Carta de Ángel Bigas a Tatiana de Miranda

Portugalete, 24 de julio de 1934

Querida Tatiana:

No sé por qué empiezo esta carta hablándote del mar, después de nueve años sin que sepas nada de mí. Tal vez porque en esta casa, que fue la casa de mi padre, se ve desde casi todas las ventanas. Tal vez porque es julio y la noche avanza a pequeños pasos sobre el agua y los muelles, sobre las grúas y los cargueros fondeados, como en Constanza, cuando en un hotel a orillas del mar Negro yo le hablaba del poeta Ovidio a tu madre. El pasado es peligroso, Tatiana, muy peligroso. Si se lo permitimos, salta sobre nosotros para despedazarnos. El pasado es una pantera. Nos está acechando siempre.

Tu madre y yo nos enamoramos en una época terrible, cuando reinaba el luto en Europa y sólo las tumbas estaban frescas. Fue de repente, tal como suelen suceder estas cosas. Aún me asalta el recuerdo de la nieve escarchada en las cornisas y cómo, aquella primera noche, nos besamos antes de separarnos en la calle Victoria. Tu madre estaba guapísima. Recuerdo que se soltó con una sonrisa burlona, y se alejó. Parecía empujada por velas de barcos. Cuando estuvo a unos pasos de su hotel, se detuvo de repente. Luego se dio la vuelta. Yo no me había movido. Ella regresó para hacer un comentario. «Sólo quiero que sepas que aún no te echo de menos», dijo. Aquella noche me pareció que la había amado siempre.

Por esos días, Bucarest era una ciudad fascinadora y extraña, poblada de aristócratas exóticos y grandes soledades, con presencias raras y fantasmales arrastradas por la guerra, figuras aventureras, improbables y fugaces. Aunque se hablaba mucho de una inminente entrada de Rumanía en el conflicto, Bucarest ignoraba el apetito del monstruo, se negaba a creer en los malos presagios.

Sí, Bucarest jugaba a ser feliz, desafiaba a Europa con una melancolía de oro y nieve. Recuerdo que a tu madre le gustaba recorrer sus calles, meterse en las iglesias más apartadas, ir a la ópera en el Teatro Nacional, cenar en Cina, en el Jockey Club…, en el Capsa. Una noche, entre los espejos dorados del Capsa, me regaló una de las pocas cosas que me han quedado de ella: una caja de música que repite una vieja canción zíngara, un lamento tan intenso, tan inalcanzable, que parece venir de ánimas perdidas en la noche. Otra cosa que me queda de tu madre es una fotografía, pero casi no se la ve, una fotografía que nos hicieron en el palacio de la princesa Kaftandzoglou. Tu madre y yo estamos bailando, y entramos en la foto por azar y en movimiento.

Pero yo prefiero pensar en ella como la recuerdo. Porque la recuerdo muy bien. Tu madre era un misterio, una infinidad de misterios. Solía maravillarse por cosas a las que los demás ya no dan importancia, y yo disfrutaba viendo la dicha y el asombro que podían causarle una sonata, la nieve, un poema de Pushkin, el cielo…

Fuimos felices, y lo hubiéramos seguido siendo si la vorágine política, el desvarío del mundo, el latido del mal… no nos hubieran asaltado como una montaña salvaje con sus tribus depredadoras. «¿Por qué somos tan distintos de los otros? ¿Por qué no sabemos despedirnos?», me preguntó la víspera de su marcha de Bucarest. Toda la ciudad estaba blanca, la noche era gélida, con un viento cortante. Recuerdo que tu madre vestía un elegante abrigo gris hasta los tobillos y que las farolas brillaban en sus ojos, como pequeños copos de tristeza. Su última frase al día siguiente fue: «Sólo quiero que sepas que ya te echo de menos».

Ah, querida Tatiana, una carta, incluso la más larga, nos obliga a resumir lo que jamás debiera resumirse. ¿Tú sabes, Tatiana, lo que es la traición? La traición, la de verdad, es cuando sientes como tuya la herida infligida y te acosa el remordimiento y desearías ser otro. Yo he querido ser otro desde la muerte de tu madre. Pero el pasado es una pantera al acecho, vive dentro de nosotros y no podemos rehuirlo. Las penas, la culpa…, nada de eso se borra. Yo, Tatiana, llevé la desgracia a tu madre. Ése es mi infortunio. Mis artículos presagiaron su tumba, mis actividades políticas fueron como cuervos.

No puedes imaginar cómo la amaba, cómo la añoro. Para mí, el mundo se sostenía a través de su majestuosa belleza. Si supieras los viajes, las averiguaciones, las pesquisas que llevé a cabo cuando la muerte comenzó a volar sobre Rusia tras el fragor de los trenes, soldados y banderas ensangrentadas de la revolución. Seis años. En el curso de seis años la vida se burló de ambos, sometiéndonos a un angustioso escondite. Si yo llegaba a Kiev, me enteraba de que habíais partido para Crimea. En Crimea, cuando estaba seguro de dar con vuestro rastro, sólo hallé puertas cerradas. Así durante seis años. La Historia nos armaba trampas constantes.

El destino quiso que nos encontráramos en Roma. «Me has inventado», me dijo riéndose. Estaba desnuda, tumbada boca arriba. Me acerqué como lo habría hecho en Bucarest, con el deseo imposible de abolir el tiempo que había entre la casa del Esplendid Park, junto a la calle Victoria, y aquel cuarto en la casa de Trinità dei Monti. «Yo no soy esa mujer, —continuó—. No hay en el mundo un ser así, un ser así no ha existido jamás». Al decirlo su belleza resplandecía.

La noche que yo había soñado tanto: 28 de abril de 1922. Nos habíamos citado en el café Roma. Recuerdo su voz en el teléfono, explicándome, rápida, entrecortadamente, por qué no debía crearme esperanzas. Recuerdo las preguntas retorciéndose en mi cabeza. ¿Qué gesto haría al verla? ¿Qué palabras le diría? ¿Y ella? ¿Habría cambiado mucho? La historia construye y destruye, ¿la habría destruido a ella en el curso de aquellos azarosos seis años?

«No hablemos nunca del pasado, —me dijo mirándome directamente a los ojos. Me lo dijo al rato de sentarse—. Está muerto. Dejémoslo en paz». El café estaba desierto, sin camareros ni clientes a la vista, como si se hubiera declarado un fuego y todos se hubieran tenido que ir corriendo, llevándose consigo tazas y platos. Recuerdo sus ojos: dejaban ver, al fondo, pequeñas cicatrices. «Nunca, insistió tocándome la muñeca con la mano. Pase lo que pase». Parecía más delgada. Fría, como encerrada en sí misma.

Aquella noche exploramos juntos Roma, los palacios, las ruinas, algunos jardines. La luna brillaba como para nosotros. Por el Tíber navegaban unos remolcadores, lentamente, rumbo a Ostia. Todo, ahora, me llega débil como una canción lejana: el Tíber, la luna anclada encima de las ruinas enormes del teatro Marcello, el reloj de Trinità dei Monti, la plaza España, aquel viejo palacio donde las manchas de humedad contaban historias de cónsules y cardenales, la penumbra diurna del dormitorio, las primeras caricias…

Al día siguiente me pidió que la acompañara a la villa del Gianicolo… ¿Te acuerdas, Tatiana, de aquel día? Tú estabas sentada al piano, interpretando una pieza de Chaikovski. ¿Y al cónsul Ruiz de Aguirre, lo recuerdas? ¿Y la princesa Yusúpov, te acuerdas de ella, aquella anciana melancólica? ¿Te acuerdas?

¡Cuántos recuerdos, Tatiana, cuántos recuerdos! El palacio de Trinità dei Monti. Allí era donde ella y yo nos encontrábamos más a gusto. A menudo, cuando pasaba la noche conmigo, nos despertaba el reloj de la iglesia. Por las ventanas entraba la primera luz de la mañana como un pálido aviso del mundo. Poco a poco, desde la plaza Barberini, desde la plaza España, llegaba el ruido confuso y continuo de la ciudad. Así nos despertábamos. A veces, yo le hablaba de Maximiliano de Habsburgo, el emperador de Méjico, y de la estancia de la emperatriz Carlota en Roma, donde perdió la razón al darse cuenta de que su amado archiduque quedaba solo frente a los juaristas, y que era inútil su entrevista con Eugenia, y que el papa tampoco podía intervenir. A tu madre le fascinaba aquella historia. Disfrutaba con los detalles: el vaso de plata con el que Carlota buscaba el agua que no estuviera envenenada por los esbirros de Napoleón, el agua de la Fontana de Trevi.

«¿Sabías que fue la única mujer que durmió en el Vaticano?, me dijo en cierta ocasión. Me lo ha contado el conde D’Ugenta. Carlota lloraba como una niña y el papa se apiadó de ella».

Algunas noches, cuando no podía dormir, yo dibujaba el antiguo jardín Borda para ella palabra a palabra, estanque a estanque, la armonía del agua bajo las adelfas blancas, la cálida brisa entre los naranjos. Ella giraba lentamente, como una moneda de plata en el fondo del océano. Y se quedaba dormida, como quien cae a un abismo.

Tatiana, tu madre y yo éramos como un planeta, un planeta de dos. Pero ¿cómo explicarte, cómo describirte ese planeta? El amor no puede escribirse, Tatiana; resulta ridículo, estúpido, querer retener con palabras lo que no se ha sabido retener con hechos. Y yo, yo… Han pasado nueve años desde la aciaga mañana en que abandoné la casa de Trinità dei Monti camino de la estación Termini. No sé si has llegado a saber lo que pasó entonces. Lo que pasó de verdad. Puede que la condesa no fuese capaz de decirte nada. No son cosas fáciles de contar. En cualquier caso, te pido un favor. Te ruego que permitas que me entierren junto a tu madre. He dejado disposiciones detalladas con este fin. El mundo es mezquino, Tatiana, la época vil, y yo no creo en el perdón divino. Sin embargo, creo en los recuerdos y pienso que quienes se han amado en vida y piden ser enterrados uno al lado del otro tal vez no estén tan locos como se piensa. Tal vez sus cenizas se mezclen, se confundan, se unan. Tal vez la muerte no tenga dominio sobre la memoria de los amantes. Tal vez siga habiendo en nuestras cenizas un rescoldo de calor, de deseo, y acaso así, enterrado junto a tu madre, haya una esperanza de tocar el camino largo, desierto, de su piel, y todo parezca como antes, cuando el futuro y sus promesas aún estaban en su sitio, y las ciudades y el mundo y el acto de vivir eran mucho más sencillos, recién enamorados todavía, felices y nerviosos en las calles y habitaciones de Bucarest. Fuera del tiempo, fuera del espacio, me queda, Tatiana, esta quimera, como un sueño que acaba de llegar, como una página sin escribir, como una cara, pálida en el viento, hermosa y vuelta hacia mí.

Tuyo,

Ángel