no mucho, unas cuantas cosas, curiosidad tan sólo, quién y cuándo llegó a la casa y descubrió lo que yo había silenciado en la noche, cuánto rato estuvo a solas el niño, cuándo y cómo dieron con Deán en Londres y cuánto tiempo estuvo él sin saberlo desde que el hecho ocurrió y pudo haberlo sabido, cuántos minutos permaneció equivocado, cuánto de su tiempo quedó convertido en algo extraño, flotante o ficticio como una película empezada en la televisión o en los cines de antaño, cuánto pasó a pertenecer al limbo. Y Luisa me fue contestando sin mezquindad ni recelo —para entonces ya tenía pocos, yo me había explicado y le había hecho ver, me había hecho comprender e incluso tal vez perdonar si había algo que perdonarme (dejar solo al niño, pero peor habría sido llevármelo, eso le dije: como un secuestro); y me había hecho compadecer sin duda—. El niño sólo había pasado la mañana solo, desde la hora en que se despertara hasta la llegada de la asistenta con llave que solía limpiar y prepararles algo de comida a él y a Marta y al marido cuando éste almorzaba en casa, y luego se quedaba durante las horas en que la madre iba a la facultad a sus clases —la misma en que yo estudié, matutino o vespertino su turno, según los días—. No parecía haberse dado cuenta ese niño de la muerte de Marta porque no se puede reconocer lo que no se conoce antes y él no sabía lo que era la muerte, seguía sin saberlo de hecho y habría tenido que asociar al sueño el cuerpo inmóvil e indiferente a sus llamadas y peticiones, recurrir a esa imagen dormida para explicárselo aquella mañana. Debía de haber trepado a la cama de matrimonio, debía de haber destapado a su madre en la medida de sus fuerzas contra la pesada colcha y las sábanas, la habría tocado, habrían ido sus manos a todas partes, quizá la habría pegado porque los niños pequeños pegan cuando se enfadan (a ellos no debe tenérselo en cuenta) y Marta aún seguiría pareciéndose a Marta. No se sabe si lloró o gritó furioso durante largo rato sin que nadie lo oyera o prefiriera no oírlo, lo cierto es que debió de cansarse y debió entrarle hambre, comió del plato ecléctico que yo le había improvisado y bebió del zumo, luego se puso a ver la televisión, no la del salón que yo le había dejado encendida con Campanadas a medianoche en el momento de irme sino la del dormitorio que no apagué tampoco cuando aún vagaban por ella MacMurray y Stanwyck hablando en subtítulos o por escrito, es de suponer que prefería estar cerca de su madre dormida, aún no abandonada la esperanza de que despertase. Así lo encontró la asistenta más tarde del mediodía, echado a los pies de la cama junto a su madre inerte y zarandeada, mirando sin sonido el programa que el azar le hubiera brindado entonces, algo infantil si hubo suerte. Esa asistenta no supo qué hacer durante unos minutos —las manos en la cabeza cubierta por el sombrero con alfiler que aún no se había quitado tras llegar de la calle, el abrigo todavía puesto, como un relámpago en su pensamiento la maldición al desorden al que tendría que poner remedio—, ella no sabía que Deán estuviera en Londres como no había recordado Marta su viaje el día anterior hasta ya muy tarde, llamó a la oficina y no pudo hablar con Ferrán sino histéricamente con su secretaria que comprendió poco o nada, luego buscó el teléfono de la hermana, de Luisa, que fue quien primero llegó jadeante a Conde de la Cimera en un taxi, diez minutos después se presentó el compañero o socio de la oficina, había venido para aclararse algo tras el mensaje inconexo de la asistenta aciaga transmitido por su secretaria. Buscaron las señas y el número londinenses en vano, llamaron a un médico conocido y mientras éste examinaba el cadáver y avisaba para su levantamiento —no pregunté la causa porque eso sigue sin importarme y la vida es única y frágil, quién sabe, una embolia cerebral, un ictus, un infarto de miocardio, un aneurisma disecante de aorta, las cápsulas suprarrenales destruidas por meningococos, una sobredosis de algo, una hemorragia interna debida al topetazo de un coche unos días antes, cualquier mal que mata rápidamente sin paciencia y sin titubeos ni resistencia por parte de la muerta que muere en mis brazos como si fuera una niña dócil que no se opone—, Ferrán se quedó acompañándolo y Luisa se llevó al niño a la casa de su hermano Guillermo —sacarlo ya de allí cuanto antes, que empezara a olvidar y no preguntara— para luego ir a ver a su padre y comunicárselo personalmente, a la asistenta se le pidió que esperara pero que no tocara ni tirara aún nada, tenían que seguir buscando las señas de Deán en Londres —aceptó la asistenta, pero se quedó renegando del tiempo que perdía inactiva en la cocina, el traje de faena ya puesto, luego querrían que le diera al tajo con prisas cuando ya no fueran horas—. Luisa acompañó a Téllez a la casa de María Fernández Vera en cuanto el padre pudo levantarse del sillón sobre el que se desplomó o más bien se hundió puesto que ya estaba sentado —el rostro escondido en las moteadas manos buscando refugio— y en cuanto se hubo bebido el whisky que le sirvió su hija aunque aún era por la mañana como lo es en Madrid todo el tiempo hasta que se almuerza: probablemente al salir le anudó bien los cordones para que no tuviera más traspiés de los que ya presagiaban sus piernas debilitadas por la noticia, caminaría como sobre la nieve, emergiendo y hundiéndose a cada paso con sus pies tan pequeños de bailarín retirado. Mientras ella iba a casa del padre María Fernández Vera, que lagrimeaba y abrazaba sin cesar al niño desde que se lo habían traído, liberó un momento una mano para llamar a su marido al trabajo, y él y Luisa volvieron juntos a Conde de la Cimera (o Guillermo sólo fue y volvió Luisa), donde ya se había personado otro médico forense con patillas impropias que levantó acta de defunción —compensar la calvicie— y el compañero Ferrán había desaparecido: muy tocado según la asistenta, se había bajado a la cafetería rusófila a tomarse unos vermuts o unas cervezas. Luisa fue a recogerlo, y a partir de entonces se reanudó con ahínco la doble búsqueda, material del papel con el número y señas de Deán en Londres a cargo de Luisa y Guillermo y de la asistenta, telefónica a cargo del socio, que intentaba localizar a los negociantes ingleses con los que se suponía que iba a estar en contacto Deán durante su estancia. Pero Ferrán no hablaba apenas la lengua, era Deán quien se manejaba y por eso viajaba, con unos negociantes no logró dar y creyó entender que el único con el que sí pudo hablar no había recibido aún noticias de su compañero, ignoraba que se encontrara en Londres. También empezaron las otras llamadas a unas cuantas personas íntimas, había que ocultar la forma y las circunstancias al mayor número de gente posible —no la causa—, lo mejor era avisar a muy poca para limitar al máximo las preguntas. Aun así la casa se fue llenando de parientes y vecinos y amigos y algún aficionado a estas situaciones que va a abrazar a la familia, un buitre —sin duda también la joven del guante beige, pero no pregunté por ella—, apareció un juez con barba y por fin el cadáver fue trasladado hasta el tanatorio. Algunos se fueron con él, entre ellos Guillermo y luego María Fernández Vera cuando Luisa pudo volver a su casa a recoger al padre y al niño y librar a éste de los abrazos, dejó a Téllez de vuelta en la suya con un calmante, pasó por la suya propia a coger unas cuantas cosas y regresó, ya sola con Eugenio muerto de sueño, a Conde de la Cimera sobre las once de la noche por tercera vez en la jornada: fue ella a dormir allí en vez de trasladar al niño en la creencia de que es mejor que los que viven en la casa del muerto continúen durmiendo e instalados allí desde la primera noche, de lo contrario es frecuente que no quieran regresar más adelante, que no quieran volver ya nunca; y esa creencia la compartía su padre, más experimentado, al que consultó al respecto. La asistenta se había ido de muy mal humor según el portero, sin que nadie le hubiera dado ninguna orden ni le hubiera hecho caso —sólo Luisa le había pedido que le prestara su llave—, era de esperar que aun así se presentara al día siguiente a limpiar y arreglar el desbarajuste, se mostrara comprensiva. Luisa acostó al niño exhausto en su cuarto —lo único que permanecía intacto, nadie tocó los aviones aunque todos curiosearon al pasar por delante de la puerta abierta—, chupete y conejo como de costumbre, se tomó un calmante también ella. Cerró y sacó la basura o eso lo hizo más tarde, buscó ya sin esperanza y superficialmente las señas inencontrables mientras ponía un poco de orden, cambió las sábanas de la cama de Marta, nadie se había ocupado de ello, la asistenta carecía de iniciativa. Se echó y entonces se preguntó por mí cuando aún no sabía que yo era yo, recordó lo que Marta le había dicho en su contestador hacía algo más de veinticuatro horas (‘He quedado con un tipo al que apenas conozco y que me resulta atractivo, lo conocí en un cocktail y quedé a tomar café otro día, está muy relacionado con todo tipo de gente, está divorciado, se dedica a escribir guiones entre otras cosas y va a venir a cenar a casa; Eduardo está en Londres, no estoy segura de lo que va a pasar pero puede que pase y estoy nerviosa’); no le había mencionado el nombre, ningún nombre, mi nombre. Pensó en su hermana, largo rato pensó en la hermana sobre la cama de ésta y en su dormitorio sin comprender lo ocurrido, su difuminación tan súbita, como si de pronto no pudiera diferenciar entre la vida y la muerte, no supiera la diferencia entre alguien a quien no se ve en el momento y alguien a quien ya no va a verse aunque se quiera (a nadie lo vemos a cada instante, sólo a nosotros mismos, y parcialmente, nuestros brazos y manos y también las piernas). ‘No sé por qué yo estoy viva y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos’. Eso pensó, o lo pensé yo por ella mientras me contaba. Encendió la televisión, no podría dormirse durante bastante tiempo aunque estaba agotada por el ajetreo y la calamidad y la pena, ni siquiera se molestó en intentarlo, aún era muy temprano para sus horarios, ni siquiera se molestó en desvestirse. Pasadas las doce sonó el teléfono y se alarmó al oírlo, fue entonces cuando reparó en que faltaba la cinta del contestador automático, o inmediatamente después al ver que estaba puesto y sin embargo no se activaba sino que seguía sonando; descolgó angustiada, deseando y temiendo que fuera Deán desde Londres que hacía una llamada rutinaria a su casa sin saber nada: era Ferrán, había logrado hablar con uno de sus negociantes y éste le había dicho por fin el nombre del hotel perdido, Wilbraham Hotel el nombre. Él no quería llamar, no se atrevía, habían transcurrido demasiadas horas para comunicarle lo sucedido a su amigo en frío, él estaba ya frío. ‘Yo lo haré’, le dijo Luisa, ‘pero seguro que luego querrá él llamarte, cuando sepa que tú llegaste después de mí y viste también a Marta como la viste’. ‘Bien, eso es otra cosa, si quiere hablar conmigo’, respondió Ferrán, ‘de lo que no me siento capaz es de darle yo la noticia ahora, así, por teléfono. ¿Vas a contarle que no estuvo sola?’ ‘Si puedo, esperaré a que esté aquí para decírselo, pero no creo que pueda, me interrogará, querrá saber en seguida detalles, cómo ocurrió todo y por qué ella no le llamó en cuanto se sintió indispuesta. Ya se ha dado cuenta demasiada gente para ocultárselo, tendrá que saberlo, es mejor que lo sepa’. Y llamó entonces Luisa al hotel encontrado sin esperar ya más (no le pregunté si preguntó por Mr. Deán o Diin o Mr. Ballesteros), de modo que él ya sabía cuando yo marqué su número alrededor de la una de la madrugada en un teléfono público y colgué sin hablar tras oír en su voz el equivalente en inglés de ‘¿Diga?’ Acababa de saberlo por Luisa y se lo había confirmado su socio, y unas veinte horas de su tiempo tenían que ser corregidas o anuladas o recontadas ahora, unas veinte horas de su estancia en Londres tuvieron que convertírsele en algo extraño, flotante o ficticio como lo serán para mí las imágenes que guardo de MacMurray y Stanwyck el día que vea entera su película con subtítulos, o para Only the Lonely lo será la parte que vio de Campanadas a medianoche en su insomnio cuando se la presten en vídeo, si la señorita Anita se ocupa de conseguírsela. O aquellas otras escenas de pilotos de Spitfires y de fantasmas y reyes que yo había visto otra noche hacía dos años y medio, aún no he vuelto a pillar ninguna de esas dos películas que se simultaneaban, aún no sé a qué pertenecen ni las comprendo, y no están por ello desmentidas ni canceladas. Esas veinte horas habrían pasado a ser para él una especie de encantamiento o sueño que debe ser suprimido de nuestro recuerdo, como si ese periodo no lo hubiéramos vivido del todo, como si tuviéramos que volver a contarnos la historia o a releer un libro; y habrían pasado a ser un tiempo intolerable que puede desesperarnos.

Luisa se echó otra vez en la cama cumplida su última obligación del día para la que prefirió incorporarse —es difícil comunicar una muerte tumbado, y consolar al viudo a distancia—, y miró la televisión largo rato hasta que le fue viniendo el inexplicable sueño, y entonces aún tuvo fuerzas para levantarse de nuevo y empezar a desnudarse sin mi ayuda ni la de nadie —cómo se puede dormir tras la muerte de un ser querido y sin embargo se acaba durmiendo siempre—: se acercó a la ventana y allí se quitó el jersey por encima de la cabeza, se llevó las manos a los costados cruzándolas y tiró de la camiseta hacia arriba hasta sacársela en un solo movimiento —dejando adivinar sus axilas durante un instante—, de tal manera que sólo las mangas vueltas le quedaron sobre los brazos o enganchadas a las muñecas. Su silueta permaneció así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada —el gesto de desolación de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas—, o como si sólo tras salir del jersey que había ido a quitarse tras los visillos hubiera mirado a través de ellos y hubiera visto algo o a alguien, tal vez a mí con mi taxi a mi espalda.

—Te está buscando —añadió cuando terminó de contarme los hechos que yo ignoraba o sólo había conjeturado—, y yo tendré que decirle que te he encontrado.

—Lo sé —dije, y entonces le mencioné las frases que había oído involuntariamente a la salida del cementerio, le confesé mi presencia allí aquella mañana en que la había visto a ella por primera vez y le hablé de las frases oídas a quienes para mí eran unos desconocidos según le dije: no me sentía capaz de darle yo la noticia si no estaba al tanto, prefería que se enterase como yo, por la cinta, aunque en realidad yo lo había escuchado en directo. ‘¿Se ha sabido algo del tío?’, había preguntado un hombre que caminaba delante de mí, eso dije; y la mujer que iba a su lado había respondido: ‘Nada. Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo’. No eran enteramente desconocidos, Vicente e Inés sus nombres, de él había estado a punto de ser conyacente.

No quedaba nadie más en el restaurante, yo ya había pagado, los dueños fingían amablemente estar cerrando caja y echando cuentas. Habíamos comido cuanto nos habían puesto sin apenas reparar en ello, Luisa se llevó la servilleta a los labios una última vez maquinalmente, la había dejado sobre la mesa después del postre que ya quedaba lejano, no había querido café pero sí un licor de pera.

—Ya —dijo—, supongo que se enteró todo el mundo, menos mi padre, por suerte. Confío en que él no lo sepa nunca.

—Antes de que hables con tu cuñado quisiera que oyeras la cinta —le dije—. Hay algo en ella que quizá no sepas, y que él sin duda no sabe. De hecho me la llevé por eso. ¿Te importaría que pasáramos por mi casa un momento? Luego te acerco yo en un taxi. —Hice una pausa y añadí:— Ahora ya me conoces algo. —‘Y mucho más vas quizá a conocerme’, pensé.

Luisa me miró fijamente con el ceño fruncido como si hubiera oído mi pensamiento, parecían forcejear en ella la curiosidad y el cansancio y la desconfianza —contar cansa mucho—, las dos últimas cosas fueron más débiles. En verdad se parecía a Marta, también cuando no tenía el rostro distorsionado como en el entierro. Era más joven aunque será más vieja, quizá más guapa o menos inconforme con lo que le hubiera tocado en suerte. Dijo:

—Está bien, pero entonces vámonos ya, démonos prisa.

Yo me sabía y me sé de memoria esa cinta, para ella era la primera escucha. No quiso beber nada en casa, le pedí que aguardara en el salón un momento mientras yo me cambiaba por fin en mi alcoba de zapatos y calcetines, un alivio incomparable. Se sentó en el sillón que yo suelo ocupar para leer y para fumar cuando pienso, se sentó en el borde dejando el abrigo de cualquier manera sobre uno de sus brazos, como quien ya quiere irse nada más llegar a donde ha llegado. Estaba así sentada en el borde desde el principio, pero aún se irguió más hacia fuera —como si se erizara— cuando oyó la primera voz estable y apresurada y monótona que decía: ‘¿Marta? Marta, ¿estás ahí? Antes se ha cortado, ¿no? ¿Oye?’ Hubo una pausa y un chasquido de contrariedad de la lengua. ‘¿Oye? ¿A qué juegas? ¿No estás? Pero si acabo de llamar y has descolgado, ¿no? Cógelo, mierda’; y cuando esa voz que afeitaba y martirizaba concluyó su mensaje yo interrumpí el avance de la grabación y ella dijo, informándome pero también para sus adentros:

—Ese es Vicente Mena, un amigo; bueno, y antiguo novio de mi hermana, estuvo con él una temporada antes de conocer a Eduardo, luego han seguido siendo amigos, se ven a menudo los cuatro, él y su mujer, Inés, y Eduardo y Marta. No tenía ni idea de esto, jamás me habló Marta de esto, de que hubieran vuelto a verse de este modo, qué hombre más desagradable. —Guardó silencio un momento. Se le había escapado un presente de indicativo, ‘se ven a menudo los cuatro’, tardamos en acostumbrarnos a utilizar los tiempos pretéritos con los muertos cercanos, no vemos pronto la diferencia. Se frotaba la sien con un dedo, añadió pensativa:— Quién sabe si no lo interrumpieron nunca del todo, qué disparate.

—¿Qué guardia es esa, de su mujer? —le pregunté yo para satisfacer una curiosidad secundaria, quizá no podría hacerlo con las principales que me iban surgiendo—. ¿A qué se dedica ella?

—No estoy segura, yo no los conozco mucho, me parece que trabaja en un juzgado —contestó Luisa, y entonces hice avanzar la cinta con su segundo mensaje que se oía ya empezado, ‘… nada’, decía la voz de mujer que ahora sí reconocí como la de Luisa porque ahora la había oído más, durante una velada entera y en diferentes tonos, ‘mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo’, y Luisa cerró los ojos para decir:— Esa soy yo, cuando le devolví el mensaje que me había dejado aquella tarde hablándome de su inminente encuentro contigo. Cuánto tiempo ha pasado.

Interrumpí la cinta.

—¿Cómo es que en cambio te habló de eso?

—Ah, bueno, las cosas no le iban muy bien con Eduardo, tenía sus fantasías más que sus realidades, o eso creía yo hasta este momento: Vicente Mena, a estas alturas, qué disparate —repitió con incredulidad y desagrado—. Por otra parte siempre nos lo hemos contado todo, o casi todo, a lo mejor sólo me contaba las fantasías y se callaba las realidades. —‘Yo soy fantasía’, pensé, ‘o lo era antes de llegar a Conde de la Cimera. Y quizá luego también, quizá fui un íncubo y un fantasma, y lo sigo siendo’—. Aunque eso no tiene mucho sentido, no nos juzgábamos, ni siquiera nos aconsejábamos, sólo nos escuchábamos. Hay personas que a uno siempre le parece bien lo que hacen, se está de su parte, eso es todo. —Luisa se frotaba la sien sin darse cuenta. ‘Marta, dile a Eduardo que es incorrecto decir “mensaje”, hay que decir “recado”’, la voz del viejo que terminaba compadeciéndose con coquetería, ‘povero me’, decía—. Ese es mi padre, pobre de él en verdad, pobre de él —dijo Luisa—. Se llevaba muy bien con Marta, ella le hacía más caso que yo, le escuchaba los relatos de sus riñas caducas con sus colegas y de sus pequeñas intrigas y privilegios de corte. Él le habría hablado de ti en seguida, varias veces al día, para él es un acontecimiento tener a alguien trabajando en la casa durante unos días; por eso habrá querido que te conociéramos, para que luego lo imagináramos mejor en tu compañía y pudiéramos opinar cuando nos contase. Bueno, a mí, no a Eduardo. —Pero ella no se daba cuenta de que eso habría sido imposible, que Téllez le hubiera hablado de mí a Marta, porque yo nunca habría querido conocer a Téllez si Marta no hubiera muerto. ‘Marta, soy Ferrán’, fue lo que vino a continuación, y de este recado Luisa no dijo nada, no contenía ninguna novedad para ella, lo oyó en silencio y yo no paré la cinta y llegó el siguiente o su final tan sólo, la voz que decía: ‘… Así que haremos lo que tú digas, lo que tú quieras. Decide tú’. Ahora ya estaba seguro de que no era la misma de antes y por tanto no la de Luisa, aunque las voces de las mujeres se parecen más que las de los hombres. Luisa me pidió que retrocediera para oírla otra vez, y después dijo:— No sé quién es, no reconozco esa voz, creo que ni siquiera la conozco. No la he oído nunca.

—Entonces no sabes a quién le habla, si a Deán o a Marta.

—No puedo saberlo.

—Ahora vengo yo, este soy yo —me apresuré a anunciar antes de que diera comienzo aquel mensaje o recado que me avergonzaba, también incompleto: ‘… si te va bien podemos quedar el lunes o el martes. Si no, habría ya que dejarlo para la otra semana, desde el miércoles estoy copado’. Cómo podía haber dicho ‘estoy copado’ igual que un farsante, volví a pensar con descontento, todo cortejo resulta ruin si se lo ve desde fuera o se lo recuerda, yo ahora lo veía desde fuera y lo recordaba, y lo que es peor, quizá estaba cortejando de nuevo, por lo que mis palabras y mi actitud de ahora no podía verlas desde fuera ni desde dentro ni recordarlas, a veces medimos cada vocablo según nuestras intenciones desconocidas. ‘Cuánto tiempo ha pasado’. No detuve la cinta, Luisa dejó pasar mi voz deferente sin comentarios, y luego vino otra vez el zumbido eléctrico: ‘Eduardo, hola, soy yo. Oye, que no me esperéis para empezar a cenar’, hasta que pidió que le dejaran un poco de jamón y se despidió toscamente: ‘Vale pues, hasta luego’, dijo.

—Ese es también Vicente Mena —dijo Luisa—, salen a menudo los cuatro, o con más gente. Y volvió a emplear el presente de indicativo que desde hacía más de un mes era impropio.