A Eduardo Deán lo conocí un mes más tarde, aunque ya antes lo había visto, no sólo con bigote y en foto y en su propia casa, sino sin bigote y en persona y en el cementerio, y menos joven. Un rostro memorable. No fue del todo casual que nos conociéramos, no lo fue en absoluto que yo presenciara el enterramiento, del que supe por los periódicos. Ah, pasé dos días aguardando su salida de madrugada, curioseando revistas a la espera de que llegaran después de la medianoche los paquetes de prensa con la primera edición, y contemplé cómo el empleado cortaba la cinta plana de plástico que los sujetaba, y fui el primero en coger un ejemplar del montón y pagarlo en caja, para irme a continuación a la cafetería del establecimiento y, tras pedir una coca-cola, abrirlo con nerviosismo por las páginas del epígrafe ‘Agenda’, donde se encuentran los natalicios y el tiempo y las necrológicas, los cumpleaños y los premios menores y las ridículas investiduras honoris causa (no hay quien resista un birrete con flecos), los resultados de la lotería y el ajedrez y el crucigrama y hasta un pasatiempo llamado revoltigrama, y sobre todo la sección titulada ‘Fallecidos en Madrid’, una lista alfabética de nombres completos (nombre y dos apellidos), a los que se añade tan sólo un número, el de su edad al dejar de tenerla, aquella en que los muertos han quedado fijados con diminuta letra, la mayoría en su primera e insignificante y última aparición impresa, como si además de eso, una edad azarosa y un nombre, no hubieran sido nunca nada. Es una lista bastante larga —unas sesenta personas— que yo jamás había leído, y consuela un poco ver que por lo general las edades son avanzadas, la gente vive bastante: 74, 90, 71, 60, 62, 80, 65, 81, 80, 84, 66, 91, 92, 90, los nonagenarios son mujeres casi siempre, de las que mueren a diario menos que hombres, o así parece según el registro. El primer día sólo había tres muertos con menos de cuarenta y cinco años, todos varones y uno de ellos extranjero, se llamaba Reinhold Müller, 40, qué le habría pasado. Marta no figuraba, luego no había sido aún descubierta, o la notificación no había llegado al cierre, los periódicos cesan en sus tareas mucho antes de lo que se cree. Para entonces habían pasado unas veinte horas desde que yo había salido del piso. Si alguien se había presentado por la mañana había habido tiempo de sobra para llamar a un médico, para que éste levantara acta de defunción, para avisar a Deán a Londres, incluso para que él viajara de vuelta, todo son facilidades en las desgracias y las emergencias, si alguien implora ante el mostrador de una compañía aérea y dice: ‘Mi mujer ha muerto, mi hijo está solo’, esa compañía sin duda le hará un hueco en el vuelo siguiente, para no ser tildada de desaprensiva. Pero nada de eso debía de haber ocurrido, porque el nombre de Marta Téllez, con su segundo apellido que yo ignoraba y la edad de su muerte —¿33, 35, 32, 34?—, no venía en la lista. Quizá la impresión, quizá la tristeza habían hecho que nadie se acordara de cumplir con los trámites. Pero a un médico se lo llama siempre, para que certifique y confirme lo que todos piensan (para que lo verifique con su mano infalible y tibia de médico que reconoce y distingue la muerte), lo que yo pensé y supe cuando abrazaba a Marta de espaldas. ¿Y si yo me había equivocado y no había muerto? Yo no soy médico. ¿Y si había perdido tan sólo el sentido y lo había recuperado por la mañana y la vida había seguido con normalidad, el niño en la guardería y ella con sus quehaceres, relegado mi paso nocturno a la esfera de los disparates y los malos sueños, recogido todo y cambiadas las sábanas aunque yo no hubiera llegado a estar entre ellas? Es curioso cómo el pensamiento incurre en lo inverosímil, cómo se lo permite momentáneamente, cómo fantasea o se hace supersticioso para descansar un rato o encontrar alivio, cómo es capaz de negar los hechos y hacer que retroceda el tiempo, aunque sea un instante. Cómo se parece al sueño.

Era cerca de la una en el establecimiento, un Vips, allí había aún mucha gente cenando y comprando, y en Inglaterra era siempre una hora menos. Me levanté y fui al teléfono, por suerte era de tarjeta y yo tenía tarjeta, saqué de mi cartera el papel con el número del Hotel Wilbraham, y a la voz del conserje (la misma, estaba claro que su turno era de noche) le pregunté por el señor Ballesteros. Esta vez no dudó, me dijo:

—No cuelgue, por favor.

No me preguntó si sabía el número de habitación ni nada, sino que él lo añadió como para sus adentros o como si radiara sus actos y sus pensamientos (‘Ballesteros. Cincuenta y dos. Vamos a ver’, dijo, y pronunció el apellido como si llevara una sola l), y oí en seguida el sonido de la llamada interna que me pilló de sorpresa, no estaba preparado para ello ni para oír a continuación la voz nueva que dijo ‘¿Diga?’, o bueno, no dijo eso, sino en inglés su correspondiente. Aquella sola palabra no me permitió saber si era una voz española o británica (o si el acento era bueno, en el primer caso), porque colgué nada más oírla. ‘Santo cielo’, pensé, ‘este hombre todavía está en Inglaterra, no debe de saber nada, cualquier persona que hubiera ido a la casa habría hecho lo mismo que yo, habría buscado y hallado las señas y el número de Deán en Londres y por tanto él tendría que estar ya avisado. Luego aún debe ignorarlo, a menos que se lo haya tomado con mucha calma. Si el niño está en buenas manos, puede que haya decidido volar mañana. No, no debe saberlo, o quizá acaba de ser informado y hoy ya no puede hacer nada. Quizá esté aún llorando en su habitación de hotel extranjero, y esta noche no conciliará el sueño’.

—Oiga, ¿va a llamar más?

Me volví y vi a un individuo de dientes largos (nunca tendría la boca del todo cerrada) y convencionalmente bien trajeado, llevaba un abrigo de piel de camello: como suele suceder en estos casos, su dicción era plebeya. Saqué mi tarjeta y me hice a un lado, volví a mi mesa, pagué mi coca-cola, salí, y fue entonces cuando regresé a Conde de la Cimera en un taxi. Mi visita no fue larga, pero algo más de lo que pensé en principio. Le dije al taxista que aguardara y descendí con la idea de que fuera un segundo, me quedé al lado del coche y miré hacia arriba y no pude respirar aliviado: las luces que yo había dejado encendidas seguían así, aunque era difícil recordar si se trataba de las mismas exactamente o si se había producido alguna variación, sólo las había mirado un momento desde aquella posición al salir, no me había entretenido, aturdido entonces y temeroso y cansado; y si eran las mismas era muy probable que nadie hubiera entrado en aquella casa en todo el día, y que el cadáver continuara allí transformándose semidesnudo bajo las sábanas, en la misma postura en que lo había dejado o acaso destapado y zarandeado por la impaciencia y la incomprensión y la desesperación del niño (‘Debí cubrirle la cara’, pensé; ‘pero no habría servido de nada’). Y el niño también seguiría allí, quizá se habría comido cuanto le había dejado a mano y tendría hambre, no, le había dejado bastante cosa, una mescolanza, un revoltigrama, para un estómago pequeño. No sabía qué hacer. Estaba allí de pie con mi abrigo y mis guantes de nuevo, a mi lado un silencioso taxi que se había decidido a parar el motor al ver que mi espera no era tan breve. A esas horas había encendidas más luces en el edificio, pero mis ojos estaban fijos en las del piso que conocía, como si mirara por un catalejo. Estaba más angustiado que la noche anterior, más que al irme de madrugada. Sabía lo que había ocurrido y a la vez me parecía insensato y ridículo que hubiera ocurrido, lo que sucede no sucede del todo hasta que no se descubre, hasta que no se dice y hasta que no se sabe, y mientras tanto es posible la conversión de los hechos en mero pensamiento y en mero recuerdo, su lento viaje hacia la irrealidad iniciado en el mismo momento de su acontecer; y la consolación de la incertidumbre, que también es retrospectiva. Yo no había dicho nada, tal vez el niño. Todo estaba en orden en la calle, por la que pasó un grupito de estudiantes borrachos, uno de ellos me rozo con el hombro, no se disculpó, gregarios y tan mal vestidos. Yo miraba siempre hacia arriba, hacia el quinto piso de aquel edificio que tenía catorce, intentando dilucidar el sentido de la luz visible tras los visillos de la terraza a la que se accedía desde el salón, la puerta de cristales aparentemente cerrada, pero era imposible saber desde allí si en verdad lo estaba, o sólo entornada.

—¿Por qué no llama al telefonillo para que baje?

El taxista había supuesto que yo iba a recoger a alguien y se estaba impacientando, yo sólo le había dicho que no bajara aún la bandera, un segundo.

—No, es demasiado tarde, hay gente durmiendo —dije—. Si no baja dentro de cinco minutos es que no baja. Vamos a esperar un poco más.

Yo sabía que no bajaría nadie, quienquiera que fuese el sujeto hipotético de aquellas frases, la del taxista y la mía. El de la suya sería femenino sin duda, el de la mía era sin género, puramente ficticio, aunque él se representaría a una menor o a una adúltera, alguien que depende de otros y nunca puede asegurar que baje. No bajaría Marta ni bajaría el niño. No tenía una idea muy exacta de la orientación de las habitaciones (casi nunca se tiene desde el exterior de las casas), pero suponía que la alcoba de Marta se correspondía con la ventana que quedaba a la derecha de la terraza desde mi punto de vista y que estaba también iluminada como yo la había dejado, todo igual si era así, aparentemente. De pronto el taxista puso el motor en marcha y yo me volví a mirarlo: había visto antes que yo que alguien salía por el portal, del que me separaban bastantes pasos o habría carecido de perspectiva; había dado por descontado que la joven que apareció era quien yo esperaba. No lo era, sino la misma joven con la que me había cruzado tan tarde y que no había querido utilizar su llave en mi beneficio. Ahora la vi mejor porque la vi a distancia y sin acompañante: tenía el pelo y los ojos castaños, llevaba un collar de perlas, zapatos de tacón, medias oscuras, caminaba con gracia pero seguramente algo incómoda por la falda corta y estrecha que pude ver bajo su abrigo de cuero abierto, debía de tener la costumbre de llevar las puntas de los pies hacia fuera, andaba un poco centrífugamente. Miró hacia el taxi, miró hacia mí, hizo con la cabeza un leve gesto de reconocimiento que pareció de asentimiento, cruzó la calle y sacó del bolso —sin quitarse su guante beige, no casaba con el abrigo— una llave con la que abrió la puerta de un coche allí estacionado. Vi cómo tiraba el bolso al asiento de atrás y se metía dentro (el bolso lo llevaba colgando de la mano como una cartera). Una mujer conductora, como casi todas, las piernas le quedaron al descubierto un instante, luego cerró, bajó la ventanilla. El taxista volvió a apagar el motor y bajó la suya automáticamente para apreciar mejor a la joven. Ella puso su motor en marcha y de reojo la vi maniobrar y esforzarse con el volante. Vi que asomaba la cara para ver si al salir podía golpear al coche que estaba delante; no lo veía, así que le hice una señal con la mano dos veces, como diciendo: ‘Sí, sí, salga, salga’. El coche salió y al pasar junto a mí la mujer me sonrió y me respondió con otro gesto de la mano, a mitad de camino entre ‘Adiós’ y ‘Gracias’. Era una mujer guapa y no parecía creída, quizá no era ella la que tenía llave de aquella casa sino el hombre al que había mandado a la mierda ante mis oídos. Quizá ella había subido con él a su piso tras la discusión del portal y no había salido hasta veinte horas después, hasta aquel momento en que volvía a encontrarme en el mismo sitio —como si no me hubiera movido durante sus largas horas de saliva malgastada en palabras y besos, y sus otras horas de inútiles y laboriosos sueños—, aunque ahora fuera del edificio y en actitud de espera, con un taxi a mis órdenes. No podía saber si llevaba la misma ropa, anoche sólo había visto su guante.

Fue entonces cuando volví a mirar hacia lo alto, primero hacia la ventana del dormitorio y luego hacia la terraza y otra vez hacia la ventana, porque tras los visillos de esta ventana vi a contraluz una figura de mujer que se estaba quitando un jersey o una camiseta, se estaba quitando algo por encima de la cabeza porque en el momento de verla lo que vi fue cómo se llevaba las manos a los costados cruzándolas y tiraba hacia arriba de la camiseta hasta sacársela en un solo movimiento —adiviné sus axilas durante un instante—, de tal manera que sólo las mangas vueltas le quedaron sobre los brazos o enganchadas a las muñecas. La silueta permaneció así unos segundos como cansada por el esfuerzo o por la jornada —el gesto de desolación de quien no puede dejar de pensar y se desviste por partes para cavilar o abismarse entre prenda y prenda, y necesita pausas—, o como si sólo tras salir del jersey que había ido a quitarse junto a la ventana hubiera mirado por ella y hubiera visto algo o a alguien, tal vez a mí con mi taxi a mi espalda. Luego tiró de ambas mangas y se zafó de ellas y se dio media vuelta y se alejó unos pasos, los suficientes para que yo ya no pudiera verla, aunque creí distinguir su deformada sombra doblando la prenda que se había quitado, quizá sólo para cambiarla por otra limpia y no sudada. Luego se apagó la luz, y si aquella era la alcoba que yo conocía la luz apagada debía de ser la de la mesilla de noche que yo dudé si dejar encendida —quería ver— y así se quedó hasta después de mi marcha. No estaba totalmente seguro, pero al divisar la figura hubo alivio junto al sobresalto, porque alguien había en la casa y tal vez era Marta —Marta viva. No podía ser Marta pero me permití de nuevo pensarlo un instante—. Y si no era ella por qué estaba en su dormitorio, aún más, por qué se cambiaba allí o se desvestía como si fuera a acostarse y dónde estaba Marta entonces, su cuerpo, tal vez trasladado a otra habitación para ser velado, o sacado ya de la casa y llevado a lo que llaman el tanatorio. Y en su alcoba una amiga, una cuñada, una hermana que se habría quedado para impedir que el niño pasara otra noche solo hasta que Deán regresara al día siguiente, cómo podía Deán no haber vuelto si lo sabía. Aunque tenía más sentido que se hubieran llevado al niño a dormir a otra parte, qué le habrían dicho, le habrían pedido paciencia y lo habrían engañado (‘Mamá se ha ido de viaje, en avión’), sus tías. (Y el niño miraría ya para siempre de otra manera sus aviones de miniatura: para siempre hasta que se olvidara). Más allá de la terraza todo seguía igual, y esa luz sí estaba seguro de que pertenecía a la casa, al comedor o salón donde había tenido lugar nuestra cena y donde el niño miró sus vídeos de Tintín y Haddock, hacía sólo veinticuatro horas según los relojes. No me convenía seguir allí mucho tiempo.

—Qué, ¿nos vamos?

No sé por qué le di explicación al taxista:

—Sí, no va a bajar. Se ha acostado.

—No ha habido suerte —dijo él comprensivo. Qué sabría lo que era suerte en este caso.

Volví a mi casa con el periódico adelantado y sin sueño. La noche anterior me había dormido en cuanto había llegado, rendido por la necesidad de momentáneo olvido, más fuerte que la angustia pasada y presente y que la preocupación por el niño. Me había ido de allí y ya no podía hacer más (o había decidido no hacer más al marcharme), había dormido ocho horas ininterrumpidas, ni siquiera recordaba haber soñado, aunque el primer pensamiento que me vino a la cabeza al despertar fue inequívoco y simple: ‘El niño’, siempre se piensa en los vivos más que en los muertos, aunque a aquéllos no los conozcamos apenas y éstos fueran nuestra vida hasta hace un mes o anteayer o esta noche (pero Marta Téllez no era mi vida, sería la de Deán si acaso). Ahora, en cambio, la relativa tranquilidad de creer que había una figura femenina que se haría cargo en el piso me hizo sentirme despejado e incapaz de pensar en ninguna otra cosa, o de distraerme con mis libros, mi televisión o mis vídeos, mi trabajo atrasado o mi tocadiscos. Todo estaba suspendido, pero no sabía hasta cuándo o de qué dependía que se reanudase: tenía interés y prisa por saber si habían descubierto el cuerpo y si el niño estaba a salvo, nada más en principio, más allá mi curiosidad no existía, entonces. Y sin embargo preveía que una vez averiguado eso tampoco podría reanudar sin más mis días y mis actividades, como si el vínculo establecido entre Marta Téllez y yo no fuera a romperse nunca, o fuera a tardar en hacerlo demasiado tiempo. Y a la vez ignoraba de qué modo podría perpetuarse, ya no habría nada más por su parte, con los muertos no hay más trato. Hay un verbo inglés, to haunt, hay un verbo francés, hanter, muy emparentados y más bien intraducibles, que denominan lo que los fantasmas hacen con los lugares y las personas que frecuentan o acechan o revisitan; también, según el contexto, el primero puede significar encantar, en el sentido feérico de la palabra, en el sentido de encantamiento, la etimología es incierta, pero al parecer ambos proceden de otros verbos del anglosajón y el francés antiguo que significaban morar, habitar, alojarse permanentemente (los diccionarios siempre distraen, como los mapas). Tal vez el vínculo se limitara a eso, a una especie de encantamiento o haunting, que si bien se mira no es otra cosa que la condenación del recuerdo, de que los hechos y las personas recurran y se aparezcan indefinidamente y no cesen del todo ni pasen del todo ni nos abandonen del todo nunca, y a partir de un momento moren o habiten en nuestra cabeza, en la vigilia o el sueño, se queden allí alojados a falta de lugares más confortables, debatiéndose contra su disolución y queriendo encarnarse en lo único que les resta para conservar la vigencia y el trato, la repetición o reverberación infinita de lo que una vez hicieron o de lo que tuvo lugar un día: infinita, pero cada vez más cansada y tenue. Yo me había convertido en el hilo.

Puse el contestador automático y oí dos mensajes anodinos o consuetudinarios, de quien fue mi mujer hasta hace no mucho y de un actor insoportable para el que trabajo a veces (soy guionista de cine, pero acabo haciendo series de televisión casi siempre; la mayoría no se realiza, tarea inútil, pero se despilfarra y las pagan lo mismo). Y fue entonces cuando me acordé de la cinta de Marta, y si no me acordé hasta entonces fue porque no me la había llevado por indiscreción ni curiosidad ni para escucharla, sino sólo para que el hombre imperativo y condescendiente cuyo mensaje yo había oído en directo pudiera caber entre los sospechosos. Sospechosos de qué, de nada grave en realidad, ni siquiera de haberse acostado con ella en la hora de su muerte ni justo antes ni justo después, yo no lo había hecho, nadie lo había hecho, que yo supiera. La cinta era del mismo tamaño que las que yo utilizo, así que podía oírla. Saqué la mía, introduje la de ella, rebobiné hasta el principio y la puse en marcha. Lo primero que salió fue de nuevo la voz de aquel hombre (‘Cógelo, mierda’), la voz que afeitaba y martirizaba (‘¿Eres imbécil o qué, no lo coges?’), tan segura de lo que podía permitirse con Marta (‘Qué leches, no tienes arreglo’), los chasquidos de contrariedad de la lengua. Tras el pitido fueron saliendo otros mensajes, todos ellos obligadamente anteriores y por tanto oídos por Marta, el primero incompleto, su parte inicial ya borrada por las palabras del hombre: ‘…nada’, empezaba diciendo la voz de mujer, ‘mañana sin falta me llamas y me lo cuentas todo de arriba a abajo. El tipo no suena nada mal, pero vaya. La verdad es que no sé cómo tienes tanto atrevimiento. Bueno, hasta luego y que haya suerte’. A continuación vino una voz de hombre, un hombre mayor e irónico, burlón para consigo mismo: ‘Marta’, dijo, ‘dile a Eduardo que es incorrecto decir “mensaje”, hay que decir “recado”; bueno, no es hombre de letras, eso ya lo sabemos desde el primer día, ni pedante como yo. Llámame, tengo una buena noticia que darte. Nada muy aparatoso, no te hagas ilusiones, pero todo parece mucho en una existencia precaria como la mía, povero me’. No se despedía ni decía quién era como si no hiciera falta, podía ser un padre, el de Deán o el de Marta, alguien que busca pretextos para llamar por teléfono hasta a los más próximos, un hombre mayor algo desocupado, pasado en su juventud por Italia o tal vez aficionado a la ópera, temeroso de resultar insistente. Luego oí: ‘Marta, soy Ferrán. Ya sé que Eduardo se ha ido hoy a Inglaterra, pero es que acabo de darme cuenta de que no me ha dejado teléfono ni señas ni nada, no me lo explico, le dije que me las dejara sin falta, no están aquí las cosas para que él ande ilocalizable. A ver si las tienes tú, o si hablas con él dile que me llame en seguida, a la oficina o a casa. Es bastante urgente. Gracias’. Esa fue una voz neutra con un acento catalán casi perdido, un compañero de trabajo cuyo trato continuado se confunde con la amistad y la confianza, quizá inexistentes. No recordaba que Marta le hubiera dado a Deán este recado cuando había hablado con él durante nuestra cena, pero tampoco había prestado demasiada atención. Detrás vino otro recado incompleto, sólo su final, lo cual significaba que ya era antiguo, es decir, no de aquel día o al menos no de la parte del día durante la que Marta había estado ausente y la habían llamado una amiga o hermana, un padre o suegro y un colega de su marido. ‘… Así que haremos lo que tú digas, lo que tú quieras. Decide tú’, decía la voz de mujer que así terminaba, me pareció que podía ser la misma de antes, la que se extrañaba del atrevimiento de Marta, era difícil saberlo, más aún si lo que decía se lo decía a Deán o a Marta, ‘Decide tú’. Y a continuación todavía salió otro mensaje incompleto, perteneciente por tanto a otra tanda y aún más antiguo, y en él hablaba otra voz de hombre falsamente neutra, esto es, que aparentaba seriedad, gentileza y casi indiferencia, como si quisiera hacer pasar por una llamada profesional lo que sin duda era una personal o incluso galante, que acababa diciendo: ‘… si te va bien podemos quedar el lunes o el martes. Si no, habría ya que dejarlo para la otra semana, desde el miércoles estoy copado. Pero en fin, no hay ninguna prisa, así que ya me dirás, como te venga mejor, de verdad. Hasta pronto’. Aquella era mi voz, aquel era yo hacía unos días, cuando todavía no era seguro que Marta Téllez y yo fuéramos a cenar y a vernos por tercera vez, tras la charla de pie en un cocktail la tarde que nos presentaron y un largo café tomado días después ya con pretextos infames, todo cortejo resulta ruin si se lo ve desde fuera o se lo recuerda, una mutua manipulación consentida, el mero cumplimiento trabajoso de un trámite y la envoltura social de lo que no es más que instinto. Aquel individuo que hablaba quizá no sabía entonces que lo buscaba y quería, pero al oírle ahora, al escuchar su entonación afectada, su amortiguado nerviosismo —el de quien sabe que su mensaje puede llegar a un marido y además considera una virtud el disimulo—, resultaba evidente que sí lo buscaba y sí lo quería, qué hipócrita, qué fingimiento, cada palabra una mentira, ya lo creo que había prisa por parte de aquella voz, y no era cierto que desde el miércoles estuviera ‘copado’, cómo podía haber dicho semejante palabra que jamás empleaba, un término propio de los farsantes, y tampoco decía nunca ‘hasta pronto’, sino ‘hasta luego’, por qué habría dicho ‘hasta pronto’, para no parecer insistente cuando lo era, a veces medimos cada vocablo según nuestras intenciones desconocidas; y aquel ‘de verdad’ tan untuoso y falsario, la coba indecente de quien quiere seducir no sólo con el halago, sino con el respeto y la deferencia. Me asusté al reconocer no tanto mi voz cuanto mis pocas y transparentes frases, me asusté al recordarme el día en que había dejado ese mensaje al que se respondió más tarde, cuando en realidad todo era ya previsible menos lo que había ocurrido al final o más bien en medio, todo lo demás ya lo era y sin embargo no se había previsto con la conciencia. Pensé rápidamente que habría dicho mi nombre y apellido al principio, siempre lo hago, en la parte del mensaje borrado, y luego ‘el lunes o el martes’, Deán podía haber estado al tanto de nuestra cita desde el primer momento, tal vez por eso Marta no se lo había mencionado por teléfono en mi presencia, tal vez era cosa sabida y no ocultada ni tan siquiera omitida, y en ese caso mis precauciones podían haber sido inútiles además de imperfectas, era bien posible que Deán me buscara y localizara cualquier día de estos y me preguntara abiertamente qué había ocurrido, cómo es que su mujer había muerto estando conmigo, puede que lo único impremeditado y oculto fuera que la cena y la cita tenían lugar en su propia casa. Hice retroceder la cinta y volví a escucharme, me parecí repugnante, hoy era aquel miércoles y no estaba copado sino solo en mi casa distrayéndome con diccionarios y con una cinta, qué ridículo. Pero no tuve mucho tiempo para indignarme conmigo mismo, porque en el siguiente recado del contestador reconocí de inmediato la voz rasuradora o eléctrica, sólo que en esta ocasión se dirigía a Deán y no a Marta y decía: ‘Eduardo, hola, soy yo. Oye, que no me esperéis para empezar a cenar, yo voy a llegar un poco tarde porque se me han liado las cosas con una historia que se las trae, ya os contaré. De todas formas espero no llegar más tarde de las once, y decídselo por favor a Inés, no logro dar con ella e irá derecha a la cena, que no se preocupe. Dejadme un poco de jamón, ¿eh? Vale pues, hasta luego’. Aquel hombre tenía siempre algo que contar, o lo que es lo mismo, algo anunciado y por tanto aplazado, probablemente una estupidez aquella noche —noches atrás, ‘una historia que se las trae’— en que las dos parejas y quizá más gente habían quedado a cenar en un restaurante con jamón muy bueno. Su voz seguía siendo despótica, aunque ahora no soltara sucedáneos de tacos ni insultos, era irritante, había dicho ‘soy yo’ como si él fuera tan reconocible que no precisara aclarar quién era ese ‘yo’, y seguramente así sería en la casa a la que llamaba —la casa de un amigo y la de una amante, se dirigía a Deán pero también a los dos, ‘os contaré’, ‘decídselo’, ‘dejadme jamón serrano’—, pero uno no debe dar nunca eso por descontado, ser tan inconfundible para los demás como para uno mismo. Sonó el pitido correspondiente, y antes de que la cinta siguiera avanzando en silencio y recorriendo su zona virgen —siempre los mensajes en la parte inicial, yuxtaponiéndose y cancelándose unos a otros—, salió una última voz que sin embargo no decía más que una cosa y lloraba; era una voz de niño, o de mujer infantilizada, como por otra parte lo está todo el mundo cuando llora sin poder evitarlo hasta el punto de no poder articular ni alentar apenas, cuando se trata de un llanto estridente y continuo e indisimulable que está reñido con la palabra y aun con el pensamiento porque los impide o excluye más que sustituirlos —los traba—, y esa voz cuyo mensaje aflictivo era aún más antiguo que la tanda anterior porque le faltaba asimismo el comienzo —más antiguo que el mío melifluo y que el del hombre opresor con la voz de zumbido—, decía esto de vez en cuando en medio del llanto, o incorporado al llanto como si fuera tan sólo una más de sus tonalidades: ‘… por favor… por favor… por favor…’, esto decía y lo decía enajenadamente, no tanto como imploración verdadera que confía en causar un efecto cuanto como conjuro, como palabras rituales y supersticiosas sin significado que salvan o hacen desaparecer la amenaza. Me asusté de nuevo, estuve a punto de parar la cinta por temor a que aquel llanto impúdico y casi maligno despertara a mis vecinos y pudieran acudir a ver qué brutalidad estaba yo cometiendo: lo que no había ocurrido con Marta, ningún vecino había venido porque ella no había gritado ni se había quejado ni había implorado ni yo había cometido con ella brutalidad alguna. No hizo falta parar la máquina porque una vez transcurrido el minuto de que disponía cada llamada —tampoco esta vez entero— hubo un nuevo pitido de separación y la cinta siguió corriendo como he dicho, ya enmudecida; la voz que lloraba con infantilismo había agotado su tiempo sin decir nada más y no había vuelto a marcar, quizá sabedora de que el destinatario y causante de su tormento tenía que estar allí, en la casa junto al teléfono oyéndola llorar y sin descolgarlo, y de que sólo lograría seguir grabando su pena que ahora escuchaba un desconocido.

A la noche siguiente volví al establecimiento en que los periódicos se reciben poco después de la medianoche, esperé unos minutos alrededor de esa hora y me precipité a comprar el que llevaba fecha del día que se iniciaba oficialmente en aquellos momentos, sobre todo en Inglaterra, aunque según los relojes allí es siempre una hora menos. Sin atreverme a abrirlo de pie y en medio de tanta gente, fui de nuevo hasta la cafetería, pedí esta vez un whisky y busqué la lista de fallecidos: aunque es alfabética tuve el aplomo de no irme al final a mirar la T, sino de empezar a leerla desde el principio y así conservar durante unos segundos más la agonía y la incertidumbre, es decir, la esperanza de que el nombre de Marta apareciera y no apareciera; deseaba ambas cosas al mismo tiempo, o si se prefiere mi deseo estaba escindido: si aparecía sabría que había sido encontrada y eso me aliviaría y me abatiría; y si no aparecía me preocuparía aún más y volvería a manosear el papel con el número de Deán en Londres o a rondar la casa, pero también, durante unos instantes, podría volver a pensar en la posibilidad increíble de que todo hubiera sido un espantoso malentendido, una alarma excesiva, un inconcebible apresuramiento por mi parte, de que ella hubiera perdido tan sólo el sentido o incluso hubiera entrado en un coma, pero aún viviera. Miré los apellidos y sus edades ya abandonadas: Almendros, 66, Aragón, 88, Armas, 48, Arrese, 64, Blanco, 77, Borlaff, 41, Casaldáliga, 93, pero no pude continuar uno a uno y salté hasta la L: Luengo, 59, Magallanes, 93, Marcelo, 48, Martín, 43, Medina, 28, Monte, 46, Morel, 61, ayer había muerto gente bastante joven, Francisco Pérez Martínez, 59, pero ella había muerto anteayer, en realidad no la acompañaban estos muertos más prematuros sino los del día anterior más ancianos, Téllez, 33, allí estaba, Marta Téllez Ángulo, treinta y tres eran los que tenía y algo así aparentaba, la penúltima de la lista, después venía tan sólo Alberto Viana Torres, 55. Todavía aterrado volví hasta la D con mi veloz mirada, no fuera a figurar allí Deán, 1, Eugenio Deán Téllez, aún no había cumplido dos años según su madre, Coya, 50, Delgado, 81, no estaba, no podía estar y no estaba, yo lo había dejado vivo y dormido y con comida en un plato.

Fui de nuevo a la sección de prensa y compré otro diario, el más mortuorio de los madrileños, regresé a mi mesa y busqué entre sus páginas las esquelas tan abundantes, y allí estaba ya la de Marta dando una apariencia de orden a su muerte desordenada, una esquela sobria, el nombre completo tras la cruz, el lugar, la fecha de la muerte correcta (eso sabe averiguarlo la mano del médico que aprieta e indaga), luego ‘D.E.P’. y a continuación la acostumbrada lista de los que se quedan atónitos y lo lamentan y ruegan, yo he figurado en alguna de ellas: ‘Su marido, Eduardo Deán Ballesteros; su hijo, Eugenio Deán Téllez; su padre, Excelentísimo señor don Juan Téllez Orati; sus hermanos, Luisa y Guillermo; su cuñada, María Fernández Vera; y demás familia…’ Ahí tenía los nombres de una cuñada y la hermana, no el de ninguna amiga, y había un padre de madre italiana cuya voz era sin duda la que yo había oído, que llevaba una existencia precaria y pedante y tenía que dar una buena noticia, por qué sería excelentísimo, alguien presumido para querer ponerlo en la esquela de su hija recién muerta de manera tan inesperada, la muerte inverecunda, la muerte horrible y quizá ridícula. Debía de haberla redactado él mismo, ese padre que sabría hacer estas cosas y estaría desocupado, un hombre a la antigua, decía ‘marido’ y ‘cuñada’ y no esas cursilerías de ‘esposo’ y ‘hermana política’, aunque era pomposo poner el nombre completo de un niño de apenas dos años, probablemente su primera aparición en letra impresa como la de tantos muertos, como si se tratara de un señor respetable, el niño Eugenio. Pero al menos no decían de Marta que hubiera recibido los Santos Sacramentos como aseguran de todo el mundo, yo habría podido atestiguar que eso no era cierto. ‘El entierro tendrá lugar hoy, día 19, a las once horas, en el cementerio de Nuestra Señora de la Almudena’. Y unos días después un funeral en una iglesia cuyo nombre me decía poco, nunca he conocido las de mi ciudad; arranqué la hoja, la doblé para recortar esa esquela, que fue a parar junto a aquel otro papel que ya resultaba inútil probablemente, Wilbraham Hotel de Londres.

Llegué al cementerio con un poco de antelación en una mañana de sol frío y desatento, para no perder la llegada de la comitiva ni extraviarme en una zona indebida. Unos empleados —no todos sepultureros— me indicaron dónde se iba a celebrar ese entierro, me fui hasta allí andando y esperé unos minutos leyendo lápidas y epitafios de la vecindad, ensayando el disimulo a que debería entregarme en cuanto aparecieran los Deán y los Téllez con su ataúd y sus flores y sus vestimentas negras. Me había puesto gafas oscuras como se ha hecho costumbre en las visitas a los cementerios, no tanto para velar las lágrimas como para ocultar su ausencia, cuando hay ausencia. Vi una lápida ya corrida —el hueco o fosa o abismo a la vista—, como preparada para recibir a un nuevo morador, sólo se importuna a los muertos para llevarles otro al que seguramente bien quisieron en vida, sin que podamos saber si ese acontecimiento los alegra por volver a ver a quien conocieron más joven o los entristece aún más al saberlo reducido a su mismo estado y contar con uno menos que los recuerde en el mundo. Miré la inscripción y supe que allí estaba la madre de Marta, Laura Ángulo Hernández, y también su abuela italiana, Bruna Orati Parenzan, tal vez véneta, y también descubrí que ya había muerto una hermana de Marta antes que la madre y la abuela, hacía ya muchos años y a la edad de cinco según las fechas inscritas, Gloria Téllez Ángulo, nacida dos años antes que la propia Marta, luego se habían conocido esas niñas, aunque Marta apenas habría recordado a su hermana mayor durante su vida, poco más de lo que su hijo Eugenio la recordaría a ella al transcurrir la suya. Me di cuenta de que una esquela y una lápida me habían dicho mucho más acerca de Marta o de su familia que cuanto ella me había contado a lo largo de tres encuentros preparativos. Preparativos de qué, de una fiesta modesta (solomillo irlandés y vino, un solo invitado) y de su adiós al mundo, ante mis propios ojos. En aquella tumba de mujeres inaugurada por una niña treinta y un años antes ella iba a ocupar el cuarto sitio, arrebatándoselo quizá a su padre, que habría comprado el terreno al morir esa niña y ahora habría contado con ser el siguiente, yacer junto a su madre, mujer e hija, esas tumbas suelen ser para cuatro, o no, pueden ser para cinco, y en ese caso le quedaría un sitio y al llegar ya sabría quiénes eran todos sus moradores. El nombre de Marta aún no estaba en la piedra, eso viene después de la sepultura.

Me aparté, me entretuve leyendo una especie de adivinanza en una tumba cercana de 1914: ‘Cuantos hablan de mí no me conocen’, decía a lo largo de sus diez líneas cortas (pero eran prosa), ‘y al hablar me calumnian; los que me conocen callan, y al callar no me defienden; así, todos me maldicen hasta que me encuentran, mas al encontrarme descansan, y a mí me salvan, aunque yo nunca descanso’. Lo leí varias veces hasta que comprendí que no era el muerto quien hablaba (‘León Suárez Alday 1890-1914’, rezaba la inscripción, un joven), sino la muerte misma, una extraña muerte que se quejaba de su mala fama y desconocimiento entre los vivos tan lenguaraces, una muerte que se resentía de la maledicencia y quería salvarse: cansada, más bien amigable y al fin conforme. Aún estaba memorizando aquel acertijo como si fuera un teléfono o unos versos cuando a lo lejos vi dejar los coches y luego acercarse a una treintena de personas con paso lento siguiendo a los sepultureros de andar más rápido por el peso, uno de ellos llevaba un pitillo apagado en los labios que me hizo encender uno mío al instante. El cortejo se colocó en torno a la tumba abierta, más o menos en semicírculo, dejando espacio para las maniobras, y mientras se procedía a una breve oración y a bajar el ataúd con las dificultades inevitables —chirridos y golpes secos y tanteos y vacilaciones, madera encajando en piedra y ruido como de cantera o aún más agudo, como de ladrillos chocando o de clavo que no logra entrar, y alguna voz obrera que da una orden de vaho; y la aprensión enorme a que se dañe el cuerpo que ya no veremos—, pude ver a las personas que se habían puesto en primera fila o más cerca de la parte superior de la fosa, seis o siete las que vi mejor desde mi tumba de 1914, junto a la que me quedé con las manos cruzadas caídas y en una de ellas el cigarrillo que de vez en cuando me llevaba a los labios; como si León Suárez Alday fuera mi antepasado ante cuyos restos antiguos podía cavilar y rememorar, e incluso susurrar las palabras más libres que podemos decir y las que más serenan, las que dirigimos a quien no puede oírnos. Y si bien es verdad que lo primero que busqué con la vista fue al niño —pero sin esperanza e inútilmente, a esas edades no se los lleva a un entierro—, la primera persona en la que me fijé no fue aquella que rezó en voz alta —un hombre mayor y robusto en quien me fijé después—, sino una mujer de parecido notorio con Marta Téllez, sin duda su hermana viva Luisa, que sin gafas oscuras ni velo ni nada —ya no se ven velos nunca— lloraba con un llanto estridente y continuo e indisimulable, aunque intentaba disimularlo: bajaba la cabeza y se tapaba la cara con las dos manos como a veces hacen quienes están horrorizados o sienten vergüenza y no quieren ver o ser vistos, o son víctimas confesas del abatimiento, o aun del malestar o el miedo o el arrepentimiento. Y ese gesto que esas víctimas suelen hacer a solas sentadas o echadas en sus dormitorios —quizá la cara contra la almohada, que hace las veces de manos, de lo que oculta y protege, o de aquello en lo que se ve refugio— lo hacía esta mujer de pie y vestida con extremado esmero y con sus manos cuidadas, en medio de un cortejo de gente y al aire libre de un cementerio, sus redondeadas rodillas visibles bajo el abrigo entreabierto, las medias negras y los zapatos de tacón tan limpios, los labios que se habría pintado inconscientemente con el gesto maquinal de todos los días antes de salir de casa le traerían ahora el sabor mezclado del carmín dulzón con el suyo salado y líquido e involuntario; en algunos momentos levantaba la cara y se mordía esos labios —esos labios— en un intento vano de reprimir no el dolor, sino su manifestación demasiado impúdica y reñida con la palabra, y era en esos momentos cuando yo la veía, y aunque su rostro se aparecía distorsionado vi el parecido con Marta porque el rostro de Marta también lo había visto distorsionado: por otra clase de dolor, pero igualmente manifiesto; una mujer más joven, dos o tres años, quizá más guapa o menos inconforme con lo que le hubiera tocado en suerte, era soltera según la esquela —o viuda—. Tal vez lloraba así porque sentía además la envidia o sensación de destierro que aqueja a los niños cuando se separan de sus hermanos, cuando uno de ellos se queda solo con los abuelos y los otros acompañan a los padres de viaje, o cuando uno de ellos va a un colegio distinto de aquel al que van los mayores, o cuando enfermo en la cama y recostado contra la almohada con sus tebeos y cromos y cuentos configurando su mundo (y en lo alto aviones), ve salir a los otros que se van a la playa o al río o al parque o al cine y escapan en bicicleta, y al oír las primeras risas y timbrazos tan veraniegos se siente prisionero o quizá exiliado, en buena medida porque los niños carecen de visión de futuro y para ellos sólo existe el presente —no el ayer malsano y rugoso y quebrado ni el mañana diáfano y plano—, pareciéndose en eso a algunas mujeres y también a los animales, y ese niño —o es niña— ve de pronto la cama como el lugar en el que vivirá ya siempre y desde el que indefinidamente deberá oír alejarse las ruedas sobre la grava y los timbrazos superfluos y alegres de sus hermanos para los que no cuenta el tiempo, ni siquiera el presente para ellos. Tal vez Luisa Téllez sentía también que Gloria y Marta, la hermana con la que no habría jugado y la hermana con la que lo había hecho, se reunían ahora en la tierra con la madre y la abuela, en un mundo femenino y estable y risueño en el que ya no se angustiarían con un sí y un no ni se fatigarían con un quizá y un tal vez y en el que no cuenta el tiempo —en un mundo haunted, o vale aquí nuestra palabra: encantado—, al que a ella no le tocaba incorporarse aún, del que quedaba desterrada literalmente y en cuya morada común no tendría seguramente cabida cuando le tocara; y mientras caía la tierra simbólica una vez más sobre aquella fosa ella permanecía con su padre y su hermano entre los vivos tan inconstantes, y tal vez un día con un marido que aún no había llegado —un marido brumoso por tanto—, en un mundo de hombres y por tebeos y cromos y cuentos configurado (y en lo alto aviones), que aún es víctima confesa del tiempo.

Y allí estaba el padre, Juan Téllez, quien había dicho unas breves y casi inaudibles palabras que serían una oración en la que él mismo no creería a sus años, qué difícil deshacerse del todo de las costumbres y creencias superficiales de los que nos preceden, cuyo simulacro conservamos a veces durante toda una vida —una vida más— por superstición y por respeto a ellos, las formas y los efectos tardan más en desaparecer y olvidarse que las causas y los contenidos. Había llegado hasta la tumba tambaleándose y sostenido por su hija superviviente y su nuera como si fuera un condenado a la horca sin fuerzas para ascender los peldaños o caminara sobre la nieve, emergiendo y hundiéndose a cada paso. Pero luego se había recompuesto y había inflado un poco el pecho convexo, había sacado un pañuelo azulado del bolsillo pectoral de la chaqueta y con él se había enjugado el sudor de la frente, no las lágrimas de los ojos, que no existían, aunque también se había frotado una seca mejilla y la sien, como para calmar un sarpullido. Había pronunciado sus palabras con una mezcla de gravedad y desgana, como si tuviera plena conciencia de la solemnidad del momento y a la vez quisiera terminar con él cuanto antes y volver ya a casa a buscar la almohada, quién sabe si a su pena no se añadía vergüenza (pero esa es una muerte horrible; pero esa es una muerte ridícula), aunque lo más probable era que no hubiese sido informado de las circunstancias, del aspecto semidesnudo y salvaje de su hija cuando la encontraron, de las huellas visibles de un hombre en la casa que no era Deán ni nadie, era yo, pero para ellos nadie. Le habrían dicho tan sólo: ‘Marta ha muerto mientras Eduardo estaba ausente’. Y él se habría llevado las moteadas manos al rostro, buscando refugio. ‘Pero habría muerto de todas formas, aunque no hubiera estado sola’, habrían añadido para no indisponerlo más con su yerno, o como si saber que algo fue irremediable pudiera hacernos estar más conformes con ello. (No había estado sola, yo lo sabía y seguramente también ellos). Es posible que ni siquiera le hubieran comunicado la causa, si la conocían, una embolia cerebral, un infarto de miocardio, un aneurisma disecante de aorta, las cápsulas suprarrenales destruidas por meningococos, una sobredosis de algo, una hemorragia interna, no sé bien cuáles son los males que matan tan rápidamente y sin titubeos ni tampoco me importa saber cuál mató a Marta, tampoco le importaría mucho a ese padre, quizá no habría pedido explicaciones ni se le habría ocurrido a nadie pensar en hacer una autopsia, él se habría limitado a encajar la noticia y ocultar la cara y a disponerse para su segundo entierro de un vástago y la despedida, adiós risas y adiós agravios, la vida es única y frágil. Es de suponer por tanto que ahora, mientras caía la tierra sobre un ser femenino por cuarta vez en aquella fosa, estaría recordando a las que yacían allí y él había dejado de ver mucho antes, la madre Bruna italiana que nunca habló bien del todo la lengua más áspera del país que adoptó, y que familiarizó a su hijo Juan con la suya más suave; la mujer Laura a la que quiso o no quiso, a la que idolatró o hizo daño, o quizá ambas cosas, primero una y después la otra o las dos al tiempo, como es la regla; la hija Gloria que fue la primera y murió en accidente acaso, quién sabe si ahogada en el río o desnucada —la nuca— tras una caída durante un verano, quién si fulminada por uno de esos males veloces y sin paciencia que se llevan a los niños sin el menor forcejeo porque ellos nunca se oponen, sin darles tiempo a cobrar memoria ni a tener deseos ni a saber del extraño funcionamiento del tiempo, como si los males se resarcieran así de la lucha interminable que libran con tantos adultos que se les resisten, aunque no con Marta, muerta dócilmente como una niña. Y al padre empezaría ya a aparecérsele esa segunda hija a la que acababa de ver (y a la que luego había dejado un mensaje) con los tintes de la rememoración y del ayer rugoso, y quizá pensaba también que su propia existencia se había hecho ahora aún más precaria. Tenía el pelo blanco y los ojos azules grandes y puntiagudas cejas de duende y la piel muy tersa para su edad, cualquiera que fuese; era un hombre alto y robusto y excelentísimo, una figura que llenaría los espacios cerrados y que llamaba la atención de inmediato por su corpulencia inestable, su tórax voluminoso disminuyendo el tamaño de las mujeres que tenía a ambos lados, la delgadez de las piernas y el leve bamboleo que también lo aquejaba en reposo haciendo pensar en una peonza, un brazalete negro en la manga del abrigo como prueba de su fuerte sentido antiguo de la circunstancia, los zapatos negros tan limpios como los de su hija viva, pies pequeños para su estatura, pies de bailarín retirado y el rostro como una gárgola, los ojos secos y estupefactos mirando hacia abajo a la fosa o hueco o abismo, mirando inmóviles caer la tierra simbólica y recordando embobados a las dos niñas, a la que sólo había sido niña y a la que fue aún más niña pero mucho mayor más tarde, asimilada en la tumba ahora por aquella otra a la que no vieron crecer ni envejecer ni torcerse ni mostrar desafecto ni dar disgustos, las dos ahora malogradas y obedientes y silenciosas. Vi que a Juan Téllez se le había desatado el cordón de un zapato, y él no se había dado cuenta.

Y a su derecha estaba sin duda su nuera, María Fernández Vera su nombre, ella sí con sus gafas oscuras y la piedad social pintada en el rostro, es decir, más que la pena el fastidio, más que el miedo contagiado la contrariedad de ver interrumpidas sus actividades diarias y a su familia mermada, amputada de un miembro y a su marido por tanto hundido, quién sabía durante cuánto intolerable tiempo; quien la cogía del brazo como pidiéndole perdón o ayuda debía de ser Guillermo —como pidiéndole congraciarse—, el hermano único de Luisa y Marta y algo menos de la niña Gloria, a la que no habría conocido y por la que tal vez ni siquiera se habría preguntado nunca. También llevaba gafas oscuras y tenía el rostro huesudo y pálido y los hombros abandonados, parecía muy joven —quizá estaba recién casado— a pesar de las notables entradas prematuras que no habría heredado de su padre sino de los varones de su familia materna, cráneos de tíos o primos mayores que podrían estar allí mismo, en segunda fila. No le vi el parecido con Marta ni por lo tanto tampoco con Luisa, como si en el engendramiento de los benjamines los padres pusieran siempre menos atención y empeño y fueran más negligentes a la hora de transmitirles las semejanzas, que quedan en manos de cualquier antepasado caprichoso que de pronto ve la ocasión de perpetuar sus rasgos sobre la tierra, y se inmiscuye para otorgarlos al que aún no ha nacido, o mejor, al que está siendo concebido. Aquel joven parecía pusilánime, pero es aventurado decir esto cuando sólo se ha visto a alguien en el momento de enterrar a una hermana y con la mirada oculta; con todo se lo veía como extraviado, él sí con el miedo a su propia muerte revelado de golpe, por vez primera en su vida seguramente, agarrado al brazo de su mujer más potente y erguida como se agarran los niños a los de sus madres al ir a cruzar una calle, y mientras caía la tierra simbólica sobre sus consanguíneas exangües ella no le apretaba la mano como consuelo, sino que se la aguantaba a distancia y con impaciencia —el codo picudo separado del cuerpo—, o era hastío. Los zapatos del recién casado estaban muy embarrados, habría pisado un charco del cementerio.

Y allí estaba también Deán, cuyo rostro memorable reconocí al instante aunque ya no llevaba el bigote del día de su matrimonio y los años transcurridos le habían hecho mella y le habían dado carácter o se lo habían fortalecido. Tenía las manos metidas en los bolsillos de la gabardina color de zinc que no se había llevado a Londres y yo había visto colgada en su casa: una buena gabardina, pero estaría pasando frío. No llevaba gafas oscuras, no lloraba ni su mirada era estupefacta. Era un hombre de gran altura y muy flaco —o no tanto, y era un efecto—, con la cara alargada en consonancia con su estatura, una quijada enérgica como si fuera la del héroe de algún tebeo o tal vez la de algún actor con el mentón partido, Cary Grant, Robert Mitchum o el propio MacMurray, aunque su rostro era todo menos estulto, y nada tenía que ver tampoco con el del príncipe de la broma y el príncipe de la maldad sin mezcla, Grant y Mitchum. Sus labios eran finos, visibles aunque sin color, o del mismo que la piel hendida de estrías o hilos que con el tiempo serían arrugas o empezaban ya a serlo, como cortes superficiales en la madera (su rostro sería un día un pupitre). Llevaba el pelo castaño cuidadosamente peinado con raya a la izquierda, muy liso y tal vez peinado sólo con agua como si fuera el de un niño de antaño, un niño de su propia época que debía de ser más o menos la mía, costumbres que nunca se pierden y a las que no afectan ni nuestra edad ni el externo tiempo. En aquellos momentos —pero habría jurado que en cualquier momento— era una cara grave y meditativa y serena, es decir, una de esas caras que lo admiten todo o de las que puede esperarse cualquier transformación o cualquier distorsión, como si estuvieran siempre a la expectativa y nunca decisas, y en un instante anunciaran la crueldad y la piedad al siguiente, la irrisión después y más tarde la melancolía y luego la cólera sin llegar a mostrar del todo ninguna jamás, esos rostros que en situaciones normales son sólo potencialidad y enigma, tal vez debido a la contradicción de los rasgos y no a ninguna intencionalidad: unas cejas alzadas propias de la guasa y unos ojos francos que indican rectitud y buena fe y un poco de ensimismamiento; la nariz grande y recta como si fuera sólo hueso del puente a la punta, pero con las aletas dilatadas sugiriendo vehemencia, o quizá inclemencia; la boca delgada y tirante del maquinador incansable, del anticipador —los labios como cintas tensadas—, pero denotando también lentitud y capacidad de sorpresa y capacidad infinita de comprensión; la barbilla insumisa pero ahora abatida, una espada sin filo; las orejas un poco agudas como si estuvieran alerta permanentemente, queriendo oír lo no pronunciado en la lejanía. No habían oído nada desde la ciudad de Londres, no les había alcanzado el rumor de las sábanas con las que yo no había llegado a entrar en contacto, ni el ruido de platos durante nuestra cena casera ni el tintinear de las copas de Cháteau Malartic, tampoco las estridencias de la agonía ni el retumbar de la preocupación, los chirridos del malestar y la depresión ni el zumbido del miedo y el arrepentimiento, tampoco el canturreo de la fatigada y calumniada muerte una vez conocida y una vez encontrada. Tal vez sus oídos habían estado ocupados por su propio estruendo en la ciudad de Londres, por el rumor de sus sábanas y su ruido de platos y su tintineo de copas, por las estridencias del tráfico inverso y el retumbar de los autobuses tan altos, los chirridos de la excitación nocturna y el zumbido de las conversaciones en varias lenguas del restaurante indio, por el eco de otros canturreos no necesariamente mortales. ‘Yo no lo busqué, yo no lo quise’, le dije para mis adentros desde mi tumba de 1914, y fue entonces cuando Deán levantó la vista un momento y miró hacia donde yo estaba de pie con mi cigarrillo observándolo. Aunque me miró no abandonó su expresión cavilosa, y pude ver bien sus ojos de color cerveza, de mirada franca pero rasgados como los de un tártaro, no creo que en aquellos momentos me vieran, se dirigían a mí pero no los sentí posados, era como si me bordearan o me pasaran por alto, y en seguida volvieron a fijarse en la fosa o hueco o abismo con lo que ahora me pareció zozobra, como si Deán estuviera algo incómodo además de tan serio con su cara alargada y extraña, quizá como si hubiera ido a parar a una celebración que a él no podía pertenecerle porque era femenina tan sólo, un intruso necesario pero en el fondo decorativo, el marido de la recién llegada en cuyo honor —o era ya memoria, y él era el viudo— se reunían todas aquellas personas, no más de treinta, en realidad no conocemos a tanta gente. Deán era alguien que quedaría para siempre fuera de esa tumba de consanguíneos y que probablemente volvería a casarse, y esos cinco años de matrimonio y de convivencia serían representados y recordados sobre todo por la existencia del niño Eugenio, ahora y cuando ya no fuera niño al cabo del tiempo, no tanto por Marta Téllez que se iría relegando y ensombreciendo en su ya rápido viaje hacia la difuminación (cuán poco queda de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla). cuán parecido Deán a la foto en que lo había visto, hasta empezó a morderse el labio inferior como en aquella ocasión nupcial en blanco y negro, cuando miró a la cámara. Y mientras caía la tierra simbólica sobre su mujer Marta Téllez vi cómo él sacaba de pronto las manos de la gabardina y se las llevaba a las sienes —sus pobres sienes—; le flaquearon las piernas y estuvo a punto de caer desmayada su larga figura, y habría caído seguramente —perdió pie, resbaló hacia la fosa un momento— si no la hubieran sostenido a la vez varias manos y el rumor alarmado de voces: alguien desde atrás le agarró de la nuca —la nuca—, alguien le tiró de la gabardina tan buena, y la mujer que estaba a su lado le sujetó del brazo mientras él quedaba un instante con una rodilla en tierra, el último resto del equilibrio, la rodilla como navaja mal clavada en madera y las manos apretando las sienes, incapaces de adelantarse en aquel momento para parar el golpe posible si hubiera llegado a desvanecerse de bruces: ‘pese yo mañana sobre tu alma; caiga tu espada sin filo’. Se incorporó con ayudas, se alisó los faldones de la gabardina, se acarició la rodilla, se peinó un poco con una mano, volvió a metérselas en los bolsillos y recuperó su expresión pensativa que ahora pareció más doliente o quizá avergonzada. Al verle desfallecer un sepulturero se había detenido con la pala en alto, ya cargada de tierra, y durante los segundos en que el viudo reciente había interrumpido el silencio de la ceremonia la figura se quedó paralizada como si fuera una estatua obrera o tal vez minera, la pala empuñada y alzada, los pantalones anchos, unas botas bajas, un pañuelo al cuello y en la cabeza una gorra anticuada. Podía ser un fogonero, ya no hay calderas, las botas le comían sus blancos calcetines gruesos. Y cuando Deán se repuso echó al hueco la tierra aplazada. Pero había perdido la orientación y el ritmo durante el momento suspenso, y algunas motas de aquella palada saltaron sobre Deán —sobre su gabardina— que se había quedado más al pie del abismo tras enderezarse, y que probó la tierra. Juan Téllez miró de reojo con visible fastidio, no sé si a Deán o al sepulturero.

Y fue entonces cuando vi también —o la reconocí, o me fijé en ella— a la mujer que había sujetado del brazo a Deán con su guante beige, la vecina que ya me había visto dos veces, saliendo de la casa de Conde de la Cimera mientras ella discutía o besaba de madrugada y esperando junto a mi taxi mientras ella se iba en su coche con su collar de perlas y su bolso tirado, y en ese momento me di la vuelta en un acto de temor inútil, puesto que si me había visto y reconocido ya era demasiado tarde (la veía por tercera vez en tres días). Pasados los segundos del miedo reflejo me volví de nuevo (al fin y al cabo yo llevaba ahora mis gafas oscuras, y no era de noche), y aunque me pareció ser observado o incluso escudriñado por ella, como si quisiera cerciorarse de que yo era yo mismo —nadie—, no sentí en sus ojos castaños sospecha ni recelo ni tan siquiera extrañeza, quizá al contrario: quizá suponía que yo era asimismo vecino o amigo de la familia, un amigo pasado o lejano y discreto —un amigo sólo de la muerta acaso— que asistía al entierro pero se mantenía apartado. Eso debió de pensar, porque cuando la lápida fue corrida como yo había corrido la colcha y las sábanas, y la fosa tapada y todas las personas empezaron a moverse —aunque poco, porque se saludaban o remoloneaban para hacerse algún comentario, como si aún no quisieran abandonar el lugar en que ahora permanecería su más o menos querida Marta—, esa joven me dijo ‘Hola’ con una media sonrisa apenada al pasar ante mí hacia los coches y yo le respondí con la misma palabra y tal vez sonrisa, mientras la veía pasar y seguir adelante con sus graciosos andares centrífugos, acompañada, me pareció, de una amiga o hermana y una señora (me fijé de nuevo en sus pantorrillas). Ese leve cruce me hizo atreverme a abandonar mi tumba (‘y a mí me salvan’) y mezclarme algo con ellos, con la gente del duelo, no con descaro sino como si también yo fuera en busca de la salida. Vi que el padre de Marta aún no arrancaba: tenía un pie en alto, encima de otra tumba cercana, había reparado en el cordón suelto de su zapato y lo señalaba con el dedo índice como acusándolo y sin decir nada; aquel hombre excelente era demasiado bamboleante y pesado para agacharse o para inclinarse, y su hija Luisa, con la rodilla en tierra (ya no lloraba, tenía algo de que ocuparse), se lo estaba anudando como si él fuera un niño y ella su madre. Tres o cuatro personas más se habían quedado a esperarlos. Y entonces oí la voz a mi espalda, la voz eléctrica que decía: ‘No me digas que no te has traído el coche, mierda, y ahora qué hacemos. A mí me ha traído Antonio, pero le dije que se largara suponiendo que tú venías con el tuyo’. No me volví, pero aminoré mi paso para que pudieran las dos alcanzarme, la voz que afeitaba con sus cuchillas ocultas y la de mujer que le contestó en seguida: ‘Bueno, no pasa nada, ya nos meteremos en el coche de alguien, o supongo que habrá taxis fuera’. ‘Qué taxis ni qué leches’, dijo él mientras se ponía a mi altura y yo empezaba a ver su perfil de reojo, un individuo chato, o era efecto de las gafas negras un poco grandes; ‘va a haber taxis en el cementerio; qué te crees, que esto es la puerta del Palace. Mira que venir sin coche, sólo a ti se te ocurre’. ‘Pensé que habrías traído el tuyo’, dijo ella mientras ya me adelantaban. ‘¿Te lo dije que lo traía? ¿Te lo dije yo? Pues entonces’, contestó él con chulería y poniendo así término a la disputa. Era un hombre de mediana estatura pero corpulento, carne de gimnasio o piscina, sin duda opresor y mal educado. Tampoco debía de conocer bien las normas sociales o no le importaban mucho, ya que su abrigo era de color claro (pero tampoco Deán llevaba luto en su gabardina). Tenía los dientes largos como el sujeto que había esperado en un Vips a que yo colgara el teléfono dos noches antes, pero no era el mismo, sino sólo del mismo estilo: convencionalmente adinerado, convencionalmente trajeado y con un léxico voluntariamente plebeyo, en Madrid se cuentan por millares, verdaderas oleadas de medradores provinciales a quienes se deja el campo, una plaga secular, perpetua, ninguno sabe pronunciar la d final de Madrid, una d relajada. Tendría unos cuarenta años, labios gruesos, la mandíbula recia y la piel aldeana que delataban su origen, un origen no tan remoto cuanto olvidado o más bien tachado. Llevaba laca en el pelo, se peinaba hacia atrás como si fuera un gomoso, pero hablando así no podía ser uno auténtico. ‘¿Se ha sabido algo del tío?’, le oí decir en un tono más bajo —entre dientes, y así su voz era como un secador de pelo— mientras caminaba yo ahora un poco por detrás de ellos. Y su mujer, Inés, la magistrada o farmacéutica o enfermera, bajó el tono a su vez y contestó: ‘Nada. Pero no han hecho sino empezar, y por lo visto Eduardo está dispuesto a encontrarlo. Pero Vicente: no quieren que se sepa, así que haz el favor de ser discreto por una vez y no andar por ahí comentándolo’. ‘Así que es un bocazas’, pensé, ‘por eso tiene siempre alguna historia que contar aplazada. Qué gran favor te he hecho por ahora, Vicente, llevándome esa cinta del contestador. Qué suerte para ti que yo estuviera con ella’. ‘Pero si ya lo sabe todo dios’, respondió Vicente con desdén, ‘pues no le gusta rajar a la gente; la discreción ya no existe, se acabó, ni siquiera es una virtud. Pobre Marta. Como mucho lograrán que no se entere su padre, pero lo que es los demás. Aunque ya se olvidarán, nada dura, esa es la única forma de discreción que queda, que todo se pasa pronto. Anda a ver a quién pillamos, ve preguntando por ahí quién tiene sitio’, y con un rápido encogimiento de hombros se colocó mejor el abrigo y estiró luego el cuello. Seguro que con parecidos gestos se colocaría también el paquete, cuando estuviera incómodo. La gente del entierro iba llegando a los coches, y yo con ellos. Inés se apartó de Vicente para indagar quién podría acercarlos al centro, a ella la había visto menos al quedar tapada por él mientras caminábamos, tenía unos andares pausados, las piernas demasiado musculadas, como de deportista o de norteamericana, ese tipo de pantorrilla que da la sensación de estar a punto de estallar todo el rato, hay hombres que las aprecian mucho, yo sólo un poco. Llevaba tacones altos, no debería llevarlos. Me figuré que sería una magistrada, más que policía o farmacéutica o enfermera. Tal vez era suya la voz infantilizada y llorosa del contestador, y lo que le imploraba a Marta (‘por favor… por favor…’) era que se apartara de su marido. En ese caso sus sentimientos serían ahora encontrados, cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. El hombre se quedó esperando con los brazos cruzados, saludando con la cabeza de lejos a alguna que otra persona conocida que ya se montaba en un coche, silboteando sin darse cuenta de que lo hacía y de que aún estaba en el cementerio, no parecía muy afectado ni preocupado, seguramente había oído ya para entonces de la desaparición de esa cinta en la que llamaba imbécil a quien ahora llamaba pobre, pobre Marta. ‘Te tengo’, pensé, ‘te tengo, aunque tendría que descubrirme. Tendría que dejar de ser nadie’. Vi que Inés, junto a la puerta de un coche, le hacía un gesto repetido con el brazo para que fuera hasta allí, la juez ya había encontrado vehículo. Busqué entonces con la mirada a Téllez y a Deán y a Luisa: el padre y la hermana aún no habían llegado, marchaban juntos, agarrado el uno al brazo del otro con un poco de dificultad, él con su zapato ya atado, María Fernández Vera y Guillermo los seguían de cerca, atentos a un posible traspié y caída del hombre robusto y viejo, o a no pisar más charcos. Deán sí había llegado hasta donde estaban los coches, había abierto la portezuela del suyo y estaba junto a él esperando, miraba hacia su familia política que avanzaba más lenta, hacia la tumba también por tanto. Miraba más bien hacia la tumba cerrada, ya que cuando por fin llegaron su cuñado y cuñada, su concuñada y su suegro, se montaron los cuatro en otro coche que conduciría Guillermo, y Deán, en cambio, permaneció unos segundos más con una mano apoyada en la portezuela, sin poder estar esperando ya a nadie, mirando cavilosamente hacia donde miraba, una mirada encantada. Luego se metió dentro, cerró la puerta y puso el motor en marcha. Volvía solo, tenía sitio de sobra, no llevaba ningún pasajero, Inés y Vicente habrían muy bien cabido. ‘Podía haberme llevado a mí’, pensé al poco rato, cuando ya se hubieron marchado todos y me dispuse a salir, seguro de que aquello no era la puerta del Palace. Y en seguida me vino este otro pensamiento: ‘Pero en ese caso, si me hubiera llevado’, pensé, ‘en ese caso también habría tenido que dejar de ser nadie’.