Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, los nombres no cambian y se quedan fijos en la memoria cuando se quedan, sin que nada ni nadie pueda arrancarlos. Mi cabeza está llena de nombres cuyos rostros he olvidado o son sólo una mancha flotando en un paisaje, una calle, una casa, una edad o una pantalla. O son nombres de sitios y establecimientos que parecían eternos porque estaban allí desde que llegamos o desde que nacimos, una frutería llamada La Flor Sevillana, el cine Príncipe Alfonso, el María Cristina, el Voy y el Cinema X, la librería Buchholz cercana a Cibeles o los ultramarinos que conservan el rótulo y dice Viena Capellanes, la pastelería de las Hermanas Liso y el Hotel Atlantic y otro, el Londres y de Inglaterra, Oriel y San Trovase y le Zattere y Halifax, infinitos nombres de calles y tiendas y poblaciones —Calatañazor, Sils y Colmar y Melk; y Medina del Campo—, los nombres de los infinitos actores y actrices vistos desde la infancia y que resuenan para siempre en nuestra memoria sin que logremos ver bien sus facciones: Eduardo Ciannelli, Diane Varsi y Bella Darvi, Ivan Triesault y Leora Dana, Guy Delorme, Frank De Kova y Brigid Bazlen, y todavía con ellos podemos renovar el recuerdo si acertamos a tenerlos de nuevo delante, allí donde hace siglos los vimos en sus películas que no palidecen. Los lugares en cambio han cambiado, las tiendas han desaparecido o han sido sustituidas por bancos, y a veces las que perduran son sólo la lenta sombra de ellas mismas, miramos desde la calle sin atrevernos a entrar y vagamente reconocemos a través del escaparate a los empleados o dueños vetustos que nos daban bombones y nos gastaban bromas de niños, los vemos de pronto encorvados y menguados y en ruinas, con la vida por detrás a la que no hemos asistido, haciendo los mismos gestos ante sus mostradores de madera o mármol sólo que con más inseguridad y más despacio: les resulta complicado dar las vueltas, les cuesta envolver lo que venden. No veo apenas los rasgos de una criada joven y rubia a la que yo hacía cosquillas tras tirarla con argucia a una cama con mis nueve o diez años cuando salían mis padres, pero el nombre viene al instante: es Cati. Recuerdo mal la expresión de aquel mutilado que avanzaba en su cochecito de ruedas con manivela vendiendo tabaco y chicle y cerillas allí donde veraneábamos —medio hombre, la expresión era ufana y cándida—, pero su nombre continúa nítido, y es Eliseo. Los compañeros del colegio más grises o de los que nunca fui demasiado amigo se me aparecen difuminados con sus caras de niños que ya habrán dejado de serlo, pero sus apellidos me llegan como si los estuviera oyendo al pasar lista la señorita Bernis: Lambea, Lantero, Reyna, y Tatay, Teulón, Vidal. No veo en absoluto a otro grupo de chicos menos constante con los que tantas veces me pegué en verano en el parque, pero nunca olvido sus apellidos sonoros de muchas letras: eran Casalduero, Mazariegos, Villuendas y Ochotorena. No sé qué aspecto tenía el peluquero que iba a casa de mi abuelo médico a afeitarlo y arreglarle el pelo ya escaso, pero sé que se llamaba Remigio, no me confundo. A aquel limpiabotas bravío y calvo con bigotón y patillas, sentado acechante sobre su caja, vestido de negro y con rojo pañuelo al cuello sé bien cómo lo llamaban: el Manolete. De ese hombre pequeño y con bigotito cuidado, dueño de una papelería, no recuerdo ya el nombre pero sí el apodo: mis hermanos y yo lo llamábamos ‘Willem Dekker’ por el personaje untuoso y cobarde de una película a quien se parecía, La casa de los siete balcones, y le enviábamos mensajes amenazadores firmados por la Mano Negra en papeles quemados con una lupa: ‘Tus días están contados, Willem Dekker’. Las matemáticas suspendidas un año, y un profesor en verano del que veo tan sólo el llamativo cráneo con su cicatriz de guerra tan bien peinado con el agua del río, pero su nombre me viene entero, y es Victorino, nombres anticuados que ya no existen o nadie lleva, nombres de antes. De ese otro hombre alargado y paciente y risueño que vendía discos voy viendo la cara a medida que me la trae el nombre: es Vicen Vila, y así se llama también su tienda. Y veo mal al portero anciano que todas las mañanas durante dos años me daba los buenos días desde su garita con la mano festiva en alto: pero se llama Tom, lo recuerdo.
Qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca tu rostro mañana, el rostro que dejamos de ver un día se dedicará a traicionarse y a traicionarnos en el tiempo que le pertenece y le queda, irá apartándose de la imagen en que lo fijamos para llevar su propia vida en nuestra voluntaria o desdichada ausencia. El de aquellos que se fueron del todo porque no los retuvimos o han muerto se irá nublando en nuestra memoria que no es una facultad visiva, aunque a veces nos engañemos y creamos ver todavía lo que ya no tenemos delante y sólo evocamos envuelto en brumas, el ojo interior o de la mente se llama esa figura borrosa de nuestros espejismos o nuestra añoranza, o de nuestra maldición a veces. Yo podría creer que nunca te he conocido si no supiera tu nombre que permanece inmutable sin el menor deterioro y con su brillo intacto y así seguirá aunque hayas desaparecido del todo y aunque te hayas muerto. Es lo que resta y en nada se diferencia la nómina viva de la nómina muerta, y no sólo eso, es lo único que sirve para reconocernos y que no perdamos el juicio, porque si alguien nos niega el nombre y nos dice ‘No eres tú aunque te vea, no eres tú aunque te parezcas’, entonces dejaremos efectivamente de ser nosotros a los ojos del que nos lo dice y nos niega, y no volveremos a serlo hasta que nos devuelva ese nombre que nos ha acompañado lo mismo que el aire. ‘No te conozco, viejo’, le dijo el Príncipe Hal en cuanto fue Enrique V a su amigo Falstaff, ‘no sé quién eres ni te he visto en mi vida, no vengas a pedirme nada ni a decirme dulzuras porque ya no soy lo que fui, y tú tampoco lo eres. He dado la espalda a mi antiguo yo, así que sólo cuando oigas que vuelvo a ser el que he sido acércate a mí y tú serás el que fuiste’. Y si eso nos ocurriera a nosotros pensaríamos con espanto: ‘¿Cómo puede ser que no me reconozca ni me llame ya por mi nombre?’ Pero también a veces podríamos pensar con alivio: ‘Menos mal que no me llama ya por mi nombre ni me reconoce, no admite que sea yo quien pueda estar haciendo o diciendo estas cosas que me son impropias, y como las ve suceder y me oye decirlas y no puede negarlas, me niega a mí con piedad para que no deje de ser el que fui a sus ojos, y así salvarme’.
Algo parecido me ocurrió a mí una noche hace tiempo, mucho antes de que conociera el nombre de Marta Téllez y el de su padre y el de Deán y Luisa y el de Eugenio, y la negación fue mutua si es que hubo lugar a ella, si es que hubo lugar al reconocimiento. Volvía hacia mi casa tarde en mi coche cuando vi a una mujer parada en la calle de los Hermanos Bécquer, esa calle corta que hace gran curva y cuesta y desemboca en la Castellana, tan en curva y en cuesta que sus dos breves tramos parecen perpendiculares el uno al otro y a distintos niveles como si el alto fuera un puente inconcluso del bajo, una calle cara en la que a menudo se apuestan las prostitutas y los travestidos pero más bien de una en una o bien de uno en uno, suele ser una mujer sola a quien se ve en esa esquina al final del descenso, mientras que unas calles más allá en dos direcciones distintas, al otro lado de la Castellana y pasada María de Molina, la proliferación es considerable, las putas están más juntas y se dan compañía y envidia mientras esperan con sus atuendos ligeros que contradicen el invierno y también el otoño. La mujer que está en esa esquina por la que paso a menudo y que siempre es otra o nunca parece la misma produce la impresión de una exploradora o una desterrada, o tal vez se sortean el sitio cada noche entre ellas porque es discreto y recóndito y a la vez tiene algo de tráfico y vigilancia cercana (la embajada americana muy próxima), un buen puesto para su mercado ambulante. Esa noche me detuvo el semáforo como de costumbre, y miré a la puta desde el coche con la mezcla de curiosidad y fantasía y dominio y lástima con que las miramos los hombres que no vamos con ellas —o es todo chulería—. Y cuando se me abrió el semáforo no avancé sino que seguí mirando a través de la ventanilla aún subida porque tras ver en seguida que era una mujer de verdad y no un simulacro logrado, me pareció que sabía su nombre. Llevaba puesta una gabardina corta que permitía ver la mitad de sus muslos con medias negras, tenía los brazos cruzados en un gesto de frío aún soportable, y al ver que mi coche no hacía uso de la luz verde le prestó más atención y descruzó los brazos para permitirme contemplar —permitirle al conductor, a mí todavía no podía verme— su falda aún más corta que la gabardina y una especie de body que seguramente le venía bien para realzar sus pechos —así los llaman, bodies—. Se llevó las manos a los bolsillos de la gabardina y de ese modo la abrió o entreabrió, en un mortecino gesto de exhibicionismo. Yo estaba allí parado, dejando a mi derecha espacio para el paso de los coches que pudieran llegar de donde yo venía pero sin tampoco mover el mío, sin arrimarlo a la acera, eso habría supuesto un paso adelante y un interés indisimulado que me habría obligado a hablar con ella, a cruzar al menos cuatro palabras. Y lo cierto es que durante unos segundos, y aunque mi interés se había hecho pavoroso y enorme, no estuve seguro de querer hablar con ella ni verla mejor porque temía saber su nombre y reconocerla, y el nombre que creía saber era el nombre de Celia, Celia Ruiz, Celia Ruiz Comendador porque lo utilizaba entero con sus dos apellidos, y ese era el nombre con el que me había casado años antes y del que también me había separado luego y del que me divorcié hace no mucho.
Había oído además decir algo y se lo había oído a alguien enterado de todo y cuyos informes suelen ser fidedignos y exactos cuando no busca engañar ni cometer un fraude: a Ruibérriz de Torres, aunque en aquella ocasión no le di crédito. Mi matrimonio no estuvo del todo mal para los tiempos impacientes que corren, mientras duró; y duró tres años, lo cual es bastante para una novia tan joven, once años más joven que yo cuando se vistió de novia y ya no sé si ahora tanto, algunos hechos y algunas visiones alteran las edades o les dan un vuelco. Ella tenía veintidós y yo treinta y tres cuando nos casamos por su insistencia, la insistencia de quien no puede ver más allá de dos o tres años en el concepto de ‘para siempre’ (y le parece deseable y amigable por tanto) o, si se prefiere, en el de ‘indefinidamente’, la niñez todavía demasiado cercana para imaginar un futuro distinto de lo que ya se da y es presente, el atolondramiento más arraigado, seguramente un rasgo de carácter. Yo tuve un acceso de debilidad o entusiasmo, y ambas cosas prevalecieron durante el primer año, me cuesta ya recordarlo; luego la joven pasó a hacerme gracia, que es lo principal que se pide a una joven y por ello más que suficiente; luego la toleré sin más, y al poco tiempo nos irritábamos el uno al otro, había que esperar a aplacarse en silencio para darse besos, la reconciliación afectiva y sexual es muy útil cuando puede haberla o incluso se impone a veces: prolonga lo concluido, pero no eternamente. Fui yo quien abandonó la casa común como es preceptivo, me vine a vivir donde aún vivo ahora, de esto hace ya tres años. Por ser tanto más joven que yo, sus irritaciones eran más pasajeras y no se le acumulaban, es decir, cada una se disipaba, para ella la siguiente y enésima no era más grave ni más onerosa que la primera, carecía de rencor y eran sin ánimo de ofender sus continuas ofensas, había que señalárselas y aun explicárselas para que se diera cuenta. Hacerle glosas. A mí sí se me acumulaban y fui impaciente como los tiempos que corren. Quiero decir con esto que ella no entendió y en consecuencia se desesperó y se opuso, por eso acabamos mal algo más tarde, después de haber puesto término a la convivencia. En una tregua de apaciguamiento decidimos o no quisimos ya vernos, al menos durante unos meses, esperar a ser un poco distintos el uno para el otro, excepto en nuestros nombres. Yo le pasaba dinero por medio de un cheque mensual que llevaba un mensajero (los dos veíamos este rostro y ninguno el del otro), no sólo porque fuera yo quien se había ido y hubiera dispuesto siempre de más ingresos, sino porque los más veteranos tienden a hacerse responsables de los más bisoños aunque estén lejos, temen por ellos en todo caso. Ahora le paso también un cheque, legalmente, y le doy dinero en persona a veces, una ayuda mientras le haga falta como quien da un aguinaldo a un niño, quizá muy pronto no le haga falta. Normalmente no me gusta hablar de Celia. Fui sabiendo lo que suele saberse en una ciudad en la que todo el mundo se encuentra y en la que los teléfonos zumban a todas horas, no son raras las llamadas en mitad de la noche y hay una parte de la población que no duerme ni deja dormir a los que lo intentan. Alguien me decía que había visto a Celia aquí o allá y con tal o cual personaje esperable o desconocido, no le faltaban cortejadores. Por estos informes deduje que no estaba forzando la imaginación y se limitaba a recorrer las estaciones previstas para los abandonados sentimentales de las grandes ciudades: salía mucho hasta tarde, bebía y fingía euforia, bailaba, se aburría, no quería retirarse a dormir y alguna vez se echó a llorar al final de la noche o era ya de madrugada; procuraba que me fueran llegando noticias y preguntaba por mí como se pregunta por un conocido distante, yo sé qué modo de preguntar es ese, los labios nos tiemblan y nos delatan, la voz nos vibra. Mi teléfono sonaba a veces a cualquier hora y al descolgar nadie respondía, quería sólo saber si estaba en casa o quizá no era tan innoble el propósito: escuchar mi voz aunque fuera un momento, aunque sólo fuera una repetida palabra interrogativa lo que oiría. Yo también marqué una noche mi antiguo número antes de acostarme, mientras me desvestía sentado a los pies de la cama, no dije nada cuando contestó ella, se me ocurrió de repente que tal vez estuviera acompañada. Y una vez Celia me dejó tres mensajes seguidos en el contestador: dijo muchas cosas, febriles y grotescas y sarcásticas y amenazantes, pero antes de que se le acabara el tiempo del último llegó a implorarme, y dijo: ‘Por favor… por favor… por favor’, yo ya había oído eso antes, años atrás en mi propia cinta. No me atreví a devolverle el mensaje, era mejor que no hubiera nada. Más adelante me llegó esa información de la que no hice caso aunque fuera Ruibérriz de Torres quien se encargó de dármela, primero con medias palabras y sondeándome, luego más abiertamente. Un día me preguntó qué sabía de Celia en los últimos tiempos, y al contestarle yo que por fin nada desde hacía meses me miró con preocupación fingida, esto es, con un poco de diversión en el fondo, eso pude advertirlo. ‘No sé si deberías intervenir algo más en su vida, echarle un ojo de vez en cuando’, me dijo. ‘No, más vale que no’, respondí, ‘ha de pasar más tiempo, no quiero que recupere la costumbre de contar conmigo para solucionar problemas o para oírselos contar y que le dé consejo. Eso es siempre un vínculo fuerte y un buen pretexto, y ya costó bastante cortar toda comunicación que no sea la de los cheques que le mando’. ‘Pues entonces a lo mejor tendrías que hacer esa comunicación más frecuente o más cuantiosa’, contestó él. Y al preguntarle yo por qué o qué sabía me contó con algún melindre y leve fruición lo que me pareció una estupidez entonces, a saber: alguien había visto a Celia en un local de copas tardías frecuentado por putas, tomando esas copas con unos individuos inexplicables, dos tipos con aspecto de medianos empresarios bilbaínos o barceloneses o valencianos de paso por la ciudad, gente que no le pegaba en modo alguno y con la que, por así decirlo, era inverosímil que hubiera llegado al local desde otro sitio. ‘¿Y qué?’, dije yo. ‘¿Qué se te ocurre sacar de eso?’ Lo dije un poco airado. ‘Bueno, da que pensar, es un poco preocupante, ¿no? Yo que tú hablaría con ella’. ‘Qué tontería’, respondí, ‘a Celia siempre le ha divertido y gustado ir a todas partes, y cuanto más exótico o enrarecido el local mejor, así se siente aventurera, es muy joven. Estando ya casada conmigo fue un par de veces con unas amigas a un bar de lesbianas, no se me ocurrió que lo fuera por eso’. ‘Ya, ya’, respondió Ruibérriz, ‘pero ahora es distinto’. ‘¿Por qué ha de serlo?’ ‘Ya no está casada contigo, uno; no estaba con amigas, dos; se la ha visto más de un par de veces, y en dos sitios de putas distintos, tres’, y Ruibérriz fue sacando sucesivamente el meñique, el anular y el corazón de la mano derecha según iba enumerando. ‘Pues cuántas cosas ven tus amigos’, contesté yo, ‘deben de ser puteros furiosos si van tanto a esos sitios. Y qué, ¿no la han visto también metiéndose los billetes en el escote? La gente no sabe qué inventar. Celia tiene rachas: de pronto le divierte un tipo de gente y sale sin parar con ellos, o va a un local o dos todas las noches, y a los quince días se harta de los locales y de los nuevos amigos y se encierra en casa durante otros quince. Así era cuando la conocí y así seguirá siendo mientras no vuelva a tener estabilidad y a poner su vida en orden. Además: le envío dinero suficiente, y seguro que sus padres la ayudan desde Santander. También hace sus trabajos esporádicos, no creo que tenga problemas’. ‘El dinero es suficiente o no según las necesidades y la vida que lleva uno, depende de cómo se gaste. Ella sale mucho. A lo mejor le está dando a algo’. ‘No, siempre ha tenido horror a darle a nada que no sea alcohol y tabaco, nunca ha querido ni probar un canuto; y no faltará quien la invite cuando salga’, contesté; ‘pero ojo: de ahí a prostituirse hay un gran trecho, no me vengas con historias disparatadas y malintencionadas, Ruibérriz’. Ruibérriz se quedó callado un momento y se pasó una mano por las ondulaciones de su pelo musical mientras miraba al suelo, como si dudara si aportar alguna otra prueba o dejarlo estar. ‘Bueno, allá tú’, dijo, ‘yo te he contado lo que otros han visto y me han dicho, me pareció que debías estar enterado’. ‘A ver, venga, qué más han visto, suéltalo ya todo, qué más sabes’, le dije yo impacientado. No pudo evitar sonreír con sus dientes flamantes como quien ha sido pillado en falta y eso le hace gracia, su labio vuelto hacia arriba dejando ver un poco de encías. ‘Nada más, eso es todo. Para mí es bastante, a ti te parece filfa. Bueno, pues nada. Anda, dejémoslo, tampoco quiero que te cabrees’. De pronto se me cruzó una sospecha. ‘¿Tú la has visto?’, le pregunté. ‘¿La has visto tú con tus propios ojos?’ Hinchó el pecho y respiró muy hondo, quizá como quien toma el aire necesario para mentir de corrido y sin que la voz le tiemble (pero esto no lo pensé entonces, sino tres semanas más tarde mientras permanecía parado ante el semáforo de Hermanos Bécquer, al final del tramo más descendente que en realidad es el comienzo de General Oraa según me di cuenta de que dice la placa, pero yo siempre he visto ese tramo como parte de Hermanos Bécquer, y también los taxistas y los demás madrileños lo ven así. ‘No, si la hubiera visto te lo habría dicho para convencerte de que hables con ella al menos. Cerciórate de que es falso al menos, habla con ella’.
No hablé con ella, no di crédito a la noticia, no quise llamar a Celia rompiendo un silencio que se había instaurado a fuerza de tesón y paulatinamente y que convenía que aún durase más tiempo. Pero hablé con una amiga suya que solía verla y le comenté lo que había sabido a través de Ruibérriz. Iba a pedirle que indagara con Celia para localizar el posible motivo u origen de aquel infundio, pero no hizo falta. Antes de que pudiera pedírselo dijo lo mismo que yo había dicho y eso me hizo pensar que ni siquiera habría motivo ni origen: ‘Pero qué estupidez y qué mala sangre, la gente no sabe qué inventar, desde luego hay que tener mala idea, pobre Celia’. Le pedí entonces que no le mencionara mi llamada, pero supongo que fue una petición inútil, las alianzas de las amigas prevalecen siempre, se cuentan todo lo que es de interés para una u otra, aunque quizá en esta ocasión no fuera a contárselo finalmente, no por mí, sino para ahorrarle el disgusto. En todo caso me quedé tranquilo, no hice más al respecto, no le di más vueltas.
Y ahora estaba allí parado con el semáforo cerrado de nuevo, mirando hacia los árboles torcidos de la Castellana —aún la fronda en otoño, los árboles quizá torcidos por las tormentas de décadas— y a la puta que hacía guardia ante el edificio rosado y verde de una compañía aseguradora, y admitiendo de pronto una situación hipotética mientras escudriñaba a aquella mujer cuyo nombre me pareció que era Celia Ruiz Comendador: y la hipótesis sobrevenida era que si la información hubiera sido cierta y Ruibérriz hubiera visto con sus propios ojos a Celia prostituida una noche, habría sido capaz de alquilarla para esa noche y de haberlo hecho desenfadada y festivamente. Sólo después le habría venido una preocupación tan sincera como insincera, a Ruibérriz nada le parece muy grave ni nada le importa mucho, o acaso es que ve la vida como sólo comedia. Y si ella era ella y coincidía el nombre —porque el rostro no basta, envejece y se maquilla y cambia—; y si siendo ella ella la había contratado Ruibérriz y había pasado una noche con Celia, entonces se habría establecido entre los dos hombres —entre él y yo, entre nosotros— ese parentesco que nuestras lenguas ya no reflejan y sí alguna muerta. Cuando sé de infidelidades sexuales o asisto a cambios de pareja o a segundas nupcias —también cuando veo en las calles putas al pasar en mi coche o en taxi o andando— siempre me acuerdo de mi época de estudiante de Filología Inglesa, en la que aprendí la existencia de un verbo abolido y antiguo, un verbo anglosajón que no ha pervivido y que además no recuerdo exactamente cuál era, lo oí mencionar una vez al profesor en clase y se me grabó para siempre su significado, que tengo en cuenta, pero no su forma. Ese verbo designa la relación o parentesco adquiridos por dos o más hombres que han yacido o se han acostado con la misma mujer, aunque sea en diferentes épocas y con los diferentes rostros de esa mujer con el mismo nombre en todas sus épocas. Lo más probable es que el verbo llevara el prefijo ge-, que originalmente significaba ‘juntos’ y en anglosajón indica a veces camaradería o conjunción o acompañamiento, como en algún sustantivo que no he olvidado, ge-fera, ‘compañero de viaje’, o ge-sweostor, ‘hermanas’. Supongo que sería algo parecido a nuestros prefijos ‘co-’, ‘com-’ o ‘con-’ que aparecen tan a menudo, en ‘copartícipe’ y ‘comensal’ y ‘conmilitón’ y ‘compinche’ y ‘cómplice’ y ‘cónyuge’ y en tantas otras palabras, y ese verbo desaparecido que ya no recuerdo tal vez fuera ge-licgan, puesto que licgan quiere decir ‘yacer’ y la traducción e idea serían por tanto las de ‘conyacer’, o bien ‘cofollar’ si el vocablo fuese más rudo. Aunque puede que lo que transmitiera esta idea no fuera un verbo sino un sustantivo, tal vez ge-bryd-guma, que sería ‘connovio’, o quizá ge-for-liger, ‘cofornicación’, quién sabe, y me temo que nunca volveré a saberlo, ya que cuando quise confirmar la memoria y recobrar la palabra además de la idea y llamé a mi antiguo profesor para preguntarle, me dijo que no se acordaba; consulté en mi vieja gramática anglosajona y no encontré nada en ella ni en el glosario adjunto, tal vez lo inventó mi recuerdo; y así me limité a conjeturar estas posibilidades que tengo presentes cuando se da el caso. Pero existiera o no, este verbo o nombre medieval era de cualquier manera útil e interesante y también vertiginoso, y esa sensación de vértigo fue la que sentí al ver a la puta y pensar que si se llamaba Celia Ruiz Comendador me habría emparentado anglosajonamente con muchos hombres además de con Ruibérriz de Torres según la hipótesis. Ese parentesco o vínculo lo ignoramos muchas veces los hombres como las mujeres, y su manifestación más tangible y visible es la enfermedad, a la que están más expuestos los que vienen luego, más cuanto más tarde o más luego, quizá por eso las vírgenes fueron tan apreciadas en tiempos ya algo remotos. Y ese parentesco que tampoco se elige puede ser molesto o vejatorio u odioso cuando se sospecha o conoce, tenerlo lleva con frecuencia a la gente a detestarse y aun a matarse, es raro y a la vez común, acaso era un vínculo principalmente de odio el que designaba el verbo y por esa razón no ha sobrevivido en la lengua heredera ni en otras, un nexo de rivalidad y malestar y celos y gotas de sangre, una red con estribaciones o afluentes múltiples que podrían llevarse hasta el infinito y que ya no queremos denominar o albergar en la lengua aunque sí la concebimos con el pensamiento y los hechos, también un fastidioso recordatorio, los conyacentes o cofolladores; si bien lo contrario es asimismo posible y hay quien sabe que ciertas asociaciones sexuales por mujer o por hombre interpuestos dan prestigio y ennoblecen a quienes las establecen o contraen o adquieren, a los que vienen luego, que reciben tanto la enfermedad como el aura, seguramente más hoy que en ninguna otra época o más públicamente, yo no me sentí ennoblecido según la hipótesis, pero yo había venido antes en esa hipótesis.
La mujer dio tres o cuatro pasos expectantes e incrédulos hacia la calzada al verme allí parado con el semáforo otra vez abierto y con el motor en marcha (no podía verme con mi sensación de vértigo), sin duda pensó que debía acercarse un poco y dejarse contemplar mejor para decidirme, quizá no había hecho aún en toda la noche de aquel martes frío una sola visita a un piso ni a un coche, sus pasos y sus visitas destinados a no dejar huella en nadie, o a superponerse en su memoria confusa y fatalista y frágil. Y entonces me pareció excesivo —cómo decir, humillante— hacer que fuera ella quien tuviera que pisar la calzada y aproximarse a mi ventanilla arriesgándose. Vi que no venía nadie por mi derecha y arrimé el coche a la acera dejando atrás la parada de autobuses bajo la que se cobijarían ella o sus compañeras alternas cuando lloviera —el 16 y el 61—, doblando ya un poco por el lateral de la Castellana, parándome en la misma esquina; y antes de comprobar que era esa mi maniobra ella se apresuró en sus pasos y levantó un brazo para retenerme con tan sólo el gesto, como temerosa de perder a un cliente por su indecisión o su orgullo o como si su costumbre fuera la de llamar así a taxis. No apagué el motor todavía, aún no sabía si cruzaría cuatro o más palabras con ella ni si la invitaría a subir al coche, no sólo dependía del nombre. Vi acercarse sus piernas fuertes y brillantes de seda y bajé la ventanilla de mi derecha automáticamente. Entonces ella se inclinó para verme la cara y hablar conmigo, se inclinó y apoyó en seguida un codo sobre la ventanilla bajada, quizá un truco para que no pueda uno volver a subirla precipitadamente si se arrepiente de su movimiento. Me miró y no parpadeó, como si nunca me hubiera visto, sólo me pareció que contenía el aliento: si era Celia estaba quizá preparando la primera frase o respuesta y también el tono de voz deformado, o la dicción distinta de la habitual, ganaba tiempo. El rostro era el rostro de Celia que conozco tan bien y a la vez no lo era, quiero decir que llevaba un peinado artificialmente asalvajado impensable en ella, con recreados rizos y mechas rubiáceas, y su maquillaje nunca se lo había visto, los labios pintados de color sanguina, se dibujaban más de la cuenta, los ojos con pestañas innegablemente postizas y pintado y alargado el rabillo, haciéndolos esos trazos más rasgados y más apremiantes. Tampoco su ropa era ropa de Celia, la falda demasiado corta, el body demasiado ajustado, sólo la gabardina podía ser suya porque al verla con más luz y de cerca vi que no era gabardina sino un impermeable como los que llevaba ella a veces, también los zapatos de tacón muy alto podían haber sido de Celia las noches en que salíamos a alguna fiesta. Con el codo apoyado en mi ventanilla lanzó un par de rápidas ojeadas hacia su derecha, controlaba a otras dos putas que ahora veíamos ambos desde la esquina subidas a los escalones de un portal noble de la Castellana, seguramente aguardaban el resultado de nuestra transacción, tendrían una oportunidad si no llegaba a buen término, eso creerían. Una de ellas miraba hacia arriba, hacia los árboles de la avenida o paseo —la fronda—, como si la atrajera el leve vaivén inarmónico de las ramas o más bien de las hojas, había sólo brisa y nubes. Eran menos guapas o menos vistosas, en la distancia.
‘Sube’, dije yo, y abrí la puerta obligándola a apartarse de la ventanilla un momento. No sabía bien cómo dirigirme a ella, de modo que le dije lo que le habría dicho a Celia si me la hubiera encentrado sola en la calle a esas horas. Yo era el conductor o el hombre de manos tan grandes y dedos torpes y duros sobre el volante —mis dedos son como teclas— que la invitaba a subir al coche desde mi asiento con la puerta abierta, yo era el que decía lo que debía hacerse y el que daba las órdenes, no así con Celia. Pero aún no, aún la transacción no estaba hecha.
‘Eh, espera, espera. ¿A dónde vamos y con qué cargamento?’, dijo ella dando un paso atrás —arrastró el tacón— y apoyando un puño en la cadera. Oí ruido de pulseras cuando hizo ese gesto, Celia hacía ese ruido a veces, aunque más seco, no tantas pulseras o más ceñidas.
‘Vamos a dar una vuelta por aquí cerca para empezar; y voy bien cargado, descuida. A ver, elige, así estarás más simpática’, contesté yo, y saqué unos cuantos billetes variados del bolsillo del pantalón, llevaba bastante efectivo. No habría el menor problema en ese aspecto, eso es lo que quise decirle y así lo entendió ella. A la vez que extendía la mano con los billetes como una baraja pensé que estaba cometiendo una imprudencia si no era Celia: era como invitarla a robarme de alguna forma —quizá lo que llaman el beso del sueño—, queremos quedarnos con cuanto vemos que existe y está a nuestro alcance. Pero se parecía demasiado a Celia para desconfiar tan pronto y decidir que no era ella. Más bien era ella, incluso si no lo era.
‘Bueno, te voy a pillar esto y esto de momento, por el paseíto, ¿te parece?’, dijo cogiéndome dos billetes como dos naipes, con mucho cuidado y como pidiendo permiso. Se los metió en el bolso. ‘Luego ya hablamos, si quieres que vayamos más lejos: una cosa es Barajas y otra Guadalajara. Y si quieres ir hasta Barcelona ya puedes pasar por un cajero automático’. ‘Venga, sube’, dije, y di una palmada sobre el asiento vacío de mi derecha. Salió polvo.
Ella subió y cerró la puerta, al arrancar vi que las otras dos putas se sentaban en los escalones, su oportunidad se esfumaba, tendrían frío sobre la piedra, esperando así sentadas con sus faldas tan cortas, había llovido antes y el suelo no estaba del todo seco. La falda de Celia era también tan corta que una vez a mi lado parecía que no llevara, vi la parte de sus muslos que no cubrían las medias negras elásticas —nada de ligas—, vi una franja de piel muy blanca, demasiado blanca para mi gusto, era otoño. Empecé a alejarme de la zona, Castellana arriba.
‘Eh, ¿a dónde vas?’, dijo ella. ‘Es mejor que nos metamos por una de esas calles de ahí atrás’. Se refería a Fortuny y Marqués de Riscal y Monte Esquinza y Jenner y Fernando el Santo, calles retiradas y sin apenas tráfico, calles con embajadas de países ricos rodeadas de verjas negras y con jardines particulares de césped uniforme y muy bien cortado, calles muy arboladas y apacibles de noche y también de día, cerca de las cuales transcurrió mi infancia, cuando los dos autobuses que hoy son alargados y rojos, el 16 y el 61 junto a cuya parada había recogido a la falsa Celia o a Celia, eran respectivamente un autobús de dos pisos como los de Londres y un tranvía sobre sus rieles de los que aún se ven tramos como fósiles incompletos en el asfalto de su trayecto, ambos azules, el tranvía y el autobús de dos pisos en los que yo montaba para ir y volver del colegio: les queda el número, es decir, el nombre, el 16 y el 61. En esas calles puede detenerse un coche y apagar su motor un rato sin que los faros de otros deslumbren a sus ocupantes continuamente, puede inhalarse y hablarse y puede lamerse y los chicos fumar a escondidas antes de entrar en clase, son las calles más extranjeras y las más libres.
‘No te preocupes, luego volvemos. Y te dejaré de nuevo en tu esquina o donde me digas, no tendrás que coger taxi. No siempre querrán llevaros, supongo’. Este fue un comentario anticuado, tal vez ofensivo si no era Celia. ‘Me apetece primero conducir un poco sin tráfico’.
‘Vale, tú mandas’, contestó ella, ‘avísame cuando te canses, pero no tardes mucho o me voy a sentir como la novia de un taxista dando vueltas, sólo que sin bajar bandera’.
Su última frase me hizo reír un poco como me hacía reír Celia cuando acabó mi acceso de entusiasmo o debilidad por ella y pasó a hacerme tan sólo gracia. Era cierto, hay unos taxistas jóvenes que las noches de viernes y sábado llevan a su novia al lado, ellos tienen que trabajar y es la única manera de que puedan salir y verse, ellas tienen enorme paciencia, o están muy enamoradas o desesperadas. Ni siquiera pueden decirse mucho, con un viajero siempre a sus espaldas, mirándoles las nucas y tal vez escuchando, mirando sobre todo la nuca de ella si el viajero es un hombre desesperado o solo.
Conduje en silencio por la Castellana bien conocida, algunos lugares siguen en su sitio, no muchos, el Castellana Hilton ya no se llama así pero para mí es el Hilton, el cartel muy visible de House of Ming, un lugar y un nombre prohibidos y misteriosos durante la infancia, y luego Chamartín, el estadio del Real Madrid que también trae a la memoria nombres que no se han borrado ni se borrarán ya nunca, alineaciones enteras que aún me sé de corrido, y a veces los rostros que conocí en los cromos y trasladé a las chapas a las que jugaba a diario con uno de mis hermanos: Molowny, Lesmes, Rial y Kopa, el gordo Puskas, Velázquez, Santisteban y Zárraga, jugadores cuyas caras no reconocería ahora si tuviera oportunidad de verlas, sus apellidos persisten y Velázquez fue un genio.
Conduje en silencio porque miraba a la puta con el rabillo del ojo para ver si tenía la misma sensación de antaño, de llevar a Celia cansada a mi lado como tantas noches al regresar juntos a casa. Quería verla más de frente y con detenimiento y fijarme bien en sus rasgos, pero para eso habría tiempo y las caras engañan, a veces son más de fiar las emociones y sensaciones propias ante esos rostros y los detalles involuntarios del otro, el ritmo de la respiración, un carraspeo o un gesto, un defecto de pronunciación, un latiguillo del habla, el olor —queda el olor de los muertos cuando nada más queda de ellos—, los andares o la forma de cruzar las piernas, los dedos que tamborilean con impaciencia o el pulgar que se frota bajo los labios; y la risa, la risa delata a quien finge y niega su nombre y es casi inconfundible en cada persona, y me pregunté si debía correr el riesgo de intentar hacer reír a la puta que había recogido en mi coche, porque tal vez eso me obligara a tener certeza.
Conduje en silencio también porque me preguntaba el motivo de que Celia estuviera haciendo la calle si se trataba de Celia, no podía tener necesidad de dinero, quizá sí tenía frivolidad suficiente y las suficientes dosis de aventurerismo, una palabra eminentemente soviética, aventurerismo, aquello que permite decir ‘yo he probado’; o sería acaso venganza, una represalia que habría empezado a cumplirse cuando la vieron los amigos de Ruibérriz que la habían visto en dos locales distintos o el propio Ruibérriz que la habría contratado para esa noche en que la hubiera visto, y que ahora se podía cumplir cabalmente si yo era yo y ella era ella, ella también podría tener respecto a mí sus dudas, cada uno es poco consciente de sus propios cambios, yo no lo soy de los míos que quizá son graves y decisivos. Y esa venganza en qué consistía, me dije en silencio, sino en emparentarme tumultuosamente con desconocidos de los que nunca sabría —no sabría quiénes ni cuántos—, de los que ni siquiera sabría bien ella a menos que llevara la cuenta y los anotara en su diario y les preguntase sus nombres que no le darían.
‘¿Cómo te llamas?’, le pregunté yo a la puta al final de la Castellana, cuando daba la vuelta para recorrerla de nuevo en sentido inverso.
‘Victoria’, mintió si era Celia, y quizá también si no lo era. Pero si lo era mintió con intención e ironía y malicia o incluso burla, porque esa es la versión femenina de mi propio nombre. Sacó un chicle de su bolso, el coche olió a menta. ‘¿Tú?’.
‘Javier’, mentí yo a mi vez, dándome cuenta de que lo habría hecho en ambos casos, tanto si ella era Victoria como si era mi Celia que ya no era mía.
‘Otro Javier’, comentó, ‘la ciudad está llena o es el nombre que os gustaría tener a todos, no sé qué os ha dado’.
‘¿Todos quiénes?’, pregunté yo. ‘¿Tus clientes?’.
‘Los tíos en general, los tíos, ¿qué te crees, que sólo conozco puteros?’.
Tenía algo desabrido que Celia no tenía ni tiene, si era ella fingía bastante bien, o quizá el tiempo que llevara ejerciendo —acaso más de un mes o dos, hacía cuatro o cinco que lograba no verla ni hablar con ella— le había servido para contagiarse de algunos modales. También se me ocurrió que podía estar irritada por mi alquiler tan pronto, pagando además de antemano: se podía estar preguntando si la había cogido por el parecido y como excepción o si era un putero de siempre y ella lo había ignorado durante nuestro matrimonio.
‘Ya me imagino que no, perdona. También tendrás familia, supongo’.
‘Por ahí andan, no los veo, así que no me preguntes por ellos’. E insistió con resentimiento, en sus ojos pintada la noche oscura: ‘Oye, yo me trato con mucha gente’.
‘Ya ya, disculpa’, dije.
La conversación no resultaba fácil, quizá era mejor continuar en silencio. Pensaba que era Celia un momento y que podíamos dejar de disimular y hablar de todo o de lo de siempre o interrogarnos abiertamente, y al siguiente pensaba que no podía ser ella y que se trataba sólo de uno de esos parecidos extraordinarios que sin embargo se dan a veces, como si fuera ella con otra vida o historia, la misma persona a la que hubieran trocado de niña en la cuna como en los cuentos infantiles o en las tragedias de reyes, el mismo físico con otra memoria y con otro nombre y otro pasado en el que yo no habría existido, tal vez un pasado de niña gitana encaramada a la pila de objetos destartalados e inútiles de una carreta tirada por una mula, la Virgen de los traperos golpeándose contra las ramas de los torcidos árboles y viendo a las niñas burguesas masticar sus chicles en el piso alto de un autobús de dos pisos (pero ella era demasiado joven para haberlos conocido). Aunque tampoco hacía falta tanto para explicárselo, la frontera es delgada y todo está expuesto a los mayores vuelcos —el revés del tiempo, su negra espalda—, los hemos visto en la vida como en la novela y el teatro y el cine, escritores o sabios mendigos y reyes sin reino o esclavizados, príncipes encerrados en torres y asfixiados por una almohada, suicidados banqueros y beldades convertidas en monstruos tras ser arrasadas por vitriolo o por un cuchillo, nobles sumergidos en tinajas de nauseabundo vino e ídolos de las multitudes colgados de los pies como cerdos o arrastrados por un caballo, desertores convertidos en dioses y criminales en santos, ingenios reducidos a la condición de borrachos obtusos y tullidos coronados que seducen a las más hermosas sorteando su odio o aun transformándolo; y amantes que asesinan a quienes los aman. El filo es delgado y basta un descuido para caer del lado del que se está huyendo, porque en todo caso corta el filo y se acaba por caer de uno u otro, al poco tiempo: basta con echar a andar e incluso basta estar quieto.
‘¿Qué, cómo va la conducción?’, me preguntó Victoria después del nuevo silencio. ‘¿Entrenándote para la Fórmula 1 o es que todavía te estás pensando hasta dónde quieres que vayamos? ¿Quieres que te mire el mapa? A lo mejor te has perdido’. Y abrió la guantera para subrayar con un gesto su comentario.
‘No tengas prisa que todo este rato ya me lo debes’, respondí yo malhumorado y cerrándole la guantera de un golpe. ‘Y no te quejes, que mejor estás aquí que pasando frío ahí en la esquina. ¿Cuánto rato llevabas sin que te cogiera nadie?’.
‘Eso a ti no te importa, yo no hablo de mi trabajo. Si además de hacerlo tengo que hablar de él, ya me contarás tú el plan’. Masticaba su chicle con fuerza y abrí un poco mi ventanilla para disipar el olor a menta, que se había mezclado con el de su perfume agradable, no era el habitual de Celia.
‘Ya, no quieres hablar de tu trabajo ni de tu familia ni de nada: lo que hace tener la pasta ya en el talego sin habérsela ganado’.
‘No es eso, tío’, contestó ella, ‘si quieres te la devuelvo y me la das cuando terminemos. Lo que pasa es que no estoy aquí para ilustrarte, cada cosa en su sitio, ojo’.
‘Tú estás aquí para lo que yo te diga’. Me sorprendí a mí mismo diciéndole eso, a Victoria o a Celia, tanto daba. Los hombres tenemos la capacidad de meter miedo a las mujeres con una mera inflexión de la voz o una frase amenazadora y fría, nuestras manos son más fuertes y aprietan desde hace siglos. Es todo chulería.
‘Vale, vale, no te me pongas borde’, dijo ella en tono conciliador; y sirvió para apaciguarme ese ‘me’, porque me hizo sentirme un poco suyo.
‘La que está borde eres tú desde que te has montado en el coche. Tú sabrás lo que te ha pasado con tu anterior cliente’. Me pareció que nos estábamos deslizando hacia una discusión conyugal o adolescente absurda. Añadí en seguida: ‘Pero perdona, no te gusta hablar de tu trabajo, la señorita guarda el secreto profesional’.
‘¿A que a ti no te gusta hablar del tuyo?’, contestó la puta Victoria. ‘A ver, ¿a qué te dedicas?’.
‘No me importa hablar de ello. Soy productor de televisión’, mentí de nuevo, aunque con precaución, ya que conozco a varios y podía representar perfectamente su papel ante una puta. Esperé que ella me preguntase qué programas había hecho o me pidiera una prueba, pero no me creyó, así que no hizo nada de eso (quizá no me creyó porque era Celia, y en ese caso sabía).
‘A estas horas de la noche lo que tú digas’, dijo, ‘aquí estamos para complaceros, tú lo has dicho’.
Ahora sí decidí meterme por las calles tranquilas y diplomáticas que ella me había sugerido al principio, buscar un hueco para aparcar el coche. Lo encontré en Fortuny, no lejos de la embajada alemana, que parecía deshabitada a aquellas horas, la luz de la garita apagada, tal vez el vigilante veía así mejor en la noche y no era visto sobre todo. Dejamos atrás a dos travestidos inconfundibles en la esquina de Eduardo Dato, aguardaban sentados en un banco de madera aún húmeda bajo los árboles, rodeados de hojas amarillas caídas y amontonadas, como si hubieran ahuyentado a un barrendero en medio de su faena.
‘¿Cómo os lleváis con esos?’, le pregunté a Victoria tras apagar el motor y señalando con el pulgar hacia atrás. Ahora habíamos utilizado ambos un plural que nos despersonalizaba.
‘Y dale’, dijo ella. Pero esta vez contestó, había que borrar la acritud aunque fuera mínimamente, no se puede establecer un contacto físico con acritud, por muy convenido y codificado y pagado que esté ese contacto: ‘Bien, aunque estemos en la misma zona no coincidimos. Para pescar esa esquina es suya, pero si una noche no viene ninguno nos podemos poner nosotras, y si aparecen nos vamos. No hay problemas, los problemas son siempre con los clientes’.
‘Qué pasa, que nos ponemos bordes’.
‘Algunos dais miedo’, contestó Victoria. ‘Algunos sois unos bestias’.
‘¿Yo te doy miedo?’, pregunté estúpidamente, pues al decirlo estuve seguro de que ninguna de las dos respuestas posibles me agradaría. No podía darle miedo si era Celia, pero ella actuaba como si no lo fuera. Yo me comportaba como yo mismo en cambio, dejando de lado las pequeñas mentiras, o ni siquiera hacía falta dejarlas de lado.
‘De momento no, pero a ver por dónde me sales’, respondió ella con una especie de término medio, como si me hubiera adivinado el fugaz pensamiento, o no llegaba a ser tanto. Y de nuevo me incluyó en su ‘me’, con el que me iba ganando. ‘¿Qué quieres, un francés?’ Y a la vez que decía esto se sacó su chicle de la boca y lo sostuvo entre los dedos sin decidirse a tirarlo. En esa masa minúscula estarían las huellas de sus muelas, que es lo que sirve para reconocer a un cadáver sin lugar a dudas, si se encuentra al dentista del muerto.
‘¿No te da miedo subirte al coche de un desconocido una vez y otra?’, insistí yo, y ahora lo pregunté realmente preocupado por Celia y también por Victoria, pero por Victoria menos. ‘Nunca sabrás lo que vas a encontrarte’.
‘Claro que me da miedo, pero a ver, no lo pienso. ¿Por qué, tengo que tenerte miedo?’ En su voz hubo un poco de alarma, vi que me miraba las manos, las tenía aún sobre el volante. De pronto le había desaparecido todo sarcasmo, la idea del miedo le había traído ese miedo, y mi insistencia. Qué fácil meter una posibilidad o una aprensión o una idea en la cabeza de otra persona, todo se contagia muy fácilmente, de todo podemos ser convencidos, a veces basta un gesto de asentimiento para lograr los propósitos, hacer como que uno sabe, o sospechar la sospecha del otro sobre nosotros para descubrirnos sin querer por miedo y revelar lo que íbamos a mantener secreto. Celia o Victoria tenía ahora miedo de mí y entendía a Victoria, pero cómo podía tenerlo Celia. O quizá sí podía, si sospechaba que yo sospechaba que se estaba vengando de mí con sus parentescos no consanguíneos que me imponía y me había impuesto sin mi consentimiento ni mi conocimiento. Pero cómo puede haber consentimiento. Quizá iba a emparentarme conmigo mismo, a Javier con Víctor, y ahí sí habría consentimiento.
‘No, claro que no’, dije riendo. Pero no sé si bastó, una vez introducido el temor en su mente; las mujeres saben que cuanto logran ante los hombres son sólo concesiones de éstos —una renuncia voluntaria a su fuerza, el pasajero descanso de su autoritarismo— y que éstos pueden retirarlas en cualquier instante.
‘¿Entonces por qué me preguntas si no me da miedo subirme al coche de un desconocido cuando eso es lo que acabo de hacer contigo?’ La había sobresaltado la intrusión de ese miedo, trataba de sacudírselo antes de que se aposentara. Se metió el chicle otra vez en la boca, había hecho bien en no tirarlo. ‘Son ganas de joder, también tú eres un desconocido, qué te crees’.
Por qué afirmaba lo que era evidente si yo era yo y ella era Victoria, me pregunté. Ahora le veía la cara de frente, mal iluminada por un farol bajo de luz amarillenta que tapaban o tamizaban las ramas, el rostro de Celia pero no su nombre. Celia tenía entonces veinticinco años y Victoria aparentaba quizá algunos más, veintiocho o veintinueve, como si fuera una premonición a corto plazo de Celia que no se ha cumplido, el anuncio de sus primeras arrugas y del cansancio y el pánico instalados en su mirada, el vaticinio de su vida arruinada o tal vez sólo una mala racha, el maquillaje exagerado para una joven tan joven y la ropa que más que cubrir subrayaba, los pechos acentuados y alzados por aquel body blanco, las piernas al descubierto con la mínima falda hecha un guiñapo de tanto sentarse en los asientos de copiloto de los indiferenciables coches nocturnos, y tal vez luego arrodillarse y aun ponerse a cuatro patas; la expresión asustada o ácida según los momentos, suprimida o disimulada deliberadamente su simpatía, aquella mujer me había hecho gracia durante mucho tiempo y en aquellos instantes volvía a hacérmela con su impermeable lustroso y su boca incesante y sus malos modos, en sus ojos pintada la noche oscura y también el miedo a mis manos y a mi deseo y a mis inminentes órdenes, qué desgracia saber tu nombre aunque ya no conozca hoy tu rostro y aún menos lo conozca mañana. Le puse en el muslo la mano temida, toqué la franja de piel entre la media y la falda, acaricié esa franja.
‘¿Lo soy?’, le dije, y con la otra mano le cogí la barbilla y le volví la cara, obligándola a mirarme muy de frente. Ella bajó los ojos instintivamente y yo le dije: ‘Mírame, ¿no me conoces? Dime que no me conoces’. Se zafó de mi mano con un movimiento del mentón y dijo:
‘Oye, qué te pasa, yo a ti no te he visto en mi vida. Así sí que me vas a dar miedo. Mira, no es fácil acordarse de todo el mundo, pero contigo estoy segura de que no he estado antes, y no sé si voy a estar a este paso. Pero qué te ha dado’.
‘¿Cómo puedes estar segura? ¿Cómo sabes que no has estado conmigo? Tú misma lo has dicho, no es fácil acordarse de todo el mundo, para alguien como tú se mezclarán las caras, o a lo mejor haces lo posible por no mirarlas ni verlas y así poder imaginarte siempre que estás con el mismo hombre, con tu novio, o con tu marido, a lo mejor estás casada, o lo has estado’.
‘Tú te crees que si estuviera casada estaría aquí, estás listo. Y además es al revés, a todos os miramos muy bien por delante y por detrás, para no repetir si os habéis puesto bestias o si hay mal rollo. La primera vez con un tío te puede ocurrir cualquier cosa, pero a la segunda es de pardillo. A los tíos se os ve a la primera por dónde vais. Así que venga, dime por dónde vas tú y acabemos’. El tono de la última frase fue conciliador de nuevo pese a la impaciencia de las palabras.
‘Hay mal rollo conmigo’, dije.
‘Muy bueno no lo estás haciendo, hablando del miedo y de si me das miedo y de si te conozco’.
‘Lo siento’, dije.
Hubo un silencio. Ella lo aprovechó para quitarse el impermeable —fue otro gesto de conciliación—, no lo tiró al asiento de atrás de cualquier manera, sino que lo dobló y dejó cuidadosamente, como si estuviera en el cine. No llevaba sostén, Celia lo llevaba siempre.
‘Mira’, dijo, ‘andamos todas un poco histéricas por esta zona. Hace cosa de un mes se cargaron a un chiquito que habían cogido en Hermanos Bécquer, ahí mismo donde tú me has cogido. Por eso ya no se ponen ahí los travestis, les da mal fario y nos han cedido la esquina. Hasta que nos pase algo a alguna, y entonces nos largaremos, hay mucha superstición con lo del territorio. Era un chiquito muy joven, muy delicado, muy niña, no como esos tiorros’, y señaló con el pulgar hacia atrás como yo había hecho antes, ‘parecía de verdad una chica. Llevaba poco tiempo, recién llegado de un pueblo de Málaga. Se montó en un Golf como este sólo que blanco, se vino a una de estas calles a mamársela al hijoputa, y a la mañana siguiente lo encontraron tirado en la acera con la cabeza aplastada y la boca llena. Apenas si todavía sabía andar con tacones, el pobre, tendría dieciocho años. ¿Y qué pasa? Que a la noche siguiente tenemos que salir otra vez y olvidarnos de eso, porque si no no salimos, ni nosotras ni ellos. Así que no están las cosas para que me vengas tú con el miedo y que si te conozco o no te conozco, no sé si me entiendes’.
No podía ser Celia, pensé; Ruibérriz o sus amigos habrían visto a esta puta Victoria idéntica a ella y habrían querido pensar que se trataba de ella, y quizá habrían creído acostarse con Celia pagándole, si lo habían hecho con Victoria. No podía haber cambiado tanto en los demás aspectos, no podía ser ella; a menos que estuviera fingiendo a las mil maravillas, inventando historias truculentas para asustarme y hacer que me preocupara aún más, hasta el punto de querer salvarla de aquella vida y aquellos peligros volviendo a su lado para que no tuviera que estar aquí ni en ningún local ni en Hermanos Bécquer de tan mala suerte (ella lo había dicho: ‘Tú te crees que si estuviera casada estaría aquí, estás listo’). No había leído nada en los periódicos sobre aquel travestido niña con la cabeza aplastada contra la acera, suelo detenerme en este tipo de noticias por mi trabajo. Celia era algo novelera y algo mentirosa, pero no hasta esos extremos ni solía fabular desgracias, su carácter es optimista y ufano. Sin embargo, pensé, si ella era ella llevaría en efecto un tiempo ejerciendo de puta y ya lo sería por tanto, habría conocido el medio y no tendría por qué inventar nada, y eso explicaría su talante más agrio y su léxico más abrupto y su dicción más áspera, todo se contagia. En realidad no estaría fingiendo. Cómo era posible que tuviera dudas, cómo era posible que no estuviera seguro de si estaba con mi mujer o con una puta (con mi mujer hecha puta o con una puta sentida como mi antigua esposa), había vivido con ella durante tres años y la había tratado durante uno más antes, me había despertado y acostado con ella a diario, la había visto desde todos los ángulos y conocía todos sus gestos y la había oído hablar durante infinitas horas bajo todos los humores imaginables —la había mirado sobre la almohada a los ojos en otros tiempos—, hacía sólo cuatro o cinco meses que no la veía, aunque la gente puede cambiar mucho en ese tiempo si ese tiempo es anómalo y de enfermedad o sufrimiento o de negación de lo que hubo antes. Lamenté de pronto que no tuviera ninguna cicatriz o mella o lunar muy visible, de haber sido así me la habría llevado a casa para desnudarla entera, aun a riesgo de tener certeza con ello. O quizá es que no recordaba en su cuerpo esas señales que identifican, uno es olvidadizo y no se fija nunca mucho en nada, para qué hacerlo si nada es como es porque nada está quieto en su ser y perseverando, nada dura ni se repite ni se detiene ni insiste, y la única solución a eso es que todo acabe y no haya nada, lo cual no le parecía al Único mala solución a veces, según dijo con nihilismo; y en cambio todo viaja incesantemente y encadenado, unas cosas arrastrando a las otras e ignorándose todas, todo viaja hacia su difuminación lentamente nada más ocurrir y hasta mientras acontece, y hasta mientras se lo espera y aún no sucede, y se recuerda como pasado lo que aún es futuro y tal vez acabe por no cumplirse, se recuerda lo que no ha sido. Todo viaja menos los nombres, verdaderos o falsos, que se quedan para siempre grabados en la memoria como en las lápidas, León Suárez Alday o Marta Téllez Ángulo, habrán ya inscrito el nombre de Marta y no será distinto del de 1914. Yo habría sabido que Victoria era Celia si Victoria me hubiera respondido ‘Celia’ cuando le pregunté su nombre, y puede que entonces yo le hubiera contestado ‘Víctor’ al preguntarme ella el mío. Y en ese caso nos habríamos reconocido y quizá abrazado y no habríamos ido a la calle Fortuny bajo los árboles aún frondosos y un farol amarillo sino a nuestra antigua casa que ahora es sólo la suya o a la nueva mía, y nada de esto estaría ocurriendo en mi coche ni yo le daría miedo.
‘Sí te entiendo. Disculpa’, dije. ‘¿Conocías mucho a ese chico?’.
‘No, sólo de vista un poco, dos o tres veces por la zona, había cruzado con él algunas frases. Arrastraba sus tacones altos como si agarrara con los pies los zapatos, por la falta de costumbre o a lo mejor por enfermedad, parecía frágil y andaba muy despistado. Era muy mono, muy tímido, bastante educado, daba siempre las gracias cuando preguntaba algo’. Victoria se quedó pensativa un instante y se acarició con el índice el extremo de una ceja, como hacía Celia Ruiz Comendador cuando en medio de una discusión o un relato se paraba a reflexionar sus siguientes palabras, o las buscaba para bien elegirlas. La coincidencia, sin embargo, no me pareció decisoria en aquel momento. ‘Era ese tipo de persona que, si bien se mira, es normal que no haya vivido mucho. Se las ve a la legua, parece que estén de sobra, como si el mundo no las soportara y tuviera prisa por expulsarlas. Pero entonces sería mejor que no nacieran. Porque la realidad es que nacen y están ahí, y es horrible que la gente que uno conoce se muera, aunque la conozca poco, no se comprende que ya no exista quien ha existido. Yo no lo comprendo al menos. Se hacía llamar Franny, supongo que se llamaría Francisco. Menuda muerte’. Ahora Victoria me mostró su nuca al volver el rostro hacia la calle, se quedó mirando hacia la acera de la calle Fortuny junto a la que estábamos aparcados, tal vez imaginaba el cráneo deshecho de aquel travestido niña sobre ese mismo suelo o sobre alguno cercano. ‘La muerte horrible y la muerte ridícula’, pensé, ‘la cabeza entre los muslos en el penúltimo instante, y el desprecio del muerto hacia su propia muerte. Qué maldición, ahora tendré que recordar también ese nombre cuyo rostro ni siquiera conozco: Franny’; o así lo imaginé yo escrito, por mis lecturas. También me quedé callado mientras lo pensaba, apoyado en el volante un codo y frotándome con el pulgar bajo los labios. Pero fue poco tiempo. Quizá nos observaban de lejos, desde la garita de la embajada alemana a oscuras.
‘Qué te parece si vamos un poco al asiento de atrás’, le dije a Victoria para sacarla de la ensoñación e interrumpir aquel otro gesto de su dedo índice. Le puse la mano en el hombro, luego le acaricié la nuca. ‘Aún te tienes que ganar tu dinero’, y señalé su bolso.
Ella me miró y se sacó el chicle. Esta vez abrió la ventanilla y lo tiró a la acera.