En un sentido dejé de serlo un mes después, en otro tardé un poco más, con Deán unos días y unas horas con Luisa. Quiero decir que al cabo de un mes fui alguien para Téllez y su yerno y su primera o tercera hija (tercera de las nacidas y ahora primera viva), tuve nombre y rostro para ellos y almorcé con ellos, pero el hombre que había asistido a la muerte de Marta o la había mal asistido en su muerte siguió siendo nadie durante ese almuerzo, aunque no era sino yo, de eso estaba seguro, para ellos en cambio sólo sospechosos con nombre y sin nombre y con rostro y sin rostro: no para Téllez, a quien lograron ocultar la forma y las circunstancias, él ni siquiera tenía que sospechar de nadie.
Fue a través del padre como conocí a esos hijos casi simultáneamente, y a Téllez procuré conocerlo y lo conocí de hecho a través de un amigo al que en más de una ocasión he suplantado, o al que había prestado mi voz y ahora tuve que prestar mi presencia, y además busqué y quise hacerlo, a diferencia de otras veces. Ese amigo se llama o hace llamar Ruibérriz de Torres y tiene un aspecto indecoroso. Es escritor aplicado y con buen oído, de convencional talento y más bien mala suerte (literaria), ya que otros menos aplicados, con atroz oído y sin talento de ninguna clase son tenidos por figuras y ensalzados y premiados (literariamente). Publicó tres o cuatro novelas siendo bastante joven, hace ya años; tuvo un poco de éxito con la primera o segunda, ese éxito no cuajó sino que disminuyó, y aunque no es muy mayor su nombre sólo suena a la gente mayor, es decir, como autor está olvidado excepto por los que llevan ya tiempo en la profesión y además no se enteran muy bien de los vuelcos y sustituciones, gente enquistada y poco atenta, funcionarios de la literatura, críticos vetustos, profesores rencorosos, académicos sesteantes y sensibles al halago y editores que ven en la perpetua queja de la insensibilidad lectora contemporánea la justificación perfecta para holgazanear y no hacer nada, y eso en todas las sucesivas contemporaneidades. Ahora hace años que Ruibérriz no publica, no sé si porque ya abandonó o porque espera a ser olvidado del todo para poder empezar de nuevo (no suele hablarme de sus proyectos, no es confidencial ni fantasioso). Sé que tiene vagos y variados negocios, sé que es noctámbulo, vive un poco de sus mujeres, es muy simpático; frena su causticidad ante quien debe hacerlo, es adulador con quien le conviene, conoce a muchísima gente de diferentes esferas, y la mayoría de los que lo conocen a él ignoran que sea o haya sido escritor, él no alardea, tampoco es dado a rescatar lo perdido. Su aspecto es indecoroso en algunos ambientes, no en todos: no queda mal en los bares de copas, en los cafés nocturnos si no son muy modernos, en las verbenas; se lo ve aceptable en fiestas privadas (mejor en jardines junto a piscinas, en las veraniegas) y da muy bien en los toros (para San Isidro suele tener abono); con gente de cine, televisión y teatro resulta pasable aunque un poco anticuado, entre periodistas montaraces y zafios de las viejas escuelas franquista y antifranquista (éstos más montaraces, aquéllos más zafios) se lo ve plausible, aunque no como uno de ellos, ya que es atildado y aun presumido físicamente. Pero entre sus verdaderos colegas los escritores parece un intruso y éstos como a tal lo tratan, es demasiado bromista y risueño en persona, siempre habla mucho y con ellos no rehuye las inconveniencias. Y en actos oficiales o en un ministerio su presencia causa directamente alarma, lo cual le supone un no pequeño problema, habida cuenta de que parte de sus ingresos provienen precisamente del mundo oficial y de los ministerios. Su estilo escrito es tan solemne como desenfadada su habla, sin duda uno de esos casos en los que la literatura se vive tan reverencialmente que, enfrentado su practicante con un folio en blanco y por mucho que su carácter sea el de un sinvergüenza, no sabrá transmitir ni un solo rasgo de ese carácter irreverente y desaprensivo al papel venerado, sobre el que jamás verterá una broma, una mala palabra, una incorrección deliberada, una impertinencia ni una audacia. Jamás se permitirá plasmar su personalidad verdadera, considerándola tal vez indigna de ser registrada y temeroso de que mancille tan elevado ejercicio, en el que, por así decir, el sinvergüenza se salva. Ruibérriz de Torres, para quien no debe de haber nada muy respetable, ve la escritura como algo sagrado (de ahí en parte, probablemente, su falta de éxito). Unido a una buena formación humanística, su campanudo estilo es por tanto perfecto para los discursos que nadie escucha cuando se pronuncian ni nadie lee cuando al día siguiente los reproduce en resumen la prensa, es decir, los discursos e intervenciones públicas (incluidas conferencias) de los ministros, directores generales, banqueros, prelados, presidentes de fundaciones, presidentes de gremios, académicos sonados o perezosos y demás prohombres preocupados por sus facultades e imagen intelectivas en las que nadie se fija nunca o que todo el mundo da por inexistentes. Ruibérriz recibe muchos encargos y aunque no publica escribe continuamente, o mejor dicho escribía, ya que en los últimos tiempos, gracias a algún golpe de suerte concreto en algún vago negocio y a su trato asiduo con una adinerada mujer que en verdad lo idolatra y consiente, ha optado por gandulear y se ha permitido rechazar la mayoría de las encomiendas, o más exactamente las ha aceptado y me las ha pasado junto con el setenta y cinco por ciento de los beneficios para que fuera yo quien cumpliera con ellas en la sombra y en secreto (no sumo secreto), mi formación no es inferior a la suya. Así, él es lo que se llama un negro en el lenguaje literario —en otras lenguas un escritor fantasma—, y yo he oficiado por tanto de negro del negro, o fantasma del fantasma si pensamos en las otras lenguas, doble fantasma y doble negro, doble nadie. Eso no tiene mucho de excepcional en mi caso, ya que la mayoría de los guiones que escribo (los de las series de televisión sobre todo) no suelo firmarlos: el productor o el director o el actor o la actriz acostumbran a pagarme una buena cantidad extraordinaria a cambio de la desaparición de mi nombre de los títulos de crédito en favor de los suyos (así se sienten más autores de sus celuloides), lo cual, supongo, me convierte asimismo en negro o fantasma de mi principal actividad actual y fuente de considerables ingresos. No siempre, empero: hay ocasiones en las que mi nombre aparece sobre las pantallas, mezclado con el de otros cuatro o cinco guionistas a los que por lo general nunca he visto enmendar o añadir una línea, o ni siquiera he visto la cara: suelen ser parientes del productor o el director o el actor o la actriz a los que así se saca de algún apuro momentáneo o se resarce simbólicamente de alguna estafa previa que liquidó sus ahorros. Y en un par de trabajos en los que cometí la imprudencia de sentirme anómalamente orgulloso, no acepté el soborno y exigí que ese nombre mío figurara aparte, bajo el rótulo pomposo de ‘Diálogos adicionales’, como si fuera Michel Audiard en sus más cotizados tiempos. Así, sé bien que en el mundo de la televisión y el cine y en el de los discursos y peroratas casi nadie escribe lo que se supone que escribe, sólo que —es lo más grave, aunque no tan raro si bien se piensa— los usurpadores, una vez que han leído en público los parlamentos y han oído los corteses o cicateros aplausos, o bien han visto pasar por la televisión las escenas y diálogos que han firmado y no imaginado, acaban por convencerse de que las palabras prestadas o más bien compradas salieron en verdad de sus plumas o sus cabezas: realmente las asumen (sobre todo si son alabadas por alguien, sea un ujier o un monaguillo cobista) y son capaces de defenderlas a capa y espada, lo cual no deja de ser simpático y halagador por su parte, desde el punto de vista del negro. El convencimiento llega tan lejos que los ministros, directores generales, banqueros, prelados y demás oradores habituales son los únicos ciudadanos que vigilan y siguen los discursos de los otros, y son tan feroces y quisquillosos con las piezas ajenas como pueden serlo los novelistas de mayor fama con las obras de sus rivales. (A veces, y sin saberlo, denuestan un texto escrito por la misma persona que se los redacta a ellos, y no sólo por su contenido o ideas, que han de variar a la fuerza, sino estilísticamente). Y tan a pecho se toman su faceta oratoria que llegan a exigir exclusividad a sus fantasmas a cambio de incrementar sus tarifas y soltarles aguinaldos o intentan apropiarse de los de otros —robárselos— si un ministro, por ejemplo, ha sentido celos del subgobernador del Banco de España en una fiesta petitoria, o el presidente de una junta de accionistas ha visto muerto de envidia en el telediario cómo se saludaba con hurras la arenga de un militar espumante. (La exclusividad, dicho sea de paso, es una pretensión inútil en un oficio basado en el secreto y el anonimato: todos los negros la aceptan y se comprometen a ella; luego, en clandestinidad duplicada, trabajan gustosamente para el enemigo). Hay quien contrata los servicios de escritores célebres y en activo (casi todos se venden, o aun se prestan gratis, por hacer contactos e influir y lanzar mensajes), en la creencia de que el estilo de éstos, por lo general pretencioso y florido, realzará sus discursos y embellecerá sus lemas, sin darse cuenta de que los autores famosos y veteranos son los menos indicados para esta clase de tareas abyectas, en las que la personalidad del que escribe no sólo debe borrarse, sino interpretar y encarnar la del prócer al que se sirve, algo a lo que estas figuras no suelen estar dispuestas: es decir, más que pensar en lo que diría el ministro reinante, piensan en lo que dirían ellos si fueran ministros reinantes, idea que no les desagrada e hipótesis en la que no les cuesta ponerse. Pero muchos dignatarios ya se van percatando del inconveniente, y sobre todo han visto enormes dificultades para sentir como propias frases tan encumbradas y cursis como ‘El hombre, ese doloroso animal en malaventura’, o ‘Hagamos nuestra obra con la longanimidad del mundo’. Les dan sonrojo. De modo que gente como Ruibérriz de Torres o como yo mismo somos los más adecuados, gente cultivada y más bien anónima, con conocimiento de la sintaxis, buen léxico y capacidad de simulación; o capacidad para quitarnos de en medio cuando hace falta. No muy ambiciosos y sin demasiada suerte. Aunque la suerte cambia.
Hay ocasiones en las que el hombre ilustre, que actúa y encarga siempre a través de intermediarios (por lo general está muy lejos), quiere conocer a su negro para darle instrucciones directas o para que admire su personalidad y se contagie algo de ella o también por curiosidad poco recomendable, y es entonces cuando a Ruibérriz le han surgido problemas. Es consciente de su aspecto indecoroso y sabe que no es cuestión de vestuario ni de dicción ni modales, sino de estilo y carácter y por lo tanto algo inmutable. No es que vaya mal trajeado, ni que lleve un peinado estrafalario (raya muy baja para cubrir una calva, por ejemplo) o no se lave y apeste o le cuelguen cadenas del cuello, nada de eso. Es que lleva pintada en el rostro y los ademanes, en los andares y la complexión y en su incontenible labia su esencia de sinvergüenza. A nadie un poco observador podría hacer objeto de una estafa, no por falta de ganas ni de facultades, sino porque se lo ve venir desde el primer momento a distancia, incluso cuando sus propósitos no son dolosos. Por suerte para él no escasean los distraídos y los incautos, así que a más de uno y una ha engañado en su vida, y la cuenta no ha acabado; pero sabe que no tiene posibilidades con alguien mínimamente suspicaz o precavido. (Se rodea de personas encantadoras por tanto, víctimas excelentes, hombres ufanos y mujeres cándidas). No ser capaz de disimularlo le lleva a no intentarlo tampoco y a dejarse conducir por su gusto y por ese carácter diáfano en su fraudulencia, de manera que las pocas veces en que un prohombre ha querido entrevistarse con él para aleccionarlo o inspeccionarlo o pedirle algún rasgo concreto de su discurso o artículo, ese prohombre se ha encontrado con un sujeto demasiado bien vestido y coqueto, demasiado oloroso y apuesto y demasiado atlético, de sonrisa demasiado cordial y continua y dientes demasiado blancos y rectangulares y sanos, con un agradable pelo echado hacia atrás y con ondulaciones sobre las sienes, un poco abultado pero ortodoxo, con algunas canas que no le dan respetabilidad porque parecen pintadas o de mercurio (un pelo de músico), amable y dicharachero en exceso, de actitud nada modesta y descomunal optimismo, alguien jovial y que no quiere sino gustar o no sabe hacer otra cosa que procurarlo, lleno de proyectos y sugerencias, con demasiadas ideas no solicitadas, demasiado activo, algo aturdidor y que inevitablemente da la impresión de buscar algo más de lo que se le está proponiendo, un enredador en suma. Tiene largas pestañas vueltas, la nariz recta y picuda con el hueso muy marcado, y el labio superior se le dobla hacia arriba al sonreír y reír (y ríe y sonríe mucho), dejando ver su parte interior más húmeda y confiriendo a su rostro una salacidad innegable que parece involuntaria (no es extraño que cautive a bastantes tipos de mujeres). Siempre está muy erguido para subrayar su estómago demasiado plano y sus pectorales tan pronunciados, cuando está de pie suele cruzar los brazos de manera que cada mano cae sobre el bíceps del otro lado, parece que se los esté acariciando o midiendo. Es uno de esos individuos a los que, vayan como vayan vestidos, uno ve siempre en niki y con botas altas, y creo que con esto ya he dicho bastante. Lo cierto es que cuando lo ven las personas eminentes, suelen sobresaltarse y echarse las manos a la cabeza: ‘Ah mais non!’, se sabe que dijo una vez un antiguo embajador en Francia para el que iba a escribir una delicada pieza internacional. ‘Me han traído ustedes a un marsellés, a un maquereau, a Pépéle-Moko en persona, cómo decir, ¡me quieren poner en manos de un chuloputas!’, le salió por fin la palabra patriótica. El embajador no quiso atender a razones ni ver ninguno de sus textos, le negó el trabajo y castigó al intermediario. Y un Director General del Libro con el que había cumplido extraordinariamente (tres discursos impecables, aburridos y vacuos como es la norma, pero llenos de citas sugestivas de autores nada manidos) decidió no encargarle nada más tras recibirlo un día en su despacho: el encuentro duró pocos minutos, pues Ruibérriz, para congraciarse, le habló de esos escritores que solía citar en su beneficio, lo cual irritó al director general, ya que no sólo le recordaba que él no era el verdadero autor de los competentes discursos, como había llegado a creer hasta aquel mismo instante gracias a un notable proceso de disociación (esto es, pese a tener delante a su negro), sino que además le impidió meter baza y lo obligó a balbucir, ya que, falto hasta de curiosidad, lo desconocía todo sobre esos nombres que habían estado en sus labios y le habían hecho recoger aplausos, sobre todo de sus subordinados. Se sabe que comentó luego a esos inferiores: ‘Ese Ruy Berry tiene el aire podrido y me parece un farsante’ (y ‘Berry’ lo dijo con acento inglés), ‘no quiero saber nada más de él, es un name-dropper, verdad; naturalmente, no hace más que hablar de autores oscuros e insignificantes que nadie conoce, ¿y cómo sabemos que no nos mete goles en los discursos para desprestigiarnos? Digan al señor Berri’ (y ahora le salió pronunciarlo a la francesa, con acento agudo) ‘que sus servicios, verdad, ya no son requeridos ni necesarios. Páguenle para que no hable y, naturalmente, hagan el favor de buscarme a un negro, verdad, que no parezca un bañista’. Ruibérriz hubo de esperar a la destitución de ese director general para volver a recibir encargos de esa dirección general. Aprendió la lección, y hace ya mucho que no se presta a entrevistas con sus contratantes, o mejor dicho, las acata cuando no hay más remedio y hace que vaya yo en su lugar con la connivencia de los intermediarios, quienes comprenden que a un senador o al nuncio les acompleje o escueza encontrarse con un sujeto garrido que parece ir en albornoz o en niki (mi aspecto es más discreto y no causa alarma). Por eso no sólo he sido su voz a veces, sino también su presencia: de mala gana, ya que el trato con la gente suprema suele ser vejatorio.
Fue por lo tanto a Ruibérriz, que está tan enterado de todo y conoce a tantas personas, a quien pregunté por el excelentísimo Juan Téllez Orati. Lamentablemente no lo conocía en persona, aunque sí sabía quién era, es decir, me dio su ficha:
—Académico de Bellas Artes y creo que de la Historia —me dijo—, de ahí lo de excelentísimo, aunque el tratamiento se lo podría haber ganado también, supongo, por los otros dos costados, y aún puede que de aquí a su muerte le caiga algún título menor nobiliario, está en buen contacto con la Casa Real. Aunque ya está muy retirado les presta servicios, un buen cortesano, de los de hace veinte o más años. No ha escrito gran cosa, quiero decir de libros, pero tiene o tenía influencias y aún publica artículos sobre pedanterías remotas en algún periódico. Imagino que asistirá como un clavo a las sesiones de sus Academias, a falta de otras actividades de las que lo habrán ido apartando. Está ya de despedida, seguramente es un fue que se resiste a serlo, como la mayoría. A él lo mantiene a flote el contacto palaciego, pocos favores sensatos se le negarían por ese lado, según he oído. Eso es lo que sé, no sé si es bastante. ¿Por qué?
Esto me dijo Ruibérriz, los dos sentados ante una barra, al día siguiente del entierro de Marta Téllez. No mencionó esa muerte, no parecía al tanto. Sus datos me hicieron extrañarme de que sólo una treintena de personas hubiera asistido a ese entierro, y también de no haber visto allí ninguna cara que conociera con anterioridad, de la televisión o de fotografía. Tal vez la familia había querido una ceremonia más bien íntima, dadas las circunstancias mal explicables del fallecimiento, pero en cambio había publicado esquela, bien es verdad que la misma mañana del sepelio, la gente no lee el periódico de madrugada, ni siquiera muy de mañana: quizá así habían cumplido el precepto social y a la vez habían esquivado presencias que les habrían resultado inquisitivas o intrusas en aquellos momentos.
—Por nada que valga la pena contar por ahora —contesté. No había pasado el suficiente tiempo para que mi muerte se constituyera en anécdota (la muerte de Marta, mía sólo porque la había visto, no es poco para hacerla propia, si bien tanto menos que causarla), y aunque sé que Ruibérriz es fiel amigo de sus amigos, tampoco yo logro fiarme de él enteramente. Su rostro me agrada y se me hace cada vez más simpático con los años, pero no por eso deja de inspirarme aprensión y recelo: vaya como vaya vestido, yo también lo veo en niki, como todo el mundo. Así lo veía aquel día pese a ir los dos vestidos de invierno, los dos incómodamente sentados en taburetes ante la barra, lugar por el que él tiene predilección en los cafés y en los bares, como si sentarse ahí fuera un signo de juvenilismo, también una manera de controlar los locales y facilitarse la precipitación de una huida. Me lo imagino bien saliendo a la carrera de un tugurio o una timba, con una flor en el ojal y de madrugada. Incluso con la flor entre los dientes—. ¿Y Deán? ¿Te dice algo? Eduardo Deán. —Vi que Ruibérriz se quedaba parado como si no fuera la primera vez que oía el nombre—. Eduardo Deán Ballesteros —completé.
Ruibérriz se pasó brevemente la lengua por su labio superior que se le doblaba hacia arriba (pero ahora estaba pensativo). Luego negó con la cabeza.
—No.
—¿Estás seguro?
—No me dice nada. Por un momento he creído que sí, que me sonaba el apellido, pero no, o si me dice algo no logro acordarme de lo que pueda ser. A veces a uno le suena algo porque acaban de mencionárselo, sólo que ese presente recién transcurrido se aparece un instante como pasado lejano. Creo que eso es lo que me ha sucedido. ¿Quién es?
Ruibérriz no podía evitar preguntar. No lo hacía tanto por verdadera indiscreción o curiosidad cronificada cuanto por confianza, sabedor de que si yo no quería contestarle a algo no lo haría, y se lo dejaría claro, como de nuevo hice.
—No lo sé muy bien, tengo casi sólo el nombre. —Y eso era cierto, sabía de su estado casado y viudo pero no de su profesión, Marta había mencionado su nombre de pila natural e intolerablemente varias veces, pero siempre en el ámbito conyugal y doméstico, no en ningún otro. Tampoco me había contado de él en las dos ocasiones previas, como si no quisiera ocultar que estaba casada (no lo ocultaba), pero tampoco hacerlo demasiado presente—. ¿Conoces a otros Téllez? ¿Luisa Téllez, Guillermo Téllez?
—El segundo debe de ser el hijo de Guillermo Tell, llevará una manzana con flecha en la coronilla. —Ruibérriz no pudo abstenerse de hacer el chiste. Se tocó la rodilla cruzada como gesto festivo. Tampoco lograba abstenerse de hacerlos ante quienes no apreciaban los chistes, ni buenos ni malos, y entonces caía fatal, era uno de sus problemas. Esperó a que le reconociera la gracia y sonriera un poco para continuar—. Hay un tipo de la radio —añadió—, pero no se llama Guillermo. ¿Qué son, hijos de Téllez Orati?
—Sí, son hijos. —Y estuve a punto de añadir ‘los que le quedan vivos’, pero no lo añadí, eso sólo habría traído más preguntas de mi amigo—. ¿Habría manera de conocer a Téllez el padre?
Ruibérriz se echó a reír ahora, el labio vuelto y la dentadura relampagueante como si le estallara. Me miró con zumba. Con las dos manos se agarró del foulard que llevaba al cuello y que se había dejado puesto pese a estar en un interior caldeado, a modo de adorno. (Se agarró a él para sujetar la carcajada corta). Hacía juego con sus pantalones, ambas cosas de color crudo: distinguido color, pero más apropiado para la primavera. En un taburete cercano había dejado su largo abrigo de cuero negro, a veces lleva uno así, como si saliera de una película de las SS, le gusta resultar llamativo sin esforzarse.
—¿Qué interés tienes en entrar en contacto con esa momia? No me digas que te traes negocios reales.
—No, claro que no, eso acabas de decírmelo tú —dije—. Ni siquiera estoy seguro de querer conocerlo a él, y ni siquiera tengo muy claro el motivo; pero de todos ellos es el único del que sabemos algo. Puede que lo que quiera sea conocer a los hijos. O a la hija, el padre sería un medio.
—¿Y ese Deán qué pinta? —preguntó Ruibérriz.
—¿Habría manera con Téllez? —le pregunté yo, para insistirle y también para evitar responderle.
A Ruibérriz le agrada hacer favores, o al menos mostrar que está en disposición de hacerlos, eso agrada a todo el mundo, cavilar, dudar y poder decir luego: ‘A ver qué se puede hacer’, o ‘Me lo voy a pensar’, o ‘Yo te lo arreglo’, o ‘Me ocuparé de lo tuyo’. Caviló, pero durante pocos segundos (es hombre de acción, piensa rápido o apenas piensa), luego pidió otra cerveza al camarero (Ruibérriz es uno de los pocos hombres que hoy en día se atreven a dar palmas o a chasquear los dedos en los bares y en las terrazas, y nunca he visto que ningún camarero se lo afee o se ofenda, como si tuviera bula para conservar las prácticas abusivas de los años cincuenta y fuera tan innegable su pertenencia a ellos —uno imita y aprende en la infancia— que se comprendiera por tanto el gesto. Ahora chasqueó los dedos dos veces, el corazón y el pulgar, el pulgar y el corazón). Descruzó las piernas y se puso de pie, así estaba más alto que yo; se volvió más hacia mí con la cerveza nueva en la mano derecha y su gran sonrisa reventona.
—Siempre puedes hacerte pasar por periodista —dijo—. Seguro que estaría encantado de concederte una entrevista. Cuanto más olvidados y viejos, más locos por que les hagan caso. Se vuelven ansiosos, se les acaba el tiempo.
—Prefiero no ir con engaños, esa entrevista no se publicaría y él la estaría esperando. ¿Habría otra manera?
Ruibérriz de Torres cruzó los brazos y dejó caer sus manos sobre los bíceps, estaba de pie, parecía divertido, algo se le había ocurrido que le divertía, una maquinación, un artificio.
—Puede que la haya —dijo—. Pero a lo mejor tendrías que hacer un trabajito fino.
—¿Qué trabajito?
—No te preocupes, nada que no sepas hacer. —Se pasó la lengua por los labios, se le acentuó la cara de sinvergüenza y miró a su alrededor, en la mirada una mezcla de búsqueda de alguna presa y consideración de una huida—. Dame un poco de tiempo y quizá te lo ponga a huevo. —La última parte de la frase la dijo con un poco de excitación, la misma expresión lo indicaba, ‘quizá te lo ponga a huevo’ sonó como si hubiera dicho ‘Déjalo de mi cuenta’ o ‘Yo te lo soluciono’ o ‘No sabes qué idea’. —No me quieres decir tus intenciones, ¿eh?
Quise contestar la verdad, y decirle: ‘En realidad no las tengo, me ha ocurrido una cosa horrible y ridícula y no dejo de pensar en ella como si estuviera encantado; no quiero averiguar nada porque no tengo nada que averiguar, ni quiero salvar a nadie porque ella ya ha muerto, ni quiero conseguir nada porque no hay nada que conseguir, si acaso reproches o el odio injustificado de alguien, de ese Deán por ejemplo, o del propio Téllez o de sus hijos vivos, o hasta de un tal Vicente despótico y malhablado que se la tiraba sin más misterios, yo ni siquiera llegué a hacerlo una vez, la primera. Tampoco quiero suplantar ni perjudicar a nadie, usurpar nada ni vengarme de nadie, expiar una culpa ni proteger o tranquilizar mi conciencia ni ahuyentar mi miedo, no hay por qué, no he hecho nada ni me han hecho nada y lo malo o peor ya ha pasado sin causa, no me mueve ninguna de esas cosas que son las que siempre nos mueven, averiguar, salvar, conseguir, suplantar, perjudicar, usurpar, vengar, expiar, proteger o tranquilizar y ahuyentar; tirármela. Y aunque no haya nada algo nos mueve, no es posible estar quietos, no en nuestro sitio, como si de nuestra mera respiración emanasen rencores y deseos vacuos, tormentos que nos podríamos haber ahorrado. Y ahora no sólo no hay nada que quiera saber sino que soy yo quien debe ocultar, es de mí de quien se pueden averiguar los actos y también los pasos o arrancarme un relato y obligarme a que cuente, mis pasivos actos y mis envenenados pasos, “Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo”, he oído decir, y ese “lo” se refiere a mí y no a otro, ni siquiera a ese Vicente que estará en mis manos si yo me descubro y a quien de hecho iba dirigida inocentemente la frase. No tengo intenciones. Es sólo que me ha ocurrido una cosa horrible y ridícula y me siento como si estuviera bajo un encantamiento, frecuentado, acechado, revisitado, habitado, mi cabeza habitada y también mi cuerpo habitado y haunted por quien no he conocido más que en su muerte, y en algunos besos que nos podríamos haber ahorrado’. Habría querido contestar todo esto, pero hasta las primeras cinco palabras solas habrían intrigado a Ruibérriz más que la respuesta que le di, más común y más simple y más comprensible:
—No de momento.
No faltaba ya mucho para la hora de comer, en que nos separaríamos, cuando aún se siente el día como mañana; fuera llovía, lo veíamos por las cristaleras grandes y en la gente que entraba empapada por la puerta giratoria, enredándose con sus paraguas aún mal cerrados. Caía la lluvia como cae tantas veces en la despejada Madrid, uniforme y cansinamente y sin viento que la sobresalte, como si supiera que va a durar días y no tuviera furia ni prisa. La mañana era anaranjada y verdosa, y esa lluvia caería con aún menos prisa un poco más lejos, más allá del centro y más allá de los barrios sobre la tumba de Marta Téllez, gotas sobre la piedra que sería lavada gratis hasta el fin de los tiempos o el fin de la piedra, aunque sólo de tarde en tarde en este lugar de aire tan seco, ella estaba a cubierto y además no escaparía como escapaban los transeúntes de la Gran Vía cruzando rápidos la calzada y retirándose de la acera y buscando aleros y tiendas y bocas de metro para cobijarse, como cuando sus antepasados que llevaban sombrero y faldas más largas corrían para protegerse de los bombardeos durante el largo asedio sujetándose esos sombreros y con esas faldas volando, según he visto en los documentales y fotos de nuestra Guerra Civil padecida: aún viven algunos de los que corrieron entonces para no ser matados y en cambio otros nacidos después ya se han muerto, qué extraño: Téllez vive y no su hija Marta. Un grupo de personas refugiadas bajo la marquesina de nuestro bar, ese bar que ya existía en los años treinta y vio por tanto caer las bombas y caer a los transeúntes que no escaparon en la desolada Madrid hace medio siglo y más tiempo, nos dificultarían la salida cuando saliéramos.
Ruibérriz se echó un puñado de peladillas a la garganta y miró con aprensión su abrigo de nazi: se le mojaría, un fastidio. Se disculpó y fue al lavabo, tardó más de la cuenta y cuando regresó pensé que tal vez se había metido una raya para hacer frente a la lluvia y al estropicio previsto de su prenda de cuero, también al almuerzo que le aguardara, en el que se ventilaría sin duda algún asunto importante, no hay nada en lo que él intervenga que para él no lo sea. Sé que esas rayas las toma de vez en cuando para mantenerse jovial más rato y seguir gustando y poder seguir aturdiendo, también eso le ha traído algún problema con sus clientes, sobre todo con los que tenían interés por el género y acababan por exigírselo. Se quedó de pie junto al taburete, melancólico o pensativo un momento, como si lamentara sentirse excluido de un proyecto importante que además iba a depender de él en sus primeros pasos.
—Bueno, como quieras, no me cuentes nada, en eso quedamos —me dijo—. Pero tampoco me preguntes tú de momento. La cosa es posible pero el medio es delicado. Dame un poco de tiempo y ya te avisaré cuando haya algo de algo.
Y a continuación hinchó el pecho con sus pectorales tan desarrollados y, cogiéndose la muñeca izquierda con la mano derecha como hacen los luchadores antes de sus combates, pasó a hablarme o a ponerme al día de sus ventajosos tratos con algunas mujeres.
No le pregunté durante el poco de tiempo que le di o bien todo el tiempo que quiso, no le llamé ni supe nada de él durante casi un mes, el que tardé en conocer a Téllez y a Deán y a Luisa, primero al padre y después a la hija y al yerno, a estos dos casi simultáneamente. No le pregunté, y al cabo de esas cuatro semanas me llamó y me dijo:
—Espero que sigas interesado en lo de Téllez Orati.
—Sí —dije yo.
—Porque ya te lo tengo: te lo voy a presentar, o mejor dicho vas a conocerlo tú sin que yo esté delante. Pero prepárate, hijo, no es el único a quien vas a conocer.
—A ver. ¿Cuál es el trabajito fino?
Ruibérriz hace los favores de sumo grado, no se abstiene de subrayar y luego recordar su mérito durante meses y años, exige que se aprecien la habilidad y el esfuerzo.
—No te creas que no me ha costado conseguírtelo, sin engaños, como pediste: dos mil llámalas, mucha espera, mucho intermediario y un par de encuentros. Ahí va: le vas a escribir un discurso al Único.
—¿Al Único?
—Así es como lo llaman los de su entorno, el Único, el Solo, Solus, hasta el Solitario y de ahí el Llanero, Only the Lonely también lo llaman, y Only You, de todo, cuanto más cerca de alguien grandioso menos se utiliza su nombre o su título, y Téllez lo está aún bastante, ya te dije. La cosa ha sido un poco lenta, como corresponde, pero ahora está ya a punto: sabía por gente del Ministerio que el Único no andaba contento con sus últimos discursos, al parecer nunca lo ha estado mucho, es muy quisquilloso con eso, y él y los suyos han probado ya de todo, funcionarios, académicos, catedráticos, notarios, columnistas fachas y columnistas rosados, columnistas calumnistas, poetas untuosos y poetas místicos, novelistas caligráficos y novelistas castizos, dramaturgos huraños y dramaturgos cursis, todos españolísimos, y no han quedado nunca muy satisfechos con nadie: ninguno de estos negros ocasionales se atreve a no ser impersonal y mayestático, así que el Único se aburre cuando ensaya ante el espejo en casa y también cuando lee el tostón en público, y además ya le harta que al cabo de tantos discursos y tanto reinado siga siendo tan irreconocible y neutra su voz oratoria. Quiere tener un estilo propio, como todo el mundo, se huele que nadie le atiende nunca. Parece que ha querido escribir algo él en persona, pero trataron de impedírselo y además no le salió, tiene ideas pero le cuesta ordenarlas. A través de un tipo del Ministerio le hice llegar a Téllez algunas de nuestras piezas, mejor dicho de las tuyas más recientes, y están dispuestos a probarnos, se habían fijado ya por su cuenta en la conferencia del presidente de la Cámara y en la salutación de las Vírgenes sevillanas al Papa, no captaron las indecencias. Téllez nos es favorable y está encantado, nos considera descubrimiento suyo y se siente feliz de ser útil una vez más, buen cortesano. Pero el Único quiere verte, se toma sus molestias con esto. Bueno, quiere ver a Ruibérriz de Torres, y ya comprenderás que yo no voy a presentarme en Palacio, ni ganas. Téllez también lo comprende, está al tanto de nuestros métodos y limitaciones, sabe que serás tú quien componga y comprende que Ruibérriz seamos dos, a estos efectos.
—Lo has visto, entonces —dije.
—Sí, me citó en la Academia de Bellas Artes, y noté que estaba a punto de hacer que los ujieres me trincaran o echaran en cuanto me vio aparecer, tomándome por un carterista, un ganzúa, qué sé yo, lo de siempre, se llevó la mano al pecho en seguida como quien se cruza con un pickpocket. Es algo pesado, los años; pero agradable, la cara se la conocía, del hipódromo más que de fotos, iba antes, no sale mucho retratado. Luego se calmó, creo que no le caí mal, un poco momia pero se puede tratar con él. Así que prepárate: pasado mañana a las nueve te pasará a recoger en coche el propio Téllez, te verás con él y con el Único media hora o menos y no sé si con alguien más, y si todo va bien les harás el discurso. No creo que eso te obligue a hacerles más en el futuro, seguramente tampoco quedarán satisfechos, es su norma y su esencia. No pagan gran cosa, como negocio es mediano tirando a basura, la Casa es tacaña, demasiado acostumbrada a que todo el mundo se sienta extasiado por el encargo y nadie les cobre nada. A veces, si el negro es muy vanidoso o bien viperino, le envían un cortaplumas con una R, un escudo, una moneda de emisión especial, una foto dedicada con un marco pesado de Villanueva y Laiseca, cosas así. Yo ya he dejado claro que nosotros tarifa mínima, somos profesionales. Pero eso no te importará, ¿verdad? Se trataba de conocer a Téllez, ¿verdad?
—A ti no te importa que tu parte sea también la mínima —le dije.
—No, claro está que no.
—¿Qué discurso es?
—Eso no lo sé aún, Téllez te lo explicará, o alguien del Ministerio más adelante, si por fin nos aceptan. Cosa extranjera, creo, Estrasburgo, Aquisgrán, quizá Londres, o Berna, no sé, no me han dicho. Pero eso es lo de menos, ¿no? Vaguedades en todo caso. Se trataba de ver a Téllez, ¿no? —insistió Ruibérriz. Esperaba que lo premiara contándole por qué me había dado por conocer a la momia. Había sido eficaz, aunque, como siempre, por la vía más complicada posible, siempre busca más de lo que se le pide, siempre amplía lo que se le propone, sus ideas no solicitadas y sus enredos. Podía haberme convocado también a mí en la Academia de Bellas Artes para su cita previa, y luego ya habría yo decidido si quería o no más encuentros, sin necesidad de meter al Solo por medio. Pero ya estaba así hecho.
—Sí, de eso se trataba. —Fue lo único que le contesté inicialmente, es decir, por iniciativa propia; pero como noté en su silencio que le parecía poco y a mí también me lo parecía, añadí:— Te debo una, no sabes cómo te lo agradezco.
—Me debes la historia, más adelante —contestó él, y su tono me hizo ver su sonrisa tan blanca al otro lado del teléfono: no me la exigía, no lo había dicho imperativamente.
—Sí, más adelante —dije, y pensé que tal vez se la iba debiendo ya a mucha gente, contar una historia como pago de una deuda, aunque sea simbólica o no exigida, nadie puede exigir lo que no sabe que existe y a quien no conoce, lo que ignora que ha sucedido o está sucediendo y por tanto no puede exigir que se revele o que cese. Se la debía al curioso y activo Ruibérriz y al marido Deán, que no había hecho sino empezar y estaba dispuesto a encontrarme; quizá al precario e inactivo Téllez y a sus dos hijos vivos, a ninguno de ellos le gustaría saberla, pero puede que le gustara a María Fernández Vera, pariente sólo política, y sin duda querría estar enterado el irritable Vicente, aunque habría preferido ser él quien contara, y en cambio a Inés le horrorizaría oírla; quizá se la debía también a la joven del portal de Conde de la Cimera, había interrumpido su discusión o su despedida o sus besos, aunque ella no se habría preguntado por tal historia ni por mí tampoco, seguramente; puede que se la debiera incluso al conserje nocturno del Wilbraham Hotel de Londres, lo había molestado a altas horas de la noche o muy de mañana por esa causa. Se la debía a Eugenio, el niño, que habría vuelto a su casa si se lo habían llevado de allí la primera noche, a su cuarto, él y su conejo enano amenazados de nuevo por los apacibles aviones pendientes de hilos mientras durmieran —la oscilación inerte—, soñando ahora el peso de su madre ausente y cada vez más leve, pasajera de uno de esos aviones, también el niño bajo encantamiento. Sólo que el suyo viajaba ya hacia su difuminación, y se desharía pronto.