No hace falta decir que los vagos deseos del Solo no solamente excedían mis temporales atribuciones, sino que sin duda fueron un pasajero capricho debido seguramente al azar del sueño parcial que no siempre elude o visita las mismas casas y de la programación televisiva nocturna. Él había visto incompleta aquella película y había sentido instantánea y primaria envidia, sin acordarse ni darse cuenta de que los dos medievales Enriques de Lancaster se beneficiaban del paso de los siglos que ya por sí solos los hacían ficticios, objeto sólo de representación, ni siquiera de investigación o estudio, de ninguna otra cosa, tan nítidos y reconocibles como nunca lo son las personas o sólo en cambio los personajes. Él era aún persona, aunque a diferencia de la mayoría de los mortales pudiera tener el casi convencimiento de que póstumamente cruzaría esa frontera que casi nadie cruza; y las personas son volubles e inestables y frágiles y se distraen de sus intereses por cualquier cosa traicionando o desdibujando así su carácter, miran hacia otro lado y el retrato se va al traste, o bien hay que falsearlo y anticiparse a la muerte del retratado, pintarlo como si ya no pudiera variar porque ya no estuviera vivo y no fuera a renegar más de nada, como Marta Téllez, a la que cada día voy más percibiendo como si hubiera sido una muerta siempre, lleva tanto más tiempo siéndolo del que yo la vi y traté y besé viva: sólo tres días viva, testigo yo de su aliento durante unas horas de esos días. Y aunque así no hubiera sido: mucho más dura cualquier vida muerta que la vida viva tan inconstante, no es sólo la vida muerta de ella que llegó prematuramente, son todos los vivos que en el mundo han sido y que perduran más en su existencia de muertos cuando ya son pasado, mientras se los recuerda. Y debió creer ella cuando me dijo ‘Cógeme’ que había nacido para morir más bien joven y casada y madre, quizá vio todos sus anteriores pasos y sus días primeros como un itinerario por fin comprensible que conducía a la noche conmigo infiel pero sin cumplimiento. Y yo a mi vez hube de verla a ella como a alguien aparecido en mis días solamente para morir a mi lado y provocarme este encantamiento, qué extraña misión o tarea es esa, aparecer y desaparecer para que yo dé otros pasos que no habría dado —el hilo de la continuidad no interrumpido, mi hilo de seda aún intacto pero sin guía—, para que tenga preocupación por un niño y busque una esquela y asista disimulando a un entierro ante una tumba de 1914, y escuche una y otra vez una cinta (‘desde luego no dice mucho de tus ganas de estar conmigo, si quieres todavía podría pasar un rato, el tipo no suena nada mal, pero vaya, no es hombre de letras, no te hagas ilusiones, povero me, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable, así que haremos lo que tú digas, podemos quedar el lunes o el martes, hola, soy yo, dejadme un poco de jamón, por favor por favor’; y llanto), para que me inmiscuya sin ningún propósito y solapadamente en las vidas de otras personas que ni siquiera conozco como si fuera un espía que ignora lo que tiene que averiguar —o si algo— y en cambio pone en peligro su propio secreto ante quienes menos debe, aunque tampoco ellos sepan que tiene un secreto que los atañe; para que lo guarde entretanto y vaya ahora a escribir las palabras que Solus dirá ante el mundo cuando yo no soy nadie ni casi pertenezco al mundo, aunque quizá sea eso lo más adecuado, que esas palabras atribuibles a su figura provengan de lo más oscuro y anónimo de su reino para que en verdad se hagan suyas; o es oscuro y pseudónimo, pues para él fui Ruibérriz de Torres, ese fue mi nombre. Extraña misión o tarea la de Marta Téllez, aparecer y desaparecer para que yo encamine esos pasos hacia la casa de su padre anciano y haga su existencia un poco menos precaria, le haga sentirse útil y hasta con responsabilidades de Estado durante una semana, para que insufle vida a un premuerto que sin embargo va sobreviviendo a sus propios vástagos. Si Marta estuviera viva yo no estaría entrando por el portal anticuado y enorme de una casa del barrio de Salamanca, ni estaría subiendo en el ascensor de puertas de madera pretencioso y vetusto y con anacrónico banco para sentarse, ni llamando al timbre durante varios días seguidos, no estaría pasando las mañanas en un gran estudio lleno de libros y cuadros abigarrado y aún vivo, sentado ante una mesa prestada tras haber llevado hasta allí el primer día mi máquina de escribir portátil que ya casi no uso, con un hombre mayor que hace ilusionada guardia en el salón de al lado, un hombre afable y contento de tener en la casa alguna presencia además de la de una criada como ya no se ven, vestida de uniforme con delantal, no con cofia, y que sin duda será quien le anude por las mañanas sus cordones rebeldes. No estaría recibiendo las disimuladas visitas o supervisión de ese viejo, que con el pretexto de coger un libro o buscar una carta merodeaba por el estudio silboteando una melodía y me preguntaba invariablemente: ‘¿Qué, cómo va eso? ¿Avanzando? ¿Necesita usted algo?’, en la esperanza de que le hiciera alguna consulta o le dejara leer las últimas líneas del discurso escritas para que diera su aprobación o sugiriera enmiendas en su calidad de privilegiado conocedor antiguo de la psique del Solitario. (Y luego, de vez en cuando, se iba a la cocina a moler café). Y no estaría conociendo a Luisa, Luisa Téllez, la hija viva y la hermana, que llegó a última hora de la segunda mañana de silboteo y trabajo a recoger a su padre, ni a Eduardo Deán, el yerno, el marido, el viudo, que llegó no mucho más tarde para ir a almorzar con ellos, es decir, con nosotros, o los habría conocido en otras circunstancias (‘¿Quiere usted acompañarnos?’, la iniciativa había sido de Téllez, y yo dije ‘Sí, cómo no’ sin hacerme de rogar, sin que hubieran de mostrarme la menor insistencia, que tal vez no habrían mostrado en modo alguno). Y tampoco estaría entrando en un restaurante acompañado por ellos, el primero en franquear la puerta el padre, como hacen los padres y también los varones italianos, que no dejan que en un local público pase la mujer delante porque antes hay que comprobar cómo está el ambiente (en ese momento pueden volar botellas y refulgir navajas, los hombres se pelean hasta en los sitios más inconcebibles para una reyerta), luego Luisa Téllez, luego yo a quien Deán cedió el paso con un gesto a mitad de camino entre el paternalismo y el señalamiento de una vaga superioridad social (o quizá era la deferencia falsa con que se trata a los asalariados), imbécil, no sabes que tu mujer murió entre mis brazos mientras estabas en Londres, imbécil, aún no lo sabes, y en seguida rectifiqué avergonzado: a veces tengo con el pensamiento reacciones demasiado ofensivas o masculinas. El insulto mental sólo admite el tuteo.

Deán era un hombre más bien apuesto, había ganado mucho con los años ahora que lo veía de cerca, y con la desaparición del desfallecimiento en su rostro visto en el cementerio un mes antes, las manos contra sus sienes. No sé si es lícito decir lo que voy a decir, ya que desde el primer momento yo sabía lo bastante de él y había asistido a su cambio de estado cuando él aún lo ignoraba, pero lo cierto es que tenía cara de viudo, resultando difícil saber si se le había puesto en ese último mes o si la habría tenido desde mucho antes de serlo. (Los viudos parecen personas apaciguadas aun dentro de su desesperación o tristeza, cuando hay desesperación o tristeza). La mano que ofrecía para saludar era la izquierda, sin que por lo demás fuera zurdo ni llevara la derecha vendada o inmovilizada, una originalidad, un capricho que ya hacía el primer contacto con él un poco torpe y dificultoso y sesgado, como si eso formara parte de su expresión o figura nunca decisas, las cejas burlonas y los ojos rasgados y graves, el mentón partido como el de Grant y Mitchum y MacMurray (pero él era más flaco que cualquiera de ellos). Durante las presentaciones en la casa de Téllez estuve seguro de que ni él ni su cuñada Luisa se habían fijado en mí en el entierro ni por tanto podían reconocerme; de pronto, durante el almuerzo o su espera, tuve una duda momentánea mientras Téllez y su hija solventaban un asunto doméstico que no nos interesaba y él y yo escuchábamos sin apenas decir nada: durante esos dos o tres minutos me miró de soslayo o de frente como si supiera algo de mí, o mejor dicho, como si ante él no se pudieran tener secretos, esa clase de ojos incrédulos y expectantes que lo obligan a uno a seguir hablando aunque no haya preguntas sino silencio, a dar más explicaciones de las pedidas, a probar con nuevos argumentos lo que no ha sido puesto en duda ni refutado verbalmente por nadie pero uno siente que no vale o no cuela porque el otro no contesta sino que sigue esperando más, como quien asiste a un espectáculo y no participa y quiere ser satisfecho hasta que la función termine. Y uno es el espectáculo, aunque durante aquellos dos o tres minutos en los que me miró yo fui un espectáculo mudo al que se echaba tan sólo vistazos, como a una televisión encendida con el sonido quitado. ‘No comprendo cómo Marta podía tener un amante’, pensé, ‘el estridente Vicente que no es nunca discreto según su mujer Inés, un bocazas de los que acaban contándolo todo, hasta lo que los perjudica y pierde. No comprendo cómo era tal cosa posible ante este marido de mirada tan conminatoria, a quien nadie podría ocultar algo así durante mucho tiempo, a no ser que esa relación entre Marta y Vicente no fuera de mucho tiempo, sino nueva precisamente pese a las confianzas grabadas y los insultos verbales y no sólo mentales, la carne da confianza e invita al abuso, todo se arruga o se mancha o maltrata, tendré que oír una vez más esa cinta, quizá había en la voz del hombre la impaciencia que trae lo reciente consigo, cuando lo reciente entusiasma y no se puede pasar sin ello. Deán es penetrante y debe de ser vengativo, está dispuesto a encontrarme según Inés, no parece la clase de hombre que acepta sin más lo que le va llegando o no toma medidas, más bien ha de ser maquinador y activo, manipulador, persuasivo, debe de forzar y torcer los hechos y las voluntades, esa mirada denota posturas inamovibles una vez tomadas y mucho convencimiento adquirido, esas incipientes arrugas múltiples que harán de su rostro corteza de árbol cuando sea más viejo, esa lentitud y esa capacidad de sorpresa y esa capacidad de comprensión infinita que ahora siento y veo de cerca al otro lado de la mesa, se trata de alguien que conoce y mide las consecuencias de sus actos y que sabe que todo es posible y no debe extrañarnos más que un instante —sólo el que antecede a la comprensión infinita—, ni siquiera lo que pensemos o hagamos nosotros mismos, la crueldad, la piedad, la irrisión, la melancolía y la cólera; la guasa, la rectitud y la buena fe y el ensimismamiento; la vehemencia, o quizá inclemencia, todo ello sin las rectificaciones que desechan o desconocen los que se paran a pensar un poco, y luego obran. Este hombre es previsor y anticipatorio, está alerta y cuenta con lo que casi nadie cuenta: cuenta con lo venidero y ve lo que ocurrirá después, y por ello cuando hace algo cree que además es justo. O acaso no será así sino que será a la inversa, acaso tenga buena retórica mental y verbal y actúe en todo sin premeditación, sabiendo que encontrará más tarde el argumento o juicio adecuado para justificar lo que habrán improvisado su gusto o su instinto, esto es, para explicarse sus actos y sus palabras, sabedor de que todo puede defenderse y de que cualquier convicción contraria puede ser rebatida, la razón puede dársenos siempre y todo puede contarse si se ve acompañado de su exaltación o su excusa o su atenuante o su mera representación, contar es una forma de generosidad, todo puede suceder y todo puede enunciarse y ser aceptado, de todo se puede salir impune, o aún es más, indemne, los códigos y los mandamientos y leyes no se sostienen y son convertibles siempre en papel mojado, siempre habrá alguien que logre decir: “No se aplican conmigo, o no en mi caso, o no esta vez, aunque quizá sí la próxima, si cometo la próxima”. Alguien que logrará mantenerlo, y convencer de ello’. Su voz era excepcionalmente grave, oxidada y ronca como si saliera de un yelmo o llevara siglos meditando y guardando cada una de sus palabras, hablaba muy lentamente y fue así como habló cuando ya en el segundo plato hizo por fin una referencia a Marta, a su mujer muerta un mes antes sin el beneficio de su presencia:

—No sé si os habéis dado cuenta de que dentro de una semana es el cumpleaños de Marta —dijo—. Habría cumplido treinta y tres, ni siquiera llegó a la edad famosa.

Eso dijo con los ojos tártaros de color cerveza mirando hacia Luisa, cuyas anteriores frases habían dado pie a las suyas, o habían permitido al menos que las suyas no parecieran extemporáneas y producto sólo de sus cavilaciones aisladas de la conversación de los otros, que hasta aquellos momentos había discurrido sin mucho rumbo, a saltos y hasta con breves pausas, quizá condicionada por mi presencia incómoda y quizá también por el asunto doméstico que habían empezado por solventar Luisa y su padre, nada más sentarnos, un asunto de intendencia. O puede que fuera una forma de intentar evitar o más bien postergar lo que sin duda los tres tendrían aún como un latido incesante en el pensamiento, sobre todo cuando se juntaran, y que Deán no había podido dejar sin mencionar más tiempo, había esperado a pedir, y a tomar el primer plato, y a que nos hubieran traído el segundo (comía lenguado y bebía vino). Hasta entonces no me habían hecho mucho caso, es decir, no me habían tratado como a una persona nueva por la cual hay que interesarse mínimamente según es cortesía, no como a un igual sino en verdad como a un asalariado que simplemente acompaña a almorzar a quienes le pagan porque si no no almuerza, sólo que no eran ellos quienes iban a pagarme nada, ni siquiera Téllez, y yo podía haber almorzado solo sin que ello hubiera supuesto hacia mí desconsideración alguna. También era posible que estuvieran demasiado ensimismados y demasiado acostumbrados a hablar de sus cosas (pasa en todas las familias) como para variar el programa y el tono y los erráticos temas habituales de sus reuniones, quizá más frecuentes ahora de lo que nunca lo habían sido, la muerte de alguien acerca pasajeramente a quienes deja atrás ese alguien. Luisa le había preguntado a su padre cuánto dinero quería que gastara en el regalo que él haría pero ella compraría por él esa tarde para la nuera y cuñada María (María Fernández Vera, yo retengo todos los nombres), cuyo cumpleaños era al día siguiente, este tipo de conversación era la que se traían, y fue entonces cuando Deán dijo lo que he dicho que dijo, con su comprensible confusión de tiempos verbales, primero había hablado como si Marta estuviera aún viva (‘Es el cumpleaños’), luego se había corregido al mencionar los años que ya no cumplía, los muertos abandonan la edad y así acaban por ser los más jóvenes, si los que vivimos acordándonos de ellos duramos mucho, por ahora un mes más tan sólo, en este caso. Luisa debió de tener un pensamiento parecido, porque fue ella la que contestó primero tras un silencio que reconocía lo inútil de evitar verbalmente aquello en lo que están pensando a la vez tres personas que en realidad eran cuatro y esa cuarta haunted, aunque de esto nada sabían las tres que quizá también estaban bajo encantamiento desde que habían visto caer la tierra simbólica. Téllez dejó en cruz sobre el plato sus cubiertos de pescado (mero a la plancha, había comido hasta entonces con ganas); Luisa se llevó la servilleta a los labios y allí la sostuvo durante unos segundos como si con ella contuviera las lágrimas —más que lo que la boca despide, vómito o palabras— antes de devolverla a sus muslos manchada de su carmín y saliva y del jugo de su solomillo sanguinolento (no irlandés a buen seguro); el propio Deán se llevó la mano derecha a la frente y apoyó ese codo aparatosamente sobre la mesa como si de pronto hubiera perdido las formas convencionales, antes dejó su tenedor pinchado en una patata asada. Y cuando Luisa devolvió por fin la servilleta a sus muslos que pude vislumbrar a través de la mesa mientras quedaron al descubierto —la falda menos subida que la de su hermana, el paño blanco sobre la boca abierta—, lo que dijo fue esto, parecido a mi pensamiento:

—Nunca imaginé que yo pudiera ser un día mayor que Marta, es una de esas cosas que desde niña sabes que son imposibles, aunque puedas desearla en algunos momentos, cuando la hermana mayor te quita un juguete o te peleas con ella, y siempre pierdes porque eres la más pequeña. Y sin embargo es posible. Dentro de dos años ya seré mayor que ella, si vivo hasta entonces. Es increíble.

Aún sostenía el cuchillo en su mano derecha, un cuchillo puntiagudo y dentado con mango de madera, como a veces ponen en los restaurantes para cortar la carne con poco esfuerzo. El tenedor lo había depositado también en el plato para coger la servilleta, luego no lo había recuperado. Parecía una mujer temerosa que va a defenderse, con aquel cuchillo con filo y sierra enarbolado en la mano.

—No digas majaderías y toca madera, niña —le dijo Téllez con aprensión—. Si vivo hasta entonces, si vivo hasta entonces, no te parece. Qué más desgracias quieres. —Y volviéndose hacia mí añadió como explicación (supersticioso pero el más consciente de mi presencia), vacilando asimismo con los tiempos verbales:— Marta es mi hija mayor, la mujer de Eduardo. Murió hace poco más de un mes, de repente. —A pesar de todo creía en la suerte y que las cosas no tienen por qué repetirse.

—Algo me pareció oír en Palacio —contesté yo, el único que aún tenía en sus manos los dos cubiertos, aunque ya tampoco comía—. No saben cómo lo siento. —Y esta frase hecha no era en mis labios sino demasiado exacta y demasiado cierta (‘cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro’). Luego callé, ni siquiera pregunté de qué había muerto (no me había importado nunca, y cada vez menos), quise decir sólo lo justo para permitir que siguieran hablando como habían hecho hasta aquel momento, como si yo no estuviera, como si no fuera nadie, aunque a ellos sí había sido presentado debidamente, y con mi verdadero nombre que nunca aparece en ninguna parte.

Deán bebió de su vino blanco y se llenó de nuevo el vaso, siempre con el codo apoyado en la mesa y la frente en la mano. Pero fue Luisa la que volvió a hablar, y dijo (sin por ello dejar de tocar la madera que le había recomendado su padre: la vi buscar maquinalmente la mesa bajo el mantel como quien asocia una palabra a un acto, era un gesto normal, consuetudinario en ella, también era supersticiosa, quizá contribuía la herencia italiana, aunque en Italia más bien tocan hierro):

—Todavía me acuerdo de los guateques de la adolescencia, en los que yo lo pasaba fatal por su culpa: me prohibía que me gustara ningún chico hasta que ella no hubiera elegido. ‘Espérate a que yo decida, ¿eh?’, me decía a la puerta de la casa en que se celebrara. ‘Te vas a esperar, ¿verdad? Seguro, si no no entro’, me decía, y sólo cuando yo contestaba ‘Bueno, vale, pero date prisa’ llamábamos al timbre. Por ser la mayor ejercía una especie de derecho de tanteo, y yo se lo consentía. Después tardaba bastante en decidirse durante la fiesta, bailaba con unos cuantos antes de comunicarme a quién había elegido, yo pasaba ese rato angustiada temiendo lo que casi siempre ocurría, acababa fijándose en el chico que a mí más me apetecía. Estoy segura de que muchas veces trataba de adivinar quién me gustaba a mí para entonces escogerlo, y luego, cuando yo protestaba, me acusaba de ser una copiona, de fijarme siempre en los chicos que a ella le hacían gracia. Y ya no dejaba de bailar con él en toda la tarde. A cada ocasión yo disimulaba más mis preferencias, pero no había manera, me conocía bien y siempre acertaba, hasta que dejamos de ir a las mismas fiestas, ya más mayores. Era así —dijo Luisa con los ojos un poco perdidos de quien se abisma con facilidad recordando—, aunque también es verdad que habría podido elegir en todo caso, por entonces tenía bastante más pecho que yo y por lo tanto más éxito.

No pude evitar mirarle un momento el pecho a Luisa Téllez y, por así decir, calculárselo. Quizá el sostén de su hermana Marta no había sido de talla menor de la necesaria, quizá sus pechos habían sobresalido siempre. ‘Cómo puede ser que me esté fijando en el busto y los muslos de Luisa Téllez’, pensé. Sé que es normal en mí y en muchos otros hombres en cualquier circunstancia, aunque sea la más triste o más trágica, no podemos evitar el aprecio visual más que violentándonos mucho, pero me hizo sentirme como un miserable —en el habla de la adolescencia un guarro—, y aun así volví a medirle ese busto con la mirada, fue un instante o dos, y disimuladamente, con ojos tan velados e hipócritas que a continuación los bajé hasta mi plato y comí un bocado, el primero que se comía en la mesa desde que Deán había mencionado el cumpleaños cercano de quien no cumpliría esos años. Yo no había podido gustarle antes, a mí no me había visto antes Luisa, cuya voz no me parecía la misma que por los siglos de los siglos diría en mi contestador, si yo no borraba esa cinta: ‘… nada, mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo. El tipo no suena nada mal, pero vaya. La verdad es que no sé cómo tienes tanto atrevimiento. Bueno, hasta luego y que haya suerte’. No había querido pensarlo mucho, pero tal vez yo era ‘el tipo’, aquel mensaje tenía que haber sido el penúltimo o más bien el último (el penúltimo seguramente borrado por la superposición de la voz eléctrica que yo había oído en directo y ya nunca Marta) antes de que yo llamara al timbre y se me franqueara el paso; era posible que después de decidir que por fin iba a verme, a Marta le hubiera dado tiempo a contárselo a una amiga o a su hermana: ‘He quedado con un tipo al que apenas conozco y va a venir a cenar a casa; Eduardo está en Londres, no estoy segura de lo que va a pasar pero puede que pase’, con la misma excitación que antes de una fiesta de la adolescencia (‘Espérate a que yo decida, ¿eh?’, y sólo luego llamar al timbre), tal vez Marta había dejado a su vez en el contestador de la amiga o la hermana este mensaje que a su vez había sido respondido mientras ella salía a última hora al Vips cercano dejando al niño solo un momento como yo lo había dejado durante media noche, a comprar los helados Háagen-Dazs para el postre: tal vez, por ejemplo. O podía no haber dicho ‘el tipo’ sino mi nombre y aun mi apellido, haber logrado hablar con la amiga o la hermana sin contestadores por medio y haber hablado de mí (pero entonces sabrían ese nombre mío y desde luego Luisa no lo conocía cuando nos presentó su padre, quizá ahora mismo ni lo recordaba), haber hecho especulaciones y consideraciones, lo conocí en un cocktail y quedé a tomar un café otro día, está muy relacionado con todo tipo de gente, está divorciado, se dedica a escribir guiones entre otras cosas, eso es lo que suelo decir que hago y en principio callo mi faceta de negro o escritor fantasma, aunque tampoco la oculto si se tercia mencionarla, sé que sus anécdotas divierten a los interlocutores. También esa noche Marta había dudado o ejercido su derecho de tanteo previo, había llamado a Vicente sin encontrarlo, a él por lo menos y tal vez a algún otro, yo había sido malhadado plato de segunda mesa probablemente, y sólo por eso ella había muerto ante mis ojos y entre mis brazos. Ya he dicho que no me importaba nada la causa médica, tampoco es que quisiera reconstruir lo ocurrido aquel día antes de nuestro encuentro ni el proceso que nos había unido, ni saber su historia o la de su familia o la de su matrimonio cansado, ni vivir de alguna forma vicaria lo que había quedado interrumpido o más bien cancelado, soy una persona pasiva que casi nunca busca ni quiere nada o no sabe que busca y quiere y a la que alcanzan las cosas, basta con estarse quieto para que todo se complique y llegue y haya furia y litigios, basta con respirar en el mundo, el mínimo balanceo de nuestro aliento como el vaivén levísimo que no pueden evitar tener las cosas ligeras que penden de un hilo, nuestra mirada velada y neutra como la oscilación inerte de los aviones colgados del techo, que acaban siempre por entrar en batalla a causa de ese temblor o latido mínimo. Y si ahora estaba dando unos cuantos pasos era más bien sin propósito definido, ni siquiera deseaba desentrañar esa cinta tantas veces oída porque además no era posible: hasta aquel mensaje podía haber sido para Deán y no para Marta, tal vez ‘el tipo’ era alguien con quien Deán iba a negociar un asunto precisado de grandes atrevimientos y ella no había hablado de mí con nadie y nadie en el mundo sabía que yo había sido elegido para aquella noche: no para acostarme con ella sino para acompañarla en su muerte. Lo que buscaba tal vez —se me ocurrió mientras masticaba el bocado y apartaba los ojos hipócritas del pecho de Luisa—, lo que quería tal vez era algo absurdo pero que se comprende, quizá quería convertir mi presencia indebida de aquella noche en algo más merecido y conforme, aunque fuera después de los hechos y por lo tanto jugando sucio, una manera de alterarlos más plausible que ninguna otra, ver la vida pasada como una maquinación o como un mero indicio, como si hubiera sido sólo preparativos y la fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y la comprendiéramos del todo al término: como si pensara que no era adecuado ni justo que ella hubiera dicho su adiós junto a un individuo casi desconocido que se limitó a no desaprovechar una ocasión galante, y que se haría más justo si ese desconocido acababa por convertirse en alguien cercano de quienes eran cercanos a ella, si en virtud de su muerte y de lo que iba trayendo yo acababa por ser fundamental o importante o aun sólo útil en la vida de alguno de sus seres queridos, o si los salvaba de algo. Y sin embargo había tenido una primera oportunidad de inmediato, pensé, podía haber garantizado con mi permanencia en Conde de la Cimera la seguridad del niño Eugenio que se quedaba solo en la casa con un cadáver, no lo había hecho. También podía haber llamado de nuevo, haber insistido con el melodioso conserje del Wilbraham Hotel de Londres y haber advertido a Mr. Ballesteros, haberle hecho saber lo que ella habría querido que supiera en seguida de haberse dado cuenta de que se moría, no soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, y es insoportable que nos crean vivos si nos hemos muerto. No lo había hecho, para protegerme de las posibles iras y para protegerla a ella, que me había dicho al principio: ‘Estás loco, cómo voy a llamarle, me mataría’. Pero no tiene sentido proteger a una muerta para evitar que la maten cuando ya está muerta, y además no había servido ni para guardar su figura, sabían que me había recibido esa noche, es decir, a un hombre. No lo había hecho. Era bien poco distraer al padre de sus vacíos durante unos días, lo único que hasta ahora estaba logrando.

—Hay que ver qué tonterías decís —dijo Téllez, y él también dio un bocado furtivo a su mero, aún tendría apetito, pero después volvió a cruzar los cubiertos sobre el plato como si no se atreviera a seguir comiendo. Era evidente que no le gustaba que sus hijas hablaran de sus propios pechos, aunque fueran los pechos adolescentes que pertenecían ya al pasado y por tanto fácilmente a la broma: para él seguramente sus hijas no tendrían tal cosa, no más que la que se llamó Gloria y tuvo una duración tan breve, creí verlo un poco ruborizado, aunque en las personas de edad resulta muy difícil distinguir el sonrojo del acaloramiento, aquél no suele darse. Había utilizado la segunda persona del plural como si Luisa fuera la azarosa representante individual en aquella mesa de lo que siempre era un colectivo, las hijas, como si el comentario de Luisa también lo hubiera podido hacer o suscribir su hermana, cuesta acostumbrarse a que alguien ya no vaya a hacer más comentarios—. Qué visión más ramplona tenéis de las cosas. Un café, por favor —añadió levantando un dedo hacia un camarero que pasó a nuestro lado llevando bandejas y no le hizo caso—. ¿Queréis postre? Yo voy a saltármelo. —Este último plural fue distinto: me incluía a mí, a los dos hombres.

Estábamos en un restaurante en el que lo conocían muy bien, vecino a su casa, lo normal era que lo atendieran en todo momento. Miró mal al camarero y sacó su pipa, la golpeó contra la palma de su mano; en cuanto el maître le vio hacer este gesto se acercó solícito y lo llamó ‘donjuán’:

—¿No le ha gustado el mero, donjuán? —le dijo.

—Sí, sí, pero no tengo mucha gana, y me parece que los demás tampoco, ya pueden retirar todo esto. Quiero café. ¿Vosotros? —Confirmé que en plural había pasado a tutearme, lo haría en singular muy pronto.

En aquel momento el maître se volvió hacia la ventana justo antes de que sonara un trueno —como si lo hubiera presentido— y empezó a llover ávidamente igual que un mes o más antes, o no igual, esta vez con más furia y prisa, como si la lluvia tuviera que aprovechar su duración tan breve o fuera una incursión aérea combatida por artillería. En el plazo de medio minuto vimos amontonarse gente de la calle a la puerta del restaurante, vimos correr a mujeres y hombres y niños para protegerse de lo que venía del cielo, siempre como los hombres y mujeres y niños de los años treinta en esta misma ciudad entonces sitiada, que corrían buscando refugio para protegerse también de lo que venía del cielo y de los cañonazos que venían de las afueras, del cerro de los Ángeles o del de Garabitas, los llamados obuses que hacían su parábola y caían sobre la Telefónica o en la plaza de al lado cuando fallaba la puntería, llamada por eso ‘plaza del gua’ con inverosímil humor fatídico, o en el enorme café Negresco que quedó destrozado y sembrado de muertos mientras al día siguiente la gente impertérrita y a la vez resignada iba a tomar su malta al café vecino, La Granja del Henar en la calle de Alcalá frente a la desembocadura de la Gran Vía, sabiendo que allí podía suceder lo mismo, las afueras y el cielo como la mayor amenaza de los transeúntes que buscaban las aceras no enfiladas como las buscaban ahora bajo la tormenta, pues esta lluvia era sesgada por causa del viento y las balas de los cañones tenían más probabilidades de alcanzar una u otra acera según el cerro desde el que dispararan los sitiadores, dos años y medio de la vida de todos sitiando y siendo sitiados, dos años y medio corriendo por estas calles con las manos sobre los sombreros y gorras y boinas y las faldas al vuelo y las medias rotas o simplemente sin medias, en esta ciudad que ya desde entonces no ha sabido desacostumbrarse a vivir y ser como una isla.

El maître tomó nota personalmente, llevaba anudada a la cintura una especie de sábana blanca (más que delantal) que le llegaba casi hasta los pies, a la manera de los camareros franceses, paño blanco sobre el uniforme negro, así podía ensuciarse. Los cuatro comensales miramos caer la lluvia un instante.

—No durará, pero más vale que nos tomemos un postre —dijo Deán—. Aunque yo tengo que irme zumbando.

—No tengas tanta prisa —le dijo Luisa entonces—, aún no hemos hablado del niño.

—Ya, será mejor que lo aplacemos para otra ocasión —contestó Deán con su lentitud, y no pudo o no quiso dejar de lanzarme una ojeada colérica como quien señala, luego otra a Téllez más contenida, que se dio por aludido y apartó los ojos acariciando la pipa aún apagada. Tal vez habían quedado a almorzar para eso, para hablar del niño, significara eso lo que significara (al fin y al cabo otro asunto doméstico), y la invitación de Téllez y sobre todo mi aceptación habían dejado la reunión sin propósito. Téllez desvió la mirada como quien sabe que ha metido la pata y no está dispuesto a que se lo subrayen, yo mantuve la mía neutra como si la cosa no me tocara.

—Es muy sencillo, Eduardo —contestó Luisa—, dime lo que has decidido ahora que está papá delante y también puede opinar, prefiero que esto lo hablemos todos y que no haya malentendidos. Yo no puedo pasarme la vida de tu casa a la mía descuidando ambas. Si quieres que lo tenga yo de momento dímelo de una vez, y si prefieres tenerlo tú dímelo también y te ayudamos a organizártelo, aunque no será fácil con tanto trabajo tuyo y tus viajes. Lo que yo no puedo es estar de un lado a otro como un mensajero, llevo más de un mes así.

—O como una novia de las de ahora —intervino Téllez sintiéndose ya impune de su desliz cometido por cortesía—. ¿No es por eso por lo que se casa la gente hoy en día, porque se cansan de levantarse en una casa para luego cruzar la ciudad y hacer como que se levantan de nuevo en la propia? Eso he oído contar, que los matrimonios perviven gracias al olvido crónico del cepillo de dientes o a la pereza de comprar un segundo, antes la gente no se acostaba en casa ajena, eso está muy mal. —Y movió el índice de un lado a otro como si le constara que era algo que hacíamos los tres presentes—. Luisa tiene razón, Eduardo. Deja que ella se encargue, le será más fácil organizarlo todo desde su propia casa y de acuerdo con sus horarios. Al menos por ahora, hasta que veas qué pasa, cómo te arreglas, o proyectes otro matrimonio, aún eres joven y puede que alguien se canse un día de dormir en tu casa sin tener a mano su cepillo de dientes por la mañana. —Y de nuevo fue Téllez quien reparó en mi presencia o la tuvo en cuenta, y añadió educadamente para que comprendiera de lo que hablaban:— Mi hija Marta ha dejado un hijo, mi nieto Eugenio. Es muy pequeño, sólo tiene dos años. Eduardo tiene una vida muy atareada y Luisa está dispuesta a ocuparse del niño. Eduardo además viaja mucho, y a veces en mala hora.

Yo no tenía por qué haber entendido este último comentario malévolo, pero lo entendí y tal vez fue extraño que no preguntara. O quizá no, me estaba mostrando discreto hasta la casi invisibilidad, no en vano estoy acostumbrado a difuminarme a menudo para dejar de ser alguien, una forma de adulación: si hay alguien menos los que quedan se sentirán más holgados y creerán ocupar su lugar y haber ganado con eso. ‘Así que Téllez’, pensé, ‘puede ser malintencionado, con Deán al menos, bajo su apariencia pacífica y distraída y un poco pesada y un poco ingenua que llena los espacios cerrados’, quizá era esa ingenuidad fingida tan común en los viejos, les sirve para acabar haciendo y diciendo lo que se les antoja sin que se lo reproche nadie ni tome en cuenta, se fingen premuertos para que parezca que no encierran peligro ni tienen deseos ni esperan nada, cuando nadie deja nunca de estar en la vida mientras tenga conciencia y baraje recuerdos, es más, son los recuerdos los que hacen a todo vivo peligroso y deseante y siempre a la espera, es imposible no poner y cifrar los recuerdos en el futuro, es decir, no apuntarlos sólo en el haber perdido sino también en el debe y en lo que está por venir, hay ciertas cosas que uno no concibe que no vayan a repetirse, lo que una vez fue no puede estar descartado que vuelva a ser, si uno tuviera la certidumbre de que ha hecho por última vez el amor pondría fin a su conciencia y recuerdo y se suicidaría: tal vez, por ejemplo, si la tuviera inmediatamente después de hacerlo esa vez que fue última. Y creen también los vivos que aún puede ocurrir lo que nunca ha sido, los mayores vuelcos y lo más imprevisto como en la historia y los cuentos, que sea rey el traidor o el mendigo o el asesino y que caiga la cabeza del emperador bajo el filo, que la bella ame al monstruo o que logre seducirla quien mató a su amado y le trajo ruina, que se ganen las guerras perdidas y que los muertos no acaben de irse y acechen o se aparezcan e influyan; que la hermana menor de las tres hermanas sea la mayor un día: tal vez, por ejemplo. Con quién habría hecho por última vez el amor Marta Téllez, con Deán el tenso o Vicente el exasperado pero no conmigo, en todo caso no habría sabido que era la última, en modo alguno se le habría ocurrido, con quien quiera que fuese no le habría concedido importancia ni solemnidad ni acaso siquiera pasión ni afecto, se habría duchado aturdida o con sueño cuando se hubiera quedado a solas si estuvo con Vicente en un hotel o en el coche, para quitarse el olor a obscenidad del otro como a mí tardó en írseme de la camisa y el cuerpo el de la propia Marta aunque me di un baño de madrugada, el suyo era además un olor a metamorfosis; y se habría lavado en el bidet tan sólo y después se habría dado media vuelta en la cama pensando que había perdido media hora de su descanso nocturno si estuvo con Deán en el dormitorio que yo conocía, el espejo de cuerpo entero y la televisión encendida, el tubo de Redoxon y un antifaz aéreo, los pantalones y faldas tirados sobre las sillas y sin planchar esa noche ni ninguna otra. Y en ambos casos se habría dormido un poco más tarde con el pensamiento al fin ahuyentado o en blanco, mientras que si hubiera sabido lo que casi nunca se sabe y no supo no habría podido conciliar el sueño, aún es más, habría importunado al marido o amante para seguir, para romper sin demora ese veredicto e impedir al instante que hubiera sido esa vez la última, pero de haber persuadido al uno o al otro, de haberlos instigado a abrazarla otra vez despiertos, al cabo de un rato más se habría encontrado con que esa vez última se había presentado de nuevo y ya había pasado, y así se va el tiempo sometido a esos forcejeos nuestros ineficaces y contradictorios, nos permitimos ser impacientes y desear que lleguen las cosas que ansiamos y se postergan o tardan, cuando todo parece poco y demasiado rápido una vez llegado y una vez concluido, repetir cada acto querido nos acerca algo más a su término, y lo malo es que también nos acerca no repetirlos, todo viaja lentamente hacia su difuminación en medio de nuestras aceleraciones inútiles y nuestros retrasos ficticios, y sólo la última vez es la última. Marta Téllez habría creído que aún se acostaría con otro hombre en su vida la noche que me recibió, lo habría creído al menos mientras caminábamos juntos hacia la alcoba (conducido de la mano por ella, Cháteau Malartic, con paso inseguro ambos) y cuando empecé a desvestirla y también a indagarla con mis maquinales dedos y nos dimos besos que nos podíamos haber ahorrado y así yo no tendría que recordarlos. Habría estado casi segura de lo que iba a ocurrir, de hecho habría llegado a acostarse conmigo, yo creo (habría llegado a tiempo), si el niño se hubiera dormido antes o yo hubiera hecho el primer gesto con menos vacilación o tardanza —ese primer gesto que se respira en el tiempo y que puede acelerarse o retrasarse indeciblemente, como la condensación de las nubes antes del trueno; la furia y la prisa luego—, entre nosotros no había habido tampoco importancia ni solemnidad ni pasión todavía, si acaso un poco de obscenidad y algo de naciente afecto, no dio tiempo a más, en realidad no se sabe, no ocurrió lo que iba a ocurrir sino su metamorfosis. Y si el niño hubiera tardado aún más en dormirse o la vacilación se hubiera vencido del otro lado y yo no me hubiera atrevido a hacer ese gesto que también puede no hacerse aunque se respire desde hace rato en el tiempo, entonces me habría ido de Conde de la Cimera al cabo de un poco más de conversación y un licor ofrecido y algunas bromas y ella se habría quedado a solas para ducharse y quitarse de encima el olor de la expectativa. Se habría sentado sin sonrisa ni risa a los pies de la cama tras recoger los platos y acostar al niño tranquilizado en cuanto yo hubiera desaparecido, se habría quitado la elegante camiseta acanalada de Armani por encima de la cabeza y se le habrían quedado las mangas vueltas enganchadas en las muñecas, permaneciendo así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada —el gesto de abatimiento de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas—, o tal vez por la expectativa frustrada a cuyo olor aún olía; esa camiseta de color crudo que yo la ayudé a quitarse se la habría sacado con la televisión encendida, mirando desinteresadamente la cara embrutecida y salaz de MacMurray, o tal vez habría caído en el canal que escogió el Llanero durante su insomnio, Campanadas a medianoche, España que era Inglaterra y el mundo entero en blanco y negro de madrugada; luego se habría metido bajo la ducha quizá pensando en llamar de nuevo a Vicente y dejarle otro mensaje: ‘Si hubiera dado contigo podías haberte pasado un rato en vez de la nochecita que me he chupado. Si volvieras pronto, digamos antes de las dos y media o tres menos cuarto, llámame si quieres, yo no estoy para dormirme ahora y si quieres todavía podrías pasar un rato, he tenido una noche absurda, siniestra, ya te contaré en la que me he visto metida, y ya me da lo mismo acostarme más tarde, mañana estaré deshecha de todas formas. Podía haberme acordado antes, desde luego no tengo arreglo’. No, ella no le habría dicho eso, sólo un hombre es capaz de calificar de siniestra la noche que no ha salido según sus deseos, la noche en que pensaba follar y no folló o no mojó o no tocó pelo, como diría Ruibérriz de Torres ante una barra. Tampoco le confesaría que había invitado a su casa a un tipo para sustituirlo a él ya que no lo encontraba, al contrario, habría borrado al instante todo vestigio de mi presencia y la cena y su mensaje nocturno pensado para Vicente habría sido (pensado bajo el agua): ‘No me puedo dormir, no sé qué me pasa, en vista de que no te encontraba me acosté pronto y no hay manera y eso que he bebido vino para adormilarme, debe de ser la rabia de no haberme acordado antes de que hoy no iba a estar Eduardo. Llámame cuando llegues, aunque sea tarde. Tengo ganas de verte. Y además, a este paso tampoco ibas a despertarme. Si no estás muy cansado vente’. Pero quién sabe si esta llamada no habría llegado a hacerla nunca después de la ducha, en albornoz o toalla, quién sabe si ni siquiera habría llegado a salir de la ducha nunca porque habría resbalado por culpa de su frustración o cavilación o cansancio y se habría golpeado la nuca y aún le habría dado tiempo a cerrar el grifo con un movimiento instintivo o desesperado en medio de la caída para quedar luego mal tendida y mojada, desnuda y mojada sobre la loza con su nuca decimonónica herida por la que al cabo de un rato habría parecido correr la sangre a medio secar como estrías o hilos de cabello negro y pegado o barro, aunque nadie lo habría visto porque yo ya no habría asistido: pero esta es una muerte horrible, sin poder pedir ayuda durante toda una noche, el niño por fin profundamente dormido y el teléfono demasiado lejos, ojalá me hubiera comprado uno móvil; pero esta es una muerte ridícula, nada tan ridículo como un accidente en la propia casa una noche en que mi marido está de viaje y cuando el invitado que podría salvarme se ha ido, ya es mala suerte, y desnuda, ya es desgracia, todo puede ser ridículo o trágico según quién lo cuente y cómo se cuente, y quién contará mi muerte o se contará varias veces, cuantos me conocen unos a otros de todas las maneras posibles. Y estos pensamientos veloces tan sólo al caer, porque quizá Marta Téllez habría muerto de todas formas y habría muerto en el acto sin tiempo para el malestar ni el miedo ni la depresión ni el arrepentimiento. Pero no sucedió nada de esto, sino otra muerte no menos horrible ni menos ridícula, con un desconocido al lado cuando estábamos a punto de echar un polvo, qué horror, qué vergüenza, cómo puedo decírmelo con estas palabras, lo que al suceder no es grosero ni elevado ni gracioso ni triste puede ser triste o gracioso o elevado o grosero al contarse, el mundo depende de sus relatores y yo tengo un testigo de mi propia muerte y no sé cómo la habrá entendido; pero quizá él no hable, quizá no la cuente y en realidad no importa cómo lo haga —el primero, el origen—, las historias no pertenecen sólo al que asiste a ellas o al que las inventa, una vez contadas ya son de cualquiera, se repiten de boca en boca y se tergiversan y tuercen, nada se cuenta dos veces de la misma forma ni con las mismas palabras, ni siquiera si el que cuenta dos veces es la misma persona, ni siquiera si el relator es único para todas las veces, y qué habrá pensado mi relator o testigo de mi propia inoportuna muerte, lo cierto es que no me ha salvado pese a no haberse ido y quedarse a mi lado, tampoco él me ha salvado estando presente, nadie me salva.

No, nada de esto sucedió, y pensar en lo que no sucedió ha de ser parte de mi encantamiento, no tengo por qué sacudirme estas voces y estos pensamientos sino que debo acostumbrarme a ellos mientras siga acechado o frecuentado o revisitado o haunted. Deán volvió a echarme una rápida ojeada impaciente a la vez que contestaba a Téllez con su voz herrumbrosa como espada o armadura o lanza:

—Bueno, creo que ya está bien de ventilar estos asuntos cuando no toca. Dejémoslo estar, ¿no os parece? —Y esta vez también hubo curiosidad en la ojeada, como si se hubiera parado a pensar un instante si en verdad no tocaba. Como si de pronto considerara hacer lo contrario de lo que estaba diciendo porque le conviniera amortiguar o frenar a sus interlocutores con la presencia del desconocido.

—Pero haz el favor de decirme algo, Eduardo. Yo tengo que saber a qué atenerme —dijo Luisa aún más impaciente—. No hay poca diferencia entre vivir sola y vivir con un niño, eso no se improvisa.

—Déjame un poco más de tiempo, unos días más no te van a hacer mucho daño. Quizá pueda arreglarme para no viajar o viajar menos, tengo que hablarlo más con Ferrán, no lo sé todavía. Tampoco sé si puedo vivir con el niño yo solo, el niño era de los dos, no sé si lo entiendes.

—Viajar, viajar: en mala hora —repitió Téllez con su mala voluntad hacia el yerno. Lo dijo levantando su dedo como si fuera un profeta.

—Mire, Juan —le respondió Deán entonces—, que yo no estuviera en casa no tuvo nada que ver, usted lo sabe. No se habría podido hacer nada.

Yo no había querido indagar, pero reconozco que al oír esto sentí un gran alivio: me alegré enormemente de que no se hubiera podido hacer nada, puesto que yo no hice nada. Era una alegría retrospectiva y condicionada.

Téllez tenía ya su café delante, encendió la pipa por fin y miró a Deán a través de la llama creciente y menguante. Le costó apagarla (no la sopló, la agitaba sin vigor en el aire) y mientras tanto dijo sin mirarle y con la pipa en la boca, quizá buscando una apariencia de ininteligibilidad (miraba la llama desobediente, más con sus puntiagudas cejas de duende que con sus ojos azules grandes):

—Lo que te reprocho no es eso, Eduardo, no soy tan irrazonable como para echarte en cara que no la salvaras si no había salvación posible, sino que Marta tuviera que morirse sola. Tú ni siquiera sabes si podrías vivir solo con el niño, ella murió sola, con el niño dormido. Y el niño se quedó solo del todo, con la madre muerta y el padre de viaje, qué te parece. Menos mal que es muy pequeño. —La llama le rozó las uñas justo antes de extinguirse. Téllez no estaba informado de las circunstancias, como yo había supuesto, donjuán o Juan o Juanito o Téllez o el excelentísimo, nunca las mismas palabras o vocativos para la misma persona, las personas tan variables como las historias, según quién las nombra o llama.

Deán musitó algo inaudible, tal vez estaba contando hasta diez como se dice que hace la gente para aplazar su cólera y así amainarla, no lo he hecho en mi vida, hay cosas que en cambio arrecian con la demora. Quizá estaba pensando si se lo decía o no a su zahiriente suegro: ‘Tu hija no estuvo sola, viejo imbécil, ni tu nieto tampoco, Marta aprovechó bien mi ausencia, le vino de perlas, quién sabe de cuántas otras no habrá disfrutado. Pero en algo de lo que dices tienes razón, viejo estúpido: viajar, viajar, en mala hora’. Luisa había bajado la vista y había aplacado toda impaciencia y toda insistencia, se habría arrepentido del giro tan imprudente que había tomado la conversación por su causa, o tan indeseable, ella sí estaría enterada del fin de su hermana, su fin no solitario. Yo lo estaba, sentí una oleada de calor, debí de sonrojarme un poco, crucé los dedos, por suerte no me miraban en aquel momento, aunque mi rubor habría tenido excusa: podía deberse a mi presencia allí cada vez más inadecuada, de hecho se debía a eso en parte. Deán no cayó en la tentación, ahora él también ocultaba algo a alguien, y en su propio perjuicio, por piedad hacia el viejo imbécil; contestó lo sensato, o lo esperable si Marta había muerto como creía su padre:

—Nadie podía prever eso, ¿cómo podíamos saber ninguno? Yo me fui dejándola en perfecto estado, la llamé y hablé con ella desde Londres después de cenar y estaba bien aún, no me dijo nada, iba a acostar al niño, ya se lo he dicho. ¿Qué quería usted, que no hubiera viajado nunca en mi vida, por si acaso? Supongo que antes de que pasara nada a usted no le pareció mal ni raro que me hubiera ido, como tantas otras veces. ¿Qué pasa, usted no dejó a su familia nunca unos días? No sea absurdo. No sea injusto.

—A mí no me pareció nada porque no sabía que te habías ido.

—Bueno, tampoco creo que haya estado usted informado de todos mis pasos a lo largo de estos años. No tenía por qué saberlo.

—Yo no tenía por qué estar informado, pero ella sí. No te pudo pedir ayuda, no te pudo llamar, ¿verdad? Le habías dejado tu teléfono en Londres pero no hubo manera de que lo encontráramos, ni rastro de él en toda la casa y bien que lo buscaron todos, nadie pudo dar contigo hasta la noche siguiente, se dice pronto; tampoco se lo habías dejado a tu amigo Ferrán, ¿por qué hemos de creer que se lo dejaste a ella? Ni siquiera te molestaste. —Téllez recurría al plural para poner de su lado a Luisa, seguramente también a Guillermo y a María Fernández Vera, a toda la familia, a los otros Téllez, que sin embargo sentirían lástima por Deán, nunca le habrían reprochado nada sabiendo lo que sabían. Deán había recurrido asimismo al plural para no quedar excluido y asimilarse a ellos: ‘¿cómo podíamos saber ninguno?’, había dicho. Téllez hizo una mínima pausa y añadió mordiendo bien la pipa, es decir, entre dientes y con dureza:— Me da escalofríos pensar cómo pasarías ese día, con tu mujer muerta aquí y tú sin saberlo. Supongo que todas esas horas de despreocupación e ignorancia se te presentan ahora a una luz bien distinta, no quisiera estar en tu lugar, se te deben de repetir en tus pesadillas. —Se detuvo, se sacó la pipa y dijo también sin estorbos o con más desprecio:— Claro que a lo mejor ni siquiera estabas en Londres.

Ahora se habían olvidado por completo de mi presencia, al menos Téllez a quien ya no se le ocurriría ponerme al tanto de los antecedentes, los viejos no hacen muchas distinciones, esto es, no suelen tener conciencia de todos los elementos de una situación y menos aún si es violenta, solamente de los principales, y lo principal era para él Deán y Luisa, yo ya formaba sólo parte del decorado invisible, no tenía más realidad ni importancia que el maître o los camareros o los demás clientes o la gente apelotonada a la puerta del restaurante protegiéndose de la lluvia, no más que la propia tormenta en aquel instante (vi por la ventana un periódico desplegado cubriendo cabezas). Y fue sólo entonces, cuando nadie se fijaba en mí ni de refilón siquiera, cuando me sentí más decisivo al darme cuenta de que no habían sido tres sino cuatro las cosas con las que salí de Conde de la Cimera que al entrar no llevaba: el olor, el sostén, la cinta y un papel amarillo escrito seguramente por la mano de Deán y no la de Marta y que aún guardaba en mi cartera, estaba allí en mi bolsillo. Y pensé: ‘Esto no va a aguantarlo Deán, ahora sí caerá en la tentación, contará, no soportará que se ponga en duda hasta la verdad de su viaje, va a decir: “Alguien se llevó el papel en el que yo anoté el nombre de mi hotel y el teléfono, alguien que estuvo con ella toda la noche y la vio agonizar y morir con sus propios ojos sin avisar a nadie, alguien se llevó ese papel que buscasteis todos afanosamente y lo utilizó veinticuatro horas después, a la noche siguiente, llamó a mi habitación de Londres y preguntó por mí y sin embargo no se atrevió a hablarme cuando yo descolgué, qué querría decirme, qué podía decirme entonces, ya era demasiado tarde para que nada cambiase, como lo fue el mensaje por fin recibido poco después cuando la voz de Ferrán y la voz de Luisa me dijeron que Marta llevaba muerta todo ese día y la noche anterior o parte de ella, porque la otra parte la pasó viva y acompañada. Luisa lo sabe y puede decírselo, todos menos usted lo saben, la muerte de Marta no fue sólo horrible, fue también ridícula, la encontraron medio desvestida bajo las sábanas y con el maquillaje corrido no sólo por sus lágrimas sino también por sus besos, el hombre al que se los dio debió quedarse espantado, cortado, perplejo, frustrado. Pensar en el horror de ese hombre es lo único que me alegra”. Va a decir todo esto’, pensé, ‘y yo tendré que levantarme para ir al cuarto de baño con la servilleta en la boca porque no soportaré que lo diga’. Había estado a punto de copiar aquel nombre de hotel y aquel número (Wilbraham Hotel el nombre), había pensado hacerlo y hasta había arrancado una hoja del cuadernillo con ese propósito, había sacado la pluma de mi chaqueta y había aprovechado para ponérmela y así inducirme un poco más a mi marcha y al final no había copiado nada sino que me había quedado con el papel adhesivo ya escrito sin querer ni saberlo, robándolo sin intención y sin darme cuenta —tenía tantas cosas en que pensar—, conseguir un teléfono siempre tienta a hacer uso de él al instante y al día siguiente nadie lo había encontrado por tanto, Luisa y Guillermo y María Fernández Vera y quién sabe si la vecina del portal con su guante beige habrían mirado y rebuscado por todas partes con la angustia de no poder avisar a Deán de lo peor y más grave que podía ocurrirle y había ocurrido. Habrían hablado todos con aquel Ferrán varias veces y era cierto que él ignoraba el paradero de su socio, también de eso yo tenía la prueba en mi cinta, antes de que sucediera nada él le había dejado su mensaje a Marta, me lo sabía ya de memoria como todos los otros: ‘Marta, soy Ferrán. Ya sé que Eduardo se ha ido hoy a Inglaterra, pero es que acabo de darme cuenta de que no me ha dejado teléfono ni señas ni nada, no me lo explico, le dije que me las dejara sin falta, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable. A ver si las tienes tú, o si hablas con él dile que me llame en seguida, a la oficina o a casa. Es bastante urgente. Gracias’. Y ella no le había llamado para darle ese teléfono que entonces sí estaba en la casa bien a la vista ni le había transmitido el recado a Deán cuando él llamó después de su cena estupenda en la Bombay Brasserie vecina al metro de Gloucester Road —la conozco—, o al menos yo no lo recordaba. También ella tenía seguramente tantas cosas en que pensar —aún pensaba entonces—, o quizá al contrario, las dos presencias que mutuamente se repelían, la del niño y la mía, no la dejaban pensar en nada que no fuera nosotros, él y yo, perder al niño de vista durante sólo un rato y acercarse a mí durante sólo ese rato, que no sonara más el teléfono, que su hijo no cogiera una perra y armara un escándalo, beber el suficiente vino para buscar y querer lo que aún no sabría si buscaba y quería. Y por todo ello Deán había estado justamente así, ilocalizable durante todo un día, Téllez tenía razón, era agudo y sabía hurgar donde abrasa, qué habría hecho Deán durante todas aquellas horas de descuido y desconocimiento en Londres, cómo habría pasado ese día creyendo que estaba viva quien ya estaba muerta, habría asistido a sus reuniones de trabajo temprano, el objeto del viaje, luego habría paseado tal vez por St. James’s Park o por el barrio de Hampstead o Chelsea, quizá le habría comprado algún regalo a Marta en su tiempo libre, y de haber sido así ese regalo y recuerdo ella no habría llegado a tenerlo ni habría sabido qué viaje o qué ausencia lo trajo, si fue la compensación por la espera o la embajada de una conquista o el apaciguamiento de una mala conciencia: se trajo demasiado tarde; y así ese regalo ni siquiera llegó a ser recuerdo ni a tener pasado ni origen, o los habrá tenido en otra conciencia y en otra memoria si Deán decidió dárselo a alguien una vez enterado de la muerte de su destinataria, a su cuñada Luisa o a su concuñada María o quizá a la vecina del cementerio con su guante beige o a ninguna de ellas —un broche, un vestido, pendientes, un pañuelo, un bolso, Eau de Guerlain, quién sabe qué fue lo elegido—. Deán habría cenado tal vez en Sloane Square, muy cerca de su hotel para no tener que desplazarse tras el cansancio de la jornada, solo o acompañado de colegas o conocidos o amigos, quién sabe, luego habría vuelto a su habitación con ventana de guillotina y habría mirado por ella a través de la oscuridad ya veterana de la noche de Londres, hacia los edificios de enfrente o hacia otras habitaciones del mismo hotel, la mayoría sin luces, hacia el cuarto abuhardillado de una criada negra que se desviste tras esa jornada quitándose cofia y zapatos y medias y delantal y uniforme, lavándose la cara y las axilas en un lavabo, lavándose británicamente. Él no la huele pero puede conocer ya su olor, quizá se cruzó con ella por un pasillo o en las escaleras. Y entonces habría sonado el teléfono a una hora impropia en esa ciudad, y cuando Deán lo hubiera cogido y hubiera respondido ‘¿Diga?’ con otra palabra, yo colgué asustado el teléfono público de un Vips de Madrid, hay un tipo de dientes largos esperando a que se lo deje libre. Los timbrazos de mi llamada en la habitación de Deán resuenan y sobresaltan a través de la noche a la empleada medio vestida y medio desnuda y la hacen tomar conciencia de que puede ser vista, da unos pasos en sostén y bragas hasta su ventana y la abre y se asoma un momento como para comprobar que al menos nadie está trepando hacia ella —ningún burglar, en inglés hay palabra específica para el ladrón de edificios, para el intruso que yo había sido la noche anterior en casa de Marta y de su marido aunque no hubiera entrado subrepticiamente—, y entonces la cierra y corre las cortinas con mucho cuidado, nadie debe verla en medio de su desolación o fatiga o abatimiento, ni medio vestida ni medio desnuda ni tampoco sentada a los pies de la cama con las mangas del uniforme vueltas enganchadas en las muñecas, quizá así ya fue vista sin que ella se diera cuenta. ‘Y aún va a decir más Deán’, pensé todavía, ‘dirá: “Pero no me basta con su estupefacción y fastidio y su pánico y su mala suerte, no me basta con su horror de un momento que ya ha pasado, quiero encontrar a ese hombre para hablar con él y pedirle cuentas y contarle lo que pasó por su culpa. Quiero contarle a él justamente cómo pasé ese día entero en que creí viva a Marta y ya estaba muerta y cómo veo ese día ahora cuando se repite en mis pesadillas y oigo la voz que dice: «Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo. Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal, y caiga herrumbrosa tu lanza. Pese yo mañana sobre tu alma, sea yo plomo en el interior de tu pecho y acaben tus días en sangrienta batalla. Mañana en la batalla piensa en mí, desespera y muere»”. Eso va a decir, y si lo dice yo me llevaré las manos a los oídos y caeré desplomado, o quizá a las sienes que irán a estallarme, mis pobres sienes, porque no podré soportar que lo diga y yo deba escucharlo’.

Pero Deán tampoco cayó en la tentación ahora, no dijo nada de esto sino que se quedó callado o volvió a musitar inaudiblemente durante bastantes segundos como si contara hasta veinte esta vez y respondió luego con su parsimonia y su voz mohosa, o era con la infinita paciencia que debemos a los seres queridos de nuestros muertos:

—Mire, Juan, a usted se le ha metido entre ceja y ceja que yo tengo la culpa de lo que ha ocurrido. Está bien, puede ser, a lo mejor tengo parte de culpa y además no habrá forma de que lo convenza de lo contrario. Yo le puedo enseñar mi billete de avión, mis facturas del hotel y de restaurantes y de mis compras en Londres, pero si usted prefiere creer que ni siquiera estuve allí y eso le sirve de algo, adelante, créalo, no va a cambiar nada, sólo que su estima por mí será menor todavía, no es grave, es probable que dejemos de tratarnos pronto, apenas nos va a quedar vínculo ahora. Nada es grave en lo que a mí se refiere. Yo no sé dónde puso Marta el papel con mis señas, tal vez se lo echó al bolso y luego lo perdió en la calle, tal vez se voló con la ventana abierta y lo barrieron los barrenderos del suelo, no puedo saberlo. Yo sé que se lo dejé, pero no puedo demostrárselo y no tiene por qué creerme, es verdad que a mi amigo Ferrán olvidé dejárselas. Pero tiene razón en una cosa: no voy a olvidar esas horas a que usted se refiere. Hay cosas que uno debe saber de inmediato para no andar por el mundo ni un solo minuto en una creencia tan equivocada que el mundo es otro por ellas. No es admisible pensar que todo sigue como estaba cuando todo está ya alterado o ha dado un vuelco, y es verdad que el periodo durante el que se permaneció en el error se nos hace luego insoportable. Qué tonto fui, pensamos, y en realidad eso no debería dolernos tanto. Vivir en el engaño o ser engañado es fácil, y aún más, es nuestra condición natural: nadie está libre de ello y nadie es tonto por ello, no deberíamos oponernos mucho ni debería amargarnos. Sin embargo nos parece intolerable, cuando por fin sabemos. Lo que nos cuesta, lo malo, es que el tiempo en el que creímos lo que no era queda convertido en algo extraño, flotante o ficticio, en una especie de encantamiento o sueño que debe ser suprimido de nuestro recuerdo; de repente es como si ese periodo no lo hubiéramos vivido del todo, ¿verdad?, como si tuviéramos que volver a contarnos la historia o a releer un libro, y entonces pensamos que nos habríamos comportado de distinta manera o habríamos empleado de otro modo ese tiempo que pasa a pertenecer al limbo. Eso puede desesperarnos. Y además ese tiempo a veces no se queda en el limbo, sino en el infierno. (‘Es más bien como cuando de niños íbamos al cine de programa doble y sesión continua’, pensé, ‘y entrábamos en la sala a oscuras con una película a medias que veíamos hasta su final deduciendo lo que habría pasado antes, qué habría llevado a los personajes a la situación tan grave en que los encontrábamos, qué ofensas se habrían hecho para ser enemigos y odiarse; luego nos ponían otra, y sólo después, al comenzar el nuevo pase de la primera y ver el inicio que nos faltaba, comprendíamos que lo que habíamos imaginado no tenía ningún fundamento ni se correspondía con la mitad perdida. Y entonces teníamos que borrar de nuestra cabeza no sólo lo imaginado, sino también lo que habíamos visto con nuestros propios ojos según esas adivinaciones, una película inexistente o por lo menos tergiversada. Ahora que ya no hay cines así nos ocurre lo mismo a menudo cuando ponemos la televisión al azar, sólo que ahí no nos ofrecen luego otra vez el principio y nos quedamos sólo con nuestra visión parcial, supuesta e imaginaria aunque asistamos al desenlace, qué entendería Only You de la historia de Poins y Falstaff y los Enriques de Lancaster, el rey y el príncipe, con qué extraña interpretación o cuento se quedaría que lo dejó tan impresionado durante su noche de insomnio aislada. Yo en cambio no vi el principio ni el fin de MacMurray y Stanwyck ni oí sus diálogos, sólo los vi en fantasmales subtítulos durante mi noche en vela y sin hacerles caso, tenía que atender a mi propia historia empezada’). —Deán respiró hondo como para tomar aliento, o bien para apaciguarlo un poco tras su leve vehemencia a la que se había dejado arrastrar desde su inicial parsimonia, como si sus consideraciones le hubieran servido de antídoto contra su ira, o de sustitutivo—. Así que tiene razón al pensar que ese día va a repetírseme, esté tranquilo —dijo—. No se crea, ya lo hace.

Téllez fumaba su pipa en silencio y ahora le sostenía la mirada a su yerno, que no se la aguantó una vez que dejó de hablar: miró hacia un lado con sus ojos asiáticos buscando al maître para pedirle la cuenta —le hizo el gesto de escribir inequívoco—, como si con ello quisiera poner término a la compañía o por lo menos pasar ya a otra cosa. ‘Debe de estarse mordiendo la lengua’, pensé, ‘quizá busque luego estar a solas un rato con Luisa para desahogarse, ella sabe’. Luisa había cambiado de actitud por completo, se la veía compungida, ya no intervino más ni metió prisa a Deán para que decidiera nada, unos días más no iban a perjudicarla. Parecía como si a Téllez le hubieran hecho efecto las palabras de Deán, fumaba su pipa meditativa. Pero su obcecación fue mayor que su entendimiento: en realidad sólo estaba esperando a que se le disipara un poco ese efecto de duda y consideración y tal vez sorpresa para regresar a su anterior postura de acusación y resentimiento y al regresar hacerla aún más acerba. Cuando vio que Deán estaba afectado y apartaba la vista se creció y le dijo:

—Sea como sea no estabas aquí. Sea como sea ella no pudo llamarte, aunque a lo mejor prefirió no intentarlo. Tal vez se habría encontrado con tu ligereza y tu indiferencia. Quizá la habrías tildado de alarmista y exagerada y no habrías movido ni un dedo, ni para avisarnos a nosotros, o a un médico. Quién sabe. Ella te conocía. En todo caso lo que sí sabemos es que contigo no puede contarse —y volvió a utilizar el plural familiar que excluía a aquel viudo, al yerno—, y apenas va a quedarnos ningún vínculo ahora, eso es cierto. Cuando a mí me toque ya puedes estar en Londres o en Tampico o en el Peloponeso, sé que no estarás cerca de mí en ningún caso. Y no se te ocurra pagar esa cuenta, aquí me conocen.

Deán se guardó la cartera que ya había sacado tras hacer el ademán al maître. Era de suponer que estaba harto, la única manera de conservar la paciencia a veces es retirarse, no seguir escuchando. Las incisiones de su piel leñosa se le vieron más profundas por el gesto sombrío, así serían permanentemente cuando tuviera más años. El mentón enérgico parecía en fuga, los ojos de color cerveza se le endemoniaron, tal vez por la luz verdosa de la tormenta: los tenía muy abiertos, como con un exceso de sequedad o pesadumbre. Se levantó, cogió sin esfuerzo su gabardina de la rejilla elevada en que la había dejado, se la puso y se echó las manos a los bolsillos.

—Si no voy a pagar esta cuenta no hace falta que espere. Tengo mucha prisa. Adiós, Juan. Ya hablaremos más tarde, Luisa. Buenas tardes.

No se había tomado el café, la última frase había sido para mí (lo justo para no ser grosero, yo contesté ‘Hasta la vista’), besó a Luisa en la mejilla (ella contestó ‘Luego te veo en casa’ como si la casa ya fuera de ambos, Téllez no dijo nada). Se llegó hasta la puerta y allí se despidió del maître que lo acompañó y se la abrió, un pariente de donjuán Téllez merecía la molestia. Se subió el cuello de la gabardina antes de adentrarse en la lluvia, las personas paradas le dificultaron la salida, lo obligaron a sortearlas. Pensé que ya no podría seguirlo si ese hubiera sido mi deseo tras el almuerzo, no me quedaba más elección que seguir a Luisa cuando saliéramos del restaurante si me decidía a seguir a alguien, no tenía gran cosa que hacer, había reservado aquella semana para trabajar junto a Téllez para Only the Lonely, los guiones de la serie de televisión que tenía entre manos no corrían prisa, probablemente acabaría por no hacerse esa serie que en todo caso me pagarían. Téllez sí se bebió su café, ya frío sin duda: de un solo trago, como si fuera un vodka. Entonces reparó en mí de nuevo y supongo que se disculpó, lo hizo indirectamente:

—Mi hija no pudo pedir ayuda —explicó como si yo pudiera no haber entendido—. Dicen los médicos que no habría podido salvarse. Pero se me parte el corazón de pensar en ella sola en su cama, muriéndose sin consolación y angustiada por el niño, que iba a quedarse solo sin nadie que lo cuidara. —Se le había ido toda mala voluntad, en cuanto Deán hubo desaparecido, como si se hubiera forzado a ella—. No lo soporto —añadió.

—Lo raro, papá (ya se lo he dicho otras veces) —dijo Luisa (y ese ‘se’ fue la primera vez que se dirigió a mí, quería decir ‘ya se lo he dicho a él’ y me lo explicaba a mí entre paréntesis, no es que la hija llamara de usted al padre, sino que me tenía en cuenta)—, es que tampoco nos avisara a nosotros. A lo mejor no pudo llamar a Eduardo a Londres, pero a nosotros sí pudo, y no lo hizo. —Me pareció que con estas palabras intentaba echarle un cable a Deán sin delatar a su hermana muerta, sin duda lo compadecía. Se quedó pensativa y añadió:— Tal vez no creyó que fuera a morirse, pensó que era pasajero y no quiso molestar a nadie tan tarde. Tal vez no lo supo, y entonces no le fue tan angustioso. Lo angustioso debe de ser pensarlo; y saberlo.

Me dieron ganas de decirle a Téllez: ‘No estuvo sola en su cama, créame, lo sé bien. No murió sola, no fue tan horrible porque tardó en darse cuenta y cuando se la dio me dijo “Cógeme, cógeme, por favor, cógeme” y yo la cogí, la abracé por la espalda porque no quiso que hiciera otra cosa, me dijo “no hagas nada todavía, espera”, no quiso que la moviera un milímetro ni que llamara a nadie. La cogí y la abracé y así al menos murió contra mí, con mi tacto, murió protegida, murió respaldada. No se atormente tanto’.

Pero no podía decírselo.

—No debería haberlos acompañado a comer —dije en cambio—. Lo lamento de veras.

—No, no es culpa suya —respondió Téllez—. Somos nosotros quienes le hemos dado el almuerzo. La verdad es que no tenía intención de volver a hablar de esto. —Y dejando la pipa humeante apoyada en el cenicero se llevó las manos a la cabeza—. Mi pobre niña —dijo como si fuera Falstaff, y salía el humo.

La tormenta había cesado de golpe. La puerta estaba despejada.