Nadie piensa nunca que pueda ir a encontrarse con una muerta entre los brazos y que ya no verá más su rostro cuyo nombre recuerda. Nadie piensa nunca que nadie vaya a morir en el momento más inadecuado a pesar de que eso sucede todo el tiempo, y creemos que nadie que no esté previsto habrá de morir junto a nosotros. Muchas veces se ocultan los hechos o las circunstancias: a los vivos y al que se muere —si tiene tiempo de darse cuenta— les avergüenza a menudo la forma de la muerte posible y sus apariencias, también la causa. Una indigestión de marisco, un cigarrillo encendido al entrar en el sueño que prende las sábanas, o aún peor, la lana de una manta; un resbalón en la ducha —la nuca— y el pestillo echado del cuarto de baño, un rayo que parte un árbol en una gran avenida y ese árbol que al caer aplasta o siega la cabeza de un transeúnte, quizá un extranjero; morir en calcetines, o en la peluquería con un gran babero, en un prostíbulo o en el dentista; o comiendo pescado y atravesado por una espina, morir atragantado como los niños cuya madre no está para meterles un dedo y salvarlos; morir a medio afeitar, con una mejilla llena de espuma y la barba ya desigual hasta el fin de los tiempos si nadie repara en ello y por piedad estética termina el trabajo; por no mencionar los momentos más innobles de la existencia, los más recónditos, de los que nunca se habla fuera de la adolescencia porque fuera de ella no hay pretexto, aunque también hay quienes los airean por hacer una gracia que jamás tiene gracia. Pero esa es una muerte horrible, se dice de algunas muertes; pero esa es una muerte ridícula, se dice también, entre carcajadas. Las carcajadas vienen porque se habla de un enemigo por fin extinto o de alguien remoto, alguien que nos hizo afrenta o que habita en el pasado desde hace mucho, un emperador romano, un tatarabuelo, o bien alguien poderoso en cuya muerte grotesca se ve sólo la justicia aún vital, aún humana, que en el fondo desearíamos para todo el mundo, incluidos nosotros. Cómo me alegro de esa muerte, cómo la lamento, cómo la celebro. A veces basta para la hilaridad que el muerto sea alguien desconocido, de cuya desgracia inevitablemente risible leemos en los periódicos, pobrecillo, se dice entre risas, la muerte como representación o como espectáculo del que se da noticia, las historias todas que se cuentan o leen o escuchan percibidas como teatro, hay siempre un grado de irrealidad en aquello de lo que nos enteran, como si nada pasara nunca del todo, ni siquiera lo que nos pasa y no olvidamos. Ni siquiera lo que no olvidamos.

Hay un grado de irrealidad en lo que a mí me ha pasado, y además todavía no ha concluido, o quizá debería emplear otro tiempo verbal, el clásico en nuestra lengua cuando contamos, y decir lo que me pasó, aunque no esté concluido. Tal vez ahora, al contarlo, me dé la risa. Pero no lo creo, porque aún no es remoto y mi muerta no habita en el pasado desde hace mucho ni fue poderosa ni una enemiga, y sin duda tampoco puedo decir que fuera una desconocida, aunque supiera poco acerca de ella cuando murió en mis brazos —ahora sé más, en cambio—. Fue una suerte que aún no estuviera desnuda, o no del todo, estábamos justamente en el proceso de desvestirnos, el uno al otro como suele suceder la primera vez que eso sucede, esto es, en las noches inaugurales que cobran la apariencia de lo imprevisto, o que se fingen impremeditadas para dejar el pudor a salvo y poder tener luego una sensación de inevitabilidad, y así desechar la culpa posible, la gente cree en la predestinación y en la intervención del hado, cuando le conviene. Como si todo el mundo tuviera interés en decir, llegado el caso: ‘Yo no lo busqué, yo no lo quise’, cuando las cosas salen mal o deprimen, o se arrepiente uno, o resulta que se hizo daño. Yo no lo busqué ni lo quise, debería decir yo ahora que sé que ella ha muerto, y que murió inoportunamente en mis brazos sin conocerme apenas —inmerecidamente, no me tocaba estar a su lado—. Nadie me creería si lo dijera, lo cual sin embargo no importa mucho, ya que soy yo quien está contando, y se me escucha o no se me escucha, eso es todo. Yo no lo busqué, yo no lo quise, digo ahora por tanto, y ella ya no puede decir lo mismo ni ninguna otra cosa ni desmentirme, lo último que dijo fue: ‘Ay Dios, y el niño’. Lo primero que había dicho fue: ‘No me siento bien, no sé qué me pasa’. Quiero decir lo primero tras la interrupción del proceso, ya habíamos llegado a su alcoba y estábamos medio echados, medio vestidos y medio desvestidos. De pronto se retiró y me tapó los labios como si no quisiera dejar de besármelos sin la transición de otro afecto y otro tacto, y me apartó suavemente con el envés de la mano y se colocó de costado, dándome la espalda, y cuando yo le pregunté ‘¿Qué ocurre?’, me contestó eso: ‘No me siento bien, no sé qué me pasa’. Vi entonces su nuca que no había visto nunca, con el pelo algo levantado y algo enredado y algo sudado, y calor no hacía, una nuca decimonónica por la que corrían estrías o hilos de cabello negro y pegado, como sangre a medio secar, o barro, como la nuca de alguien que resbaló en la ducha y aún tuvo tiempo de cerrar el grifo. Todo fue muy rápido y no dio tiempo a nada. No a llamar a un médico (pero a qué médico a las tres de la madrugada, los médicos ni siquiera a la hora de comer van ya a las casas), ni a avisar a un vecino (pero a qué vecino, yo no los conocía, no estaba en mi casa ni había estado nunca en aquella casa en la que era un invitado y ahora un intruso, ni siquiera en aquella calle, pocas veces en el barrio, mucho antes), ni a llamar al marido (pero cómo podía llamar yo al marido, y además estaba de viaje, y ni siquiera sabía su nombre completo), ni a despertar al niño (y para qué iba a despertar al niño, con lo que había costado que se durmiera), ni tampoco a intentar auxiliarla yo mismo, se sintió mal de repente, al principio pensé o pensamos que le habría sentado mal la cena con tantas interrupciones, o pensé yo solo que quizá se estaba ya deprimiendo o arrepintiendo o que le había entrado miedo, las tres cosas toman a menudo la forma del malestar y la enfermedad, el miedo y la depresión y el arrepentimiento, sobre todo si este último aparece simultáneamente con los actos que lo provocan, todo a la vez, un sí y un no y un quizá y mientras tanto todo ha continuado o se ha ido, la desdicha de no saber y tener que obrar porque hay que darle un contenido al tiempo que apremia y sigue pasando sin esperarnos, vamos más lentos: decidir sin saber, actuar sin saber y por tanto previendo, la mayor y más común desgracia, previendo lo que viene luego, percibida normalmente como desgracia menor, pero percibida por todos a diario. Algo a lo que se habitúa uno, no le hacemos mucho caso. Se sintió mal y no me atrevo a nombrarla, Marta, ese era su nombre, Téllez su apellido, dijo que sentía un mareo, y yo le pregunté: ‘¿Pero qué tipo de mareo, de estómago o de cabeza?’ ‘No lo sé, un mareo horrible, de todo, todo el cuerpo, me siento morir’. Todo aquel cuerpo que empezaba a estar en mis manos, las manos que van a todas partes, las manos que aprietan o acarician o indagan y también golpean (oh, fue sin querer, involuntariamente, no se me debe tener en cuenta), gestos maquinales a veces de las manos que van tanteando todo un cuerpo que aún no saben si les complace, y de pronto ese cuerpo sufre un mareo, el más difuso de los malestares, el cuerpo entero, como ella dijo, y lo último que había dicho, ‘me siento morir’, lo había dicho no literalmente, sino como frase hecha. Ella no lo creía, ni yo tampoco, es más, ella había dicho ‘No sé qué me pasa’. Yo insistí, porque preguntar es una manera de evitar hacer, no sólo preguntar sino hablar y contar evita los besos y evita los golpes y tomar medidas, abandonar la espera, y qué podía hacer yo, sobre todo al principio, cuando todo debía ser pasajero según las reglas de lo que ocurre y no ocurre, que a veces se quiebran. ‘¿Pero tienes ganas de vomitar?’ Ella no contestó con palabras, hizo un gesto negativo con la nuca de sangre semiseca o barro, como si le costara articular. Me levanté de la cama y di la vuelta y me arrodillé a su lado para verle la cara, le puse una mano en el antebrazo (tocar consuela, la mano del médico). Tenía los ojos cerrados y apretados en aquel momento, pestañas largas, como si le dañara la luz de la mesilla de noche que aún no habíamos apagado (pero yo pensaba hacerlo ya en breve, antes de su indisposición había dudado si apagarla ya o bien todavía no: quería ver, aún estaba por ver aquel cuerpo nuevo que seguramente me complacería, no la había apagado). La dejé encendida, ahora podía sernos útil en vista de su repentino estado, de enfermedad o depresión o miedo o arrepentimiento. ‘¿Quieres que llame a un médico?’, y pensé en las improbables urgencias, fantasmagorías del listín telefónico. Volvió a negar con la cabeza. ‘¿Dónde te duele?’, pregunté, y ella se señaló con desgana una zona imprecisa que abarcaba el pecho y el estómago y más abajo, en realidad todo el cuerpo menos la cabeza y las extremidades. Su estómago estaba ya al descubierto y el pecho no tanto, aún tenía puesto (aunque soltado el broche) su sostén sin tirantes, un vestigio del verano, como la parte superior de un bikini, le estaba un poco pequeño y quizá se lo había puesto, ya un poco antiguo, porque me esperaba esa noche y todo era premeditado en contra de las apariencias y las casualidades trabajosamente forjadas que nos habían llevado hasta aquella cama de su matrimonio (sé que algunas mujeres usan a propósito tallas menores, para realzarse). Yo le había soltado el broche, pero la prenda no había caído, Marta se la sujetaba aún con los brazos, o con las axilas, tal vez sin querer ahora. ‘¿Se te va pasando?’ ‘No, no lo sé, creo que no’, dijo ella, Marta Téllez, con la voz no ya adelgazada, sino deformada por el dolor o la angustia, pues en realidad dolor no sé si tenía. ‘Espera un poco, no puedo casi hablar’, añadió —estar mal da pereza—, y sin embargo dijo algo más, no estaba lo bastante mal para olvidarse de mí, o era considerada en cualquier circunstancia y aunque se estuviera muriendo, en mi escaso trato con ella me había parecido una persona considerada (pero entonces no sabíamos que se estaba muriendo): ‘Pobre’, dijo, ‘no contabas con esto, qué noche horrible’. No contaba con nada, o tal vez sí, con lo que contaba ella. La noche no había sido horrible hasta entonces, si acaso un poco aburrida, y no he sabido si adivinaba ya lo que iba a ocurrirle o si se estaba refiriendo a la espera excesiva por culpa del niño sin sueño. Me levanté, de nuevo di la vuelta a la cama y me recosté en el lado que había ocupado antes, el izquierdo, pensando (volví a ver su nuca inmóvil surcada, encogida como por el frío): ‘Quizá es mejor que espere y no le pregunte durante un rato, que la deje tranquila a ver si se le pasa, no obligarla a contestar preguntas ni a calibrar cada pocos segundos si está un poco mejor o un poco peor, pensar en la enfermedad la agudiza, como vigilarla demasiado estrechamente’. Miré hacia las paredes de aquella alcoba en la que al entrar no me había fijado porque tenía la vista en la mujer antes vivaz o tímida y ahora maltrecha, que me conducía de la mano. Había un espejo de cuerpo entero frente a la cama, como si fuera la habitación de un hotel (un matrimonio al que gustaba mirarse, antes de salir a la calle, antes de acostarse). El resto, en cambio, era un dormitorio doméstico, de dos personas, había rastros de un marido en la mesilla que había a mi lado (ella se había deslizado desde el principio hacia el que ocuparía cada noche, algo indiscutible y mecánico, y cada mañana): una calculadora, un abrecartas, un antifaz de avión para ahuyentar la luz del océano, monedas, cenicero sucio y despertador con radio, en el hueco inferior un cartón de tabaco en el que sólo quedaba un paquete, un frasco de colonia muy viril de Loewe que le habrían regalado, acaso la propia Marta por un cumpleaños reciente, dos novelas también regaladas (o no, pero yo no me veía comprándolas), un tubo de Redoxon efervescente, un vaso vacío que no le habría dado tiempo a retirar antes de salir de viaje, el suplemento de una revista con la programación de televisión, no la vería, estaba hoy de viaje. La televisión estaba a los pies de la cama, al lado del espejo, gente cómoda, durante un instante se me ocurrió ponerla con el mando a distancia, pero el mando estaba en la otra mesilla, en la de Marta, y tenía que dar otra vez la vuelta o bien molestarla con mi brazo estirado por encima de su cabeza, en qué estaría pensando, si era depresión o miedo lo que la había atacado. Lo estiré y cogí el mando, ella no se dio cuenta aunque le rocé el pelo con la manga subida de mi camisa. En la pared de la izquierda había una reproducción de un cuadro algo cursi que conozco bien, Bartolomeo da Venezia el pintor, está en Francfort, representa a una mujer con laurel, toca y bucles escuálidos en la cabeza, diadema en la frente, un manojo de florecillas distintas en la mano alzada y un pecho al descubierto (más bien plano); en la de la derecha había armarios empotrados pintados de blanco, como los muros. Allí dentro estarían las ropas que el marido no se llevó de viaje, la mayoría, era una ausencia breve según me había dicho su mujer Marta durante la cena, a Londres. Había también dos sillas con ropa sin recoger, tal vez sucia o tal vez recién limpia y aún sin planchar, la luz de la mesilla de Marta no alcanzaba a iluminarlas bien. En una de las sillas vi ropa de hombre, una chaqueta colgada sobre el respaldo como si éste fuera una percha, un pantalón con el cinturón aún puesto, la hebilla gruesa (la cremallera abierta, como todos los pantalones tirados), un par de camisas claras desabrochadas, el marido acababa de estar en aquel lugar, aquella mañana se habría levantado allí mismo, desde la almohada en la que yo apoyaba ahora la espalda, y habría decidido cambiarse de pantalones, las prisas, puede que Marta se hubiera negado a planchárselos. Aquellas prendas aún respiraban. En la otra silla había ropa de mujer en cambio, vi unas medias oscuras y dos faldas de Marta Téllez, no eran del estilo de la que aún tenía puesta sino más de vestir, tal vez se las había estado probando indecisa hasta un minuto antes de que yo llamara a la puerta, para las citas galantes uno no sabe nunca elegir atuendo (yo no había tenido problemas, para mí no era seguro que fuera galante, y es monótono mi vestuario). La falda escogida se le estaba arrugando enormemente en la postura que había adoptado, Marta estaba doblada, vi que se apretaba los pulgares con los demás dedos, las piernas encogidas como si hicieran un esfuerzo por calmar con su presión el estómago y el pecho, como si quisieran frenarlos, la postura dejaba las bragas al descubierto y esas bragas a su vez las nalgas en parte, eran bragas menores. Pensé estirarle y bajarle la falda por un repentino recato y para que no se le arrugara tanto, pero no podía evitar que me gustara lo que veía y era dudoso que fuera a seguir viendo —en aumento— si ella no mejoraba, y Marta tal vez habría contado con esas arrugas, habían empezado a aparecer en la falda ya antes, como suele suceder en las noches inaugurales, no hay en ellas respeto por las prendas que se van quitando, ni por las que van quedando, sí lo hay por el nuevo desconocido cuerpo: quizá por eso no había planchado aún nada de lo que estaba pendiente, porque sabía que de todas formas tendría que planchar también al día siguiente la falda que esta noche iba a ponerse, cuál de ellas, cuál favorece, la noche en que me recibiría, todo se arruga o se mancha o maltrata y queda momentáneamente inservible en estos casos.

Bajé el sonido de la televisión con el mando antes de ponerla en funcionamiento, y, como yo quería, apareció la imagen sin voz y ella no se dio cuenta, aunque aumentó la luz de la habitación al instante. En la pantalla estaba Fred MacMurray con subtítulos, una película antigua por la noche tarde. Di un repaso a los canales y volví a MacMurray en blanco y negro, a su cara poco inteligente. Y fue entonces cuando ya no pude evitar pararme a pensar, aunque nadie piense nunca demasiado ni en el orden en que los pensamientos luego se cuentan o quedan escritos: ‘Qué hago yo aquí’, pensé. ‘Estoy en una casa que no conozco, en el dormitorio de un individuo al que nunca he visto y del cual sé sólo el nombre de pila, que su mujer ha mencionado natural e intolerablemente varias veces a lo largo de la velada. También es el dormitorio de ella y por eso estoy aquí, velando su enfermedad tras haberle quitado alguna ropa y haberla tocado, a ella sí la conozco, aunque poco y desde hace sólo dos semanas, esta es la tercera vez que la veo en mi vida. Ese marido llamó hace un par de horas, cuando yo ya estaba en su casa cenando, llamó para decir que había llegado bien a Londres, que había cenado en la Bombay Brasserie estupendamente y que se disponía a meterse en la cama de su habitación de hotel, a la mañana siguiente le esperaba trabajo, está en viaje breve de trabajo’. Y su mujer, Marta, no le dijo que yo estaba allí, aquí, cenando. Eso me hizo tener la casi seguridad de que aquella era una cena galante, aunque por entonces el niño aún estaba despierto. El marido había preguntado por ese niño sin duda, ella había contestado que estaba a punto de acostarlo; el marido probablemente había dicho: ‘Pásamelo que le dé las buenas noches’, porque Marta había dicho: ‘Es mejor que no, anda muy desvelado y si habla contigo se pondrá aún más nervioso y no va a haber quien lo duerma’. Todo aquello era absurdo desde mi punto de vista, porque el niño, de casi dos años según su madre, hablaba de manera rudimentaria y apenas inteligible y Marta tenía que tantearlo y traducirlo, las madres como primeras tanteadoras y traductoras del mundo, que interpretan y luego formulan lo que ni siquiera es lengua, también los gestos y los aspavientos y los diferentes significados del llanto, cuando el llanto es inarticulado y no equivale a palabras, o las excluye, o las traba. Tal vez el padre también le entendía y por eso pedía que se pusiera al teléfono aquel niño que, para mayor dificultad, hablaba todo el rato con un chupete en la boca. Yo le había dicho una vez, mientras Marta se ausentaba unos minutos en la cocina y él y yo nos habíamos quedado solos en el salón que también era comedor, yo sentado a la mesa con la servilleta sobre mi regazo, él en el sofá con un conejo enano en la mano, los dos mirando la televisión encendida, él de frente, yo de reojo: ‘Con el chupete no te entiendo’. Y el niño se lo había quitado obedientemente y, sosteniéndolo un momento en la mano con gesto casi elocuente (en la otra el conejo enano), había repetido lo que quiera que hubiera dicho, también sin éxito con la boca libre. El hecho de que Marta Téllez no permitiera que el niño se pusiera al teléfono me hizo tener aún más certeza, ya que ese niño, con su semihabla obstaculizada, podría pese a todo haberle indicado al padre que allí había un hombre cenando. Comprendí al poco que el niño pronunciaba sólo las últimas sílabas de las palabras que tenían más de dos, y aun así incompletas (‘Ote’ por bigote, ‘Ata’ por corbata, ‘Ete’ por chupete y ‘Ete’ también por filete: salió en la pantalla un alcalde con bigote, yo no llevo; Marta me dio de cenar solomillo, irlandés, dijo); era difícil de descifrar aun sabiendo esto, pero puede que su padre estuviera acostumbrado, agudizado también su sentido de la interpretación de la primitiva lengua de un único hablante que además la abandonaría pronto. El niño aún empleaba pocos verbos y por tanto apenas hacía frases, manejaba sobre todo sustantivos, algunos adjetivos, todo en él tenía un tono exclamatorio. Se había empeñado en no acostarse mientras cenábamos o no cenábamos y yo esperaba el regreso de Marta a la mesa tras sus idas a la cocina y su paciente solicitud hacia el niño. La madre le había puesto un vídeo de dibujos animados en la televisión del salón —la única para mí hasta entonces— por ver si se adormilaba con las luces de la pantalla. Pero el niño estaba alerta, había rehusado irse a la cama, con su desconocimiento o conocimiento precario del mundo sabía más de lo que yo sabía, y vigilaba a su madre y vigilaba a aquel invitado nunca antes visto en aquella casa, guardaba el lugar del padre. Hubo varios momentos en los que habría querido marcharme, me sentía ya un intruso más que un invitado, cada vez más intruso a medida que adquiría la certidumbre de que aquella cita era galante y de que el niño lo sabía de forma intuitiva —como los gatos— e intentaba impedirla con su presencia, muerto de sueño y luchando contra ese sueño, sentado dócilmente en el sofá ante sus dibujos animados que no comprendía, aunque sí reconocía a los personajes, porque de vez en cuando señalaba con el índice hacia la pantalla y a pesar del chupete yo lograba entenderle, pues veía lo que él veía: ‘¡Tittín!’, decía, o bien: ‘¡Itán!’, y la madre dejaba de hacerme caso un segundo para hacérselo a él y traducir o reafirmarlo, para que ninguna de sus incipientes y meritorias palabras se quedara sin celebración, o sin resonancia: ‘Sí, esos son Tintín y el capitán, mi vida’. Yo leía Tintín de pequeño en grandes cuadernos, los niños de ahora lo veían en movimiento y le oían hablar con una voz ridícula, por eso yo no podía evitar distraerme de la conversación fragmentaria y de aquella cena con tanto intervalo, no sólo reconocía también a los personajes, sino sus aventuras, la isla negra, y las seguía sin querer un poco desde mi sitio en la mesa, sesgadamente.

Fue la obstinación del niño en no acostarse lo que acabó de darme el convencimiento de lo que me esperaba (si él por fin se dormía, y si yo quería). Fue su propia vigilancia y su propio recelo instintivo lo que delató a la madre, más aún que el silencio de ella en su charla con Londres (el silencio respecto a mi presencia) o el hecho de que me esperara demasiado arreglada, demasiado pintada y demasiado ruborizada para estar en casa al final del día (o tal vez era iluminada). La revelación del temor da ideas a quien atemoriza o a quien puede hacerlo, la prevención ante lo que no ha pasado atrae el suceso, las sospechas deciden lo que aún estaba irresuelto y lo ponen en marcha, la aprensión y la expectativa obligan a llenar las concavidades que crean y van ahondando, algo tiene que ocurrir si queremos que se disipe el miedo, y lo mejor es darle su cumplimiento. El niño acusaba a la madre con su desvelo irritante y la madre se acusaba a sí misma con su tolerancia (más vale que tengamos la fiesta en paz, estaría pensando, habría pensado desde el principio; si coge una rabieta el niño estamos perdidos), y ambas cosas dejaban sin ningún efecto el disimulo que es siempre forzoso en las noches inaugurales, lo que permite decir o creer más tarde que nadie buscaba ni quiso nada: yo no lo busqué, yo no lo quise. Yo también me veía acusado, no sólo por el esfuerzo del niño por no rendirse, sino por su actitud y su manera de contemplarme: en ningún momento se me había acercado mucho, me miraba con una mezcla de incredulidad y necesidad o deseo de confianza, esto último perceptible sobre todo cuando me hablaba con sus vocablos interjectivos y aislados y casi siempre enigmáticos, con su voz potente tan inverosímil en alguien de su tamaño. Me había enseñado pocas cosas y no me había dejado su conejo enano. ‘El niño tiene razón y hace bien’, había pensado yo, ‘porque en cuanto se duerma yo ocuparé el lugar habitual de su padre durante un rato, no más que un rato. Él lo presiente y quiere proteger ese sitio que es también garantía del suyo, pero como desconoce el mundo y no sabe que sabe, me ha allanado el camino con su temor transparente, me ha dado los indicios que podían faltarme: él, pese a todo y a no saber nada, conoce a su madre mejor que yo, ella es el mundo que mejor conoce y para él no es un misterio. Gracias a él yo ya no vacilaré, si así lo quiero’. Poco a poco, empujado por el sueño, se había ido recostando y había acabado por tumbarse en el sofá, una figura minúscula para aquel mueble —como se ve a una hormiga en una caja de cerillas vacía, pero la hormiga se mueve—, y había seguido mirando su vídeo con la cara apoyada en los almohadones, el chupete en la boca como un recordatorio o emblema superfluo de su edad tan breve, las piernas encogidas en posición de sueño o de conciliación del sueño, muy abiertos sin embargo los ojos, no se permitía cerrarlos ni siquiera un instante, la madre se inclinaba un poco de vez en cuando desde su asiento para ver si su hijo se había dormido como deseaba, la pobre quería perderlo de vista aunque fuese su vida, la pobre quería estar a solas conmigo un rato, nada grave, no más que un rato (pero ‘la pobre’ lo digo ahora y no lo pensaba entonces, y quizá debía). Yo no le preguntaba ni hacía ningún comentario al respecto porque no me gustaba parecer impaciente ni falto de escrúpulos, y además ella me informaba con naturalidad cada vez, tras inclinarse: ‘Huy, aún está con los ojos como platos’. La presencia de aquel niño había dominado todo, pese a su sosiego. Era un niño tranquilo, parecía tener buen humor y apenas si daba la lata, pero en modo alguno quería dejarnos solos, en modo alguno quería desaparecer de allí e irse solo a su habitación, en modo alguno quería perder él de vista a su madre, que ahora adoptaba la misma postura que su hijo en el sofá desmedido mientras forcejeaba con el cansancio, sólo que ella forcejeaba con la enfermedad o el miedo y la depresión o el arrepentimiento y no se veía minúscula en su propia cama de matrimonio ni estaba sola, sino que yo estaba a su lado con un mando de televisión en la mano y sin saber bien qué hacer. ‘¿Quieres que me vaya?’, le dije. ‘No, espera un poco, tiene que pasárseme, no me dejes’, contestó Marta Téllez, y al hacerlo volvió la cara hacia mí más como intención que como hecho: no pudo llegar a verme porque no la volvió lo bastante, sí entró en su campo visual en cambio la televisión encendida, la cara estulta de Fred MacMurray que yo empezaba a asociar con la del marido ausente mientras pensaba en él y en lo sucedido, o no sucedido y planeado hasta entonces. Por qué no llamaría ahora, en Londres insomne, sería un alivio si sonara el teléfono ahora y ella lo cogiera y le explicara al marido con su voz escasa que se encontraba muy mal y que no sabía lo que le estaba pasando. Él se haría cargo aunque estuviera lejos y yo quedaría exento de responsabilidad y dejaría de ser testigo (la responsabilidad tan sólo del que acierta a pasar, no otra), él podría llamar a un médico o a un vecino (él sí los conocía, eran los suyos y no los míos), o a una hermana o a una cuñada para que se levantaran sobresaltadas del sueño y en mitad de la noche se llegaran hasta su casa para ayudar a su mujer enferma. Y yo me iría mientras tanto, ya volvería otra noche si se daba el caso, en la que no harían falta trámites ni más prolegómenos, podría visitarla mañana mismo a estas horas, tarde, cuando ya fuera seguro que se hubiera dormido el niño. Yo no, pero el marido podía ser intempestivo.

‘¿Quieres llamar a tu marido?’, le pregunté a Marta. ‘A lo mejor te tranquiliza hablar con él, y que sepa que no estás bien’. No soportamos que nuestros allegados no estén al corriente de nuestras penas, no soportamos que nos sigan creyendo más o menos felices si de pronto ya no lo somos, hay cuatro o cinco personas en la vida de cada uno que deben estar enteradas de cuanto nos ocurre al instante, no soportamos que sigan creyendo lo que ya no es, ni un minuto más, que nos crean casados si nos quedamos viudos o con padres si nos quedamos huérfanos, en compañía si nos abandonan o con salud si nos ponemos enfermos. Que nos crean vivos si nos hemos muerto. Pero aquella era una noche rara, sobre todo lo fue para Marta Téllez, sin duda la más rara de su existencia. Marta volvió ahora más el rostro, se lo vi un momento de frente como ella debió ver el mío, hacía ya rato que me mostraba tan sólo la nuca cada vez más sudada y más rígida, los hilachos de pelo que la recorrían cada vez más apelmazados, como si el barro los fuera impregnando; y la espalda desnuda, sin accidentes. Al volverse del todo le vi tan guiñados los ojos que parecía improbable que vieran nada, las largas pestañas casi los suplantaban, no sé si la extrañeza de la mirada que adiviné se debía a que se había olvidado de mí transitoriamente y no me reconocía o a mi pregunta y a mi comentario, o quizá a que nunca se había sentido como se sentía ahora. Supongo que estaba agonizando y que yo no me daba cuenta, agonizar es nuevo para todo el mundo. ‘Estás loco’, me dijo, ‘cómo voy a llamarle, me mataría’. Al volverse se le resbaló el sostén que sujetaba involuntaria o voluntariamente con los brazos o con las axilas, cayó en la colcha; el pecho le quedó al descubierto y no hizo nada para tapárselo: supongo que estaba agonizando y que yo no me di cuenta. Y añadió, demostrando que lograba acordarse de mí y que no se había desentendido: ‘Has puesto la televisión, ay pobre, te estarás aburriendo, ponle el sonido si quieres, ¿qué estás viendo?’ Al tiempo que me decía esto (pero como si hablara para sus adentros) me puso una mano en la pierna, un aviso de caricia que no pudo cumplirse; luego la retiró para retornar a su posición, de espaldas, encogida como una niña, o como su niño que por fin dormía desentendido de mí y de ella en su cuarto, seguramente en una cuna, no sé si los niños de casi dos años todavía corren el riesgo de rodar durante la noche hasta el suelo si duermen en cama como los mayores; si se acuestan por tanto en cunas, donde están seguros. ‘Una película antigua de Fred MacMurray’, contesté (ella era más joven que yo: me pregunté si sabría quién era MacMurray), ‘pero no la estoy viendo’. También dormiría el marido desentendido en Londres, desentendido de ella e ignorante de mi existencia, por qué no se despertaría angustiado, por qué no intuía, por qué no llamaba buscando consuelo a Madrid, a su casa, para encontrarse allí con la voz de otra angustia mayor que le haría desechar la propia, por qué no nos salvaba. Pero en mitad de la noche todo estaba en orden para todas las personas o figuras posibles, atrasadas de noticias: para el hijo muy cerca, desconocedor del mundo bajo el mismo techo, y para el padre lejos, en la isla en que suele dormirse tan mansamente; para las cuñadas o hermanas que soñarían ahora con el futuro abstracto en esta ciudad nunca inmóvil y en la que dormir es difícil —más un vencimiento, nunca una costumbre—; para algún médico atribulado y exhausto que quizá podría haber salvado una vida si se lo hubiera arrancado de sus pesadillas aquella noche; para los vecinos de aquel inmueble que se desesperarían pensando dormidos en la mañana siguiente cada vez más próxima, cada vez menos tiempo para despertarse y mirarse al espejo y lavarse los dientes y poner la radio, un día más, qué desventura, un día más, qué suerte. Sólo para mí y para Marta las cosas no estaban en orden, yo no estaba desentendido ni sumergido en el sueño y ya era muy tarde, antes dije que fue todo muy rápido y sé que así fue, pero recordarlo resulta tan lento como resultó asistir a ello, yo tenía la sensación de que pasaba el tiempo y sin embargo pasaba muy poco según los relojes (el de la mesilla de Marta, el de mi muñeca), yo quería dejarlo pasar sin prisa antes de cada nueva frase o movimiento mío y no lo lograba, apenas si transcurría un minuto entre mis frases y mis movimientos o entre movimiento y frase, cuando yo creía que pasaban diez, o al menos cinco. En otros puntos de la ciudad estarían ocurriendo cosas, no muchas, en desorden y en orden: los coches se oían a cierta distancia, aquella calle quedaba un poco apartada de las necesidades del tráfico, Conde de la Cimera su nombre, y lo que sí sabía es que había un hospital muy cerca, de La Luz su nombre, en el que enfermeras de guardia dormitarían con la cabeza apoyada en el puño, sueño mínimo nacido para ser quebrado, sentadas en incómodas sillas con las piernas cruzadas a través de sus blanquecinas medias con grumos en las costuras, mientras más allá algún estudiante con gafas leería renglones de derecho o física o de farmacéutica para el examen inútil de la mañana, olvidado todo al salir del aula; y más allá, más lejos, en otra zona, al final de la cuesta de los Hermanos Bécquer una puta aislada daría tres o cuatro pasos expectantes e incrédulos hacia la calzada cada vez que un coche aminorara la marcha o respetara el semáforo: vestida con sus mejores galas en noche de martes frío, para ser vista desde demasiado cerca o tan sólo a distancia y tal vez fuera un hombre, un joven que arrastraría sus tacones altos por la costumbre aún no arraigada o por la enfermedad y el cansancio, sus pasos y sus espaciadas visitas al interior de los coches destinados a no dejar huella en nadie, o a superponerse en su memoria confusa y fatalista y frágil. Algunos amantes se estarían tal vez despidiendo, no ven la hora de volver a solas cada uno a su lecho, el uno abusado y el otro intacto, pero todavía se entretienen dándose besos con la puerta abierta —es él quien se va, o ella— mientras él o ella esperan el ascensor que llevaba ya quieto una hora sin que lo llamara nadie, desde que volvieron de una discoteca los inquilinos más noctámbulos: los besos del que se va a la puerta del que se queda, confundidos con los de anteayer y los de pasado mañana, la noche inaugural memorable fue sólo una y se perdió en seguida, engullida por las semanas y los repetitivos meses que la sustituyen; y en algún lugar habrá una riña, vuela una botella o alguien la estampa —agarrada del cuello como si fuera el mango de una daga— contra la mesa de quien mal le hace, y no se rompe la botella sino el cristal de la mesa, aunque salta la espuma de la cerveza como si fuera orina; también se comete un asesinato, o es un homicidio porque no está planeado, tan sólo sucede, una discusión y un golpe, un grito y algo se rasga, una revelación o la repentina conciencia del desengaño, enterarse, oír, conocer o ver, la muerte es traída a veces por lo afirmativo y activo, ahuyentada o quizá aplazada por la ignorancia y el tedio y por la que es siempre la mejor respuesta: ‘No sé, no me consta, ya veremos’. Hay que esperar y ver y a nadie le consta nada, ni siquiera lo que hace o decide o ve o padece, cada momento queda disuelto más pronto o más tarde, con su grado de irrealidad siempre en aumento, viajando todo hacia su difuminación a medida que pasan los días y aun los segundos que parecen sostener las cosas y en realidad las suprimen: desvanecido el sueño de la enfermera y el baldío desvelo del estudiante, desdeñados o inadvertidos los pasos de ofrecimiento de la puta que quizá es un muchacho disfrazado y enfermo, renegados los besos de los amantes al cabo de unos meses o semanas más que traerán consigo, sin que se anuncie, la noche de la clausura —el adiós aliviado y agrio—; renovado el cristal de la mesa, disipada la riña como el humo que la albergó en su noche, aunque quien hiciera mal continúe haciéndolo; y el asesinato o el homicidio simplemente sumado como si fuera un vínculo insignificante y superfluo —hay tantos otros— con los crímenes que ya se olvidaron y de los que no hay constancia, y con los que se preparan, de los que sí la habrá, pero sólo para dejar de haberla. Y ocurrirán cosas en Londres y en el mundo entero de las que jamás tendremos constancia ni yo ni Marta, y en eso nos asemejaremos, es allí una hora antes, tal vez el marido no duerme tampoco en la isla sino que entretiene el insomnio mirando por la ventana invernal de su hotel —ventana de guillotina, Wilbraham Hotel su nombre— hacia los edificios de enfrente, o hacia otras habitaciones del mismo hotel cuyo cuerpo hace ángulo recto con sus dos alas traseras que no se ven desde la calle, Wilbraham Place su nombre, la mayoría a oscuras, hacia aquella habitación en la que vio por la tarde a una criada negra haciendo las camas de los que ya partieron para los que aún no llegaron, o quizá la ve ahora en su propio cuarto abuhardillado —los más altos del hotel, los más angostos y de techo más bajo para los empleados que no tienen casa— desvistiéndose tras la jornada, quitándose cofia y zapatos y medias y delantal y uniforme, lavándose la cara y las axilas en un lavabo, también él ve a una mujer medio vestida y medio desnuda, pero a diferencia de mí él no la ha tocado ni la ha abrazado ni tiene nada que ver con ella, que antes de acostarse se lava un poco por partes británicamente en el mísero lavabo de los cuartos ingleses cuyos inquilinos deben salir al pasillo para compartir la bañera con los demás del piso. No sé, no me consta, ya veremos o más bien nunca sabremos, Marta muerta no sabrá nunca qué fue de su marido en Londres aquella noche mientras ella agonizaba a mi lado, cuando él regrese no estará ella para escucharlo, para escuchar el relato que él haya decidido contarle, tal vez ficticio. Todo viaja hacia su difuminación y se pierde y pocas cosas dejan huella, sobre todo si no se repiten, si acontecen una sola vez y ya no vuelven, lo mismo que las que se instalan demasiado cómodamente y vuelven a diario y se yuxtaponen, tampoco esas dejan huella.

Pero entonces yo aún no sabía a qué clase de acontecer pertenecía mi primera visita a Conde de la Cimera aquella noche, una calle extraña, pensaba en irme y en no volver, mala suerte la mía, pero también era posible que regresara al día siguiente, hoy ya según los relojes, y tanto si volvía como si no volvía empezaría a no haber rastro de esta noche de inauguración o bien única en cuanto yo saliera de allí y avanzara el día. ‘Mi presencia aquí será borrada mañana mismo’, pensé, ‘cuando Marta esté bien y repuesta: fregará los platos resecos de nuestra cena y planchará sus faldas y aireará las sábanas hasta las que no habré llegado, y no querrá acordarse de su capricho ni de su fracaso. Pensará en su marido en Londres reconfortada y deseará su vuelta, mirará por la ventana un momento mientras recoge y restablece el orden del mundo —en la mano de ayer un cenicero aún no vaciado—, aunque quizá haya un resto de divagación en sus ojos, ese resto a cada instante más débil que me pertenecerá a mí y a mis pocos besos, anulados ya su recuerdo y su tentación y su efecto por el malestar o el miedo o el arrepentimiento. Mi presencia aquí, tan conspicua ahora, será negada mañana mismo con un gesto de la cabeza y un grifo abierto y para ella será como si no hubiera venido y no habré venido, porque hasta el tiempo que se resiste a pasar acaba pasando y se lo lleva el desagüe, y basta con que imagine la llegada del día para que me vea ya fuera de esta casa, tal vez muy pronto estaré ya fuera, aún de noche, cruzando Reina Victoria y caminando un poco por General Rodrigo para desentenderme, antes de coger un taxi. Quizá sólo falta que Marta se duerma y entonces yo tendré motivo y excusa para marcharme’. De pronto se abrió la puerta de la habitación, que había quedado entornada para que Marta pudiera oír al niño si se despertaba y lloraba. ‘Nunca se despierta pase lo que pase’, había dicho, ‘pero así estoy más tranquila’. Y apoyado en el quicio vi al niño con su inseparable conejo enano y con su chupete y con su pijama, que se había despertado sin llorar por ello, quizá intuyendo la condenación de su mundo. Miraba a su madre y me miraba a mí desde la simplicidad de sus sueños no del todo abandonados, sin decir ninguna de sus contadas e incompletas palabras. Marta no se dio cuenta —sus ojos apretados, las largas pestañas—, aunque yo hice rápidamente el movimiento alarmado de cerrarme la camisa que no me había llegado a quitar pero que ella me había abierto (demasiados botones entonces y ahora, para abrochármelos). Marta Téllez debía de estar muy mal para no reparar en la presencia de su hijo en su alcoba en mitad de la noche, o para no adivinarla, puesto que no miraba en su dirección, ni hacia ningún lado. Durante unos segundos no supe si el niño iba a entrar gritando y a subirse a la cama junto a su madre enferma o si iba a romper a llorar para llamar su atención —su atención concentrada tan sólo en sí misma y en su cuerpo desobediente— en cualquier instante. Miró hacia la televisión encendida y vio a MacMurray, a quien en esta escena, como en otras desde hacía un rato, acompañaba ahora Barbara Stanwyck, una mujer de cara aviesa y poco agradable. Debió decepcionarlo el blanco y negro o la ausencia de voces, o que se tratara de MacMurray y Stanwyck en vez de Tintín y Haddock u otras eminencias del dibujo animado, porque su vista no se quedó fija como la de todos los niños en cuanto la posan en una pantalla, sino que la apartó en seguida, volviéndola de nuevo hacia Marta. Me ruboricé al pensar que por culpa mía estaba viendo a su madre semidesnuda —bastante desnuda, el sostén caído y ella no había hecho nada para taparse—, aunque quizá estuviera acostumbrado, era lo bastante pequeño para que eso no importara aún a sus padres, y además hay padres que consideran un rasgo de desenfado y salud compartir con la suya la inevitable desnudez de sus vástagos, tan frecuente cuando son muy niños. Pero me ruboricé lo mismo a pesar de este pensamiento moderno, y con gran torpeza recogí el sostén de donde había quedado, sobre la colcha como un despojo, para intentar cubrirle el pecho a su dueña, mínima y chapuceramente. No llegué a hacerlo porque me di cuenta antes de que ese movimiento y el roce de la tela sobre su piel despertarían a Marta si se había dormido, o en todo caso la harían mirar, y pensé que era mejor que no supiera que el niño nos había visto si éste lo permitía, es decir, si seguía sin llorar ni subirse a la cama ni decir nada. No debía de dormir en cuna, o bien sí, pero con los barrotes muy bajos, alzados lo justo para que no rodara durante el sueño pero no lo bastante para impedirle levantarse si tenía necesidad de ello. Así que me quedé durante unos segundos con aquel sostén de insuficiente talla en la mano como si fuera un trofeo mortecino y exiguo, como si quisiera subrayar mi conquista que no había podido llevarse a cabo, y era todo lo contrario: en aquellos momentos lo vi como la prueba de mi capricho y de mi fracaso, y de los de ella. El niño estaba despierto porque estaba allí, de pie en la puerta y con los ojos abiertos, pero en realidad seguía casi dormido, o eso me dije. Miró hacia el sostén atraído por mi gesto, y yo lo escondí en seguida, estrujándolo en mi mano que bajé hasta la colcha y llevé a mi espalda. No debía de reconocerme del todo, seguramente le sonaba mi cara de manera no muy distinta de como le sonarían las de los personajes infantiles de sus vídeos o los perros de sus sueños, sólo que a mí aún no me había puesto un nombre, o tal vez sí, mi nombre había sido pronunciado varias veces por Marta durante la cena, quizá lo sabía y no le venía a la lengua en la pugna de su duermevela. Nada le venía a la lengua y no había expresión en sus ojos, quiero decir ninguna reconocible, de las que suelen tener un nombre dado por los adultos —de perplejidad, de ilusión, de miedo, de indiferencia, de confusión, de enfado—; su leve ceño se debía a su despertar indeciso, no a más, o eso me dije. Me levanté con cuidado y me acerqué a él lentamente, sonriéndole un poco y diciéndole en voz muy baja, un susurro: ‘Tienes que irte a dormir otra vez, Eugenio, es muy tarde. Vamos, hay que volver a la cama’. Desde mi altura le puse una mano en el hombro —en la otra todavía el sostén, como si fuera una servilleta usada—. Él se dejó tocar, y entonces me puso la suya en el antebrazo. Luego se dio media vuelta, obediente, y vi cómo desaparecía por el pasillo con sus pasos apresurados y cortos camino de su cuarto. Antes de entrar se paró y se volvió hacia mí, como esperando que lo acompañara, quizá necesitaba un testigo que lo viera acostarse, tener la certeza de que alguien sabía dónde quedaba durante su sueño. Sin hacer ruido —de puntillas, aún tenía los zapatos puestos, creí que ya no me los quitaría— lo seguí hasta allí y me detuve a la puerta de la habitación en la que dormía y que permanecía a oscuras, el niño no había encendido la luz, tal vez no sabía, aunque la persiana estaba subida y entraba la claridad de la noche amarillenta y rojiza por la ventana —ventana de hojas, no de guillotina—. Al comprobar que iba a acompañarlo se había vuelto a meter en su cuna, siempre con el conejo —cuna de madera, no de metal, los barrotes bajados como yo suponía—. Creo que me quedé allí unos minutos, aunque no miré el reloj al salir de la alcoba de Marta ni luego al regresar a ella. Me quedé hasta que tuve la certeza de que el niño estaba de nuevo completamente dormido, y eso lo supe por su respiración y porque me aproximé un momento para verle la cara. Al avanzar mi cabeza chocó con algo que no me hizo daño, y sólo entonces, en la penumbra, vi que colgaban del techo, a una altura a la que él no alcanzaría, unos aviones de juguete sujetados con hilos. Retrocedí y volví al umbral y me situé en un ángulo —apoyado en el quicio como antes él sin atreverse a pisar la habitación de su madre— que me permitiera discernirlos a la contraluz difusa. Vi que eran de cartón o metálicos o quizá maquetas pintadas, muy numerosos y antiguos en todo caso, vetustos aviones de hélice que seguramente provenían de la remota infancia del padre que estaba en Londres, quien habría esperado hasta tener un hijo para volver a exponerlos y restituirlos al lugar que les correspondía, el cuarto de un niño. Me pareció ver un Spitfire, y un Messerschmitt 109, un biplano Nieuport y un Camel y también un Mig Rata, como se llamó a este avión ruso durante la Guerra Civil de esta tierra; y también un Zero japonés y un Lancaster, y tal vez un P-51H Mustang con sus sonrientes fauces de tiburón pintadas en la parte inferior del morro; y había un triplano, podía ser un Fokker y quizá era rojo, y en ese caso sería el del Barón Von Richthofen: cazas y bombarderos de la Primera y Segunda Guerra Mundial mezclados, alguno de la nuestra y de la de Corea, yo los tuve también de niño, no tantos, qué envidia, y por eso los reconocía recortándose contra el cielo moteado y amarillento de la ventana, igual que podría haberlos reconocido en vuelo durante mi infancia, de haberlos visto. Con la mano había parado el avión que mi cabeza había hecho balancearse: pensé en abrir la ventana, estaba cerrada y por tanto no podía haber brisa, no se movían, no se mecían, pero aun así todos sufrían el vaivén levísimo —una oscilación inerte, o quizá es hierática— que no pueden evitar tener las cosas ligeras que penden de un hilo: como si por encima de la cabeza y el cuerpo del niño se prepararan todos perezosamente para un cansino combate nocturno, diminuto, fantasmal e imposible que sin embargo ya habría tenido lugar varias veces en el pasado, o puede que lo tuviera aún cada noche anacrónicamente cuando el niño y el marido y Marta estuvieran por fin dormidos, soñando cada uno el peso de los otros dos. ‘Mañana en la batalla piensa en mi’, pensé; o más bien me acordé de ello.