Pero esta noche no dormían, es posible que ninguno de ellos o no del todo, no continuadamente y como es debido, la madre semidesnuda y fuera de la cama indispuesta con un hombre velándola al que conocía superficialmente, el niño ahora no muy bien arropado (se había metido solo, y yo no me atreví a tirar de sus mantas y sábanas de miniatura y cubrirle), el padre quién sabe, habría cenado quién sabe con quiénes, Marta sólo me había dicho, tras colgar el teléfono y con gesto pensativo y ligeramente envidioso —rascándose un poco la sien con el índice: ella, aunque acompañada, seguía en Conde de la Cimera como todas las noches—: ‘Me ha dicho que ha cenado estupendamente en un restaurante indio, la Bombay Brasserie, ¿lo conoces?’ Sí, yo lo conocía, me gustaba mucho, había estado un par de veces en sus salas gigantes decoradas colonialmente, una pianista con vestido de noche a la entrada y camareros y maîtres reverenciosos, en el techo descomunales ventiladores de aspas en verano como en invierno, un lugar teatral, más bien caro para Inglaterra pero no prohibitivo, cenas de amistad y celebración o negocios más que íntimas o galantes, a no ser que se quiera impresionar a una joven inexperta o de clase baja, alguien susceptible de aturdirse un poco con el escenario y emborracharse ridículamente con cerveza india, alguien a quien no hace falta llevar a ningún otro sitio intermedio antes de coger un taxi con transpontines y llegarse al hotel, o al apartamento, alguien con quien ya no hay que hablar más después de la cena de picantes especias, sólo coger su cabeza entre las manos y besar, desvestir, tocar, encuadrar con las manos esa cabeza comprada y frágil en un gesto tan parecido al de la coronación y el estrangulamiento. La enfermedad de Marta me estaba haciendo pensar cosas siniestras, y aunque respiraba y me sentía mejor en el umbral de la habitación del niño, mirando los aviones en sombra y recordando vagamente mi pasado remoto, pensé que debía volver ya a la alcoba, ver cómo seguía ella o tratar de ayudarla, quizá desvestirla del todo pero ya solamente para meterla en la cama y arroparla y atraerle el sueño que con un poco de suerte podía haberla vencido durante mi breve ausencia, y yo me iría.

Pero no fue así. Al entrar yo de nuevo alzó la vista y con los ojos guiñados y turbios me miró desde su posición encogida e inmóvil, el único cambio era que ahora sí se cubría la desnudez con los brazos como si tuviera vergüenza o frío. ‘¿Quieres meterte en la cama? Así vas a coger frío’, le dije. ‘No, no me muevas, por favor, no me muevas ni un milímetro’, dijo, y añadió en seguida: ‘¿Dónde estabas?’ ‘He ido al cuarto de baño. Esto no se te pasa, hay que hacer algo, voy a llamar a urgencias’. Pero ella seguía sin querer ser movida ni importunada ni distraída (‘No, no hagas nada todavía, no hagas nada, espera’), ni quería seguramente voces ni movimiento a su lado, como si tuviera tanto recelo que prefiriera la paralización absoluta de todas las cosas y permanecer al menos en la situación y postura que le permitían seguir viviendo antes que arriesgarse a una variación, aunque fuera mínima, que podría arruinar su momentánea estabilidad tan precaria —su quietud ya espantosa— y que le daba pánico. Eso es lo que el pánico hace y lo que suele llevar a la perdición a quienes lo padecen: les hace creer que, dentro del mal o el peligro, en él están sin embargo a salvo. El soldado que se queda en su trinchera sin apenas respirar y muy quieto aunque sepa que en breve será asaltada; el transeúnte que no quiere correr cuando nota que unos pasos le siguen a altas horas de la noche por una calle oscura y abandonada; la puta que no pide auxilio tras meterse en un coche cuyos seguros se cierran automáticamente y darse cuenta de que nunca debió entrar allí con aquel individuo de manos tan grandes (quizá no pide auxilio porque no se considera del todo con derecho a ello); el extranjero que ve abatirse sobre su cabeza el árbol que partió el rayo y no se aparta, sino que lo mira caer lentamente en la gran avenida; el hombre que ve avanzar a otro en dirección a su mesa con una navaja y no se mueve ni se defiende, porque cree que en el fondo eso no puede estarle sucediendo de veras y que esa navaja no se clavará en su vientre, la navaja no puede tener su piel y sus vísceras como destino; o el piloto que vio cómo el caza enemigo lograba ponerse a su espalda y ya no hizo la tentativa última de escapar a su punto de mira con una acrobacia, en la certidumbre de que aunque lo tuviera todo a favor el otro erraría el blanco porque esta vez él era el blanco. ‘Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo’. Marta debía de estar pendiente de cada segundo, contándolos mentalmente todos, pendiente de la continuidad que es la que nos da no solamente la vida, sino la sensación de vida, la que nos hace pensar y decirnos: ‘Sigo pensando, o sigo diciendo, sigo leyendo o sigo viendo una película y por lo tanto estoy vivo; paso la página del periódico o vuelvo a beber un trago de mi cerveza o completo otra palabra de mi crucigrama, sigo mirando y discerniendo cosas —un japonés, una azafata— y eso quiere decir que el avión en que viajo no se ha caído, fumo un cigarrillo y es el mismo de hace unos segundos y yo creo que lograré terminarlo y encender el siguiente, así que todo continúa y ni siquiera puedo hacer nada en contra de ello, ya que no estoy en disposición de matarme ni quiero hacerlo ni voy a hacerlo; este hombre de manos tan grandes me acaricia el cuello y no aprieta aún: aunque me acaricie con aspereza y haciéndome un poco de daño sigo notando sus dedos torpes y duros sobre mis pómulos y sobre mis sienes, mis pobres sienes —sus dedos son como teclas—; y oigo aún los pasos de esa persona que quiere robarme en la sombra, o quizá me equivoco y son los de alguien inofensivo que no puede ir más de prisa y adelantarme, tal vez debiera darle la oportunidad sacando las gafas y parándome a mirar un escaparate, pero puede que entonces dejara de oírlos, y lo que me salva es seguir oyéndolos; y aún estoy aquí en mi trinchera con la bayoneta calada de la que pronto tendré que hacer uso si no quiero verme traspasado por la de mi enemigo: pero aún no, aún no, y mientras sea aún no la trinchera me oculta y me guarda, aunque estemos en campo abierto y note el frío en las orejas que no llega a cubrirme el casco; y esa navaja que se aproxima empuñada todavía no llegó a su destino y yo sigo sentado a mi mesa y nada se rasga, y en contra de lo que parece aún beberé otro trago, y otro y otro, de mi cerveza; como aún no ha caído ese árbol, y no va a caer aunque esté tronchado y se precipite, no sobre mí ni sus ramas segarán mi cabeza, no es posible porque yo estoy en esta ciudad y en esta avenida tan sólo de paso, y sería tan fácil que no estuviera; y aún sigo viendo el mundo desde lo alto, desde mi Spitfire supermarino, y aún no tengo la sensación de descenso y de carga y vértigo, de caída y gravedad y peso que tendré cuando el Messerschmitt que se ha puesto a mi espalda y me tiene a tiro abra fuego y me alcance: pero aún no, aún no, y mientras sea aún no puedo seguir pensando en la batalla y mirando el paisaje, y haciendo planes para el futuro; y yo, pobre Marta, noto todavía la luz de la televisión que sigue emitiendo y el calor de este hombre que vuelve a estar a mi lado y me da compañía. Y mientras siga a mi lado no podré morirme: que siga aquí y que no haga nada, que no me hable ni llame a nadie y que nada cambie, que me dé un poco de calor y me abrace, necesito estar quieta para no morirme, si cada segundo es idéntico al anterior no tendría sentido que fuera yo quien cambiase, que las luces siguieran encendidas aquí y en la calle, y la televisión emitiendo mientras yo me moría, una película antigua de Fred MacMurray. No puedo dejar de existir mientras todas las otras cosas y las personas se quedan aquí y se quedan vivas y en la pantalla otra historia prosigue su curso. No tiene sentido que mis faldas permanezcan vivas en esa silla si yo ya no voy a ponérmelas, o mis libros respirando en las estanterías si yo ya no voy a mirarlos, mis pendientes y collares y anillos esperando en su caja el turno que nunca les llegaría; mi cepillo de dientes recién comprado esta misma tarde tendría que ir ya a la basura, porque lo he estrenado, y todos los pequeños objetos que uno va acumulando a lo largo de toda una vida irán a la basura uno a uno o quizá se repartan, y son infinitos, es inconcebible lo que cada uno tiene para sí y lo que cabe dentro de una casa, por eso nadie hace inventario de lo que posee a menos que vaya a testar, es decir, a menos que esté ya pensando en su abandono e inutilidad inminentes. Yo no he testado, no tengo mucho que dejar ni he pensado nunca mucho en la muerte, que al parecer sí llega y llega en un solo momento que lo tergiversa todo y que a todo afecta, lo que era útil y formaba parte de la historia de alguien pasa en ese momento único a ser inútil y a carecer de historia, ya nadie sabe por qué, o cómo, o cuándo fue comprado aquel cuadro o aquel vestido o quién me regaló ese broche, de dónde o de quién procede ese bolso o ese pañuelo, qué viaje o qué ausencia lo trajo, si fue la compensación por la espera o la embajada de una conquista o el apaciguamiento de una mala conciencia; cuanto tenía significado y rastro lo pierde en un solo instante y mis pertenencias todas se quedan yertas, incapacitadas de golpe para revelar su pasado y su origen; y alguien las apilará y antes de envolverlas o quizá meterlas en bolsas de plástico puede que mis hermanas o mis amigas decidan quedarse con algo como recuerdo y aprovechamiento, o conservar el broche para que mi niño se lo pueda regalar cuando crezca a alguna mujer que aún no ha nacido seguramente. Y habrá otras cosas que no querrá nadie porque sólo a mí me sirven —mis pinzas, o mi colonia abierta, mi ropa interior y mi albornoz y mi esponja, mis zapatos y mis sillas de mimbre que Eduardo detesta, mis lociones y medicamentos, mis gafas de sol, mis cuadernos y fichas y mis recortes y tantos libros que sólo yo leo, mis conchas coleccionadas y mis discos antiguos, el muñeco que guardo desde la niñez, mi león pequeño—, y habrá tal vez que pagar por que se las lleven, ya no hay traperos ávidos o complacientes como en mi infancia, que no hacían ascos a nada y recorrían las calles obstaculizando el tráfico entonces paciente con carretas tiradas por mulas, parece increíble que yo haya llegado a ver eso, no hace tanto tiempo, aún soy joven y no hace tanto, las carretas que crecían inverosímilmente con lo que recogían e iban cargando hasta alcanzar la altura de los autobuses de dos pisos y abiertos como los de Londres, sólo que eran azules y circulaban por la derecha; y a medida que la pila de objetos se hacía más elevada, el vaivén del carro tirado por una sola y fatigada mula se hacía más pronunciado —un bamboleo— y parecía que todo el botín de desechos —neveras reventadas y cartones y cajas, una alfombra de pie enrollada y una silla vencida y rota— fuera a desplomarse a cada paso arrojando a la niña gitana que invariablemente coronaba la pila dándole equilibrio, como si fuera el emblema o Virgen de los traperos, una niña sucia y a menudo rubia sentada de espaldas con las piernas fuera de la carreta, que desde su altura adquirida o su cima contemplaba hacia atrás el mundo y nos miraba a las niñas de uniforme mientras la adelantábamos, que a nuestra vez la mirábamos abrazadas a nuestras carpetas y masticando chicle desde el segundo piso de los autobuses camino del colegio y también al atardecer, de vuelta. Nos mirábamos con mutua envidia, la vida aventurera y la vida de horarios, la vida a la intemperie y la vida fácil, y yo siempre me preguntaba cómo esquivaría ella las ramas de los árboles que sobresalían desde las aceras y restallaban contra las ventanillas altas como si quisieran protestar por nuestra velocidad y penetrar y rasgarnos: ella no tenía protección e iba sola, encaramada y suspendida en el aire, pero supongo que al ir su carro tan lento le daría tiempo a verlas y a agachar la cabeza vuelta, o a ir frenándolas y apartándolas con su mano llena de churretes que asomaba desde la larga manga de un jersey de lana con cremallera estampado de sietes. No es sólo que en un momento desaparezca la minúscula historia de los objetos, sino también cuanto yo conozco y he aprendido y también mis recuerdos y lo que he visto —el autobús de dos pisos y las carretas de los traperos y la niña gitana y las mil y una cosas que pasaron ante mis ojos y a nadie importan—, mis recuerdos que al igual que tantas de mis pertenencias me sirven tan sólo a mí y se hacen inútiles si yo me muero, no sólo desaparece quien soy sino quien he sido, no sólo yo, pobre Marta, sino mi memoria entera, un tejido discontinuo y siempre inacabado y cambiante y estampado de sietes, y a la vez fabricado con tanta paciencia y tan extremo cuidado, oscilante y variable como mis faldas tornasoladas y frágil como mis blusas de seda que en seguida se rasgan, hace tiempo que no me pongo esas faldas, me he cansado de ellas, y es raro que todo esto sea un momento, por qué ese momento y no otro, por qué no el anterior ni el siguiente, por qué este día, este mes, esta semana, un martes de enero o un domingo de septiembre, antipáticos meses y días que uno no elige, qué es lo que decide que se pare lo que estuvo en marcha sin que la voluntad intervenga, o acaso sí, sí interviene al hacerse a un lado, acaso es la voluntad lo que de pronto se cansa y al retirarse nos trae la muerte, no querer ya querer ni querer nada, ni siquiera curarse, ni siquiera salir de la enfermedad y el dolor en los que se encuentra cobijo a falta de todo lo demás que ellos mismos van expulsando o quizá usurpando, porque mientras están ahí es aún no, aún no, y se puede seguir pensando y uno se puede seguir despidiendo. Adiós risas y adiós agravios. No os veré más, ni me veréis vosotros. Y adiós ardor, adiós recuerdos’.

Obedecí, esperé, no hice nada ni llamé a nadie, tan sólo volví a mi sitio en la cama, al que no era mío pero esa noche iba siéndolo, me puse de nuevo a su lado y entonces ella me dijo sin volverse y sin verme: ‘Cógeme, cógeme, por favor, cógeme’, y quería decir que la abrazara y así lo hice, la abracé por la espalda, mi camisa aún abierta y mi pecho entraron en contacto con la piel tan lisa que estaba caliente, mis brazos pasaron por encima de los suyos, con los que se cubría, sobre ella cuatro manos y cuatro brazos ahora y un doble abrazo, y seguramente no bastaba, mientras la película de la televisión avanzaba sin su sonido en silencio y sin hacernos caso, pensé que algún día tendría que verla enterándome, blanco y negro. Me lo había pedido por favor, tan arraigado está nuestro vocabulario, uno nunca olvida cómo ha sido educado ni renuncia a su dicción y a su habla en ningún momento, ni siquiera en la desesperación o en la cólera, pase lo que pase y aunque se esté uno muriendo. Me quedé un rato así, echado en su cama y abrazado a ella como no había planeado y a la vez estaba previsto, como era de esperar desde que entré en la casa y aun antes, desde que concertamos la cita y ella pidió o propuso que no fuera en la calle. Pero esto era otra cosa, otro tipo de abrazo no presentido, y ahora tuve la seguridad de lo que hasta entonces no me había permitido pensar, o saber que pensaba: supe que aquello no era pasajero y pensé que podía ser terminante, supe que no se debía al arrepentimiento ni a la depresión ni al miedo y que era inminente: pensé que se me estaba muriendo entre los brazos; lo pensé y de pronto no tuve esperanza de ir a salir de allí nunca, como si ella me hubiera contagiado su afán de inmovilidad y quietud, o tal vez ya era su afán de muerte, aún no, aún no, pero también no puedo más, no puedo más. Y es posible que ya no pudiera más, que ya no aguantara, porque a los pocos minutos —uno, dos y tres; o cuatro— le oí decir algo más y dijo: ‘Ay Dios, y el niño’ e hizo un movimiento débil y brusco, seguramente imperceptible para quien nos hubiera visto pero que yo noté porque estaba pegado a ella, como un impulso de su cabeza que el cuerpo no llegó a registrar más que como amago y pálidamente, un reflejo fugitivo y frío, como si fuera la sacudida no del todo física que se tiene en sueños al creer que uno cae y se despeña o desploma, un golpe de la pierna que pierde el suelo e intenta frenar la sensación de descenso y de carga y vértigo —un ascensor que se precipita—, de caída y gravedad y peso —un avión que se estrella o el cuerpo que salta desde el puente al río—, como si justo entonces Marta hubiera tenido el impulso de levantarse e ir a buscar al niño pero no hubiera podido hacerlo más que con su pensamiento y su estremecimiento. Y al cabo de un minuto más —y cinco; o seis— noté que se quedaba quieta aunque ya lo estaba, esto es, se quedó más quieta y noté el cambio de su temperatura y dejé de sentir la tensión de su cuerpo que se apretaba contra mí de espaldas como si empujara, como si quisiera meterse dentro del mío para refugiarse y huir de lo que el suyo estaba sufriendo, una transformación inhumana y un estado de ánimo desconocido (el misterio): empujaba su espalda contra mi pecho, y su culo contra mi abdomen, y la parte posterior de sus muslos contra la parte anterior de los míos, su nuca de sangre o barro contra mi cuello y su mejilla izquierda contra mi mejilla derecha, mandíbula contra mandíbula, y mis sienes, sus sienes, mis pobres y sus pobres sienes, sus brazos contra los míos como si no le bastara el abrazo, y hasta las plantas de sus pies descalzos contra mis empeines calzados, pisándolos, y allí se rasgaron sus medias contra los cordones de mis zapatos —sus medias oscuras que le llegaban a la mitad de los muslos y que yo no le había quitado porque me gustaba la imagen antigua—, toda su fuerza echada hacia atrás y contra mí invadiéndome, adheridos como si fuéramos dos siameses que hubiéramos nacido unidos a lo largo de nuestros cuerpos enteros para no vernos nunca o sólo con el rabillo del ojo, ella dándome la espalda y empujando, empujando hacia atrás y casi aplastando, hasta que cesó todo eso y se quedó quieta o más quieta, ya no hubo presión de ninguna clase ni tan siquiera la acción de apoyarse, y en cambio sentí sudor en mi espalda, como si unas manos sobrenaturales me hubieran abrazado de frente mientras yo la abrazaba, a ella y se hubieran posado sobre mi camisa dejando allí sus huellas amarillentas y acuosas y pegada a mi piel la tela. Supe al instante que había muerto, pero le hablé y le dije: ‘Marta’, y volví a decir su nombre y añadí: ‘¿Me oyes?’ Y a continuación me lo dije a mí mismo: ‘Se ha muerto’, me dije, ‘esta mujer se ha muerto y yo estoy aquí y lo he visto y no he podido hacer nada para impedirlo, y ahora ya es tarde para llamar a nadie, para que nadie comparta lo que yo he visto’. Y aunque me lo dije y lo supe no tuve prisa por apartarme o retirarle el abrazo que me había pedido, porque me resultaba agradable —o es más— el contacto de su cuerpo tendido y vuelto y medio desnudo y eso no cambió en un instante por el hecho de que hubiera muerto: seguía allí, el cuerpo muerto aún idéntico al vivo sólo que más pacífico y menos ansioso y quizá más suave, ya no atormentado sino en reposo, y vi una vez más de reojo sus largas pestañas y su boca entreabierta, que seguían siendo también las mismas, idénticas, enrevesadas pestañas y la boca infinita que había charlado y comido y bebido, y sonreído y reído y fumado, y había estado besándome y era aún besable. Por cuánto tiempo. ‘Seguimos los dos aquí, en la misma postura y en el mismo espacio, aún la noto; nada ha cambiado y sin embargo ha cambiado todo, lo sé y no lo entiendo. No sé por qué yo estoy vivo y ella está muerta, no sé en qué consiste lo uno y lo otro. Ahora no entiendo bien esos términos’. Y sólo al cabo de bastantes segundos —o fueron quizá minutos: uno y dos; o tres— me fui separando con mucho cuidado, como si no quisiera despertarla o le pudiera hacer daño al interrumpir mi roce, y de haber hablado con alguien —alguien que hubiera sido testigo conmigo— lo habría hecho en voz baja o en un cuchicheo conspiratorio, por el respeto que impone siempre la aparición del misterio si es que no hay dolor y llanto, pues si los hay no hay silencio, o viene luego. ‘Mañana en la batalla piensa en mí, y caiga tu espada sin filo: desespera y muere’.

Aún no me atreví a poner el sonido de la televisión, por ese silencio y también por una reacción absurda: de pronto pensé que no debía tocar el mando ni ninguna otra cosa para no dejar mis huellas dactilares en ningún sitio, cuando ya las había dejado por todas partes y además nadie iba a buscarlas. El hecho de que alguien muera mientras sigue uno vivo le hace a uno sentirse como un criminal durante un instante, pero no era sólo eso: era que de pronto, con Marta muerta, mi presencia en aquel lugar ya no era explicable o muy poco, ni siquiera desde el embuste, yo era casi un desconocido y ahora sí que no tenía sentido que estuviera de madrugada en el dormitorio que quizá ya no era de ella, puesto que no existía, sino sólo de su marido, en una casa a la que se me había invitado a entrar necesariamente en su ausencia; pero quién aseguraría ahora que se me había invitado, ya no había nadie para atestiguarlo. Me levanté de la cama de un salto y entonces me entraron las prisas, una prisa mental más que física, no era tanto que debiera hacer cosas cuanto que debía pensarlas, poner en marcha lo que había estado amortiguado toda la noche por el vino, la expectativa y los besos, el rubor y la ensoñación y el estupor y la alarma, no sé si en este orden; y también por el duelo ahora. ‘Nadie sabe que estoy aquí, que he estado aquí’, pensé, y rectifiqué en seguida el tiempo verbal porque me vi ya fuera, de la habitación y de la casa y del edificio y aun de la calle, me vi cogiendo ya un taxi tras cruzar Reina Victoria o en ella misma, por allí pasan taxis aunque sea tarde, un antiguo bulevar en su tramo final, ya lindante con chalets y con los árboles universitarios. ‘Nadie sabe que he estado aquí ni tiene por qué saberlo’, me dije, ‘y por tanto no debo ser yo quien avise a nadie ni me acerque espantado y corriendo hasta el hospital de La Luz para zarandear a la enfermera que duerme sentada con las piernas cruzadas que ahora ya le entreabrió el descuido, no seré yo quien la saque de su efímero y avaricioso sueño, ni quien haga olvidar de golpe y antes de tiempo cuanto lleva memorizado esta noche el apesadumbrado estudiante con gafas, ni quien interrumpa la despedida de los amantes saciados que se demoran a la puerta del que se queda a la vez que ansían ya separarse, quizá en este mismo piso; porque nadie debe saber ni sabrá todavía que Marta Téllez ha muerto, tampoco llamaré anónimamente a la policía ni a los timbres de los vecinos dando la cara, ni saldré a comprar un certificado de defunción en la farmacia de guardia, para todos los que la conocen seguirá viva esta noche mientras ellos sueñan o padecen insomnio aquí o en Londres o en cualquier otro sitio, nadie sabrá del cambio o transformación inhumana, no haré nada ni hablaré con nadie, no debo ser quien dé la noticia. Si siguiera viva nadie sabría hoy ni mañana ni tal vez nunca que he estado aquí, ella lo habría ocultado y así debe ser, lo mismo o más con ella muerta. Y el niño, ay Dios, el niño’. Pero eso decidí que lo pensaría luego, al cabo de unos momentos, porque se interpuso otro pensamiento, o fueron dos, uno tras otro: ‘Quizá ella mañana se lo habría contado a alguien, a una amiga, a una hermana, quizá ruborizada y risueñamente. Quizá hay ya alguien a quien se lo contó, lo ha contado, a quien anunció mi visita —el teléfono vuela— y confesó su indeciso deseo o su segura esperanza, tal vez hablaba de mí y colgó solamente al oír que yo llamaba a la puerta, que ya llegaba, uno nunca sabe qué estaba ocurriendo en una casa un segundo antes de llamar al timbre e interrumpirlo’. Me abroché la camisa que los dedos agarrotados de Marta habían abierto cuando aún eran ágiles y festivos, me desabroché el pantalón y me la metí por dentro, mi chaqueta se había quedado en el comedor o salón colgada del respaldo de una silla como de una percha, y mi abrigo dónde, mi bufanda dónde y mis guantes, ella me los había cogido al entrar y yo no me había fijado en dónde los había puesto. Todo eso podía esperar también, aún no quería ir al salón porque mis zapatos harían ruido y no hacía mucho que había vuelto a dormirse el niño, en todo caso me daba apuro la idea de pasar ahora por delante de su cuarto haciendo temblar los aviones con mis pisadas, para él había cambiado la vida, el mundo entero había cambiado y aún no lo sabía, o es más: su mundo de ahora se había acabado, porque ni siquiera lo recordaría al cabo de poco tiempo, sería como si no hubiera existido, tiempo deleznable y borrado, la memoria de los dos años no se conserva, o yo no conservo nada de la mía de entonces. Miré a Marta ahora desde mi altura, desde la de un hombre que está de pie y mira hacia alguien tumbado, vi sus nalgas redondeadas y duras que sobresalían de sus bragas pequeñas, la falda subida y la postura encogida dejando ver todo eso, no sus pechos que seguían cubriendo sus brazos, un desecho, ahora sí un despojo, algo que ya no se guarda sino que se tira —se incinera, se entierra— como tantos objetos convertidos en inservibles de pronto que le pertenecieron, como lo que va a la basura porque se sigue transformando y no se puede detener y se pudre —la piel de una pera o el pescado pasado, las hojas primeras de una alcachofa o la asadura apartada de un pollo, la grasa del solomillo irlandés que ella misma habría vaciado en el cubo desde nuestros platos hacía poco, antes de que fuéramos al dormitorio—, una mujer inerte y ni siquiera tapada, ni siquiera bajo las sábanas. Era un residuo y para mí sin embargo la misma de antes: no había cambiado y la reconocía. Debía vestirla para que no la encontraran de ese modo, lo descarté en seguida, qué difícil y qué peligroso, pensé que podría romperle un hueso al meterle un brazo en la manga de lo que le pusiera, dónde estaba su blusa, quizá era más fácil abrir la cama y meterla dentro, ahora se podía hacer cualquier cosa con ella, pobre Marta, manipularla, moverla, arroparla al menos.

Llevaba unos segundos parado, inmovilizado por mi prisa mental, sin hacer nada, y la prisa nos hace pensar cosas contrarias, se me ocurrió que a ella le habría angustiado la ignorancia de sus allegados de haberla previsto o sabido, que la creyeran viva si ya no lo estaba, por cuánto tiempo, que no se enteraran inmediatamente, que no se revolucionara todo al instante por su muerte precipitada, que no sonaran los imprudentes teléfonos hablando de ella y cuantos la conocían le dedicaran sus exclamaciones, o sus pensamientos; y para quienes la conocían también sería insoportable más adelante la ignorancia de que iban a ser o eran ya víctimas esta noche, para el marido recordar más tarde que él dormía en una isla tranquilamente —por cuánto tiempo, y se levantaba y desayunaba, y hacía gestiones en Sloane Square o en Long Acre, y quizá paseaba— mientras su mujer se moría y estaba muerta sin que nadie la asistiera ni le hiciera caso, primero lo uno y después lo otro, porque no tendría la certeza nunca de que hubiera habido nadie con ella, aunque sí la sospecha, sería difícil que yo suprimiera todas las huellas de mi paso de horas, si me decidía a intentarlo. Seguramente había dejado su número y sus señas de Londres en algún sitio, junto al teléfono, vi que no había ningún papel junto al de la mesilla de noche de Marta con su contestador ya incorporado, tal vez en el del salón, desde donde ella había hablado con su marido antes, conmigo delante. Era mejor que tuviera esa dirección y ese número en todo caso por si pasaban los días, pero no pasarían, eso era imposible, demasiado silencio, de repente me aterró la idea: alguien habría de venir, y pronto, Marta trabajaba y tendría que dejar al niño con alguien, no era posible que se lo llevara consigo a la facultad, tendría organizado el cuidado del niño con una niñera o con una amiga o hermana o con una madre, a menos, volví a pensar aterrado, que lo dejara en una guardería siempre y fuera ella quien lo llevara antes de irse a sus clases. Y entonces qué, mañana no lo llevaría nadie, o puede que mañana Marta ni siquiera tuviera clases o solamente por la tarde y nadie fuera a aparecer por la casa hasta entonces, no se había mostrado preocupada por la idea de madrugar, y había comentado que tenía las clases unos días por la mañana y otros por la tarde, y no todos los días de la semana, cuáles, o eran horas de consulta lo que tenía por la mañana o la tarde, no me acordaba, cuando alguien ha muerto y ya no puede repetir nada uno desearía haber prestado atención a cada una de sus palabras, horarios ajenos, quién los escucha, preámbulos. Me decidí a ir al salón, me quité los zapatos y fui de puntillas, dudé si cerrar la puerta de la habitación del niño al pasar por delante, pero quizá el chirrido lo despertaría, así que seguí descalzo y muy de puntillas, con los zapatos colgando del índice y el corazón de una mano como un calavera de chiste o de película muda, haciendo crujir la madera del piso a pesar de todo. Una vez en el salón cerré allí y me calcé de nuevo —no me até los cordones pensando en la vuelta, porque volvería—, allí estaban aún la botella y las copas de vino, lo único que Marta no había recogido, una mujer ordenada en eso, y el vino se quedó no por descuido, sino porque aún bebimos un poco de él sentados en el sofá que había ocupado y por fin desocupado el niño, después del helado Háagen-Dazs de vainilla y antes de besarnos, y de trasladarnos. No hacía mucho rato de aquello, ahora que todo había acabado: todo nos parece poco, todo se comprime y nos parece poco una vez que termina, entonces siempre resulta que nos faltó tiempo. Junto al teléfono del salón había unos papelitos amarillos pegados a la mesa por su franja adhesiva, tres o cuatro con anotaciones, y el cuadernito rectangular del que procedían, y en uno de ellos estaba lo que buscaba, decía: ‘Eduardo’, y debajo: ‘Wilbraham Hotel’, y debajo: ‘Wilbraham Place’, y debajo: ‘4471/7308296’. Arranqué otra hoja del cuadernillo y me dispuse a copiarlo todo con la pluma que saqué de mi chaqueta al tiempo que me la ponía (ya estaba más cerca de irme), allí seguía donde la había dejado, sobre el respaldo de la silla que me hizo de percha. No llegué a copiarlo, conseguir un teléfono siempre tienta a hacer uso de él al instante, tenía el número de Londres de aquel Eduardo cuyo apellido aún no sabía, pero nada más fácil que encontrarlo en su propia casa, miré alrededor, sobre la mesita baja vi unas cartas en las que antes no había tenido motivo para fijarme y no me había fijado, posiblemente el correo del día que habría llegado después de su marcha y que se habría ido acumulando allí hasta su vuelta, sólo que ahora iba a tener que volver muy pronto y nada se acumularía. ‘Eduardo Deán’, decían dos de los tres sobres, y el otro aún decía más, un sobre bancario con los dos apellidos, y si llamaba a Londres no habría problemas con el que contaba, con el primero no muy frecuente, no habría ni que deletrearlo porque preguntaría por Mr. Deán, es decir, Mr. Din, así lo conocerían o reconocerían en el hotel pese al acento en la a, del que harían caso omiso los ingleses. Llamar, decir qué, no darle mi nombre pero sí la noticia, hacer que se responsabilizara de la situación ahora puesto que no nos había salvado antes y así yo podría desentenderme e irme de una vez y ponerme a olvidar, mala suerte, a labrar el recuerdo, reducir el recuerdo de aquella noche a un caso de mala suerte y quizá a una anécdota —o más noble: una historia— contable a mis amigos íntimos, no ahora pero al cabo del tiempo, cuando el grado de irrealidad hubiera crecido y la hubiera hecho más benévola y soportable, aquel hombre de viaje llevaba demasiadas horas sin ocuparse de su familia (de los más próximos hay que ocuparse sin pausa), no era cierto, había llamado después de su cena en el restaurante indio, pero Marta Téllez no era mi mujer sino que era la suya, ni aquel niño mi hijo, Eugenio Deán su obligado nombre, el padre y marido Deán tendría que hacerse cargo antes o después, por qué no ya, por qué no desde Londres. Miré el reloj por primera vez en mucho rato, eran casi las tres pero en la isla era una hora más pronto, casi las dos, no muy tarde para un madrileño aunque tuviera quehaceres a la mañana siguiente, y en Inglaterra la gente tampoco madruga mucho. Y mientras marcaba pensé (los dedos ante el teléfono son más rápidos que la voluntad, más que la decisión, actuar sin saber, decidir sin saber): ‘Da lo mismo la hora que sea, si voy a darle anónimamente semejante noticia no importa la hora que sea ni que lo despierte, se despertará de golpe tras escucharla, pensará que se trata de una broma de espantoso gusto o de la incomprensible inquina de un enemigo, llamará aquí de inmediato y nadie le cogerá el teléfono; entonces llamará a alguien más, una cuñada, una hermana, una amiga, y le pedirá que se acerque hasta aquí para ver qué pasa, pero para cuando ellas lleguen yo ya me habré ido’.

La voz inglesa tardó un poco en salir, cinco timbrazos, sin duda el conserje se había quedado dormido, era noche de martes e invierno, habría creído soñar con un timbre antes de volver a la vida, su cabeza tal vez apoyada sobre el mostrador como un futuro decapitado, los tobillos enlazados a las patas de la silla y un brazo caído.

—Wilbraham Hotel, buenos días —dijo esa voz en inglés, muy turbia aunque consecuente con el reloj.

—¿Puedo hablar con el señor Deán, por favor? —contesté yo. El señor Din. Mr. Diin más bien.

—¿Qué habitación es, señor? —respondió la voz ya recuperada de la aspereza, neutra y profesional, la voz de un factótum.

—No sé el número de la habitación. Eduardo Deán.

—No cuelgue, por favor. —Esperé unos segundos durante los cuales oí al conserje silbotear levemente, cosa extraña en un inglés que acababa de despertarse en lo que para él sería la mitad de la noche, el conticinio. Lo siguiente que habría de oír, cuando el silboteo cesara, sería ya la voz ronca del marido de Marta sobresaltado. Me preparé, más el ánimo que las palabras exactas y raudas que debería decirle antes de colgar, sin despedirme. Pero no fue así, sino que volvió la voz británica y dijo:— ¿Oiga, señor? No hay ningún señor Deán en el hotel, señor. ¿Es d, e, a, n, señor?

D, e, a, n, eso es —repetí. Al final había tenido que deletrearlo—. ¿Está usted seguro?

—Sí, señor, ningún Deán en el hotel esta noche, señor. ¿Cuándo es de suponer que habría llegado?

—Hoy. Debe haber llegado hoy.

—Quiere usted decir ayer, martes, ¿no es así, señor? No cuelgue, por favor —repitió el conserje para quien ya andaban lejos el día y la noche que para mí no acababan, y de nuevo oí el silboteo, un hombre ufano y espiritoso, tal vez un joven a pesar de la voz profesionalizada o dignificada; o puede que hubiera dormido bien hasta poco antes y estuviera fresco, turno de noche. Silboteaba Strangers in the Night, una melodía sarcásticamente adecuada, ahora me dio tiempo a reconocerla, pero entonces no sería muy joven, los jóvenes no silban Sinatra. Al cabo de unos segundos más dijo:— No había ninguna reserva a ese nombre para ayer, señor. Podría haberse cancelado, pero no, señor, ninguna reserva ayer a ese nombre.

Estuve a punto de insistir y preguntarle si acaso la había para hoy, miércoles. No lo hice, le di las gracias, él me dijo ‘Adiós, señor’ y colgué, y sólo tras colgar se me ocurrió la explicación posible: en Inglaterra como en Portugal y en América lo que cuenta es la última parte en los nombres de las personas, si hay tres, por ejemplo, Arthur Conan Doyle es Doyle, por ejemplo, en los diccionarios. Era probable que a la vista de su carnet o pasaporte lo hubieran inscrito por su segundo apellido, que apenas cuenta para nosotros en cambio, Ballesteros. Podría probar a preguntar por Mr. Ballesteros, y entonces me di cuenta de que no debía hacerlo ni haber preguntado por Mr. Deán y de que me había salvado por poco: si hubiera llegado a dejarle mi mensaje aciago, Deán podría haber llamado no sólo a una cuñada, una hermana, una amiga, sino a una vecina o incluso al portero, quienes no habrían tardado nada en subir a la casa y me habrían encontrado, bajando en el ascensor o por las escaleras o allí mismo: para cuando ellos llegaran lo más probable es que yo aún no me hubiera ido. Tenía que irme pronto por tanto, no debía entretenerme aunque todavía nadie supiera nada y nadie fuera a venir a esas horas. Pero aún debía dejar algunas cosas en orden: volví a quitarme los zapatos y regresé al dormitorio, al pasar de nuevo ante la habitación del niño pensé claramente lo que estaba todo el tiempo en mi cabeza, palpitando, aplazado, las últimas palabras de Marta, ‘Ay Dios, y el niño’. Seguí, y ahora, tras haber mantenido contacto con el exterior, aunque hubiera sido con un conserje extranjero del que nada sabía ni sabría nunca, vi la situación de manera distinta, esto es, cuando entré en la alcoba sentí vergüenza por primera vez ante el cuerpo semidesnudo de Marta, lo que tenía de desnudo obra mía. Me acerqué y abrí la colcha y las sábanas por el lado que su cuerpo no pisaba, por el mío de aquella noche y del marido las otras noches, abrí de arriba a abajo, desde la almohada hasta los pies de la cama, a continuación di la vuelta y desde el otro lado me atreví a empujarla con miramiento hacia el nuestro, con más decisión al notar la resistencia del montículo que habían formado las sábanas recogidas en el medio, y ahora ya sí sentí el rechazo hacia la carne muerta (mi mano sobre su hombro y la otra sobre su muslo, empujando), ahora ya el tacto no me resultó agradable, creo que la moví apartando lo más posible la vista. La hice rodar, no hubo otro remedio para vencer la cordillera de paño y lienzo, y cuando estuvo en el lado de la cama que ella jamás usaba (dio dos vueltas y quedó como estaba antes, mirando hacia su derecha, de costado), tiré de las sábanas y de la colcha que había alzado y logré cubrirla. La tapé, la arropé, le subí el embozo hasta el cuello y la nuca que ya no parecía venir de la ducha, y aún pensé si no debería ocultarle también la cara, como he visto centenares de veces en las películas y en las noticias. Pero eso sería la prueba de que alguien había estado con ella, y se trataba de que hubiera sólo una sospecha, por fuerte que fuera (y era inevitable), no la certeza. Le miré la cara, cuán parecida aún a la que había sido, cuán reconocible habría resultado para ella misma de habérsela visto, tanto como lo habría sido de día en día al mirarse al espejo todas las mañanas contables ya de su vida —cuando las cosas acaban ya tienen su número, y nada lo anuncia ni nada cambia de día en día—, cuán reconocible para mí mismo respecto a la cara que había en la foto sobre la cómoda, la foto de su boda que seguiría allí por inamovible y forzosa inercia desde que fue colocada y que los habitantes del dormitorio tal vez haría mucho que no mirarían: cinco años antes según había dicho, un poco más joven y con el pelo recogido, la nuca decimonónica habría sido visible durante toda la ceremonia, y en la cara una mezcla de regocijo y susto —riéndose con alarma—, vestida de corto pero también de blanco (o podía ser crudo, pues no era en color la foto), agarrada convencionalmente del brazo de su marido serio y poco expresivo como son los maridos en las fotos de bodas, los dos aislados en ese encuadre cuando estarían rodeados de gente, con flores en la mano Marta y no mirando hacia él ni al frente sino hacia las personas que habría a su izquierda —las hermanas, las cuñadas y amigas, divertidas y emocionadas amigas que la recuerdan desde que era niña y eran todas niñas, son esas las que no dan crédito a que ella se esté casando, las que lo ven todavía todo como un juego en cuanto se juntan y por eso dan alivio, son esas las confidentes, las mejores amigas porque son como hermanas, y las hermanas son como amigas, envidiosas y solidarias todas—. Y el marido Deán, me fijo en él y no sólo está serio sino también algo incómodo con su cara alargada y extraña, como si hubiera ido a parar a una fiesta de vecinos de conocidos, o a una celebración que a él no puede pertenecerle porque es femenina (las bodas son de las mujeres, no de la novia sino de todas las mujeres presentes), un intruso necesario pero en el fondo decorativo, del que en realidad puede prescindirse en todo momento excepto ante el altar —una nuca—, a lo largo de todo el festejo que tal vez dure la noche entera para su desesperación y sus celos y su soledad y remordimiento, sabedor de que sólo volverá a ser necesario —figura obligada— cuando todos se vayan o sean él y la novia quienes se vayan y ella lo haga mirando atrás y a regañadientes, en sus ojos pintada la noche oscura. Eduardo Deán lleva bigote, mira a la cámara y se muerde el labio, parece muy alto y delgado, y aunque su rostro me pareció memorable, ya no lo recordé una vez fuera de aquella casa y de Conde de la Cimera y del barrio. Ya no lo veía.

Pero aún no estaba fuera y me estaba entreteniendo una vez más, como si mi presencia pudiera remediar algo cuando ya era todo irremediable; como si me diera reparo abandonar a Marta y dejarla a solas la noche prevista de sus bodas conmigo —durante cuánto tiempo; pero yo no lo busqué, yo no lo quise—; como si al estar yo allí las cosas tuvieran aún un sentido, el hilo de la continuidad, el hilo de seda, ella ha muerto pero prosigue la escena que se había iniciado cuando estaba viva, yo sigo en su alcoba y eso hace que su muerte parezca menos definitiva porque yo estaba allí también cuando estaba viva, yo sé cómo ha sido todo y me he convertido en el hilo: sus zapatos para siempre vacíos y sus arrugadas faldas que no serán planchadas tienen aún explicación e historia y sentido, porque yo fui testigo de que los usaba, de que los tuvo puestos —sus zapatos de tacón quizá demasiado alto para estar en casa, aun con un invitado casi desconocido—, y vi cómo se los quitaba con los propios pies al llegar a la alcoba y su estatura disminuía de pronto haciéndola más carnal y apacible, puedo contarlo y puedo por tanto explicar la transición de su vida a su muerte, lo cual es una manera de prolongar esa vida y aceptar esa muerte: si las dos se han visto, si se ha asistido a ambas cosas o quizá son estados, si quien muere no muere solo y quien lo acompañó puede dar testimonio de que la muerta no fue siempre una muerta sino que estuvo viva. Fred MacMurray y Barbara Stanwyck aún seguían allí hablando en subtítulos como si nada hubiera pasado, y entonces sonó el teléfono y tuve pánico. Ese pánico al menos no llegó de golpe, sino en dos momentos, porque durante un segundo quise pensar que el primer timbrazo venía de la película, pero los teléfonos no sonaban así en su época ni había ninguno en aquella escena ni por lo tanto se volvían MacMurray ni Stanwyck para mirarlo ni lo cogían, como me volví yo de inmediato hacia la mesilla de noche de Marta, sonaba el teléfono de la habitación de Marta a las tres de la madrugada. ‘No puede ser’, pensé, ‘no he hablado con el marido, lo llamé pero no hablé con él y nadie sabe lo que ha pasado, al conserje no le conté nada, verdad que no le conté nada’. Y aún pensé más en tropel, como se piensa en estas ocasiones de apremio: ‘Tal vez lo ha soñado en su cama de Londres, lo ha intuido o adivinado, se ha despertado con desesperación y celos y soledad y remordimiento y ha preferido llamar para secar su sudor nocturno y tranquilizarse, aun a riesgo de despertarla a ella y quién sabe si también al niño’. No se me ocurrió cerrar la puerta del dormitorio rápidamente para que no sucediera esto último, y al tercer timbrazo cogí el teléfono, por el pánico y para interrumpir la estridencia, pero no dije ‘Diga’ ni nada, y sólo entonces, con el auricular en la mano pero no al oído —como si pudiera delatarme ese contacto—, me di cuenta de que el contestador automático estaba puesto —vi vibrar y moverse una raya de luz roja un instante— y de que habría respondido por mí y por ella. Y al darme cuenta colgué en el acto, por el pánico que fue en aumento al haber llegado a oír una voz de hombre que decía: ‘¿Marta?’, y repetía: ‘¿Marta?’ Fue entonces cuando colgué y me quedé quieto con la respiración cortada como si alguien me hubiera visto, di tres pasos hasta la puerta y ahora sí la cerré con cuidado por el pánico y por el niño, y me dispuse a esperar los nuevos timbrazos, que no tardarían y no tardaron, uno, dos, tres y cuatro y entonces saltó el contestador cuya voz grabada yo no escuchaba, no sabía si tendría la de ella cuando aún vivía o la de Deán el marido que estaba muy lejos. Luego sonó el pitido, comprobé con el dedo que el volumen estaba alto y oí la voz masculina de nuevo, oí cuanto decía: ‘¿Marta?’, empezó otra vez. ‘Marta, ¿estás ahí?’, y esta pregunta ya era impaciente o más, destemplada. ‘Antes se ha cortado, ¿no? ¿Oye?’ Hubo una pausa y un chasquido de contrariedad de la lengua. ‘¿Oye? ¿A qué juegas? ¿No estás? Pero si acabo de llamar y has descolgado, ¿no? Cógelo, mierda’. Hubo otro segundo de espera, pensé que Deán era malhablado, hizo aspavientos bucales. ‘Ya, no sé, bueno, debes de tener bajo el volumen o habrás salido, no entiendo, habrás pillado a tu hermana para el niño. Bueno, nada, es que acabo de llegar a casa y no he oído tu mensaje hasta ahora, mira que no acordarte de que Eduardo se iba hoy de viaje, desde luego no dice mucho de tus ganas de estar conmigo, para una noche que podíamos habernos visto sin prisas, y no haber estado en el hotel ni en el coche. Mierda, de haberlo sabido podrías haber venido o haber pasado yo un rato en vez de la nochecita que me he chupado. ¿Marta? ¿Marta? ¿Eres imbécil o qué, no lo coges?’ Hubo una pausa más, se oyó un pequeño rugido de exasperación, pensé: ‘No es Deán, pero es despótico; y es un grosero’. La voz siguió, hablaba velozmente y con irritabilidad, también con firmeza, era como el sonido de una máquina de afeitar, estable y apresurada y monótona: ‘Ya, no sé, no creo que hayas salido, y el niño, pero bueno, si así fuera y volvieras pronto, digamos antes de las tres y media o cuatro menos cuarto, llámame si quieres, yo no estoy para dormirme ahora y si quieres todavía podría pasar un rato, he tenido una noche absurda, siniestra, ya te contaré en la que me he visto metido, y ya me da lo mismo acostarme más tarde, mañana estaré deshecho de todas formas. ¿Marta? ¿No estás ahí?’ Hubo una última pausa infinitesimal, el tiempo de que chasqueara de nuevo con desagrado la lengua aguda. ‘Ya, bueno, no sé, estarás dormida, si no ya hablamos mañana. Pero mañana Inés no tiene guardia, así que de verse nada. Qué leches, podías haberte acordado antes, desde luego no tienes arreglo’.

No se despidió. La voz era imperativa y aturdidora y condescendiente, se tomaba confianzas o estaba acostumbrada a que se las dieran, le hablaba a una muerta y no lo sabía. Le hablaba en mal tono a una muerta, también con reproche y urgencia, la voz acostumbrada a martirizar. Marta no se enteraría, tampoco él podría contarle nunca lo que le hubiera sucedido esa noche, no era el único a quien le había ocurrido algo absurdo y siniestro, a mí también, y sobre todo a ella. Y de verse nada, en efecto, no sabía hasta qué punto nada, ellos no se verían ya más ni con prisas ni con calma, ni en el hotel ni en el coche ni en ninguna otra parte, y eso me alegró momentánea y extrañamente, sentí un destello de celos retrospectivos o imaginarios, tan breve y discreto como la raya de luz roja del contestador automático, que volvió a moverse ahora, al colgar aquel hombre, para acabar convirtiéndose en un 1 y quedarse quieta en esa figura. ‘Así que era plato de segunda mesa’, pensé, y así lo pensé, con este modismo, con estas palabras. Y sentí también un fogonazo de decepción al pensar, acto seguido: ‘Y entonces era verdad que se le había olvidado que su marido viajaba, no era un pretexto para invitarme en su ausencia, y en ese caso quizá ella tampoco lo buscó ni lo quiso; tal vez nada fue previsto, o todo se fue previendo sobre la marcha tan sólo’. Habíamos quedado para cenar juntos aquella noche en un restaurante, por la tarde ella me llamó para preguntarme si me importaría que la cena fuera en su casa: estaba tan despistada últimamente por los problemas y el mucho trabajo, dijo, que no se había acordado de que su marido se iba hoy a Londres, contaba con él para que se hubiera quedado cuidando al niño; luego no había encontrado canguro, así que había que cancelar la cita a menos que yo fuera a cenar allí, aquí, donde de hecho cenamos, en el salón aún estaban nuestras copas de vino. La invitación me dio un poco de apuro, propuse dejarlo para otro día, no quería complicarle la vida; ella insistió, no le complicaba nada, en el congelador tenía solomillo irlandés recién comprado, dijo, me preguntó si me gustaba la carne. En mi presunción yo había tomado aquello por el primer indicio de sus intereses galantes. Ahora descubría que antes de todo eso había intentado localizar a aquel individuo de voz eléctrica que hasta las tres de la noche no había escuchado el mensaje de Marta, dejado cuándo, tendría que haber sido después de que Inés, quienquiera que fuese pero presumiblemente la mujer de aquel hombre, hubiera salido para hacer su guardia —qué guardia—, mañana ya no tenía, hoy sí tenía, habría salido no muy temprano, una enfermera, una farmacéutica, una policía, una magistrada. ‘De haber dado Marta con él seguramente me habría vuelto a llamar para anular nuestra cena y mi visita a Conde de la Cimera, y no me habría recibido a mí sino al hombre, podría ser él quien estuviera aquí ahora con más fundamento, no se le habría hecho tan tarde, tal vez mi sitio en la cama había sido también el suyo en otra ocasión, no todas las noches el de Deán sino alguna el suyo y esta noche el mío, no hay por qué lamentarse de la mala suerte, todo es así aunque lo olvidemos y no pensemos en ello para seguir activos y actuar sin saber, decidir sin saber y dar los pasos envenenados; todo es así, caminar por la calle elegida o entrar en un coche al que el conductor nos invita desde su asiento con la puerta abierta, volar en avión o coger el teléfono, salir a cenar o quedarse en el hotel mirando distraídamente por la ventana de guillotina, cumplir años y crecer y seguir cumpliéndolos para ser reclutado, hacer el gesto de dar un beso que desencadena otros besos que nos harán demorarnos y de los que rendiremos cuentas, pedir o aceptar un empleo y ver cómo la tormenta se va condensando sin ponerse a cubierto, tomarse una cerveza y mirar hacia las mujeres en sus taburetes ante la barra, todo es así y todas esas cosas pueden traer navajas y cristales rotos, la enfermedad y el malestar y el miedo, las bayonetas y la depresión y el arrepentimiento, el árbol quebrado y en la garganta una espina; y el caza a la espalda, el traspié del barbero; los tacones partidos y las manos grandes que aprietan las sienes, mis pobres sienes, el cigarrillo encendido y la nuca mojada y vuelta, las faldas arrugadas y el sostén pequeño y el pecho desnudo luego, una mujer arropada que parece dormida ahora y un niño que sueña ignorante bajo su heredado combate aéreo. Mañana en la batalla piensa en mí, cuando fui mortal; y caiga tu lanza’. Me quedé mirándola de nuevo y pensé, dirigiéndome a ella con mi pensamiento: ‘¿Cuántas otras llamadas habrás hecho hoy que es ayer, al darte cuenta de que tu marido se iba y te dejaba libre? ¿Cuántos hombres habrás preferido, a cuántos habrás llamado para que vinieran a acompañarte y a celebrar tu noche de soltería o de viuda? A todos demasiado tarde. Quizá sólo quedó aquel a quien casi no conocías, el que estaba ya atado por una cita hecha días atrás irreflexivamente, sin darte cuenta de que no podías malgastar con él esa noche precisa en la que serías libre y no te acordaste de que lo serías; tal vez tuviste que conformarte conmigo tras haber repasado tu agenda y haber marcado una y otra vez desde este teléfono que todavía suena en tu busca junto a esta cama, los que ignoran que has muerto en ella y que has muerto en mis brazos llaman y continuarán llamando hasta que no se les diga que pueden tachar tu número, a Marta Téllez ya no hay que llamarla porque no contesta, el número inútil que deben olvidar quienes se esforzaron un día por retenerlo o memorizarlo, y yo mismo, los que lo marcan sin tan siquiera pensárselo como ese hombre cuya voz que afeita ha quedado grabada para que la escuche cualquiera que esté en este cuarto, excepto la destinataria; o tal vez soy injusto y he sido tan sólo el segundo en la lista, pobre Marta, el que podría haber desplazado al primero tan imperativo si la noche hubiera sido en verdad inaugural, la primera de tantas otras que nos habrían llevado a entretenernos ante mi puerta con los saturadores besos de los amantes al despedirse, la primera de tantas otras que ya no aguardan en el futuro sino que sestearán para siempre en mi conciencia incansable, mi conciencia que atiende a lo que ocurre y a lo que no ocurre, a los hechos y a lo malogrado, a lo irreversible y a lo incumplido, a lo elegido y a lo descartado, a lo que retorna y a lo que se pierde, como si todo fuera lo mismo: el error, el esfuerzo, el escrúpulo, la negra espalda del tiempo. ¿Cuántas otras llamadas así habrás hecho a lo largo de tu vida ya entera, de la que me diste a conocer el término pero no su historia? No la sabré nunca. Aunque haré memoria, en el revés del tiempo por el que ya transitas’.

Aparté aquellos pensamientos. Había evitado mirarme en el espejo de cuerpo entero hasta aquel instante, me vi ahora, en mis ojos había sueño y desgana, me picaron y me los froté con la mano, por fin había en ellos desentendimiento. Pude reconocerme, mi aspecto no había cambiado como el de Marta; tenía hasta la chaqueta puesta, no era difícil acordarme del hombre que había llegado a la casa invitado a cenar unas horas antes, pocas y demasiadas horas. Había que salir de allí sin ya más tardanza, tuve de pronto la sensación de que me había quedado paralizado como en tela de araña, en un estado de estupefacción, y de duda no reconocida por la conciencia incansable. Estaba descalzo y de ese modo no se puede actuar ni decidir nada, me puse y me até los zapatos apoyando las suelas en el borde de la cama, dejé de tener cuidado. Eché un vistazo a mi alrededor sin detener la mirada, ya sólo hice dos movimientos antes de abandonar el cuarto: abrí la tapa del contestador automático y saqué de allí la minúscula cinta, me la eché al bolsillo de la chaqueta, creo que al hacerlo pensé dos cosas (o puede que las pensara más tarde y entonces la cogiera maquinalmente): Deán no debía saber con certeza porque no hay nada más irremediable que eso y a eso no se debe obligar a nadie, siempre ha de haber lugar o hueco para la duda; y si Deán ya sabía, entonces era mejor que quedara abierta la posibilidad de que quien hubiera cenado con Marta esa noche fuera aquel hombre y no yo; y de encontrarse y oírse la cinta él sería descartado. (El primer pensamiento fue considerado o quizá piadoso y un poco falso; el segundo fue precavido, aunque de mí nadie sabría nada, pensé de nuevo). Mi otro movimiento fue aún más maquinal, enteramente desprovisto de solemnidad, de intención, de significación, en realidad no tuvo el menor sentido: le di un beso muy rápido en la frente a Marta, apenas la rocé con mis labios y me retiré. Salí de la alcoba sin apagar la televisión, dejando a MacMurray y a Stanwyck todavía un rato —hasta que durasen— como momentáneos testigos únicos, mudos pero rotulados, de los dos estados de Marta Téllez, su vida y su muerte, y de la mudanza. Tampoco apagué la luz, ya no podía pensar en lo que sería mejor o más conveniente para mí o para ella o para Deán o el niño, estaba agotado, dejé todo como estaba. Ahora caminé por el pasillo con mis zapatos puestos y sin preocuparme del ruido, seguro de que aquel niño no se despertaría por nada. Entré en el salón y recogí la botella y las copas de vino, las llevé a la cocina, vi el delantal que Marta se había puesto para freír la carne, lavé las copas con mis propias manos, las coloqué boca abajo en el escurridor para que chorrearan y se secaran luego, vacié lo que quedaba de la botella en el fregadero —muy poco: bebimos para buscar y querer; Cháteau Malartic, no entiendo de vinos— y la tiré a la basura, donde vi el envase del helado, mondas de patatas, papeles rotos, un algodón con un poco de sangre, la grasa de esa carne irlandesa que me había gustado, los restos que habían sido vertidos por la mano ya muerta cuando estaba viva, hacía tan poco rato, la grasa y las manos igualadas ahora, carne desechada y muerta y en transformación todo ello. ‘Mi abrigo, mi bufanda y mis guantes’, pensé, dónde los había dejado Marta tras abrirme la puerta. Junto a la entrada había un armario, un closet, fui allí, lo abrí y al abrirlo se encendió una bombilla, el mismo método que en las neveras. Allí los vi, pulcramente colgados, la bufanda azul bien doblada sobre el hombro izquierdo del abrigo azul más oscuro, su cuello subido como lo llevo yo siempre, los guantes negros asomando un poco por el bolsillo izquierdo, lo justo para ver que estaban allí y no olvidarlos, no lo bastante para que pudieran caerse al suelo inadvertidamente. Una mujer cuidadosa, sabía cómo guardar unas prendas ajenas. Las cogí, me las puse, la bufanda primero, el abrigo luego, aún no los guantes de cuero, todavía podía necesitar las manos sin impedimentos. Miré un segundo las otras ropas de tres tamaños, Deán tenía una buena gabardina de color zinc, qué raro que no se la hubiera llevado a Londres, era por fuerza muy alto; Marta tenía varios abrigos, vi uno de pieles metido en una funda de plástico con cremallera, no sé de qué era o si era falso; un anorak diminuto y un diminuto abrigo azul marino con botones dorados quedaban a gran distancia del suelo del closet y así quedarían hasta que fueran creciendo; en la repisa superior había sombreros, casi nadie los usa hoy en día, entre ellos vi un salacot auténtico y no pude evitar cogerlo, parecía antiguo, con su barboquejo de cuero para fijarlo al mentón y su forro verde gastado, en el cual se veía una vieja etiqueta muy cuarteada en la que aún era legible: ‘Teobaldo Disegni’, y debajo: ‘4 Avenue de France’, y debajo: Tunis‘. De dónde habría salido, sería del padre de Deán o de Marta, lo habrían heredado como el niño heredaba los aviones colgantes de la infancia paterna. Me puse el salacot y busqué un espejo en el que mirarme, fui al cuarto de baño y tuve que sonreírme al verme, colonial en invierno con abrigo y bufanda, la sonrisa no duró nada, el niño, no había querido pensar en él —es decir, concentrarme— en todo aquel tiempo, pero ya sabía, me temo que sabía desde el principio intuitivamente, sabía de las tres posibilidades que se me ofrecían y también cuál sería la elegida. Me quité el salacot, lo dejé en su lugar y cerré el armario (se apagó su bombilla). Podía quedarme allí cuidando del niño hasta que apareciera alguien, eso no tenía sentido, era lo mismo que llamar a Deán hasta dar con él o al portero o a un vecino cualquiera y delatarme y también a Marta. Podía llevármelo, tenerlo conmigo hasta que el cuerpo de su madre fuera encontrado y devolverlo entonces, siempre podía hacerlo anónimamente, dejarlo a unos metros del portal al día siguiente y marcharme, o al otro, incluso en la portería y salir corriendo, y mientras tanto qué, veinticuatro o cuarenta y ocho horas con una pequeña fiera, era muy posible que no quisiera venirse conmigo ni salir de la casa, tendría que despertarlo y vestirlo en mitad de la noche e impedir que fuera a ver a su madre, probablemente lloraría y patalearía y se tiraría al suelo cruzado en el pasillo, me sentiría como un secuestrador, era absurdo. Finalmente podía dejarlo: debía dejarlo, no había alternativa en realidad. El niño debía seguir durmiendo hasta que se despertara, llamaría a su madre entonces o tal vez se levantaría solo e iría a buscarla; se subiría a la cama y empezaría a zarandear el cuerpo arropado e inmóvil, seguramente no muy distinto del de cualquier mañana; protestaría por la indiferencia, daría voces, cogería una perra, no comprendería, un niño de esa edad no sabe lo que es la muerte, ni siquiera podría pensar: ‘Está muerta, mamá se ha muerto’, ni el concepto ni la palabra entran en su cabeza, tampoco la vida, no hay una ni otra, debe ser una suerte. Al cabo de un rato se cansaría y miraría la televisión (quizá debía dejar también encendida la del salón, para que no tuviera que estar en la alcoba junto al cadáver, si quería verla) o se iría a sus cosas —juguetes, comida, tendría hambre—, o bien lloraría sin cesar muy fuerte, los niños tienen pulmones sobrenaturales e inagotable el llanto, tanto que algún vecino lo oiría y llamaría a la puerta, aunque a los vecinos no les importa nada, sólo si se los molesta. Alguien aparecería en todo caso por la mañana, una niñera, una asistenta, la hermana, o llamaría Deán de nuevo entre negocio y negocio y no le respondería nadie, ni siquiera la cinta del contestador automático, había ido a parar al bolsillo de mi chaqueta; y entonces se preocuparía e indagaría, se pondría en marcha. Me quedó un pensamiento tras pensar todo esto: el niño tendría hambre. Fui a la nevera y decidí prepararle un plato como si fuera a dejarle sustento a un animal doméstico al que se abandona durante uno o dos días de viaje: había jamón de York, chocolate, fruta, pelé dos mandarinas para facilitar que se las comiera, salami, le quité los hilos de tripa, no fuera a ahogarse, no estaría su madre para meterle un dedo y salvarlo; corté y partí queso, lo dejé sin corteza, lavé el cuchillo; en un armarito encontré galletas y una bolsa de piñones, la abrí, lo puse todo junto al plato (si abría un yogurt se estropearía). Era un plato absurdo, una mezcla disparatada, pero lo importante era que tuviera algo que llevarse a la boca si tardaba en aparecer quien se hiciera cargo de aquella casa. Y beber, saqué de la nevera un cartón de zumo, llené un vaso y lo coloqué al lado, todo en la mesa de la cocina, a la que acerqué un banquito, el niño alcanzaría así sin problemas, trepan mucho los niños a los dos años. Todo eso delataría mi presencia, es decir, la de alguien, pero ya no importaba.

No había más que hacer, no podía hacer más. Miré hacia el dormitorio, ahora me angustió la idea de volver allí, por suerte no tenía que hacerlo, nada me reclamaba. Entré en el salón y puse la televisión para el niño con el volumen bajo, así al menos oiría algo; la dejé en un canal en el que había aún imagen, otra película en aquel momento, la reconocí en seguida, Campanadas a medianoche, el mundo entero en blanco y negro de madrugada. Me pareció que dejaba aquella casa arrasada: luces y aparatos de televisión encendidos, comida fuera de la nevera en un plato, un contestador sin cinta, ropas sin planchar y los ceniceros sucios, el cuerpo semidesnudo y cubierto. Sólo la habitación del niño mantenía su orden, como si hubiera quedado a salvo del desastre. Me asomé de nuevo, su respiración era audible, tranquila, y me quedé en el umbral, pensando durante unos instantes: ‘Este niño no me reconocerá si alguna vez vuelve a verme en el futuro lejano; nunca sabrá lo que ha sucedido, por qué se ha acabado su mundo ni en qué circunstancias ha muerto su madre; se lo ocultarán su padre y su tía y sus abuelos si los tiene, como hacen todas esas figuras siempre con las cosas que juzgan denigrantes o desagradables; no sólo se lo ocultarán a él, sino a todo el mundo, la muerte horrible o ignominiosa, la muerte ridícula y que nos ofende. Pero en realidad también a ellos les será ocultada, por mí —no han asistido—, el único que sabe algo: nadie sabrá jamás lo que ha ocurrido esta noche, y el niño, que ha estado aquí y me ha visto y ha sido testigo de los preámbulos, será quien menos lo sepa; no lo recordará, como tampoco recordará el ayer ni anteayer ni el pasado mañana, y dentro de poco ni siquiera recordará este mundo ni esta madre perdidos hoy ya para siempre o perdidos ya antes, nada de lo que ha ocurrido en su vida desde que ha nacido, tiempo para él inútil puesto que su memoria aún no retiene para el futuro, su tiempo hasta ahora útil solamente para sus padres, que podrán contarle más adelante cómo era cuando era pequeño —muy muy pequeño—, cómo hablaba y qué cosas decía y qué ocurrencias tenía (su padre, ya no su madre). Tantas cosas suceden sin que nadie se entere ni las recuerde. De casi nada hay registro, los pensamientos y movimientos fugaces, los planes y los deseos, la duda secreta, las ensoñaciones, la crueldad y el insulto, las palabras dichas y oídas y luego negadas o malentendidas o tergiversadas, las promesas hechas y no tenidas en cuenta, ni siquiera por aquellos a quienes se hicieron, todo se olvida o prescribe, cuanto se hace a solas y no se anota y también casi todo lo que no es solitario sino en compañía, cuán poco va quedando de cada individuo, de qué poco hay constancia, y de ese poco que queda tanto se calla, y de lo que no se calla se recuerda después tan sólo una mínima parte, y durante poco tiempo, la memoria individual no se transmite ni interesa al que la recibe, que forja y tiene la suya propia. Todo el tiempo es inútil, no sólo el del niño, o todo es como el suyo, cuanto acontece, cuanto entusiasma o duele en el tiempo se acusa sólo un instante, luego se pierde y es todo resbaladizo como la nieve compacta y como lo es para el niño su sueño de ahora, de este mismo instante. Todo es para todos como para él yo ahora, una figura casi desconocida que lo observa desde el umbral de su puerta sin que él se entere ni vaya a saberlo nunca ni vaya por tanto a poder acordarse, los dos viajando hacia nuestra difuminación lentamente. Es tanto más lo que sucede a nuestras espaldas, nuestra capacidad de conocimiento es minúscula, lo que está más allá de un muro ya no lo vemos, o lo que está a distancia, basta con que alguien cuchichee o se aleje unos pasos para que ya no oigamos lo que está diciendo, y puede que nos vaya la vida en ello, basta con que no leamos un libro para que no sepamos la principal advertencia, no podemos estar más que en un sitio en cada momento, e incluso entonces a menudo ignoramos quiénes nos estarán contemplando o pensando en nosotros, quién está a punto de marcar nuestro número, quién de escribirnos, quién de querernos o de buscarnos, quién de condenarnos o asesinarnos y así acabar con nuestros escasos y malvados días, quién de arrojarnos al revés del tiempo o a su negra espalda, como pienso y contemplo yo a este niño sabiendo más de él de lo que él sabrá nunca sobre el que fue esta noche. Yo debo ser eso, el revés de su tiempo, la negra espalda …’

Salí de la ensoñación, me volvieron las prisas. Me aparté del umbral, me acerqué hasta la entrada, aún miré una vez más por aprensión a mi alrededor, una mirada sin objetivo, me puse los guantes negros. Abrí la puerta de la casa con mucho cuidado como se abre cualquier puerta de madrugada, aunque no vaya a despertarse nadie. Di dos pasos, salí al descansillo, cerré tras de mí con igual cuidado. Busqué el ascensor sin encender la luz, lo llamé, vi la flecha de subida que se iluminaba, llegó en seguida, procedía de un piso cercano. No había nadie en el interior, nadie había viajado en él ni yo había subido sin querer a nadie hasta allí casualmente, el temor cree en las más inverosímiles coincidencias. Entré, le di a otro botón, descendí muy rápido, y antes de abrir la puerta del piso bajo me quedé quieto un momento intentando oír algo, no fuera a encontrarme en el portal con alguien, no fuera a ser insomne el portero o a madrugar excesivamente. No oí nada, empujé y salí, estaba el portal a oscuras, di tres o cuatro pasos hacia la puerta de la calle que me sacaría de allí del todo, y entonces vi a una pareja que aún no había entrado, estaban despidiéndose o discutiendo fuera, un hombre y una mujer, de unos treinta y cinco años él y de unos veinticinco ella, quizá dos amantes. Al oír mis pasos sobre el mármol —uno, dos y tres; o cuatro— se interrumpieron y se volvieron, me vieron; yo no tuve más remedio que encender la luz y luego buscar con la mirada el timbre que me abriría la puerta automáticamente. Di una vuelta en redondo con las manos describiendo un gesto de interrogación oculto desde los bolsillos de mi abrigo (los faldones adquiriendo vuelo), no veía dónde quedaba ese timbre. La mujer, vecina de la casa sin duda, movió el índice con su guante beige a través del cristal, señalando hacia mi izquierda, justo al lado de la puerta: aún no quería separarse sino seguir despidiéndose o discutiendo, no estaba dispuesta a utilizar su llave en mi provecho y cruzarse conmigo, eso la obligaría a terminar con los besos o con las agrias palabras, cuánto tiempo llevarían allí mientras yo estaba arriba. Apreté el timbre, se hicieron a un lado para dejarme paso. ‘Buenas noches’, les dije, y ellos contestaron lo mismo, mejor dicho, lo contestó ella con una sonrisa, él no dijo nada con cara de susto. Una mujer y un hombre guapos, debían de tener problemas, para permanecer en el frío sin separarse. Lo noté en seguida, el frío me dio en el rostro como si fuera una revelación o un recordatorio, el de mi vida y mi mundo que no tenían nada que ver con Marta ni con aquella casa. Yo debía seguir viviendo —fue como caer en la cuenta—, y ocuparme de otras cosas. Miré hacia lo alto desde la calle, localicé por la luz cuál era el piso que acababa de dejar atrás —un quinto— y eché a andar hacia Reina Victoria, y mientras me alejaba me dio tiempo a oír dos frases de aquella pareja, que reanudaba la conversación interrumpida por mis envenenados pasos. ‘Mira, yo ya no puedo más’, dijo él, y ella contestó sin pausa: ‘Pues entonces vete a la mierda’. Pero él no se fue, porque no oí sus pisadas detrás de las mías inmediatamente. Me fui alejando de Conde de la Cimera con prisa, tenía que encontrar un taxi, había un poco de niebla, no se veía tráfico apenas, ni siquiera en Reina Victoria que es ancha, tiene bulevar en medio y en el bulevar un quiosco de bebidas y una espantosa escultura con la cabeza tergiversada del gran poeta, pobre Aleixandre, que vivió allí cerca. Y de pronto me acordé de que no había comprobado si en casa de Marta habían quedado cerradas todas las ventanas y las puertas de acceso a la terraza. ‘¿Y si el niño se cae mañana?’, pensé. ‘Pese yo mañana sobre tu alma; caiga tu espada sin filo’. Pero ya no podía hacer nada, ya no podía entrar en aquel piso cuya puerta me había sido abierta horas antes por quien ya no volvería a abrirla, y del que me había sentido responsable y dueño durante poco rato, todo parece poco cuando ha terminado. Ni siquiera podía llamar, no respondería nadie ni el contestador tampoco, su cinta estaba conmigo, en el bolsillo de mi chaqueta. Miré a uno y otro lado del bulevar en medio de la noche amarillenta y rojiza, pasaron dos coches, dudé si esperar o buscar otra calle, adentrarme por General Rodrigo, no invita a caminar la niebla, mi aliento producía vaho. Me metí las manos en los bolsillos del pantalón y saqué algo de uno de ellos porque no lo reconocí al tacto en seguida como se reconoce lo propio: una prenda, un sostén más pequeño de lo que debía haber sido, me lo había echado allí sin pensarlo al ir hacia la habitación del niño siguiéndolo tras su aparición en la alcoba, lo había guardado para que él no lo viera. Lo olí un instante en medio de la calle, la tela blanca arrugada contra mi guante rígido negro, un olor a colonia buena y a la vez algo ácido. Queda el olor de los muertos cuando nada más queda de ellos. Queda cuando aún quedan sus cuerpos y también después, una vez fuera de la vista y enterrados y desaparecidos. Queda en sus casas mientras no se airean y en sus ropas que ya no se lavan porque ya no se ensucian y porque se convierten en sus depositarias; queda en un albornoz, en un chal, en las sábanas, en los vestidos que durante días y a veces meses y semanas y años cuelgan de sus perchas inmóviles e ignorantes, esperando en vano volver a ser descolgados, volver a entrar en contacto con la única piel humana que conocieron, tan fieles. Eran esas tres cosas lo que me quedaba de mi mortal visita: el olor, el sostén, la cinta, y en la cinta voces. Miré a mi alrededor, la noche de invierno iluminada por muchas farolas, el quiosco a oscuras, la nuca del poeta a mi espalda. No pasaban coches ni había nadie. Me sentaba bien el frío.