Téllez y yo llegamos con adelanto en su coche aparentemente oficial, pero el Único nos hizo esperar, como corresponde a su rango y a su ocupación, supongo que irá con retraso siempre en sus actividades diarias y que cuando se acumule el retraso cancelará alguna actividad en el último instante recuperando así de golpe la puntualidad y el horario, para mí esa estela continua y el azaroso método para suprimirla serían una maldición, y ahora era consciente de que aunque estuviéramos hacia el comienzo de la jornada podríamos ser nosotros los cancelados, disculpas formales y vuelta atrás, a un cortesano y a un negro se los puede siempre postergar. Durante la espera en el saloncito algo frío Téllez aprovechó para machacarme una vez más con lo que ya me había recomendado en el viaje, a saber, que no interrumpiera pero tampoco diera lugar a silencios, que sólo hablara cuando se me preguntase directamente o se me invitase a hacer una exposición, que me abstuviera de hacer gestos bruscos y de alzar la voz, ya que eso malquistaba y desconcertaba al Solo (eso dijo, ‘malquistaba’, sonó a algo en verdad desaconsejable), el tratamiento que debía darle tanto en vocativo como al referirme a su persona, cómo había de saludar, cómo habría de despedirme, no debía tomar asiento hasta que él lo hiciera y me lo indicara, ni levantarme por nada del mundo sin que él lo hiciera, durante todo el trayecto me había sentido como en el colegio o en vísperas de la primera comunión, no sólo por las instrucciones en sí, sino por la manera y el tono en que el viejo Téllez me las transmitía, con una mezcla de indulgencia, reprobación, pomposidad y derrotismo (descontento de los súbditos, y poca fe), ahora estaba seguro de que sería un experto en redactar esquelas. Al verme aparecer por el portal de mi casa me había escrutado desde el interior del coche, como si de mi aspecto dependiera que me dejara subir o no (la puerta trasera abierta y sujetada por su moteada mano, su cara grande e inquisitiva inclinada, sus cejas de duende escépticamente enarcadas, me sentí como una puta a la que examina y valora el cliente antes de hacer el humillante gesto con la cabeza, el gesto que significa ‘Adentro’); y tras darme la aprobación que sin duda Ruibérriz le había asegurado que me ganaría, me hizo un ademán más bien de urgencia con el mango discreto del bastón que llevaba y con el que se parapetó levemente al entrar yo por fin en el coche, los viejos temen siempre que la gente se les caiga encima. Ahora jugaba con el bastón mientras esperábamos, a ratos se lo cruzaba sobre los muslos como una espada sin filo, a ratos lo hacía girar entre sus piernas con la punta en el suelo como si fuera un compás cerrado. No estábamos solos: desde que nos había hecho pasar al salón un camarlengo vestido de calle o chambelán o lo que quiera que fuese (tras los controles), estaba allí inamovible un criado o factótum disfrazado a la antigua (época para mí indefinida, pero vestía librea verde sandía, calzas negras hasta la pantorrilla, medias blancas y zapatillas acharoladas, si bien no peluca de ninguna clase), hombre francamente anciano junto al que Téllez parecía un muchacho. Téllez lo había saludado diciéndole: ‘Hola, Segarra’, y él había contestado con alegría: ‘Buenos días, señor Tello’, sin duda viejos conocidos de tiempos menos benévolos. Este anciano tenía el pelo muy blanco y peinado hacia adelante como el de los emperadores romanos y se mantenía en posición poco marcial de firmes junto a una chimenea en desuso sobre la que colgaba un espejo grande y minado; apenas si cambiaba de postura para apoyarse más en un pie o en otro o quitarse con la mano enguantada alguna mota o bolita del otro guante que así pasaba indefectiblemente al primero (ambos blancos, como las medias, éstas recordaban a las de las enfermeras con grumos); y aunque a los pocos segundos me preocupé por su equilibrio y su resistencia, supuse que llevaría tantos años acostumbrado a permanecer de pie que ese sería ya su natural estado y no notaría el cansancio (por lo demás, tenía una butaquita palaciega al lado, quizá se sentara en ella cuando no hubiera testigos). Y alejado de nosotros, en una esquina, había también un pintor senescente con una paleta en la mano y ante sí una tela de considerable tamaño que nos quedaba de espaldas, montada sobre un caballete que le venía pequeño y hacía temer por la estabilidad del lienzo: no hizo caso de nuestra presencia ni nos saludó ni nada, parecía muy absorto en su obra inconclusa, debía de estar concentrándose para aprovechar al máximo los inminentes minutos en que tuviera a su modelo a tiro. No llevaba bonete, pero sí una especie de guardapolvo o carrick azul pavonado. La paleta le bailaba no poco en la mano, el pincel otro tanto cuando daba un retoque (tenía que ser memorístico), su pulso no me pareció muy firme.
Téllez lo miraba de vez en cuando con displicencia y actitud molesta, y al cabo de unos minutos se dirigió a él esgrimiendo una pipa que se había sacado del bolsillo de la chaqueta y le preguntó:
—¡Eh, oiga, maestro! ¿Le importa a usted que fume? —No se le ocurrió consultarnos a mí ni al paje Segarra.
El pintor no atendió, por lo que Téllez hizo un gesto aún más desdeñoso (‘Que lo zurzan’, vino a significar más o menos) y empezó a preparársela. Se le cayeron al suelo algunas briznas del tabaco que recogía con la cazoleta y empujaba con el índice. ‘Se va a fumar una pipa’, pensé, ‘esto puede ir para largo, a menos que en verdad tenga muchísima confianza y aunque llegue Solus no vaya a apagarla’. Pero no me atreví a encender a mi vez un cigarrillo. El viejísimo librea disfrazado de antigüedad se acercó vacilante con un cenicero historiado y de mucho peso que cogió de la repisa de la chimenea inútil.
—Aquí tiene el señor, encantado —dijo depositándolo a cámara lenta en la mesita baja que teníamos al lado, no fuera a calcular mal la distancia y a dejarlo caer abismándola.
—¿Qué, cómo van las cosas, Segarra? —aprovechó para preguntarle Téllez.
—No lo sé, señor Tello. Cuando han llegado ustedes él estaba todavía fletcherizando sus cereales.
—¿Estaba qué? —preguntó Téllez aterrado (dejó caer más briznas al suelo), aunque Segarra lo había dicho con naturalidad y confianza. Aquel debía de ser el salón para las visitas de confianza o bien insignificantes (todos éramos servicio, en última instancia), allí probablemente se las amontonaba, como hacen las estrellas del rock con los periodistas.
El maestresala o senescal Segarra (no soy versado en este tipo de cargos) pareció complacido de haber creado intriga o alarma, y también de poder ofrecer una información a la vez útil y extravagante. Tenía los ojos optimistas y vivos del que ha visto muchas cosas insólitas sin entenderlas y por ello conserva íntegra su capacidad de entusiasmo y celebración y sorpresa, también su curiosidad intacta.
—‘Fletcherizando’, señor —dijo, y ahora lo dijo entre comillas a la vez que levantaba uno de sus dedos con guante—. Se trata de un antiguo método de masticación muy sano, que convierte el sólido en líquido, lo inventó un tal Fletcher, de ahí su nombre, y hoy en día hay mucha gente que lo está recuperando. Pero duele un poco en las encías y lleva su tiempo. Él sólo lo pone en práctica en el desayuno, con los cereales y el huevo escalfado.
Téllez volvió la cabeza un instante hacia el pintor de corte, para ver si había pegado el oído y estaba atendiendo, pero el hombre del carrick estaba muy ocupado ahora (no le daban de sí los brazos) intentando poner más recto en su caballete el inestable lienzo que no veíamos. Empecé a desear poder echarle un vistazo.
—¿Quiere decir que son las propias mandíbulas las que acaban licuando los alimentos? —dijo Téllez dirigiéndose a Segarra al tiempo que iba apretando con el pulgar el tabaco que no se le desparramaba. Yo habría dicho que aquel era un tabaco demasiado aromatizado con whisky y tal vez especias picantes, un producto holandés afeminado.
—Exacto, señor, y por lo visto así es mucho más sano que por procedimientos mecánicos. Lo llaman licuefacción anatómica, he oído mencionar el término, al igual que el otro que he empleado. —El criado se disculpaba por su adquisición involuntaria de conocimientos.
—Ya —contestó Téllez—. ¿Y qué le parece si averigua usted cómo va esa fletcherización? No es que tengamos ninguna prisa, pero en fin, para hacernos una idea.
—Cómo no, señor Tello, faltaría más, encantado. Voy en seguida a ver si puedo informarme de algo.
Con paso infinitesimal (aunque no tanto como cuando el peso del cenicero estuvo a punto de siniestrarlo), el lacayo Segarra se dirigió hacia una de las tres puertas del saloncito algo frío (cuanto más rato llevaba uno allí más frío), no desde luego a aquella por la que habíamos entrado, sino a la que él tenía más cerca, al otro lado de la chimenea desperdiciada. (El único muro sin abertura tenía en cambio un gran ventanal apaisado y cuadriculado, excelente luz para pintar, por ejemplo). No quiero ser irrespetuoso ni afirmo ni insinúo nada, pero lo cierto es que durante los largos segundos en que el lento Segarra mantuvo abierta esa puerta oí un inconfundible estrépito de futbolines procedente de la habitación contigua. A Téllez, sin embargo, no pareció llamarle la atención, aunque tal vez era duro de oído para ciertos ruidos, o no le era familiar este en concreto, por barriobajero. El pintor sí lo oyó, e irguió y volteó la cabeza dos veces como si fuera un pájaro, pero despreció el sonido al instante (no le atañía) para volver a colocarse mejor su paleta en la mano, que le vacilaba al menor movimiento imprevisto o mal estudiado. Como si fuera a ser él el retratado.
Téllez no parecía tener mucho interés en mí ni tampoco impaciencia. Probablemente lo que le satisfacía era prestar el servicio, llevarme hasta allí, descubrirme, tener un recomendado y recibir el parabién si ese candidato gustaba y cumplía luego, nada más, y si acaso pasar la mañana en Palacio ocupado de aquella manera indecisa. Mientras encendía la pipa con cerilla de madera me miró de reojo, como para comprobar que no me había despojado de la corbata ni me había ensuciado los pantalones durante la espera, esa fue la sensación que tuve (de hecho avanzó la cabeza para inspeccionarme el calzado con mirada un poco crítica). Yo me había esmerado con mi apariencia, quizá iba demasiado planchado, me sentía pulcro y como envuelto.
Al cabo de varios minutos de pipa muy perfumada (aún más ardiendo) reapareció Segarra con su pelo romano levemente despeinado como si le hubieran pasado una mano festiva por la cabeza y desde lo alto, y ahora, al abrir de nuevo la puerta y tardar en cerrarla, oí sin duda el fragor de un flipper, lo conozco bien desde mi adolescencia y además apenas quedan, por lo que es ya un sonido pretérito, más fijado y reconocible que los que aún se dan y por ello van variando. Oí correr una bola loca y marcar muchos puntos, confié en que la máquina no regalara partida. Segarra, en vez de dar su recado desde la puerta y ahorrarse así un desplazamiento, se acercó muy paulatinamente hasta donde estábamos —creándonos expectativa y algo de temor a que nunca llegara— y no habló hasta que estuvo al lado, un cubiculario observante:
—El proceso de que le hablé ha concluido hace rato con éxito, señor Tello, no se inquiete —dijo—. Ha tenido que recibir a unos sindicalistas, pero ya se están yendo y él viene hacia aquí, está en camino.
Y en efecto, no había terminado Segarra de decir sus frases cuando se abrió la tercera puerta y apareció el Solitario con zancadas veloces y seguido de una señorita que intentaba no quedarse atrás, la falda corta y estrecha la hacía correr un poco con las puntas de los pies hacia fuera y los tacones altos iban arañando el suelo de madera —tal vez muy noble— con diminutas y rectangulares incrustaciones de mármol o de sucedáneo. Yo me levanté en seguida, mucho más rápidamente que el corpulento Téllez, a quien (lo vi en ese instante) se le había desatado de nuevo un zapato, y ahora no estaba su hija para anudárselo. El pintor ya estaba de pie por su parte, pero al ver entrar al Llanero extendió los brazos como una quinceañera histérica ante la irrupción de su ídolo (o quizá —más viril— como un luchador en su esquina que se pone en guardia) y se le acentuó el gesto de empeño artístico. Al saludar yo antes mascullando mi falso nombre (y añadí torpemente y con la boca pequeña: ‘para servirle’) no pude imitar a Téllez como tenía previsto, y desde luego olvidé la reverencia que me había encarecido; él, en cambio, una vez alzado, se inclinó cuanto le permitió su tórax voluminoso y cogió con veneración una mano de Only the Lonely con las dos suyas, pese a que en la izquierda sujetaba la pipa encendida, con la que estuvo a punto de quemarlo. Seguramente no habría tenido demasiada importancia, ya que una de las primeras cosas en que me fijé fue en que Only You llevaba sendas tiritas de plástico en los dedos índices, una ampolla por quemadura sólo habría roto la simetría. Las efusiones estuvieron a punto de arrollar a Segarra, a quien pillaron allí por medio mientras iniciaba la retirada hacia su lugar con la habitual parálisis. El Único se sentó a mi derecha, en un sillón libre, y la señorita estrechada a mi derecha también, entre ambos, pero en el mismo sofá que yo ocupaba (llevaba en las manos un bloc de notas, un lápiz y una calculadora de bolsillo Texas, y le asomaba de la chaqueta un teléfono); Téllez, tras bambolearse un poco, se dejó caer de nuevo con pesadez en el sillón que había elegido antes, enfrente de mí y casi de espaldas al pintor, al que el Solo saludó de lejos agitando la mano y diciéndole: ‘Qué hay, Segurola’, sin esperar su respuesta: debía de verlo a diario, el pintor seguramente lo impacientaba y él procuraba mantenerlo a distancia. Solus tenía unas piernas largas y flacas que cruzó en seguida con desenvoltura (a continuación las cruzó la joven de manera mimética, tenía una carrera en la media que le daba un aire libertino, tal vez se la había hecho forcejeando con los sindicalistas o haciéndole falta a la máquina); vi que llevaba esos calcetines llamados de ejecutivo, demasiado transparentes para mi gusto, se disciernen los pelos aplastados de las pantorrillas; por lo demás, iba vestido como cualquier hombre de mundo, los pantalones un poco arrugados a la altura de los muslos.
—Ojo, Juanito —le dijo a Téllez—, tienes desatado el cordón del zapato. —Y señaló el zapato con su dedo de esparadrapo.
Téllez se miró entonces con estupor, verticalmente —de nuevo su cabeza como una gárgola—, luego con renuncia, como quien se encuentra ante un problema irresoluble. Mordió la pipa.
—Ya me lo ataré después, cuando me levante; sentado no hay peligro de que me lo pise.
El Solitario se inclinó entonces hacia él para cuchichearle —el tórax entero sobre el brazo del sillón, temí que fuera a vencerse—, pero no bajó la voz lo bastante o la distancia era demasiado escasa para que yo no oyera. —Dime, ¿quién es? —le preguntó señalándome levísimamente con las cejas y haciendo bailar dos dedos inquietos en el aire—. Se me ha olvidado para qué veníais hoy.
—Es Ruibérriz de Torres: el discurso nuevo —musitó mi padrino mordiendo aún más la pipa (y por lo tanto en verdad entre dientes).
—Ah, sí, este Ruibérriz de Torres —dijo el Llanero con tranquilidad y ya en voz alta; y se volvió hacia mí—. A ver qué me vas a escribir, ya te puedes andar con cuidado.
No había amenaza en su tono, más bien tendencia a la broma. Es prerrogativa de Only the Lonely tutear a quien tenga delante aunque no lo conozca e independientemente de su edad, condición o título, jerarquía y sexo. La verdad es que la práctica hace muy mal efecto, si yo fuera él renunciaría a ese privilegio. Yo había decidido llamarle de usted y ‘señor’, tanto al dirigirme como al referirme a él, esto es, ‘el señor’ en el segundo caso. Lo juzgaba suficientemente respetuoso y no me confundiría, y además me daba lo mismo que luego me regañara Téllez.
—Con todo el cuidado del mundo, señor —dije—. Seguiré al pie de la letra las instrucciones que tenga a bien darme. Usted dirá. —Me pareció que estas primeras palabras me habían salido bastante serenas y circunspectas, aunque él no parecía engolado ni particularmente ceremonioso. Pensé que quizá podía haberme ahorrado las dos últimas, de pronto me chirrió el ‘usted’ e iban demasiado al grano.
Only You se sentó más recto (había quedado ladeado tras susurrarle a su cortesano), como si por fin se centrara en aquello a lo que estábamos. Cruzó las manos sobre las rodillas cruzadas (llegaba bien, de sobra, los brazos muy largos) y dijo pensativo aunque con buen ánimo:
—Mira, Ruibérriz, vamos al grano: la verdad es que estoy cansado de que nadie me conozca al cabo de veinte años. No es que yo crea que la gente lea o preste mucha atención a mis discursos, pero por algo se empieza, no hay muchas más maneras de que se me conozca sin hacer el ridículo, la mayoría me están prohibidas. Lo que es seguro es que nadie puede tragarse los que vengo soltando desde hace la tira de tiempo, y no se lo reprocho a nadie, hasta a mí me producen bostezos. —Dijo ‘desde hace la tira de tiempo’, lo cual no me pareció muy elevado; supongo que ‘tragarse’ podía tragarse en su boca, en cambio—. Los del gobierno tienen siempre la mejor voluntad, y no digamos los escritores. Demasiada buena voluntad, seguramente, cuando me hacen un trabajito se revisten de realeza, o de lo que ellos creen que ha de ser la realeza, como pavos. Unos se inspiran en otros, no hay ninguno que no pida ver algunos de los anteriores discursos cuando se le hace el encargo, y eso se convierte… ¿cómo es la expresión, Juanito?
—¿En un círculo vicioso? —sugirió Téllez.
—No, hombre, no, no iba a dudar sobre eso —contestó el Único—. Otra. Lo que gira sobre sí mismo sólo para repetirse y volver a su sitio.
—¿El eterno retorno? ¿Una aguja de marear? —apuntó más dubitativo Téllez.
—¿Una brújula? —se adhirió la señorita al último sesgo, con cierto oportunismo. Nunca había sido presentada. Tenía agradables piernas de muslos gordos, favorecida una de ellas por la mínima carrera, en realidad no era extraño que se le reventaran las medias.
—No, qué decís, nada de eso, qué tendrá que ver. Otra cosa, sí, hombre, la vuelta entera y otra vez donde estábamos.
Vi que el pintor Segurola levantaba el brazo con el pincel en la mano, como si fuera un niño aplicado que sabe la respuesta en clase. Eso quería decir que ahora sí estaba escuchando, quizá porque miraba al Solo con intensidad y sin tregua —mirada de fuego—, era de desear que sólo para pintarlo. Solus también lo vio y alzó la barbilla hacia él con hastío y sin fe, como diciéndole: ‘A ver con qué nos vas a venir tú ahora’.
—¿La rueda de la fortuna? —dijo entonces Segurola, no desprovisto de ilusión y con talante renacentista.
El Solitario abatió una mano en el aire dando al artista plástico por imposible.
—Sí, hombre, y la ruleta rusa, y un satélite, mira este —dijo—. Bueno, da lo mismo, a lo que iba: yo me doy cuenta de que no se conoce mi personalidad, cómo soy, y quizá tenga que ser así mientras viva; pero mientras vivo no puedo dejar de pensar que tal como van las cosas voy a pasar a la historia sin atributos, o lo que es peor, sin un atributo, lo cual es lo mismo que decir sin carácter, sin una imagen nítida y reconocible. No me gustaría que se me recordara tan sólo con frases como ‘Era muy bueno’ o ‘Hizo mucho por el país’, aunque no estén mal, no me quejo, tantos otros no han tenido ni eso, y esas apreciaciones confío en poder conservarlas hasta que me llegue el día. Pero no me basta si yo puedo remediarlo en algo, llevo algún tiempo dándole vueltas al asunto y no sé qué hacer, no lo tengo fácil después de tantos años. No quisiera empañar mi ejecutoria, como ahora se dice, pero no se me escapa que son más memorables aquellos que dudaron mucho, o que traicionaron, o que cometieron crímenes o fueron crueles; los que padecieron desvaríos graves o llevaron vida de crápulas, los muy sufrientes y los tiranos, los abusivos y escandalosos y los muy desdichados, los trastornados y aun los pusilánimes, los barbazules. En suma, los más cabrones. —Esa fue la palabra que empleó, pero la verdad es que no chocó en el contexto y aun quedó convincente, retóricamente—. En todos los países es lo mismo, basta con echar un vistazo a sus respectivas historias: más llamativos cuanto más denostados. Tampoco quiero que se me vea meramente como el Añorado, a los que vengan detrás no estaría bien jugarles tan mala pasada.
Se quedó callado un momento, como si estuviera contemplando sus propias exequias y viendo el futuro que aguardaba a sus sucesores varios. Seguía abrazándose la rodilla derecha, pero su expresión se había hecho un poco añorante, quizá se estaba añorando a sí mismo anticipadamente. Yo no quería interrumpir pero tampoco dar lugar a silencios, Téllez me había recomendado evitarlos. Esperé un poco. Esperé otro poco. Tenía ya una frase en la punta de la lengua cuando por fin se me adelantó Téllez:
—Pero no podéis cometer villanías ni atraeros desgracias, señor, por ese motivo —le dijo levemente angustiado—. Quiero decir tropelías —rectificó en seguida la connotación incompatible.
‘Santo cielo, le llama de vos’, pensé, ‘este hombre es en verdad un entusiasta’.
—Descuida, Juanito, no pienso hacerlo contestó el Llanero dándole una palmadita en la mano con una de sus tiritas: le dio un poco fuerte en la mano floja que sostenía la pipa, que salió volando humeante. Vi cómo Segarra la contemplaba en el aire con aprensión indecible (dos dedos enguantados sobre los labios), temiendo que fuera a caer sobre la cabeza o el traje de mundo de Only the Lonely (de haber sido joven habría corrido para cazarla al vuelo). Por suerte se estrelló contra el cenicero, ahí se vio la ventaja de que éste fuera enorme; rebotó dos veces y con tanta fortuna que no se partió, así que Téllez la recogió como se atrapa una pelota rebelde de ping-pong y sin dilación sacó una cerilla y le aplicó otra llama, mientras él y Only You, la señorita y yo, Segurola y Segarra desde la distancia, reíamos todos brevemente al unísono. La risa de la joven fue la más aparatosa: estuvo a punto de salírsele de la chaqueta el teléfono por culpa de las sacudidas un poco histéricas, y temí que fuera a malquistar al Único con sus movimientos tan bruscos. Luego éste prosiguió, era de esos hombres que no pierden el hilo, suelen ser personajes temibles: —Pero eso no quita para que en las escasas ocasiones que tengo de dirigirme a la gente quiera que se me adivine más, y se me reconozca. Por supuesto que nadie cree que esos discursos los escriba yo, en realidad la cosa es fantástica: todo el mundo sabe positivamente que no los escribo yo, y sin embargo todo el mundo los recoge y se ocupa de ellos como si fueran en verdad mis palabras y reflejaran mi pensamiento particular. Los periódicos y las televisiones dicen tan tranquilos que yo dije tal cosa o que dejé de mencionar tal otra, y fingen atribuirle a eso mucho significado y alguna importancia, fingen entender entre líneas y ver oscuras alusiones o incluso reproches, cuando ellos son los primeros en saber que de cuanto yo he leído en todos estos años no soy en modo alguno el responsable auténtico ni directo, es decir, que como mucho he dado mi visto bueno, o ni siquiera yo sino mi Casa; que a lo sumo he suscrito o hecho mías (un mero nihil obstat, no más) unas palabras que nunca son mías, sino de cualquiera o de muchos distintos o de esa cosa vaga llamada la institución, en realidad de nadie. Todo esto es un fingimiento fantástico al que nos prestamos todos, desde yo mismo hasta los políticos y la prensa hasta los pocos lectores o telespectadores, los ciudadanos tan cándidos o con tan buena fe como para fijarse en lo que se supone que digo y pienso. —El Solo hizo una pausa, o más bien se quedó de nuevo callado mientras se acariciaba una sien meditativo. Vi que la tirita del dedo índice derecho se le estaba levantando un poco por causa de estas caricias absortas, me pregunté qué dejaría al descubierto si se le desprendía: ¿un corte, una quemadura, una llaga, mercromina, forúnculo, un callo efecto del futbolín y el flipper? Me regañé a mí mismo por tener tales pensamientos, había que ser muy vicioso de estos juegos recreativos para que a uno le saliera callo. A mí aún me divierte y relaja jugar a ellos, pero si me falta tiempo cuánto no iba a faltarle a Solus, siempre tan ocupado e institucionalizado, en el supuesto improbable de que le gustaran semejantes entretenimientos. Deseché la irreverente idea, se habría hecho lo que fuera esquiando o por dar mucho la mano. También me pregunté de nuevo si debíamos permitir tanto silencio. Pero esta vez fue la señorita quien me impidió caer en las tentaciones (la carrera se le iba agrandando, y más que levemente disoluta empezaba a parecer una perdida):
—Pues yo soy de esas, señor, de las que se fijan: tanto en la prensa como en los telediarios bebo vuestras palabras cuando las pillo. Aunque no las escribáis vos mismo, hace gran efecto que seáis vos quien las dice; hasta a mí misma, que os veo a diario en privado y sé lo que hacéis y lo que opináis sobre muchas cosas, me cuesta no tomármelas al pie de la letra sobre la pantalla, aunque no siempre entienda de qué se trata.
También lo llamaba de vos, no supe si como norma o por momentáneo influjo de Téllez.
—Tú eres muy buena y leal, Anita —contestó el Solitario sin hacer mucho caso.
—Yo también me intereso, señor, y os grabo mucho en mi vídeo cuando salís en la tele, para estudiaros las expresiones cuando pensáis en voz alta —dijo entonces el pintor desde su rincón de castigo, aupado también al vos en imitación de los otros.
—Tú es que no te enteras, Segurola —le respondió el Llanero, pero lo dijo entre dientes y el pintor no oyó bien: de hecho se llevó una mano al oído olvidando que tenía el pincel en ella, se embadurnó un poco la oreja, se pasó un trapo sucio para limpiársela. Todos menos él reímos otra vez brevemente, pero ahora con disimulo. Era obvio que a su modelo lo sacaba de quicio—. Bueno, a lo que iba: no tengo nada en contra de toda esta farsa, que sin duda es necesaria; así ha sido siempre y más ha de serlo ahora, en estos tiempos en que los personajes más públicos tenemos encima perpetuamente el ojo y el oído del mundo multiplicados por mil cámaras y micrófonos, manifiestos y ocultos, un verdadero agobio, yo no sé cómo no nos suicidamos todos. A menudo me siento como un… ¿cómo es esto, Juanito? Ya sabes, un chisme de esos ante el microscopio. —Y formó un diminuto círculo con el pulgar y el índice para mirar por él, inclinado, hacia el cenicero con cerillas y briznas.
—¿Una brizna? —apuntó Téllez sin esforzar la imaginación lo más mínimo.
—No, hombre, no, eso lo tengo aquí delante.
—¿Un insecto? —volvió a probar.
—No, qué un insecto, qué dices.
—¿Una molécula? —aventuró la señorita Anita.
—Parecido, pero no.
—¿Un virus? —dijo el mayordomo Segarra desde su puesto junto a la chimenea inservible. Había alzado respetuosamente el guante blanco.
—No, tampoco.
—¿Un pelo? —voceó Segurola desde su caballete recurriendo sin duda a recuerdos de infancia.
—Pero qué pelo ni qué pelo, venga de ahí.
—¿Una bacteria? —me atreví por fin a hablar yo.
Dudó Only the Lonely, pero parecía ya harto de nuestra incompetencia.
—Bueno, posiblemente sea eso. Como una bacteria ante el microscopio, da lo mismo. Y eso es lo incongruente: que con tanta vigilancia y estudio no se me conozca de veras y mi personalidad sea difusa; y como todo es farsa, no veo por qué no podríamos dirigir nosotros un poco más esa farsa y hacerla más a nuestro gusto, de manera que presentemos unos atributos más claros y reconocibles para las generaciones presentes y más memorables para las futuras —me pregunté si ahora estaba empleando un plural mayestático o si nos estaba incluyendo amablemente a nosotros en estas frases y en sus proyectos: en seguida salí de dudas—, yo aún no tengo ni idea de cómo soy percibido, no sé cuál es mi imagen fuerte, la predominante, lo cual, no nos engañemos, significa lamentablemente que carezco de ella. Cómo decirlo, no tengo imagen artística y, no nos engañemos, esa es la que al final más cuenta, también en vida, también en vida. Así que un primer o segundo paso podrían ser mis discursos, no creo que sea imposible que las vaguedades y vacuidades que institucionalmente estoy obligado a decir no puedan sin embargo ser dichas de una manera más personal, cómo decirlo, sí, menos burocrática y más artística, una manera que haga que la gente se fije y se sorprenda, e intuya que tras todo eso hay un buen mar de fondo, quiero decir un individuo que también pasa lo suyo, un hombre algo atormentado, con su drama a cuestas y ese drama oculto. En mi imagen pública no se ve drama, seamos francos, y quiero que se lo vislumbre al menos, un poco de enigma artístico. Eso es lo que creo que quiero, ¿comprendes, Ruibérriz?, te lo digo como lo pienso.
Ahora no me cupo duda de que me tocaba hablar, se había dirigido a mí con mi nombre que no era el mío.
—Creo comprender, señor —dije—. ¿Y cuál es la imagen que le gustaría tener, o que se trasluciera? ¿Por cuál siente predilección, si puedo preguntar?
Vi un poco de censura en los ojos claros de Téllez, a buen seguro producto de mi tratamiento de usted, que tras el vos de los otros me chirrió hasta a mí mismo, todo se contagia muy fácilmente, de todo podemos ser convencidos. La pipa que fumaba era eterna, como si el tabaco quemado se regenerara y se consumiera varias veces.
—No lo sé bien del todo —respondió Only You acariciándose la otra sien ahora—, ¿a ti qué te parece, Juanillo? Hay mucho donde elegir, pero estaría bien que hubiera cierta autenticidad en la farsa nuestra, quiero decir cierta correspondencia con la verdad de mi carácter y de mis hechos. Por ejemplo, casi nadie sabe que yo soy muy dubitativo. Dudo mucho y de todo, ¿verdad que tú lo sabes bien, Anita? Muchas veces me alegro de que me vengan dadas la mayoría de las decisiones, en otra época mi vida habría sido pura oscilación, pura confusión, mi ánimo un vaivén perpetuo. Por dudar, yo dudo hasta de la justicia de la institución que represento, casi nadie se lo imaginaría, eso es seguro.
—¿Cómo es eso, señor? —no pude evitar preguntar en mi interesado afán por no dar el menor pie al silencio, esto es, por adelantarme a Téllez, a quien no debía de haber gustado esta última frase: de hecho se irguió en su asiento y mordió más la maltratada pipa.
—Sí, yo no estoy convencido de su razón de ser, quizá he empleado a la ligera la palabra ‘justicia’, ese es un concepto muy difícil, subjetivo siempre en contra de lo que se quiere y pretende, y desde luego nunca prevalece, en este mundo al menos, para que eso sucediera el condenado por la justicia tendría que estar absolutamente de acuerdo con esa condena, y rara vez sucede, sólo en casos extremos de contrición y arrepentimiento no muy creíbles. Incluso me atrevería a decir que cuando sucede es porque al condenado se lo ha hecho abdicar de su propia idea de justicia, se lo ha convencido con amenazas o con argumentos, tanto da, y se lo ha hecho adoptar el punto de vista del otro, de su contrincante, del favorecido por el fallo, o bien el común, el de la sociedad de su tiempo, y, no nos engañemos, el de la sociedad nunca es el propio de nadie, es sólo del tiempo: el punto de vista común a todos, o a la mayoría, no es nunca propio más que en la medida en que cada uno desea no quedar al margen del conjunto, y transige. Digamos que es una mera concesión de la subjetividad, un apaño. Nadie condenado exclamará con satisfacción y alivio: ‘Ha prevalecido la justicia’. Eso significa siempre: ‘La justicia ha coincidido conmigo y con mi idea previa’. El condenado dirá como mucho: ‘Acato la sentencia’, o ‘Acepto el veredicto’. Pero no es lo mismo aceptar o acatar que estar plenamente de acuerdo, es más, si tal cosa como la justicia objetiva existiera de veras, entonces no harían falta juicios y los propios condenados exigirían su condena, en realidad no habría delitos. No se cometerían, o mejor dicho, no existiría el concepto de delito, nada lo sería, porque nadie hace nada convencido de su injusticia, no al menos en el momento de hacerlo, nuestra idea de la justicia va variando según nuestras necesidades, y siempre consideramos que lo necesario puede ser también justo. Y por raro que te parezca, te lo digo como lo pienso.
Pensé que era cierto lo que me había comentado el verdadero Ruibérriz de Torres: el Único tenía ideas, pero le costaba ordenarlas. Lo había seguido hasta sus penúltimas frases y ahí me había perdido.
—Hmm, señor: —aprovechó Téllez el respiro, iba a llamarle la atención probablemente, pero el Solo continuó de inmediato, ahora sin pausas, parecía haber tomado carrerilla y él no perdía su hilo aunque lo perdiéramos los demás:
—Pero a lo que iba: yo no estoy convencido de que un hombre o una mujer deban tener fijada su profesión desde su nacimiento y aun desde antes, o su destino si lo preferís así, no hay inconveniente por mi parte en utilizar la palabra —ahora era evidente que se dirigía a todos nosotros—. No creo que para él sea justo, y sin duda no lo es para los ciudadanos, que normalmente no tienen nada que decir al respecto. Pero esto a mí no me atañe tanto, los ciudadanos también nos cortan la cabeza cuando les viene en gana y se empeñan en ello, no hay quien los pare. Es cierto que a nadie se le pregunta si quiere nacer, y a la gente se la hace nacer. Es cierto que no se nos pregunta si queremos ser del país del que somos, o hablar la lengua que hablamos, o ir al colegio, o tener los hermanos y padres que nos tocan en suerte. A todo el mundo se le imponen cosas desde el principio y a todo el mundo se lo interpreta hasta edad relativamente avanzada, sobre todo las madres interpretan lo que necesitan y quieren sus hijos pequeños y durante años deciden por ellos según ese criterio interpretativo suyo. —‘Quién interpretará ahora al niño Eugenio, quién decidirá por él’, me vino este pensamiento como un relámpago—. Todo eso está bien, hasta ahí es normal porque así son las cosas y no hay más remedio, no nacemos con opinión, aunque sí con deseos, al parecer (deseos primarios, se entiende). Pero me pregunto si más allá de eso puede trazársele la vida a nadie, sobre todo en casos extremos como los nuestros. La gravedad del asunto es considerable, fijaos. Representar a esta institución supone, para empezar, una enorme pérdida de libertad personal, y en segundo lugar una pérdida aún mayor de tiempo para pensar en lo que no es obligado pensar, y poder pensar en lo no obligado es algo crucial para cualquiera en la vida, sea quien sea, yo al menos lo encuentro crucial, poder pensar en lo que no corresponde, vagar con el pensamiento. Supone, además, convertirse en el blanco principal de bandas asesinas y de asesinos aislados, y que a uno lo quieran matar por su cargo, en seco, en abstracto y no por lo que haya hecho o haya omitido; lo cual, aparte del riesgo al que nos acostumbramos, me parece una verdadera calamidad personal: da igual lo que uno haga y cómo lo haga y el cuidado que ponga en hacerlo, siempre habrá quien lo quiera matar, algún megalómano, algún chalado, un sicario, gente que ni siquiera nos tendrá antipatía, tal vez. Morir así, sin merecerlo, sin habérselo ganado, por el nombre tan sólo. En el fondo es una muerte ridícula. —El rostro de Solus se estaba ensombreciendo, aunque no había cambiado de postura, seguía abrazándose la rodilla cruzada y sólo de vez en cuando la dejaba para acariciarse las sienes, una u otra, sus pobres sienes. ‘El desprecio del muerto hacia su propia muerte’, me vino ahora este pensamiento como un fogonazo. Las arrugas de la frente se le acentuaban—. Supone asimismo estar rodeado continuamente por otro grupo de homicidas potenciales que, más mediante pago que por lealtad o convicción, intentarán protegerle la vida en vez de atentar contra ella, y tal vez maten a otros en su misión bien remunerada, será nuestra vida contra la de otros, pero a veces se precipitan los que nos guardan, tienen orden de precipitarse y siempre se los justificará. Supone también no poder elegir con quién se trata y con quién no, verse obligado a estrechar la mano de sujetos que inspirarán repugnancia, y a pactar con ellos, a no darse por enterado de lo que han hecho o se proponen hacer con sus gobernados o con sus iguales. Supone tener que disculpar lo que no es disculpable. Y fingir, por supuesto fingir todo el rato; y mientras se finge estrechar manos manchadas de sangre y así se manchan un poco las nuestras, si es que no están ya manchadas desde el principio, desde nuestro nacimiento y aun antes. Yo no sé si desde ciertos lugares puede uno no tenerlas teñidas, a veces pienso que no es posible, a lo largo de la historia no ha habido un solo gobernante ni rey que no haya tenido responsabilidad en muertes, casi siempre directa y si no indirecta, así ha sido siempre y en todas partes. A veces es sólo que no las han impedido, o que no han querido enterarse. Pero con eso ya basta para no estar a salvo.
El Solitario se quedó callado. Anita fruncía el ceño en inconsciente imitación de su jefe, apretaba las mandíbulas y le brotaban arrugas sobre los labios. Segurola temblaba con su paleta en la mano más de lo acostumbrado, por suerte el Llanero no lo veía y no podía malquistarse por ello, aunque quizá se había malquistado a sí mismo con sus pensamientos no obligados y errantes. Segarra mantenía muy abiertos sus ojos optimistas y vivos del que nunca entiende del todo nada y ya no estaba tan firme, había apoyado un guante en el respaldo de la butaca que tenía a su lado. Téllez vaciaba por fin su pipa exhausta dándole golpecitos contra el cenicero y mascullaba con envaramiento, decía:
—No es para tanto, no es para tanto, un exceso de escrúpulos, no hay que atormentarse, señor, por cosas hipotéticas e improbables. Además, uno no puede ser responsable de aquello que ignora o de lo que se entera cuando es ya tarde, y a vos no os lo cuentan todo.
—Ni falta que hace, oiga —intervino Anita con celo—, ya tiene demasiado en la cabeza.
—¿No? —dijo Only the Lonely rápidamente (aunque no tanto como para impedir la intercesión maternal de la señorita)—. ¿Estás seguro de eso, Juanito? Un cazador puede ir de caza y disparar al bulto y a distancia. Mata inadvertidamente a un muchacho que dormía entre la maleza en el bosque y que ni siquiera grita cuando le alcanza la bala, muere en sueños: el cazador no se entera de lo que ha hecho, puede no llegar a saberlo nunca, pero está hecho: el muchacho no murió por sí solo. Un conductor atropella a un transeúnte una noche, le da un topetazo, lleva prisa o tiene miedo o va borracho, aun así frena un poco dudando; ve por el espejo retrovisor que su víctima se levanta tambaleante, no ha sido gran cosa, respira tranquilo y sigue adelante. A los pocos días una hemorragia interna se lleva al viandante a la tumba, el conductor no se entera, puede no llegar a saberlo nunca, pero está hecho: el transeúnte no murió por sí solo. O aún más azaroso, más involuntario: un médico llama a una mujer enferma, ella no está en casa y sale su contestador, él deja un recado trivial y olvida apretar el botón que cuelga estos teléfonos modernos —Only You señaló con un dedo el que llevaba en el bolsillo Anita, que lo sacó en seguida como para hacer una demostración si se terciaba—; a continuación (se ha quedado pensando en ella) el médico comenta con su enfermera el fatal diagnóstico de la mujer, a la que de momento piensa dar muchas esperanzas o bien no decirle nada. Sus comentarios piadosos y los de la enfermera quedan grabados en la cinta de la paciente, quien al oírlos decide no esperar al dolor y a la lenta ruina, se quita la vida esa misma noche. El médico puede no llegar a saberlo nunca, sobre todo si la mujer vive sola y a nadie más se le ocurre escuchar esa cinta. Pero está hecho: la enferma no murió de su enfermedad, no murió por sí sola.
‘O si se la lleva alguien’, pensé, y esta vez el pensamiento me vino mucho más despacio, ‘si alguien la roba, el propio médico o la enfermera que se dieron cuenta, aunque demasiado tarde. O cuyos comentarios no fueron involuntarios sino piedad fingida, si conocían ambos a la paciente y tenían algo contra ella, o les estorbaba’.
—Pero eso nos ocurre a todos —protestó Téllez—, no sólo a los gobernantes, buena prueba son estos mismos ejemplos. Lo único seguro sería no decir ni hacer nunca nada, y aun así: puede que la inactividad y el silencio tuvieran los mismos efectos, idénticos resultados, o quién sabe si todavía peores.
—Eso no me consuela, Juanillo, saber que así son las cosas, que nada puede medirse —le respondió el Único, ahora con claras muestras de pesadumbre en su rostro, parecía tener de pronto la boca pastosa—. Es como si me dijeras ante la muerte de un amigo: ‘Bueno, al fin y al cabo así son las cosas, se muere todo el mundo’, eso no me consolaría. No por eso es tolerable que se mueran los amigos, es intolerable que mueran. Tú has perdido hace poco a una hija, y perdóname que te lo recuerde, y saber que así son las cosas no te habrá servido de mucho ni te habrá aliviado. En mi caso… lo que yo haga o no haga tiene más repercusiones que lo que haga nadie, es más grave, mis deslices o errores pueden afectar a muchos, no sólo a un muchacho durmiente o a un transeúnte o a una mujer sentenciada. Cada uno de mis actos puede tener consecuencias en cadena y masivas, por eso vacilo tanto. Cada uno de vuestros actos afecta a los individuos, y yo apenas trato con ellos. Cada vida, sin embargo, me consta que es única y frágil. —Se volvió más hacia mí, se quedó mirándome un momento sin verme y añadió:— Es intolerable que las personas que conocemos se conviertan en pasado.
Téllez sacó su bolsa de tabaco oloroso y empezó a prepararse una segunda pipa como para disimular con alguna actividad manual la voz que le iba a salir quebrada. (Quizá también para bajar la vista). Dijo muy despacio mientras lo hacía, como con pereza:
—No tenéis que pedirme perdón, señor. Ya me acuerdo yo todo el rato, vos no me habéis recordado nada. Lo más intolerable es que se convierta en pasado quien uno recuerda como futuro. Pero la única solución a lo que decís, señor, es que todo acabara y no hubiera nada.
—No me parece mala solución a veces —contestó el Solo, y esa respuesta debió de juzgarla Téllez demasiado nihilista para que la oyeran testigos salir de tan prominentes labios, ya que reaccionó en el acto intentando cambiar de conversación y dijo:
—Pero volvamos a lo que nos ocupa, señor, si os parece. ¿Qué os gustaría que se reflejara de vuestra personalidad verdadera, aparte de las vacilaciones, que no sé si serían bien vistas? A Ruibérriz hay que darle instrucciones.
Se abrió entonces la puerta por la que habían entrado Solus y Anita, y por ella apareció una mujer de la limpieza bastante mayor y de aspecto montaraz y malhumorado. Llevaba un plumero y una escoba en las manos y se deslizaba algo encorvada sobre dos paños para no pisar el suelo con las suelas de sus zapatillas, por lo que avanzó muy lentamente como si fuera una esquiadora sobre la nieve compacta con un solo bastón muy largo y el otro muy corto. Nos volvimos todos atónitos a contemplarla en su interminable progreso, con su pelo suelto blanco que tanto avejenta a las viejas, y la conversación quedó un minuto o dos en suspenso porque ella tarareaba con mala voz durante su marcha absorta; hasta que por fin Segarra, cuando la limpiadora llegó a su altura, la cogió del brazo con su guante blanco —de pronto como una zarpa— y le dijo algo en voz baja al tiempo que nos señalaba. La mujer dio un respingo, nos miró, se llevó una mano a la boca para ahogar una exclamación que no fue emitida y apretó cuanto pudo el paso hasta desaparecer por la primera puerta, la que nos había introducido a mí y a Téllez hacía rato. ‘Parecía una bruja’, pensé, ‘o quizá una banshee: ese ser sobrenatural femenino de Irlanda que avisa a las familias de la muerte inminente de alguno de sus miembros. Dicen que a veces canta un lamento fúnebre mientras se peina el cabello, pero más frecuentemente grita o gime bajo las ventanas de la casa amenazada una o dos noches antes de que se produzca la muerte que vaticina’. La mujer de la limpieza había tarareado algo irreconocible, no había llegado a lanzar su grito o gemido y no era de noche, pensé: ‘No creo que esta casa esté amenazada, somos Téllez y yo los que ya hemos tenido hace un mes una muerta, él en su familia, yo en mis amores. Un vaticinio sobre el pasado’. Cerró la puerta tras de sí, lo último que vimos desaparecer fue el plumero, enganchado con el picaporte un instante.
—Hace cosa de un mes tuve insomnio una noche —dijo el Solitario entonces sin hacer mucho caso de la aparición de la banshee—. Me levanté y me fui a otro cuarto para no molestar, puse la televisión y estuve viendo una película antigua ya empezada, no sé cómo se titulaba, fui a buscar luego el periódico del día y ya me lo habían tirado, me lo tiran todo antes de tiempo. Era en blanco y negro y salía Orson Welles muy viejo y gordísimo, os acordáis, está enterrado en España. La película también había sido rodada en España, reconocí las murallas de Ávila, y Calatañazor, y Lecumberri, y Soria, la iglesia de Santo Domingo, pero pasaba en Inglaterra y uno se lo creía pese a ver esos sitios tan conocidos, hasta la Casa de Campo salía y daba el pego, todo parecía Inglaterra, una cosa extraña, ver lo que uno sabe que es su país y creer que sea Inglaterra en una pantalla. La película trataba de reyes, Enrique IV y Enrique V, el segundo cuando todavía era Príncipe de Gales, Príncipe Hal lo llamaban a veces, un bala perdida, un calavera, todo el día por ahí de juerga mientras su padre agonizaba, en prostíbulos y tabernas con rameras y con sus amigachos, el gordo Welles, el corruptor más viejo, y otro de su edad, un tipo con cara desagradable y cínica al que llamaban Poins y que se va tomando con él demasiadas confianzas, se ve que no sabe medir hasta dónde puede permitírselas y el príncipe le va parando los pies a medida que en él se opera el cambio. El viejo rey está preocupado y enfermo, pide en una escena que le pongan la corona sobre la almohada y el hijo se la coge antes de tiempo creyendo que ha muerto. En medio hay otra escena en la que el rey tiene insomnio, como me sucedía a mí aquella noche, por suerte en mi caso fue una noche suelta. Él no puede dormir desde hace días, mira el cielo por la ventana y desde allí increpa al sueño, al que reprocha que visite los hogares más pobres y los hogares de los asesinos, desdeñando en cambio el suyo más noble. ‘Oh tú, sueño parcial’, le dice con amargura al sueño, no pude evitar sentirme un poco identificado con él en aquellos momentos, mirando la televisión en bata mientras los demás dormían, aunque también con el príncipe en otros. En realidad el rey no sale mucho en la película o en la parte que yo vi, pero basta para hacerse una idea de cómo es, e incluso de cómo ha sido. Al príncipe se lo ve cambiar, cuando por fin muere el padre y él es coronado rey abjura de su vida pasada (pero inmediatamente pasada, fijaos, es de anteayer y ayer mismo) y aleja de sí a sus compinches, al pobre Welles lo destierra pese a que el viejo lo llama ‘mi dulce niño’ arrodillado ante él en plena ceremonia de coronación, a la espera de los prometidos favores y las alegrías aplazadas, aplazadas hasta su decrepitud. ‘Ya no soy lo que fui’, le dice el nuevo rey, cuando tan sólo unos días antes había compartido con él aventuras y chanzas. A todos decepciona, el viejo rey Enrique llega a sentir la prisa de su hijo cambiado, ‘Permanezco demasiado tiempo a tu lado, te canso’, le dice ya moribundo. Y aun así le da consejos y le cuenta secretos, le dice: ‘Dios sabe por qué atajos y retorcidos caminos llegué a la corona; cómo la conseguí, que Él me perdone’, le dice justo antes de expirar. Sus manos están manchadas de sangre y no lo ha olvidado, quizá fue pobre y sin duda conspirador o asesino, aunque haga años que la dignidad del cargo lo haya hecho dignificarse y haya aparentado borrarlo todo superficialmente, al igual que el príncipe deja de ser disoluto cuando se convierte en rey, como si nuestras acciones y personalidad las determinara en parte la percepción que de nosotros se tiene, como si llegáramos a creernos que somos otros de los que creíamos ser porque el azar y el descabezado paso del tiempo van variando nuestra circunstancia externa y nuestros ropajes. O son los atajos y los retorcidos caminos de nuestro esfuerzo los que nos varían y acabamos creyendo que es el destino, acabamos viendo toda nuestra vida a la luz de lo último o de lo más reciente, como si el pasado hubiera sido sólo preparativos y lo fuéramos comprendiendo a medida que se nos aleja, y lo comprendiéramos del todo al término. Cree la madre que hubo de ser madre y la solterona célibe, el asesino asesino y la víctima víctima, como cree el gobernante que sus pasos lo llevaron desde el principio a disponer de otras voluntades y se rastrea la infancia del genio cuando se sabe que es genio; el rey se convence de que le tocaba ser rey si reina y de que le tocaba erigirse en mártir de su linaje si no lo logra, y el que llega a anciano acaba por recordarse como un lento proyecto de ancianidad en todo su tiempo: se ve la vida pasada como una maquinación o como un mero indicio, y entonces se la falsea y se la tergiversa. No varía en la película Welles, que muere fiel a sí mismo, viendo cómo los favores y las alegrías se le aplazan una vez más hasta después de la muerte, traicionado y con el corazón hecho trizas por su dulce niño. (‘Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos’). Tanto la suya como esas figuras de reyes entrevistas en hora y media son nítidas y reconocibles, nunca podré dejar de ver esos rostros ni de oír sus palabras cuando piense en Enrique IV y Enrique V de Inglaterra, si es que vuelvo a pensar en ellos. Yo no soy así, mi rostro y mis palabras no dicen nada, y ya va siendo hora de que eso cambie. —El Llanero se detuvo en seco como si saliera de la lectura de un libro, irguió la cabeza y añadió en otro tono:— Es la fuerza de la representación, supongo, tendría que ver un día la película entera.
—Campanadas a medianoche, señor, si le interesa saberlo —dije yo entonces.
—¿Cómo dices?
—El título de la película que vio, señor. Es Campanadas a medianoche.
Only the Lonely me miró con sorpresa y una sombra de recelo:
—¿Y tú cómo lo sabes? ¿La viste esa noche?
—No, estaba viendo otra en otro canal, pero al zapear vi que la estaban poniendo también. La reconocí en seguida, la vi hace años en el cine.
—Ah, pues tendré que hacer que me la pasen o me la presten en vídeo. Anótalo, Anita. ¿Y tú cuál estabas viendo? ¿También insomnio? Fue hace cosa de un mes, ya os he dicho.
Miré a Téllez, pero no observé en él ninguna reacción particular, sin duda él dormía aquella noche y los programas de televisión no le hacían identificarla. Se había recompuesto de su momento quebrado, había encendido su segunda pipa y parecía cómodo allí, complacido de pasar así la mañana, aunque cada vez hacía más frío. Aquella circunstancia tenía algo de colegial, como cuando los chicos nos reuníamos en el patio durante el recreo en mi infancia, y el que había visto una película se la contaba a los otros y hacía nacer en ellos las ganas, o bien los compensaba de no haberla visto con el relato, una forma de generosidad, contar algo. Only You era el jefe de la clase.
—Tampoco sé cómo se titulaba la mía, la pillé también empezada y no tenía el periódico a mano. No estaba en mi casa. —Y esta última frase no sé por qué la añadí, podía habérmela ahorrado, quizá quise ser generoso. Aunque no comenté que la había visto sin sonido.
—Pues era un poco tarde para no estar en casa —dijo el Único con una media sonrisa—. ¿Qué te parece el amigo, Anita? Un noctámbulo.
Anita se tocó la carrera instintivamente, como para taparse la carne que quedaba al descubierto. Enganchó un hilo con una uña y amplió aún más el estropicio, aquella media se convirtió en un despojo. Todos hicimos como que no veíamos, ella dijo:
—Ay Dios Santo —y no quedó claro si lo decía por su ruina de seda o por mi insinuado noctambulismo eufemístico.
—Bien, a lo que iba —continuó entonces el Solo—: yo creo que me he hecho entender bastante, ¿no, Ruibérriz? De todas formas trabajarás estos días en contacto permanente con Juanito, incluso con él en su casa si a los dos os parece, que él vigile y controle todo y te dé instrucciones, me conoce desde hace mil años. Y si quedamos contentos no te quepa duda de que tendrás más trabajos —añadió como si fuera una bicoca lo que me ofrecía: seguramente ignoraba las tarifas tan bajas que manejaba su Casa. Se puso en pie y al instante lo imitamos los que estábamos sentados, Anita y yo raudamente, Téllez con parsimonia o dificultades; Segarra se puso de nuevo en posición de firmes y Segurola rindió las herramientas, pincel y paleta en las manos caídas, se acababa la posibilidad de continuar su obra. Solus se iba, pero antes señaló el pie de Juanito:— Juanillo —le dijo—, acuérdate de ese cordón, vas a pisártelo.
Téllez volvió a mirárselo, ahora con un poco de desesperación, era evidente que no podría anudárselo él solo ni con el zapato en alto. En un instante comprendí la situación: a Segarra le llevaría siglos llegarse hasta donde estábamos y aún menos que Téllez podría doblar la espalda; con Segurola no podía contarse, tal vez ni siquiera tenía permiso para abandonar su esquina y acercarse al Solitario, se lo veía allí desterrado o encastillado; la señorita Anita, joven y diligente, habría sido perfecta, pero si se agachaba o arrodillaba podían saltársele los botones de la chaqueta y las medias quedarle colgando. La cosa estaba entre el Llanero y yo. Lo miré de reojo y no vi el ademán. Era de esperar no verlo. No dudé más.
—Yo se lo ataré, descuide —dije, y aunque pareció que se lo decía a Téllez se lo estaba diciendo a Only the Lonely, como si hubiera habido alguna posibilidad de que él se encargara.
—Deje, deje —protestó Téllez con alivio o quizá con agrado. No hacía falta que me dirigiera a él, a él me lo ganaba con mi propio gesto no solicitado.
Puse la rodilla en tierra y agarré los extremos del cordón, que no tenían longitud pareja; le até el zapato haciéndole doble nudo, como si él fuera un niño y yo fuera Luisa, su hija en el cementerio, con la que por un momento me sentí identificado o quizá hermanado. Todos miraron la operación fugaz mientras se llevaba a cabo, como un grupo de cirujanos observa al maestro en el momento justo de extirpar la bala. Me arrodillé ante el viejo padre de Marta Téllez como el viejo Welles o bien Falstaff había caído de hinojos ante el nuevo rey, que por serlo ahora dejaba de ser lo que fue para siempre, su dulce niño.
—Ya está —dije, y me levanté, y me soplé los dedos en un gesto impremeditado.
Téllez se quedó mirando con atención un momento el cordón bien atado.
—No sé si me aprieta ahora —dijo—. Pero más vale.
Only You se sopló sus dedos con esparadrapo en un acto imitativo reflejo. Y entonces ya no pude evitar preguntarle, aun a riesgo de malquistarlo a última hora.
—¿Y esas tiritas, señor? —le dije.
El Único alzó los dos índices como si se dispusiera a dar inicio a un concierto, mirándolos con ojos rememorativos de broma. Volvió a bailarle en los labios su media sonrisa y dijo:
—Ah, si yo os contara.
Y todos volvimos a reír brevemente.