Es cansado moverse en la sombra y espiar sin ser visto o procurando no ser descubierto, como es cansado guardar un secreto o tener un misterio, qué fatiga la clandestinidad y la permanente conciencia de que no todos nuestros allegados pueden saber lo mismo, a un amigo se le oculta una cosa y a otro otra distinta de la que el primero está al tanto, se inventan para una mujer historias complejas que luego hay que rememorar para siempre en detalle como si se hubieran vivido, a riesgo de delatarse más tarde, y a otra mujer más nueva se le cuenta la verdad de todo excepto aquellas cosas inocuas que nos dan vergüenza de nosotros mismos: que somos capaces de pasarnos horas viendo en la televisión partidos de fútbol o degradantes concursos, que leemos tebeos siendo ya adultos o nos echaríamos al suelo a jugar a las chapas si tuviéramos con quién hacerlo, que nos pierden las timbas o nos gusta una actriz que reconocemos odiosa y hasta ofensiva, que tenemos un humor de perros y fumamos al levantarnos o que fantaseamos con una práctica sexual que se considera aberrante y no nos atrevemos a proponerle. No siempre se oculta por el propio interés o por miedo o por haber cometido una verdadera falta, no siempre por la salvaguarda, tantas veces es por no dar un disgusto o no aguar la fiesta y por no hacer daño, otras es por mero civismo, no es de buena educación ni civilizado darse a conocer del todo, no digamos enseñar las manías y lacras; a veces son los orígenes lo que se calla o falsea porque casi todos habríamos preferido una ascendencia distinta por alguno de nuestros cuatro costados, la gente esconde a sus padres y abuelos y hermanos, a sus maridos o a sus mujeres y a veces hasta a sus hijos más parecidos o proclives al cónyuge, silencia alguna fase de su propia vida, abomina de su juventud o niñez o de su edad madura, en toda biografía hay un episodio ultrajante o desolado o siniestro, algo o mucho —o es todo— que para los demás es mejor que no exista, para uno mismo mejor fingirlo. Nos avergonzamos de demasiadas cosas, de nuestro aspecto y creencias pasadas, de nuestra ingenuidad e ignorancia, de la sumisión o el orgullo que una vez mostramos, de la transigencia y la intransigencia, de tantas cosas propuestas o dichas sin convencimiento, de habernos enamorado de quien nos enamoramos y haber sido amigo de quienes lo fuimos, las vidas son a menudo traición y negación continuas de lo que hubo antes, se tergiversa y deforma todo según va pasando el tiempo, y sin embargo seguimos teniendo conciencia, por mucho que nos engañemos, de que guardamos secretos y encerramos misterios, aunque la mayoría sean triviales. Qué cansado moverse siempre en la sombra o aún más difícil, en la penumbra nunca uniforme ni igual a sí misma, con cada persona son unas zonas las iluminadas y otras las tenebrosas, van variando según su conocimiento y los días y los interlocutores y las ambiciones, y nos decimos constantemente: ‘Ya no soy lo que fui, he dado la espalda a mi antiguo yo’. Como si llegáramos a creernos que somos otros de los que creíamos ser porque el azar y el descabezado paso del tiempo van variando nuestra circunstancia externa y nuestros ropajes, según dijo el Solo aquella mañana cuando se puso a expresar sus ideas sin orden. Y añadió: ‘O son los atajos y los retorcidos caminos de nuestro esfuerzo los que nos varían y acabamos creyendo que es el destino, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, como si el pasado hubiera sido sólo preparativos y lo fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y lo comprendiéramos del todo al término’. Pero también es cierto que a medida que pasa el tiempo y nos hacemos viejos es menos lo que se oculta y más lo que recuperamos de lo que fue una vez suprimido, y es sólo por la fatiga y la pérdida de la memoria o la vecindad de ese término, la clandestinidad y el secreto y la sombra exigen una memoria infalible, recordar quién sabe qué y quién no sabe, en qué hay que disimular ante cada uno, quién está enterado de cada revés y cada envenenado paso, de cada error y esfuerzo y escrúpulo y la negra espalda del tiempo. A veces leemos que alguien confiesa un crimen a los cuarenta años de cometerlo, personas que llevaban una vida decente se entregan a la justicia o revelan en privado un secreto que los destruye, y creen los cándidos y los justicieros y los moralistas que a esas personas las ha vencido el arrepentimiento o el deseo de expiación o la torturadora conciencia, cuando lo único que los ha vencido y los mueve es el cansancio y el deseo de ser de una pieza, la incapacidad para seguir mintiendo o callando, para recordar lo que vivieron e hicieron y también lo imaginario, sus trocadas o inventadas vidas además de las que tuvieron efectivamente, para olvidar lo que sí sucedió y sustituirlo por lo ficticio. Es sólo la fatiga que trae la sombra lo que impele a veces a contar los hechos, como se deja ver de repente quien se escondía, el perseguidor como el fugitivo, simplemente para que acabe el juego y salir de lo que se ha convertido en una especie de encantamiento. Como yo me dejé ver por Luisa aquella tarde después de seguirla a la salida del restaurante, o no exactamente, sino después de que ambos acompañáramos a Téllez hasta el portal de su casa, nos llegamos los tres a pie por la cercanía, ella y yo flanqueando a la figura que se bamboleaba sobre sus pies pequeños de bailarín retirado como una baliza flotante, no tanto como en el cementerio por suerte, ese día no eran sólo la edad y el volumen lo que lo desequilibraba. Y allí nos despedimos todos, vimos cómo el padre abría la puerta del ascensor antiguo y tomaba asiento en el banco para ir descansado en el breve y vertical trayecto, desapareció en su caja de madera hacia arriba como una izada deidad sedente, y entonces Luisa Téllez me dijo ‘Bueno, hasta la vista’ y yo contesté ‘Nos seguiremos viendo’ o algo por el estilo, ambos dábamos por supuesto que aún nos encontraríamos durante el resto de la semana en que yo vendría a trabajar para Téllez a aquella casa.
Ella echó a andar en una dirección y yo hice amago de tomar la contraria, pero a los dos o tres pasos me quedé parado y me di la vuelta, y al verla alejarse de espaldas con sus piernas tan parecidas a las de su hermana Marta —o acaso eran los andares más que las pantorrillas— decidí seguirla un rato, hasta que me aburriera o cansara. Recorrió a buen paso un par de manzanas, como si supiera hacia dónde se dirigía sin prisa, y sólo al coger Velázquez aminoró el paso y empezó a desviarse mínimamente hacia escaparates, primero unos segundos —el tacón ladeado, el suelo mojado—, como quien localiza sitios y piensa que ya los mirará con detenimiento otro día, luego se fue parando más —los tacones rectos, el suelo mojado— hasta que por fin entró en una tienda de ropa, y entonces recordé que había quedado encargada de comprarle un regalo de cumpleaños a su cuñada María Fernández Vera en nombre de Téllez. Con mucho cuidado me detuve ante esa tienda, y desde una esquina de la vidriera me atreví a atisbar el interior, sobre todo cuando vi que Luisa daba la espalda a la calle mientras hablaba con una dependienta. Luego se dirigió hacia las faldas y estuvo mirándolas y tocándolas, siempre acompañada de la dependienta —una de esas jóvenes que no dejan pensar al cliente anticipándose a su ojo, le sacaba prendas a las que Luisa decía que no con un gesto de la cabeza—, hasta que por fin cogió una y desapareció en un probador. Era descuidada o bien confiada, dejó el bolso fuera, sobre lo que era una mesa más que un mostrador de cristal. Al cabo de un par de minutos reapareció con la falda puesta, remetiéndose todavía la blusa. No le quedaba muy bien, demasiado larga, y el color era insulso, le sentaba mejor la suya. Dio pasos adelante y atrás mientras se miraba al espejo —la etiqueta colgando—, se miró de lado, se miró de espaldas, por el gesto vi que la desechaba y me retiré de mi puesto de espía, me alejé y me puse a examinar un quiosco, mientras salía Luisa hube de comprar un periódico extranjero que no me interesaba nada. Miró el reloj una vez en la calle, quizá estaba haciendo tiempo para alguna otra cosa, una falda no me parecía regalo adecuado por parte de Téllez para su nuera, sería demasiado evidente que él no la había comprado, aunque tal vez eso no importara. Luisa siguió avanzando por Velázquez, y al llegar a la esquina de Lista o bien Ortega y Gasset (esta calle cambió de nombre hace mucho, pero aún impera el antiguo y por él se la conoce, mala suerte para el filósofo), entró en un establecimiento Vips, lo suficientemente amplio y diversificado para que yo pudiera entrar también tras ella y observarla desde la distancia sin que me viera, si me movía prudentemente. La vi mirar por encima la sección de libros, cogía alguno, leía al sesgo la solapa o la contracubierta y lo volvía a dejar en su pila, no llegaba a hojearlo (casi sólo tienen novedades en estos lugares y muchos están envueltos en celofán, una lata), por fin se quedó con uno en la mano, al principio no pude ver lo que era, y pasó a la sección de discos, yo me quedé alejado y de espaldas a ella, fingiendo mirar la de vídeos y volviendo la cabeza de vez en cuando para que no saliera del local sin yo advertirlo. En un momento de alarma (ella levantó de pronto la vista hacia donde yo estaba) cogí una película al azar como si fuera a comprarla, para no parecer muy inactivo: un gesto absurdo, daba lo mismo lo que estuviera haciendo mientras no me descubriera, o si me descubría. Pero Luisa no tenía prisa o seguía buscando un regalo, y al cabo de unos minutos pasó con su libro y ningún disco en la mano a la sección de alimentación, yo me desplacé con mi vídeo hasta la de revistas y me puse a curiosearlas, mirándola de reojo, siempre situado más bien a su espalda, es la única regla invariable para quien sigue a alguien. Y entonces pensé que ya no podía tardar en regresar a casa o a la de Deán (en ir a una casa, cualquiera que fuese), porque sacó dos grandes tarros de helados Haagen-Dazs de la nevera en que estaban expuestos, al abrir la portezuela de cristal transparente vi su figura envuelta en el humo frío durante unos instantes, los que tardó en elegir los sabores, una nube de vaho que la hizo parecer ruborizada. Si tardaba mucho en volver a su casa se le derretirían, esos helados eran los mismos que me había ofrecido Marta en su cena casera y también los compraba Luisa, o quizá era al niño Eugenio a quien gustaban y ambas hermanas se los llevaban —Marta habría echado mano de ellos como postre improvisado, no había sabido que iba a tener un invitado hasta por la tarde—. Helados en invierno para un niño tan pequeño, no era probable, corregí mi pensamiento en seguida, aunque no tengo mucha idea de lo que comen los niños de esa edad ni de ninguna otra, Luisa tendría que irlo sabiendo si se había ofrecido a hacerse cargo. Fue entonces cuando me pregunté por ese niño, con quién estaría todo aquel rato, a esas edades —eso lo sé— no pueden estar solos ni un minuto excepto si están dormidos, como aquella noche en Conde de la Cimera cuando me fui y lo dejé en verdad solo, no le había pasado nada. Tal vez lo tendrían momentáneamente sus otros tíos, María Fernández Vera y el hermano Guillermo, mientras Deán y Luisa almorzaban con Téllez para ventilar su futuro, yo se lo había impedido en parte con mi presencia. Luisa también cogió un bote de buenas salchichas y unas cervezas Coronita, mexicanas, quizá iba a improvisar asimismo una cena con tan parcos elementos, pero no conmigo. Fue hasta la caja para pagar, yo seguí buscando su espalda, pasé a la sección que ella dejaba, cogí también un tarro de helado de la nevera, me vi envuelto en el humo y luego me puse en seguida en la cola de caja para que no me separaran muchos clientes de ella —por fortuna sólo se coló uno en medio—, de otro modo podría perderla de vista a la salida. El tipo no era alto, no me la tapaba. Quedé muy cerca de ella, veía muy bien su nuca (por suerte no se volvió de pronto). Vi entonces el título del libro que había escogido, Lolita, excelente, pero a estas alturas me pareció un poco extraño y no buen regalo para su cuñada. Sólo cuando ya estaba pagando con prisa mi helado y mi vídeo me di cuenta de qué película estaba adquiriendo sin haberla elegido, era 101 dálmatas de dibujos animados, no me interesaba lo más mínimo pero ya no podía permitirme correr a cambiarla. Una vez en la calle, Luisa Téllez bajó por Lista en dirección a la Castellana, y antes de llegar a Serrano se metió por una bocacalle y entró en otra tienda de ropa con grandes vidrieras, si quería espiarla quedaba demasiado expuesto. Podía esperar en un bar cercano, pero prefería observarla, así que decidí pasar una vez y otra por delante de la tienda echando vistazos sin detenerme, como si en una película fuera alguien que entra y sale de campo atravesando la pantalla de un extremo a otro, así es como me vería ella si por azar se fijaba, la primera vez que me viera sería para ella la primera vez que yo estaría pasando casualmente por aquella calle céntrica, hay más raras coincidencias. El pavimento estaba un poco hundido en aquel tramo y se había formado un charco, cada vez que pasaba tenía que sortearlo, y cada vez que lo hacía aprovechaba el pequeño alto para mirar brevemente hacia el interior, Luisa hablaba con las dependientas ociosas y lo tocaba y examinaba todo, estaría indecisa. Cogió otra falda y una especie de camiseta elegante (que era elegante lo vi más tarde) y se fue al probador dejando de nuevo su bolso y su bolsa con compras, las mujeres esperaron bostezando a que saliera, de pie y cruzadas de brazos, no tenían más clientes aquella tarde inestable, iban vestidas con ropa de su propio negocio, de pronto me di cuenta de que era el famoso Armani, un emporio. Empezaba a cansarme de pasar por allí de un lado a otro (iba haciendo alguna pausa) cuando Luisa salió con la camiseta y la falda puestas, la falda era lo bastante corta y de color granate y le sentaba perfectamente, aún mejor que la suya. Salí rápidamente de campo y ahora esperé más de un minuto antes de pasar de nuevo, y al pasar por fin vi que Luisa hacía un doble movimiento: iniciaba el giro para volver al probador tras haberse mirado en un espejo y empezaba a quitarse, ya de camino, la camiseta elegante de color crudo. Llegué a verle el sostén, los brazos en alto con las mangas vueltas, vi sus axilas lisas y limpias. No pude evitar detenerme a mirarla y pisé de lleno el charco con el pie derecho, se me empapó el zapato, noté el agua en el calcetín y en la piel, una verdadera pena, de lo más desagradable. Cuando levanté la vista había desaparecido en el probador, pero ahora ya sabía seguro que la mujer que se había quitado una prenda y había mirado por la ventana de la alcoba de Marta la noche siguiente a la de mi visita era ella, la hermana, Luisa Téllez, quien tal vez me había visto desde arriba por tanto, mientras yo esperaba junto a mi taxi fingiendo que esperaba la bajada de alguien y pensando durante un segundo que aquella silueta podía ser Marta viva. Lo había pensado sabiendo que era imposible. La una tenía helados en casa y la otra los compraba ahora; la una tenía una camiseta acanalada de Armani que yo la ayudé a quitarse y la otra se la probaba ahora ante mis propios ojos. Seguía bajo el encantamiento, pensé, o el encantamiento iba en progreso. Pero quizá esta camiseta nueva era para la cuñada de parte de Téllez, suegro de dinero, lo habría acumulado durante el franquismo. Vi a Luisa pagar con una tarjeta de crédito (cada artículo en una bolsa) y me alejé unos pasos para seguirla en cuanto salió de la tienda: volvió a Ortega y Gasset o Lista y llegó hasta la Castellana, ese paseo que es como el río de la ciudad, larga franja divisoria con arbolados muelles pero demasiado recta, sin meandros ni agua, sólo asfalto, y los andenes o muelles no se elevan. Uno de esos árboles había sido derribado por la tormenta, truncado en su base y el suelo salpicado de astillas, la tormenta entrevista desde el restaurante tenía que haber sido en verdad violenta y con vientos huracanados, a menos que el árbol estuviera caído desde hacía días y aún no lo hubieran retirado, en Madrid nadie arregla los desperfectos inmediatamente, las ramas todavía no estaban podadas. Fuera como fuese, se había vencido hacia el paseo, no hacia la calzada siempre llena de coches —el río—, podía haber matado a algún transeúnte. No estábamos lejos de Hermanos Bécquer, esto es, de la esquina con la Castellana en que hacía más de dos años había recogido a Victoria y había vuelto a depositarla luego, bien entrada la noche, eso había pedido ella, que la dejara en el mismo sitio y así lo hice. Cuando ya habíamos vuelto a ocupar los asientos delanteros de mi coche en la calle Fortuny y antes de ponerlo en marcha dudé si proponerle ganarse unos billetes más e invitarla a mi casa hasta la mañana: si era Celia le daría apuro o melancolía, si era Victoria tendría que aceptar encantada, una noche entera de martes con el taxímetro funcionando, no debía de ser corriente sino una gran suerte. No se lo propuse, sin embargo, quizá una vez más para no tener certeza, quizá para no tener que recordar su figura en mi dormitorio, son más difíciles de ahuyentar los fantasmas que han estado en nuestras habitaciones.
‘¿Algo más?’, me dijo mientras yo dudaba. Era la pregunta que le hacen a uno en las tiendas.
‘¿Quieres tú algo más?’, le respondí yo, tentando la suerte.
‘Ah’, contestó ella con ligera sorpresa y revancha, ‘acuérdate de que yo estoy aquí para lo que tú me digas, eres tú quien manda’. Había cogido el impermeable del asiento de atrás pero no se lo había puesto, lo tenía cuidadosamente doblado sobre los muslos, como quien ya se prepara para marcharse. Yo no dije nada, y entonces ella sacó otro chicle del bolso y mientras lo desenvolvía añadió con un poco de guasa, mirando el diminuto rectángulo: ‘Acuérdate de que hasta podrías matarme’. Se permitía este comentario ahora porque estaba tranquila y no tenía ya ningún miedo, ella misma lo había dicho, ‘A los tíos se os ve a la primera por dónde vais’, a mí ya me había visto.
‘Qué mala sombra tienes’, contesté yo, y fue entonces cuando puse el motor en marcha como continuación de esa frase o quizá como punto. El ruido hizo que se encendiera de pronto la garita de la embajada alemana, pero fue un segundo, volvió a quedar en seguida a oscuras. Tal vez el vigilante ni había reparado en nuestra presencia, quizá dormitaba y la llave de contacto lo había despertado de algún mal sueño. ‘¿Dónde quieres que te deje?’.
‘Donde me encontraste’, contestó. ‘Para mí todavía no ha acabado la noche’, y se metió el chicle en la boca: fue esta vez fresa lo que se mezcló con los demás olores del coche, ahora los había nuevos y fuertes.
No contaba con lo último que había dicho, quiero decir que no se me había ocurrido pensar en tal cosa, y fue eso lo que me decidió a seguirla también a ella, o más bien a no irme del todo tras dejarla en su esquina que no le había traído mala suerte por el momento. Estábamos tan cerca que di un pequeño rodeo hasta volver a Hermanos Bécquer, para encajar ese pensamiento imprevisto y ganar tiempo. Antes de que se bajara le di otro billete, se lo puse en la mano, el dinero de mano a mano, algo infrecuente.
‘¿Esto por qué?’, me dijo.
‘Por el miedo que te di antes’, contesté.
‘Qué empeño, tampoco llegaste a dármelo’, dijo ella. ‘Pero vale de todas formas, gracias’. Abrió la portezuela y salió del coche y empezó a ponerse su impermeable antes de pisar la acera, su falda mínima estaba más arrugada, pero no manchada ni maltratada, no por mí al menos. Yo arranqué de prisa, cuando sólo tenía una manga puesta. Torcí a la derecha, ya sólo quedaba una de las otras dos putas en el portal de la Castellana, el suelo seguía húmedo y estaría helada.
Pero no regresé todavía a casa, sino que di la vuelta por la primera calle y aparqué en ella, junto al Dresdner Bank con su amplio jardín de césped y su pilón detrás de la verja, para mí el edificio sigue siendo el Colegio Alemán que estaba cerca del mío, ese jardín era el patio de tierra y en él vi jugar a veces a los chicos de mi edad durante su recreo con una mezcla de envidia y alivio por no ser ellos, así es como ven los niños siempre a los otros niños que desconocen. Enfrente de ese banco o colegio hay tres o cuatro locales arcaicamente frívolos donde repostan sin duda las putas de toda la zona cuando necesitan un trago o se les calan los huesos. Me acerqué a pie hasta la esquina siguiente a la que había vuelto a ocupar Celia o Victoria, la de más arriba, allí donde terminaba el primer tramo de cuesta de que hablé antes —el falso puente— y se iniciaba el segundo perpendicular a éste, la verdadera continuación de Hermanos Bécquer según la placa, en ese tramo del tramo había árboles con enredadera, los troncos cubiertos de hojas perennes e historiadas ramas a la altura de mi cabeza. Y desde allí miré escondido, la vi apoyar con cansancio y paciencia la espalda contra los muros de la compañía aseguradora, justo enfrente había otra, una construcción de vagas reminiscencias bíblicas, con una pretenciosa rampa que recordaba a las murallas de Jericó según las estampas y el cine, aunque yo no la veía desde mi puesto, tampoco veía bien a la puta, de una esquina a otra hay bastante distancia, de modo que descendí unos pasos por la misma calle en que aguardaba ella, ya General Oraa y no Hermanos Bécquer según la placa, arriesgándome a que me viera si volvía demasiado la vista a su izquierda, el lado del que venían los coches que como el mío podrían pararse y abrirle sus puertas para tragársela. Me quedé delante de un bar cerrado, Sunset Bar su nombre, mi gabardina era de color crudo y sería una mancha visible en la noche iluminada por faroles amarillentos. Estuve allí quieto durante bastantes minutos, pegado a la pared como Peter Lorre en la película M, el vampiro de Dusseldorf, también la he visto. El tráfico era aún más escaso que cuando yo había pasado, y me descubrí de pronto con la esperanza de que ya no pasara nadie, con el deseo de que no la recogiera nadie y así resultara que había acabado su noche en contra de lo que ella pensaba y me había anunciado. Era normal desearlo si no estaba seguro del todo de que no fuera Celia, pero pegado a la pared me di cuenta de que también deseaba eso aunque fuera Victoria y acabara de conocerla y ya no fuera a volver a verla, nunca más volver a verla. Qué extraño contacto ese contacto íntimo, qué fuertes vínculos inexistentes crea al instante, aunque luego se difuminen y desaten y olviden, a veces cuesta recordar que los hubo una noche, o dos, o más, cuesta al cabo del tiempo. Pero no inmediatamente después de establecerlos por vez primera, parecen marcas a fuego entonces, cuando todo está fresco y aún se lleva pintada en los ojos la cara del otro y se respira su olor, del que se convierte uno durante un rato en depositario, es lo que queda después de las despedidas, adiós ardor y adiós agravios. Adiós recuerdos. Yo aún olía al olor de Victoria o Celia que no era el mismo que el de Celia cuando sólo podía ser ella sola y vivía conmigo, de pronto pensé que era absurdo que no fuera a volver a verla o que ella se subiera a otro coche, aunque su trabajo consistiera en eso y yo no quisiera mantener en realidad más trato, si era Celia ya había dejado de mantenerlo por mi propia voluntad y a duras penas, la había rehuido hasta que se había resignado o cansado, o quizá buscaba sólo recuperar energías y permitirme echar su insistencia en falta, un aplazamiento. Dio tres o cuatro pasos hacia la calzada arrastrando los tacones, por suerte para mí más hacia la Castellana que hacia General Oraa o Hermanos Bécquer donde yo acechaba, de otro modo me habría visto —yo creo—, ahora pasaba más tráfico por el lateral de la Castellana y era posible que la última puta del portal hubiera encontrado cliente mientras yo aparcaba y daba la vuelta y por tanto Victoria no le estuviera pisando el terreno a nadie si se asomaba a ese lado. Pasaron por el andén o paseo arbolado dos tipos con aspecto patibulario que le dijeron algo, no oí bien, una salvajada, oí que ella les contestaba con arrestos y ellos aminoraron el paso como para encararse, pensé que tal vez tendría que intervenir y a la postre ser útil y defenderla —el vampiro benéfico—, volver a tener trato con ella a pesar de todo y en contra de lo previsto, tenerlo al menos aquella noche, uno no puede dejar de tomar parte a veces en lo que sucede ante sus propios ojos, intentar parar una navaja empuñada que va a clavarse en un vientre si la ve venir, por ejemplo, o empujar a alguien para que no le siegue la cabeza un árbol tronchado por el vendaval si lo ve abatirse, por ejemplo. ‘¡Chocho flojo, chocho pringoso!’, le gritaron ellos a ella. ‘¡Anda, iros a mamarla!’, les gritó ella a ellos, y todo quedó en eso, los tipos no llegaron a detenerse, siguieron su vacilante camino esgrimiendo dedos y ahuecándose las cazadoras de cuero, salieron de campo.
Y fue sólo dos minutos después cuando se paró aquel coche junto a Celia o Victoria, se arrimó como yo había arrimado el mío, sólo que no venía de Hermanos Bécquer sino de la Castellana, también era un Golf, de color rojo, al parecer somos sus dueños los más solitarios y trasnochadores. Ella me daba la espalda ahora, de modo que me atreví a acercarme unos pasos más, dejé atrás los toldos del Sunset Bar y quedé más expuesto aunque siempre adherido al muro como una lagartija, quería ver y quería oír, se me ocurrió que con suerte podrían no llegar a un acuerdo, aquel tipo podía ser un tacaño o bien darle mala espina a Victoria por algún motivo. Ella se aproximó hasta el borde de la acera, pensé que él le abriría la puerta derecha y yo no lo vería nunca por tanto, sin embargo lo vi, porque la que abrió fue la suya y salió del coche para hablar con ella desde allí, por encima del techo, la mano izquierda apoyada en la portezuela entornada. Aunque a ella la veía de espaldas reconocí el mortecino gesto de la tentación retirando el impermeable con las manos en los bolsillos para mostrar más el cuerpo con el que yo acababa de tener ese extraño contacto íntimo que crea la inmediata ilusión de un vínculo, aun a través de una goma. Me quité la gabardina para resultar menos visible si al hombre se le ocurría mirar hacia donde yo estaba y me individualizaba en la noche; me la eché al brazo, noté el fresco. ‘¿Qué me cobras por un cuartito de hora? Llevo prisa’, oí que le decía a Victoria con el coche por medio. No oí la respuesta de ella, pero fue razonable, porque lo siguiente que vi fue el gesto de él con la cabeza, un gesto que le decía ‘Adentro’ sin titubeo ni miramiento. El hombre se metió de nuevo en el coche y también Celia, abrió la puerta derecha ella misma y salieron zumbando, salieron de campo, el tipo tenía prisa. Era un hombre de mi edad de ahora, rubio y con considerables entradas, me pareció que no tenía mala pinta, más o menos bien vestido y sin signos de ebriedad o desesperación o malevolencia, se me antojó que podía ser un médico, quizá sabía que conciliaría antes y mejor el sueño si se iba a la cama tras echar un polvo o tras una mamada rápida con el volante a mano, algo higiénico tras ocho horas de guardia en una clínica llena de enfermeras cansadas con blanquecinas medias y grumos en las costuras. Y entonces sentí una punzada al quedarme allí solo como el asesino y fugitivo M, todas las putas se habían ido y una de ellas me iba a hacer sujeto del abolido verbo ge-licgan aunque yo no quisiera, o partícipe del olvidado sustantivo ge-for-liger mientras estaba solo, o me iba a convertir para siempre en ficticio ge-brÿd-guma de aquel individuo sin mi consentimiento —pero cómo puede haber consentimiento—, me haría conyacer e incurrir en cofornicación y ser connovio de aquel imaginado médico que había visto un momento de lejos y que a diferencia de mí llevaba prisa —con él tampoco tendría trato—. En aquel instante o durante el próximo cuarto de hora se me estaría creando un parentesco anglosajón no deseado y póstumo por su carácter, cuyos alcance y sentido exactos ignoraría puesto que no lo contiene ni denomina mi lengua y contra el que no podía hacer nada; y una cosa es saberlo y otra es verlo con los propios ojos o ver los preparativos, una cosa es imaginar el tiempo en que ocurren los hechos que nos desagradan o duelen o desesperan y otra poder decirnos con certidumbre: ‘listo está teniendo lugar ahora, mientras yo estoy aquí solo y parado y pegado al muro sin saber reaccionar en mitad de la noche llena de hojas aplastadas y húmedas, mientras vuelvo pisándolas a mi coche aparcado junto al Dresdner Bank o Colegio Alemán de mi infancia y me monto en él y lo pongo en marcha, hace unos minutos estaba también dentro de él en la calle Fortuny acompañado de Victoria o Celia, manteniendo ese extraño contacto íntimo en el asiento de atrás o hablando antes con ella en los delanteros sin atreverme a tener la certeza que ahora creo tener por celos, intentando no reconocer a quien reconocía y a la vez no queriendo tomar por mi propia mujer dejada a una puta desconocida. Ahora en cambio tengo una certeza a la que no afectan la identidad ni el nombre, sé que esa mujer está en otro coche y que su cuerpo está en otras manos, las manos que van a todas partes sin titubeo ni escrúpulo, las manos que aprietan o acarician o indagan y también golpean (oh, fue sin querer, involuntariamente, no se me debe tener en cuenta), gestos maquinales a veces de la mano experta y tibia del médico que va tanteando todo un cuerpo que aún no sabe si le complace’. Y mientras conducía por las mismas calles que había recorrido antes con ella intentando ver el Golf rojo aparcado —la propia Fortuny y Marqués de Riscal y Monte Esquinza y Jenner y Fernando el Santo, en todas ni rastro—, pensé también con horror y amortiguada esperanza que ni siquiera de esto podía tener certeza puesto que a esto no asistía: tal vez no llegaran a tener lugar aquel polvo ni aquella mamada con el volante a mano si aquel hombre o médico tenía dedos torpes y duros igual que teclas y decidía emplearlos antes de ningún contacto contra el cuello o los pómulos o las sienes de Victoria o Celia, sus pobres sienes, para acabar arrojándola inerte contra el asfalto y la hojarasca húmeda. Y mientras me daba por vencido y volvía ya por fin a mi casa —ya transcurrido el cuarto de hora, aunque ese cuarto de hora fuera una manera de hablar tan sólo y quizá todavía siguieran los dos en el Golf color rojo o el médico hubiera decidido invitarla a su casa hasta la mañana, yo no había querido posibilitar ese recuerdo o fantasma en mi alcoba y ahora estaba sufriendo por ello—, pensé que en los días siguientes tendría que leer los periódicos con atención y con el alma en un hilo, buscando y temiendo encontrar una noticia que acaso me dejaría viudo si Victoria era Celia y me haría lamentarme de mis temores hasta el fin de mis días si Victoria era Victoria. El coche olía a ella y yo olía a ella.
Llegué a casa en un estado de excitación extrema, nada me haría ahora conciliar el sueño, también podía haberme marchado tras dejar a la puta en su esquina y así sólo habría conjeturado, una distracción, un pasatiempo, conjeturar es sólo un juego mientras que haber visto es serio y a veces un drama, no hay la consolación de la incertidumbre en ello hasta que no pasa el tiempo. Pero me había visto a mí mismo con la mujer en mi coche y eso me bastaba para verla también ahora con el médico conyacente, o cofollador es más propio, quizá él sí tuviera que darle miedo. Puse la televisión como la puse dos años y medio después en Conde de la Cimera sin saber qué hacer mientras una mujer agonizaba a mi lado y yo no daba mucho crédito ni me preocupaba excesivamente, bien es verdad que tampoco ella podía dar crédito; y como la puso Solus en su palacio esa misma noche en que padeció de insomnio y se salió de su dormitorio para no molestar y llamar así al sueño ante una pantalla, en mi caso es un gesto normal cuando llego a casa por la noche tarde, supongo que es un gesto normal de los que vivimos solos y además somos nadie, miramos qué ha ocurrido en el mundo durante nuestra ausencia, como si no estuviéramos siempre nosotros ausentes del mundo. Ya era muy tarde y sólo un par de canales seguían emitiendo, y lo primero que vi en uno de ellos fue a un caballero con armadura que encomendaba su alma a Dios de rodillas ante una tienda de campaña, se trataba indudablemente de una película y era en color y desde luego no nueva, los mejores programas siempre de madrugada, cuando casi nadie puede verlos. Inmediatamente cambió la escena, y entonces se vio a otro hombre acostado y vestido, un rey, pensé al ver las mangas de su camisa con muchos volantes, un rey que padecía insomnio o acaso dormía con los ojos abiertos, estaba asimismo en una tienda de campaña, aunque echado boca arriba en una verdadera cama con su almohada y sus sábanas, no recuerdo mucho pero recuerdo eso. Y entonces se le fueron apareciendo uno tras otro fantasmas sobreimpresionados en un paisaje, tal vez el campo de una futura o inminente batalla: un hombre, dos niños, otro hombre, una mujer y otro hombre por último que agitaba los puños en alto y sólo gritaba como quien clama venganza, todos los demás en cambio con rostros dolientes y desolados, los cabellos emblanquecidos y palabras amargas pronunciadas por sus pálidos labios que parecían estar leyendo en voz baja más que diciendo, no siempre pueden hablarnos sin dificultades los que ya son fantasmas. Aquel rey estaba haunted o bajo encantamiento, o más exactamente estaba siendo kaunted o hanté aquella noche por sus allegados que le reprochaban sus propias muertes y le deseaban desgracias para la batalla del día siguiente, le decían cosas horribles con las voces tristes de quienes han sido traicionados o muertos por aquel que amaban: ‘Mañana en la batalla piensa en mí’, le decían los hombres y la mujer y los niños, uno tras otro, ‘y caiga tu espada sin filo: desespera y muere’. ‘Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla: caiga tu lanza’. ‘Piensa en mí cuando fui mortal: desespera y muere’, le repetían uno tras otro, los niños y la mujer y los hombres. Recuerdo bien todas esas palabras, y sobre todo las que le decía la mujer, la última en dirigírsele, su mujer fantasma por cuyas mejillas corrían lágrimas: ‘Esa desdichada Ana, tu mujer’, le decía, ‘que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones. Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere’. Y ese rey se incorporaba o despertaba aterrado chillando tras estas visiones de la noche horrenda y yo también me espanté al verlas y al oír su aullido desde la pantalla; sentí un escalofrío —es la fuerza de la representación, supongo— y cambié de canal con el mando a distancia, me fui al segundo que aún emitía y en él había otra película antigua, esta era en blanco y negro y de aviones, Spitfires supermarinos y Stukas y Hurricanes y Messerschmitts 109 y también algún Lancaster, el nombre de la dinastía de los dos Enriques; la Batalla de Inglaterra tal vez, de eso trataba, la que permitió a Winston Churchill una de sus frases más célebres: ‘Nunca en el campo del conflicto humano tantos debieron tanto a tan pocos’, se cita siempre abreviada, como también aquella de ‘sangre, sudor y lágrimas’, de la que se omite la palabra ‘esfuerzo’. Stukas y Junkers bombardearon Madrid durante nuestra guerra, sobre todo estos últimos, la población los llamaba ‘pavas’ por lo lento que se acercaban con sus cargas devastadoras por este mismo cielo que veía desde mi ventana, los cazas republicanos eran ‘ratas’ en cambio, veloces Migs rusos y viejos Curtiss americanos. Me sentí más cómodo en ese mundo no sobrenatural de combates aéreos y más cercano en el tiempo, aquellos otros personajes con armadura y volantes del canal primero tendrían sin duda más próxima la utilización del verbo ge-licgan o los sustantivos ge-for-liger y ge-bryd-guma en los que me había obligado a pensar esa noche y que quizá me hubiera inventado, no más próximo lo que significaban: no quería verlos, quienes quiera que fuesen, prefería permanecer en mi siglo y en una muerte bélica, aunque quizá en el otro canal se estuviera ya librando otra batalla y las nuevas muertes también fuesen bélicas y no asesinatos de hombres y una mujer y niños. Estuve viendo los aviones mientras dudaba, pero mientras los veía se me quedaron en la cabeza resonando y flotando las maldiciones de los fantasmas de aquella escena de insomnio o turbulento sueño, y por eso pensé o más bien me acordé de ellas mucho tiempo más tarde, cuando en la habitación del niño de Marta Téllez choqué en la oscuridad con algo y vi colgando del techo los aviones de miniatura que seguramente habían pertenecido a su padre, más y mejores que los que yo tuve nunca en mi infancia, los aviones pendientes de hilos que cada noche se preparaban perezosamente para un cansino combate nocturno, diminuto, fantasmal e imposible que nunca tenía lugar o lo tenía siempre en mi insomnio y mis turbulentos sueños.
Lo que ocurrió esas dos noches lo tengo grabado, todo ha dejado rastro.
Dudaba si llamar a Celia, eran altas horas y si estaba en casa lo más probable era que durmiera, hacía cuatro o cinco meses que no sabía de ella más que indirectamente y ojalá no hubiera sabido nada, yo no la llamaba y ella a mí ya tampoco, no podría explicar la quiebra de mi actitud y el repentino impulso sin contarle cuanto me había ocurrido, sin decirle que la razón de mi intempestiva llamada era que creía haber estado con ella hasta poco antes, haberle abierto la puerta del coche y haberle dado dinero en la calle, habérmela llevado a un rincón solitario para que se lo ganase: decirle que creía haber follado con ella, me tomaría por loco si respondía. Y sin embargo es difícil resistirse a llamar por teléfono cuando se ha considerado hacerlo, como conseguir un número siempre tienta a hacer uso de él al instante, aquel había sido el mío no hacía tanto. Eran más de las tres y los Spitfires encañonados y perseguidos por Messerschmitts volaban por la pantalla cuando descolgué y marqué, sin permitirme ya más vacilaciones. Si respondía Celia sabría al menos que ella no era Victoria y que no estaba en peligro, no le habría dado tiempo a zafarse de la mano del médico y regresar a casa, y además su noche aún podía no haber acabado; pero si no respondía sería peor, mi inquietud crecería y lo haría por dos motivos o dos temores: que en verdad fuese Celia Victoria y que le hubiese ocurrido algo malo, algo tan malo que un día tuviera que aparecerse en mi insomnio o mis sueños para decirme lo que ya sólo en ellos podría decirme: ‘Esa desdichada Celia, tu mujer, que nunca durmió una hora tranquila contigo, llena ahora tu sueño de perturbaciones’. O lo llena de encantamientos y maldiciones por haberla dejado marchar de mi vida y también de aquella noche, esta noche en que pude traérmela a casa bajo otro nombre y así salvarla. Llamar era un error, por tanto, y aun así lo hice: sonó el primer timbrazo, un segundo y también un tercero, aún no era demasiado tarde para colgar y quedarme en la duda. Saltó el contestador y oí su voz grabada: ‘Hola, este es el 5496001. Ahora no estoy en casa, pero si quieres dejar un mensaje hazlo después de oír la señal. Gracias’. Tuteaba a quien llamase, cosa propia de jóvenes, ella lo era, como Victoria. Oí dos o tres pitidos breves de llamadas previas acumuladas y luego la señal larga, y decidí hablar por miedo, a diferencia de aquella otra vez en que había marcado mi antiguo número mientras me desvestía sentado a los pies de la cama, una noche melancólica o abatida. ‘Celia’, dije, ‘¿estás ahí?’, los contestadores mienten muy a menudo. ‘Soy yo, Víctor, ¿no estás ahí? Quizá estás dormida y con el sonido del teléfono bajo, no sé’, estaba diciendo lo que deseaba que fuera el caso cuando se cumplió ese deseo y la voz no grabada de Celia me interrumpió, estaba en casa y había descolgado al oírme, luego no era Victoria y aún no, aún no, pensé en seguida, aún no porque estaba viva. ‘Víctor, ¿pero tú tienes idea de qué hora es?’, dijo. ‘Aún no’, pensé, como aún no había llegado la hora del piloto de aquel Spitfire supermarino MK XII que aún veía el mundo desde lo alto y huía. Su voz sonaba despierta, yo conozco su voz dormida como recuerdo su rostro sin maquillaje y dormido, la pregunta parecía más un reproche formal que verdadero, no la había arrancado del sueño, era seguro. ‘¿Qué pasa?’, añadió. Yo no había preparado un pretexto verosímil, cómo podía prepararlo si no lo había, y el estado de excitación me tenía aturdido, así que dije para ganar tiempo: ‘Hay una cosa de la que quiero hablar contigo. ¿Puedo ir a verte un momento?’ ‘¿Ahora?’, contestó ella. ‘¿Estás loco? ¿Pero tú sabes la hora que es?’ ‘Sí, lo sé’, dije, ‘pero es urgente. No estabas dormida, ¿verdad? No suenas dormida’. Hubo un breve silencio, y antes de contestar dijo: ‘Espera un segundo’, podía ser el segundo necesario para alcanzar un cenicero si había encendido un cigarrillo, aunque no oí el mechero, que suele oírse a través del teléfono, a veces se oyen hasta las caladas de los que fumamos. ‘No, no estaba dormida, pero no puedes venir ahora’. ‘¿Por qué? No será mucho rato, te lo aseguro’. Celia volvió a callar un instante, le oí un suspiro de exasperación. ‘Víctor’, dijo, y ya supe entonces, pues nunca nos conceden lo que pedimos cuando nos llaman por nuestro nombre, ‘pero tú te das cuenta. Hace meses que no quieres saber de mí, hace meses que no nos vemos ni hablamos, y de pronto me llamas a las tres y media de la madrugada y pretendes que te reciba. Pero tú qué te crees’. Ese tipo de frase siempre desarma, ‘pero tú qué te crees’, tenía razón, no dije nada, aunque aún no eran y media, miré el reloj y entonces ella añadió gratuitamente, lo hizo por joder sin duda porque yo ya no iba a insistir, no hacía falta decírmelo: ‘Además, no puedes venir ahora porque no estoy sola’. ‘Ah, no’, dije yo como un bobo. Celia dejó que la frase surtiera su efecto, no es lo mismo imaginar lo que antes o después ocurre que saberlo cuando está ocurriendo; luego habló de nuevo, con más simpatía: ‘Llámame mañana a última hora de la mañana y hablamos de lo que sea. Si quieres quedamos a comer. ¿Eh? ¿De acuerdo? Me llamas mañana’. Ahora fui yo quien dijo por joder lo que dije: ‘Mañana seguramente será demasiado tarde’. Y colgué sin despedirme. Me quedé apaciguado un momento, vi a un piloto con bigotito que elevaba la mirada al cielo y decía: ‘¡Mitch! ¡No pueden con los Spitfires, Mitch! No pueden con ellos’, me pareció David Niven y le hablaba a algún muerto; luego los aviones se encaminaron hacia un sol atravesado de nubes y apareció escrita la sentencia de Churchill, la batalla terminaba y cambié de canal de nuevo, con curiosidad repentina o prisa por saber ahora qué batalla y película era la otra, en color y de época y con fantasmas y reyes, pero me encontré con que también había acabado, no podría saberlo. En su lugar unas niñas raquíticas hacían gimnasia enrolladas a unas cintas danzantes, los comentarios corrían a cargo de unas exigentes lesbianas a las que todo parecía malo. Las miré y escuché unos minutos (miré a las niñas y escuché a las lesbianas) y volví al canal de los combates aéreos, me quedé horrorizado: allí había dado comienzo una retransmisión religiosa (no me sé el santoral, ignoro el motivo) y unos fieles feísimos cantaban a voz en cuello en una iglesia El Señor es mi pastor y otras baladas pontificias. Apagué el aparato y busqué el periódico para mirar en la programación de qué dos películas había visto fragmentos, pero la asistenta me lo había tirado, había venido ese día en mi ausencia y me lo tira todo antes de tiempo como le hacen al Solitario en Palacio y así lo malquistan, según descubrí mucho más tarde. Y fue entonces cuando mi breve apaciguamiento tocó a su fin, no duró nada porque mi cabeza casi nunca descansa y sin cesar concibe y maquina: ‘Si Victoria no era Celia y Celia está acompañada’, pensé, ‘también Celia y no sólo Victoria me está haciendo sujeto del verbo y objeto del parentesco antiguo, y yo a mi vez la he hecho a ella conyacente esta noche de la puta Victoria que tanto se le parece, lo mismo regirán el verbo o los sustantivos para las mujeres’. Y supongo que fue la sensación de estar siendo doble sujeto o doble ge-bryd-guma al mismo tiempo —una sensación desasosegante— lo que me hizo pensar más lejos, y este pensamiento nuevo fue peor todavía y barrió de golpe el efecto parcialmente tranquilizador de mi llamada, tranquilizador tan sólo respecto a mis dos temores: Celia había cogido el teléfono y estaba en casa, pero antes de que yo empezara a dejar mi mensaje en el contestador habían sonado dos o tres pitidos que indicaban llamadas previas acumuladas, luego era probable que cuando me lo cogió Celia acabara de entrar por la puerta con su acompañante y aún no le hubiera dado ni siquiera tiempo a escuchar esos recados previos. Volvía a ser posible por tanto que Celia fuera Victoria y que ella y el médico hubieran decidido ir a casa de ella —un hombre casado— y hubieran llegado en ese mismo instante, poco después que yo a la mía, quizá tras dar una vuelta por la ciudad sin tráfico o tras el rápido alto en una calle recogida, abandonadas las prisas del hombre. Y si eso era así, si el acompañante o médico estaba ahora con ella, en ese caso no había pasado el peligro y era aún no para Celia y para Victoria, aún no, aún no, pero quién sabía mañana o dentro de un rato, ‘los que me conocen callan, y al callar no me defienden’. Ya no podía volver a llamarla porque todo era posible y ese es el precio de la incertidumbre, habría sido ridículo y me habría ganado su enfurecimiento y sus improperios. Estaba en un estado en que no tenía sentido intentar dormir, tenía que dejar pasar tiempo, al menos el tiempo de un polvo o eran dos simultáneos, más o menos el mismo tiempo, en realidad no duran tanto, media hora, una hora con los preámbulos, con una puta menos, no hay preámbulos, tal vez más con una amada, más aún con alguien nuevo o la vez primera, todo se prolongó demasiado con Marta Téllez, por eso no llegué a establecer el parentesco o vínculo con Deán ni con aquel Vicente grosero y despótico, con ellos en realidad no lo tengo, yo creo, aunque sí la sensación explicable de haberlo adquirido esa noche, no fue por nuestra voluntad si no lo adquirí ni lo tengo ni lo tendré ya nunca por suerte, no por la voluntad de Marta ni por la mía.
Decidí salir de nuevo a la calle y dar un paseo andando, caminar un rato para distraer la mente y cansar el cuerpo y por lo menos no estar yo en una alcoba mientras los demás lo estaban, dos o cuatro. La ciudad no está nunca vacía, pero ya a aquellas horas de la noche húmeda eran contados los que pasaban, dos o tres individuos que parecían recién salidos de la penitenciaría, los tipos de la manga riega que se hablan a voces como si nadie durmiera y malgastan el agua, todo seguía mojado y podía volver a descargar tormenta, según el cielo; alguna anciana andrajosa e itinerante, un grupito de mujeres y hombres alborotados que vendrían de alguna celebración en una sala de fiestas o discoteca, una despedida de soltero, un premio de la lotería, un aniversario. Me alejé bastante, fui hacia el oeste, no me gusta esa zona, en la calle de la Princesa y luego en Quintana oí unos pasos tras de mí, los oí durante tres manzanas de dos calles distintas, demasiado tiempo y espacio para no preguntarme, quienquiera que fuese estaría viendo mi nuca y quizá me seguía para asaltarme en la sombra, aquella era una noche de aprensiones y miedos, pero nada sucedería mientras siguiera oyéndolos sin apresurarse, no quería correr, así que al comienzo de la cuarta manzana les di la oportunidad de que me adelantaran si eran de alguien inofensivo que no podía ir más de prisa, me paré a mirar el escaparate de una librería, saqué las gafas y me las puse y aproveché para espiar con el rabillo del ojo y esperar su llegada en guardia, oí los envenenados pasos que se acercaban y era aún no, aún no y siguió siéndolo: pasaron de largo, y ya sin disimulo —era yo ahora quien veía su nuca— contemplé la figura que se alejaba, un hombre de mediana edad, según los andares y el tipo de abrigo de piel de camello, no supe ver más en la noche, me alisé la gabardina, guardé mis gafas. Continué por el sudoeste, Rosales, Bailen, me gusta más eso, en Rosales estuvo el Cuartel de la Montaña donde se combatió ferozmente al tercer día de nuestra guerra, hace ya tantos años, ahora hay allí un templo egipcio. Y fue a la altura de la Plaza de Oriente donde vi dos caballos que avanzaban en la dirección contraria a la mía, pegados a la acera lo más posible para no incomodar a los pocos coches que aparecieran. Eran dos caballos y un solo jinete, o caballo y yegua, el hombre con sus botas altas montaba al de color canela, la otra jaspeada iba a su misma altura también ensillada, si acaso se retrasaba medio cuerpo en algunos momentos, iban al paso y se los veía flemáticos, caballos andaluces de silla, resonaban los ocho cascos sobre el pavimento brillante, un sonido antiguo, cascos en la ciudad, algo insólito en estos tiempos soberbios que han expulsado a los acompañantes del hombre a lo largo de su historia entera, todavía durante mi infancia no era raro oírlos, tirando de las carretas de los traperos o de los carromatos de algunos repartidores artesanales, con policías montados con sus largos abrigos siniestros que parecían rusos y sus alargadas porras flexibles, o llevando a algún jinete adinerado que volvía de su picadero. Los animales eran algo corriente, también para las gentes de la ciudad, y hasta recuerdo haber visto vacas hacinadas en sótanos, las veía desde mi altura de niño a través de las enrejadas ventanas pegadas al suelo de las vaquerías, llamadas así propiamente entonces, despidiendo su olor penetrante, olor a vaca y olor a caballo y a mula y a burro, un olor familiar el olor de sus excrementos. Por eso sentí tanta extrañeza a la altura de la Plaza de Oriente frente al Palacio Real en el que no vive nadie cuando vi a los caballos enormes, sentí una especie de sensación maravillada pese a que algunos domingos yo voy al hipódromo, pero no es lo mismo ver a los caballos desfilar por el paddock y luego correr por la pista como espectáculo que encontrárselos en medio de la ciudad y sobre el asfalto, junto a la acera por la que uno pasa, unos animales gigantes, lustrosos y ya incomprensibles, de cuellos anchísimos y musculosos troncos y extremidades, son bestias de memoria larga que desarrollan hábitos de erradicación difícil, saben encontrar el camino de vuelta a casa cuando se han extraviado sus amos y poseen un instinto infalible para discernir al amigo del enemigo, sea cercano o esté en la distancia, ellos nunca confundirían los pasos inofensivos con los envenenados pasos, detectan el peligro cuando no ha aparecido y nosotros aún ni lo imaginamos. Era demasiado tarde para que aquellos caballos estuvieran en la calle junto a la Plaza de Oriente, es cierto que alguna otra vez, hacía años, había visto pasar así alguno de noche o de día por aquella zona, pero no de madrugada —o tal vez era yo quien no estaba en la calle Bailen a altas horas—, quizá eran cabalgaduras del Palacio Real y pertenecientes al rey por tanto aunque él no viva en ese edificio, o podían ser del Palacio de Liria que está muy cerca, caballos aristocráticos en todo caso. Los vi pasar admirado, allí estaban tan altos e inmemoriales, un caballo montado y una yegua sin jinete en la noche, se oyó un trueno lejano y se alarmó la yegua, no así el caballo, ella hizo un amago de encabritarse, se puso casi de pie un instante como si fuera un monstruo, las dos patas delanteras alzadas como para caer sobre mí y golpearme la cabeza con sus cascos fantásticos y desplomar el peso de su cuerpo inmenso, una muerte horrible, una muerte ridícula. La amenaza no duró nada, el jinete la aplacó en seguida, con una sola voz y un solo movimiento. Una yegua en la noche, eso es lo que muchos creen, hasta los propios ingleses, que significa su palabra night-mare, cuya traducción correcta es ‘pesadilla’ pero que literalmente parece querer decir ‘yegua de la noche o nocturna’ y no es así sin embargo, también eso lo estudié de joven, y el nombre mare tiene dos orígenes según vaya solo o con la palabra ‘noche’, cuando se refiere a la yegua viene del anglosajón mere, que significaba eso mismo, y en la pesadilla la procedencia es en cambio mará si mal no recuerdo, que significaba ‘íncubo’, el espíritu maligno o demonio o duende que se sentaba o yacía sobre el durmiente aplastándole el pecho y causándole la opresión de la pesadilla, comerciando a veces carnalmente con él o ella aunque si es con él el espíritu es femenino y se llama súcubo y está debajo, y si es con ella es masculino y entonces sí es íncubo y se pone encima: pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho que te lleve a la ruina, la vergüenza y la muerte, quizá la banshee que anunciaba con sus gemidos y gritos y cánticos la muerte en Irlanda había pertenecido a ese género, en mi caminata había visto a alguna vieja harapienta y errante, tal vez una banshee que aún no sabía a qué hogar dirigirse esa noche para entonar su lamento, tal vez se encaminaría hacia el que fue una vez mío, yo ya no vivía allí y estaba por tanto a salvo, pero no lo estaba Celia porque aquella seguía siendo su casa y ahora no estaba allí sola, me había dicho, sino que comerciaba allí carnalmente. Pensé todo esto muy rápido mientras ya se alejaban el caballo y la yegua dejando la estela de su olor penetrante y llevándose su ruido de infancia hasta quién sabe cuándo, la superstición es sólo una forma como otra cualquiera de pensamiento, una forma que acentúa y regula las asociaciones, una exacerbación, una enfermedad, pero en realidad todo pensamiento está enfermo, por eso nadie piensa nunca demasiado o casi todos procuran no hacerlo.
Salí a la calzada tratando de avistar un taxi en cualquiera de los dos sentidos, crucé la calle y volví a cruzarla, pasaron dos coches y luego un taxi libre que paré con apremio, tuve suerte, le dije mi antigua dirección al taxista, hacía mucho tiempo que no iba ni pedía que me llevaran allí, había sido algo consuetudinario durante tres años, y cuando me encontré ante el portal por el que entré tantas noches y salí tantos días durante esos años me di cuenta de que aún conservaba y tenía conmigo las llaves en mi llavero —eché mano a él, hay hábitos de erradicación difícil—. Podía entrar si no habían cambiado las cerraduras, podía abrir y subir en el ascensor conocido hasta el cuarto piso e incluso allí abrir la puerta de la derecha y comprobar con mis propios ojos que nada malo ocurría esa noche ni había rondado ninguna banshee, que Celia Ruiz Comendador seguía viva y estaba a salvo en su cama, acompañada o sola —quizá Deán no habría querido saber otra cosa, de haber sospechado desde su distancia en Londres—; había pasado hora y media desde que me había echado a la calle, el tiempo de un polvo y también de dos si había mucha impaciencia, aquello era lo que los autores clásicos llamaban el conticinio, un latinajo, la hora de la noche en que todo guarda silencio de mutuo acuerdo —el prefijo ‘con-’, allí estaba—, aunque esa hora en Madrid no exista, quizá había estado acompañada Celia y ahora estaba ya sola, tal vez el médico o quienquiera que fuese —el íncubo— se había ido ya tras el polvo, los espíritus masculinos no solemos quedarnos a ver nuestro efecto. Y si no se había ido yo saldría por fin de dudas respecto a Celia y Victoria, vería al hombre y vería si era un sujeto rubio con considerables entradas o bien no, si era otro, un novio y en todo caso un connovio, cualquiera de los dos se llevaría un susto de muerte: el que aún entonces era marido irrumpiendo con su propia llave en mitad de la noche, sorprendiéndolo en la cama con la que era aún su mujer burocráticamente, durante unos instantes temería el amante o cliente una escena de sainete o tragedia, tapándose con las sábanas miraría hacia el bolsillo de mi gabardina para ver si sacaba la mano armada, una muerte más ridícula que horrible. Era tentador intentarlo, por tantas razones, serias y frívolas. Miré desde la otra acera hacia arriba, hacia las que sabía que eran las ventanas del piso, mis propias ventanas hasta hacía no tanto, la del dormitorio, las del salón, una de las cuales era en realidad una puerta que se abría a la gran terraza, habíamos cenado en la terraza a menudo en verano, durante tres veranos de matrimonio. Estaba todo a oscuras, tal vez Celia había hecho cambios desde mi marcha y había trasladado la alcoba a la parte de atrás, que daba a patio. Nada indicaba que hubiera vida en la casa, era una casa de dormidos o muertos, todos quietos, no se veía ninguna figura quitándose ni poniéndose ninguna prenda. Dudé, oí no muy lejos ruido de cristales y voces acuciantes y ahogadas, se estaría cometiendo un robo en alguna tienda, a los pocos segundos sonó la alarma, lo cual no impidió que los cristales siguieran cayendo o los ladrones desvalijando, ya se sabe que en Madrid las alarmas se disparan solas y nadie les hace caso, son inútiles, debía de ocurrir a unas cuantas manzanas. La sirena calló y la sustituyó otro trueno, esta vez tan cercano que inmediatamente empezó a llover, gruesas gotas sobre la hojarasca y el suelo húmedos, sobre el barro como sangre a medio secar o cabello negro y pegado, no había nadie más que yo en la calle para buscar refugio, los ladrones más lejos y habrían acabado el trabajo, crucé y me cobijé bajo el portal de la casa, y al estar allí ya no pude evitar probar con mi antigua llave, que no encontró resistencia. Y entonces no hace falta pensar para dar los pasos que uno ha dado mil veces, se dan solos o los da uno mecánicamente, el ascensor, siempre estaba arriba, nunca en el bajo, alguien llegaba siempre después de que hubiera salido el último de los que salían, alguien noctámbulo o yo mismo y Celia, ella era tan joven y le gustaba salir de noche, entrábamos y salíamos juntos, un verdadero matrimonio. Ahora yo subía solo y con efervescencia, con el corazón en un puño y a la vez divertido, lo subrepticio divierte y angustia, y cuando introduje la llave en la cerradura de la puerta de entrada lo hice con mucho tiento para evitar cualquier ruido, como un burglar o ladrón de edificios que trepa y se cuela, es lo que era en aquel instante aunque no fuera a llevarme nada, o iba a llevarme conocimiento y a tranquilizar mi espíritu con ese conocimiento de que estaba viva y ella era sólo ella. Pero y si no lo estaba, y si no lo era. Si no lo estaba no tendría por qué moverme tan de puntillas, más bien al contrario, tendría que encender las luces y llevarme las manos a la cabeza y gritar de dolor y arrepentimiento, tratar de hacerla revivir con mis besos y desesperarme, avisar a un médico y a los vecinos, llamar a sus padres y a la policía, y explicar mi historia. No se oía nada, no oí nada cuando ya estaba dentro, cerré tras de mí la puerta con extremo cuidado, conocía bien esa puerta, había entrado otras veces estando Celia dormida, algunas noches en que no habíamos salido juntos y yo había regresado tarde. Podía caminar a oscuras por esa casa, había sido la mía y uno conoce las distancias y sabe dónde están los muebles, los obstáculos, las esquinas y los salientes, hasta sabe en qué punto del pasillo chirría la madera cuando se la pisa. Avancé por ese pasillo y entré en el salón, allí había más claridad que venía de fuera, las farolas, algún neón, el cielo que siempre da luz aunque esté cubierto y furioso, el ruido de la tormenta ahogaría mis pasos, sería difícil que los oyera u oyeran con aquellos truenos y aquella lluvia precipitándose sobre los tejados y las terrazas y los árboles y las hojas caídas y el suelo. También podía ser que el fragor la despertara o los despertara, independientemente de mis inaudibles pasos inofensivos y del presentimiento de las presencias que también se tiene dormido, no en cambio muerto. Yo era el íncubo y el fantasma que venía ahora a perturbar sus sueños o a descubrir su cadáver, era yo y no era nadie, quizá no tan inofensivo. Ya no estaban allí mis cosas, parte del salón lo utilizaba como despacho a veces, para no permanecer demasiadas horas en el mismo espacio cuando se me juntaba el trabajo, los guiones en mi estudio y los discursos de encargo en un rincón de la sala, era lo bastante amplia, la mesa que había instalado allí ya no estaba, ni tampoco por tanto la máquina ni mis papeles ni mi pluma ni mi cenicero ni mis libros de consulta, nada de eso era ya necesario en aquella casa. El resto me pareció idéntico en la penumbra, Celia no había hecho cambios, quizá no disponía de suficiente dinero para los que le habrían gustado. Cuando volvemos a un lugar muy conocido el tiempo intermedio se comprime o incluso se borra y queda anulado un instante como si nunca nos hubiéramos ido, es el espacio inmóvil lo que nos hace viajar en el tiempo. Me dieron ganas de sentarme en mi sillón a fumar, y a leer un libro. Pero no podía ser porque aún no sabía y mi estado de agitación iba en aumento, mi aprensión y mi miedo nocturno, la urgencia de averiguar y el temor a saber y el deseo de apaciguamiento, tenía que desvincular mis asociaciones e ideas, disipar mis supersticiones. Y entonces me atreví a llegarme hasta las puertas correderas de color blanco que daban paso del salón a la alcoba, al acostarnos las cerrábamos siempre aunque nunca hubiera nadie más que nosotros, un gesto de intimidad y pudor hacia el mundo que no nos veía, y así nos separábamos del resto de la casa para dormir o abrazarnos con los ojos abiertos. Así estaban también ahora, corridas, era normal que Celia hubiera conservado la costumbre, tanto si estaba sola como acompañada, sería más raro que el médico o el amante hubiera vuelto a cerrarlas tras de sí, después de salir de la alcoba dejando el despojo, su obra. Eso me hizo pensar que nada habría sucedido, eso me dio valor para poner mis manos sobre los tiradores y abrir una ranura muy lentamente, miré por ella pegando el ojo, no vi nada, la oscuridad era mayor en el dormitorio, Celia habría bajado las persianas del todo aprovechando que yo no estaba allí, a ella le gustaban bajadas y a mí subidas, llegamos al acuerdo de un término medio, echadas pero con resquicios para que a ella no la hiriera la luz matinal y yo pudiera saber si era ya de día o todavía no cuando me despertara, es frecuente que a lo largo de la noche me desvele varias veces, nunca duermo bien del todo o seguido. Tiré más hacia los extremos y seguí tirando hasta abrir esas puertas del todo, no estaba seguro de querer hacerlo pero lo hice, los movimientos van más rápidos que la voluntad, un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido, hay que darle un contenido al tiempo que apremia y sigue pasando sin esperarnos, vamos más lentos, y así llega la hora en que ya no podemos seguir diciendo: ‘No sé, no me consta, ya veremos’. Deseé encontrar a Celia sola en la cama como si nunca nos hubiéramos separado ni dado la espalda, ver su rostro dormido que tan bien recuerdo, el brazo izquierdo bajo la almohada, así duerme ella con respiración apacible. No hubo reacción, no oí nada, esperé a que la débil luz del salón que era la del cielo revuelto y la calle azotada iluminara un poco el interior de la alcoba y a que mis ojos se acostumbraran a su tiniebla para discernir algo. Vi la mancha blanca de las sábanas, fue lo primero que logré distinguir, como ella o ellos habrían visto la mancha clara de mi gabardina si se hubieran despertado en aquel instante y hubieran escrutado ante sí el espacio. Mucho tiempo después me quedé así a la puerta de la habitación de un niño, pero él ya me había visto y había pasado de la vigilia al sueño, no al contrario. Y cuando mis ojos ya se hubieron hecho más a la oscuridad percibí dos figuras en la cama de matrimonio, dos bultos bajo las sábanas, en el lado derecho estaba Celia y en el mío no estaba yo sino otro hombre, los mismos lugares ocupados por diferentes personas, eso sucede todo el rato, no sólo en el tiempo que nos toca vivir y en las sustituciones conscientes o deliberadas o impuestas y en las usurpaciones, sino también a lo largo de siglos en el espacio inmóvil, las casas de los que se van o mueren son ocupadas por vivos o recién llegados, sus dormitorios, sus cuartos de baño, sus camas, gente que olvida o ignora lo que ocurrió en esos sitios cuando ellos acaso no habían nacido o eran sólo niños con su tiempo inútil. Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde. De casi nada hay registro, los pensamientos y movimientos fugaces, los planes y los deseos, la duda secreta, las ensoñaciones, la crueldad y el insulto, las palabras dichas y oídas y luego negadas o malentendidas o tergiversadas, las promesas hechas y no tenidas en cuenta, ni siquiera por aquellos a quienes se hicieron, todo se olvida o prescribe, cuanto se hace a solas y no se anota y también casi todo lo que no es solitario sino en compañía, cuán poco va quedando de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo, la memoria individual no se transmite ni interesa al que la recibe, que forja y tiene la suya propia. Todo el tiempo es inútil, no sólo el del niño, o todo es como el suyo, cuanto acontece, cuanto entusiasma o duele en el tiempo se acusa sólo un instante, luego se pierde y es todo resbaladizo como la nieve compacta y como lo es para Celia y el hombre que ocupa mi puesto su sueño de ahora, de este mismo instante. Ese sueño se difuminó para siempre ante mis propios ojos, aunque no fui yo quien lo hizo desvanecerse, pese a mi presencia: un rayo seguido de un trueno más fuerte que los anteriores encendió la casa de golpe, encendió el salón y la alcoba y mi espectro quieto de pie con la gabardina, los brazos abiertos sujetando las puertas blancas; y encendió la cama, en la que las dos figuras o bultos se incorporaron o despertaron simultánea y violentamente, arrancados los dos del sueño y Celia gritando como aquel rey aterrado por sus visiones, los ojos muy abiertos y las manos sobre los oídos para no soportar el trueno o su propio aullido. Y yo la miré sólo a ella, su torso desnudo como el de Marta Téllez, sus pechos blancos y firmes por los que yo había llegado a desinteresarme y había vuelto a interesarme esa noche si ella era también Victoria de los Hermanos Bécquer. El fogonazo pálido me dejó ver eso, también ropas amontonadas sobre una silla, mezcladas seguramente las de él y las de ella, quitadas al mismo tiempo, quizá el uno al otro. Y no vi al hombre, no vi su cara sino sólo su mancha blanca como las sábanas, no vi si era un médico rubio con considerables entradas u otro individuo nunca visto ni vislumbrado o alguien conocido o amigo, Ruibérriz de Torres por ejemplo. (O Deán o Vicente, aún tardaría dos años y medio en saber sus nombres y oír sus voces y conocer sus rostros). Podía haber sido yo mismo. Desapareció el resplandor antes de que pudiera verlo y no sólo eso, yo debí de gritar también —quizá agitando los puños en alto como quien clama venganza aunque no me correspondiera venganza alguna— y cerré las puertas y di media vuelta espantado y salí corriendo por la oscuridad del salón y el pasillo —espantado de mí mismo y mi efecto—. Conocía el terreno y no tenía por qué tropezar con nada aunque estuviera huyendo como alma que lleva el diablo según se decía en mi lengua, podía llegar a la puerta de entrada antes de que ellos hubieran comprendido la materialidad del hombre con gabardina que los había espiado desde el umbral de su cuarto en medio de la tormenta y pudieran recuperarse del pánico de sus despertares, quizá pensaran que habían tenido una común pesadilla, el mismo marido o íncubo visitándolos y oprimiéndolos hasta arrebatarles el sueño aterrorizado. Estaban desnudos y no saldrían en mi persecución, lo estaban al menos de cintura para arriba, era lo que había visto con el relámpago. Estaban descalzos. Podía llegar y llegué al ascensor que seguía arriba en el piso, y bajar en él y atravesar el portal y apretar el botón y alcanzar la calle sobre la que caía con ira la tromba de agua que me empapó en un segundo, mientras corría y acertaba a pensar con alivio que Celia seguía viva pese a no estar sola y que yo nunca sabría si era también Victoria. Pero mientras huía y salía y bajaba y me empapaba y corría mi pensamiento principal era otro, sobre todo pensaba: ‘cuán poco queda de mí en esta casa, de qué poco hay constancia’. Las ramas de los árboles se agitaban como los brazos furiosos de una sublevación ciudadana.