—¿Si creo que Agustín inventó detalles, aquí y allá, para embellecer esa historia?
El marqués de Briñas se apartó de la ventana, esquelético y torpe como un viejo buque cambiando de rumbo.
—¿Dónde comienza y dónde termina lo real? No, padre. Ésa no es la pregunta que debe hacerse.
El marqués apuró su copa. Cogió la botella y se sirvió un dedo más de coñac.
—Pregúntese mejor —continuó— qué sentido tiene perseguir sombras que no llevan a ninguna parte.
—Comprendo —dije.
Entendía perfectamente.
—¿Quiere mi opinión? —preguntó después de un largo silencio.
Se había parado ante la chimenea. La leña crepitaba en el hogar.
—Mi opinión es que debe guardar esos testimonios en un cajón, echarle llave y procurar después que la llave se pierda. Todo eso, padre Fernando, tiene los rasgos de las manías de Agustín.
Recuerdo que el marqués dijo esto último en voz baja, como si temiera despertar algo dormido entre aquellas páginas mecanografiadas a doble espacio que yo le había leído después del almuerzo, mientras el atardecer filtraba una luz anaranjada en el interior del salón.
—Agustín —continuó— era un enfermo, padre, un hombre que se desvaneció poco a poco hasta ser impalpable, por ausencia, por cambio de costumbres. Alguien escribió que ni el sol ni la muerte pueden mirarse fijamente, y él lo hizo, miró a la muerte tal vez durante demasiado tiempo, en la guerra, en Rusia. A su regreso a Bilbao, le hablo ahora del 50, se atrincheró tras la muralla de su clase y no cejó en construir murallas hasta limitar su vida al noble caserón familiar y a su cultivada y febril bibliomanía. De ese modo quemó su existencia. Un hombre todavía joven, inteligente, rico, de gran familia. ¿No es eso anormal, estúpido, absurdo? Y, en cuanto a Bigas, creo que Agustín halló en él lo que podría encontrar también yo: una nostalgia, un paraíso perdido, tan lejano que nos parece que quienes lo habitaron fueron otras personas, más hermosas, más nobles, más generosas en sus sacrificios, un mundo del cual no quedan ya ni las ruinas humeantes.
Había anochecido. El marqués parecía cansado.
—Siga mi consejo, padre —insistió con la mirada detenida sobre un punto indeterminado de la alfombra—. Olvide esos papeles. Arrójelos a la chimenea. Créame, perderá el tiempo buscando unas respuestas que no ha de hallar nunca, ya que no hay respuesta alguna que obtener.
De repente, le vi incómodo, con ganas de quedarse solo. Así que le di las gracias por todo y me despedí.
Acepté el consejo del marqués. Después de todo, quizá tenía razón. ¿No había otorgado yo desmesurada importancia a episodios que tal vez no la tenían? ¿No había contribuido a esa distorsión el hechizo que había desplegado sobre mí la lectura de la segunda novela de Bigas? ¿Acaso quería condenarme, como se condenó Agustín, a caminar entre telarañas? No me condené. A cambio, me propuse elaborar una edición crítica de la segunda novela de Ángel Bigas.
Algunos recordarán que El sitio se publicó en 1981, junto con un extenso prólogo y un epílogo donde utilicé parte del material recopilado por Agustín. También recordarán que la novela de Ángel Bigas copó el centro de nuestra escena literaria, acaparando todos los reflectores y exponiéndome a una fama pasajera.
«Uno siente como si Fernando Urtiaga hubiera desenterrado un tesoro», escribió el crítico de El Correo Español.
Y un columnista de El País dijo: «Muchos lectores se preguntarán por qué un libro así ha estado esperando y esperando a que una mano amiga lo rescatara del sopor de los años».
Pero ¿para qué repetir lo que hoy puede leerse en cualquier hemeroteca?
Yo pensé entonces que con aquella exhumación había saldado mi deuda con Agustín Rotaeche para siempre. Pero me equivocaba. Cuanto me vinculaba con el mundo perdido de Ángel Bigas volvió a llamar a mi puerta siete años después. Fue el mismo día en que acepté la invitación para dar una conferencia en Buenos Aires. Así se reabren las historias. Así de fácil. A veces se toma una decisión sin darle mayor importancia y nuestra existencia vuelve a enredarse con el hilo de una trama que dábamos por cerrada.
Recuerdo que quien se puso en contacto para invitarme a dar la conferencia lo hizo por teléfono.
—Se trata de un ciclo dedicado a las relaciones entre novela e historia —me dijo.
Al parecer, alguien que conocía la edición crítica de El sitio, un historiador de la Universidad de Buenos Aires, discípulo de Claudio Sánchez-Albornoz, había puesto mi nombre en una lista de posibles conferenciantes.
—Hemos pensado en usted porque la novela de Bigas encaja perfectamente en nuestras jornadas literarias —me explicaron.
Acepté la invitación rápidamente, más atraído por la idea de visitar Buenos Aires que por la propuesta de disertar durante hora y media sobre una novela de la que ya me habían alejado otras inquietudes.
Dos semanas después, volvieron a llamarme para que diera el título de mi conferencia:
—«Ángel Bigas, narración y ceniza» —respondí.
Fijamos la fecha: 28 de abril de 1988. Y poco después colgué.
Llegó la fecha y me presenté en el evocador salón del Jockey Club de Buenos Aires con toda la intervención escrita. Recuerdo que mi nombre había congregado a muy poca gente. Aquel historiador de la Universidad de Buenos Aires, que sintió luego la necesidad de manifestarme su absoluta y vieja adhesión a las opiniones políticas de Bigas, a su republicanismo de la mejor cepa, a su condición de revolucionario lúcido.
—Muy alejado de la necedad insípida de nuestros tiempos —me dijo.
Junto a él, algunos escritores; algunos periodistas; unos cuantos jóvenes con el rostro despreocupado de los estudiantes. Y apiñada en las primeras filas, como rostros en un álbum familiar, una glamurosa delegación de esas mujeres que forman parte del cauce por donde necesariamente fluye el río de la cultura o de lo que la rodea.
Aún recuerdo los primeros párrafos de mi intervención:
Yo, sin mover los párpados, vi arder entre la noche la mansión que se entretuvo en alzar mi bisabuelo. Ardían los salones, los aposentos de fiesta, las galerías, las escaleras como entre bosques de incendio; caían los muros y los techos pintados sobre las alfombras carbonizadas. Todo era confusión, como si hubiera pasado un tropel de tártaros invasores, un torbellino de cosacos que habían partido después de arrasarlo todo bajo el frenético galope de sus caballos.
Así comienza El sitio. Ángel Bigas publicó la novela en 1921. No tenía forma de saber entonces lo que le sucedería después al apellido Bigas, el modo en que él, su padre, su hermana, sus sobrinos y el majestuoso Palacio de Portugalete que daba lustre al orgullo familiar se adaptarían a la novela, entrando en sus páginas y llenando las palabras, como el hierro fundido se adapta al molde.
Recuerdo que terminé con unos versos de Borges que entonces me parecían escritos a propósito de Bigas. Y ahora que lo pienso, también de Agustín… Sí, de Agustín, que durante años había seguido sus pasos como queriéndolos retener en el viento. Y de las personas que le habían contado sus recuerdos. Y de mí, que me había pasado un año entero aplicando cierto orden a esos recuerdos para que acabaran después devorados por el ácido disolvente de los días en un rincón olvidado de mi despacho en Deusto… Reza el poema:
Si te cubriste, por deliberada mano, de muerte,
si tu voluntad fue rehusar todas las mañanas del mundo,
es inútil que palabras rechazadas te soliciten,
predestinadas a imposibilidad y a derrota.
Sólo nos queda entonces
decir el deshonor de las rosas que no supieron demorarte,
el oprobio del día que te permitió el balazo y el fin.
No me sorprendió que tan pronto como recité el último de los versos de Borges se desbandase la exigua concurrencia, ni que la estampida apenas diera tiempo a que una mujer de rostro aniñado anunciara el título y ponente de la próxima conferencia.
—Sea comprensivo —me dijo el historiador después—. En la Argentina, Bigas aún es un autor por descubrir.
—Mentiría —me encogí de hombros— si le dijera que esperaba un público más numeroso.
Aún menos podía esperar la carta que, a la mañana siguiente, me entregó el recepcionista del hotel Continental, donde me había alojado desde mi llegada. El sobre era más grande que los que suelen comprarse en las librerías y, como tenía el membrete del Jockey Club, lo primero que se me ocurrió fue que contendría un talón con la cantidad acordada por la conferencia. Recuerdo que mi nombre estaba escrito con unos rasgos elegantes y ondulados, y que pensé que aquella letra era propia de alguien que creía en las virtudes de escribir con distinción. ¿Cómo podía imaginar que al abrir aquel sobre me encontraría con un emisario del mundo perseguido por Agustín, alguien que podía atestiguar la hermosura de Olga, la elegancia de Ángel, la caudalosa memoria de la condesa Barberisi, la tristeza del cónsul Ruiz de Aguirre, lo que todos ellos habían sido en la villa del Gianicolo antes de que la desgracia se deslizara por las viejas estancias renacentistas como un ladrón experto, como un animal herido?
Junto a dos hojas de papel veneciano escritas con la misma caligrafía del sobre, había una fotografía con un ligerísimo efluvio a esencia de espliego, y al dorso de ésta, una nota de tres líneas, un número de teléfono y una dirección.
Querido señor:
Perdóneme si le escribo aunque no nos conozcamos. Me apresuraré, en primer lugar, a presentarme, de modo que mi imagen surque su mirada como una marca de agua. A pesar de la caligrafía esbelta y fina que traza mi pluma y de la rúbrica juvenil de mis comas, soy una persona vieja, revieja…
Así empezaba la carta, que, entre otras cosas, decía:
Aunque vivo en una soledad habitada exclusivamente por los recuerdos, no suelo molestar a los demás con mis nostalgias ni escribir cartas a desconocidos. Sin embargo, en un momento de la conferencia que dio usted ayer, pronunció la palabra amor y evocó a una dama rusa hecha de luna y sueño.
Aquella carta, me di cuenta enseguida, era mucho más que la precisión de un oyente que ha sorprendido en falta al conferenciante, como ésos que se toman la molestia de escribir para decirte:
—Se ha equivocado usted, no era en 1912, sino en 1909.
No. Aquella carta era mucho más que una enmienda, era la denuncia de una impostura.
Leí hacia el final:
A raíz de su muerte circularon toda suerte de historias y rumores sobre lo que había ocurrido, pero ninguna de aquellas conjeturas rozó siquiera la verdad. Mi madre no era lo que todos pensábamos de ella. Abjuró del honor, traicionó a las personas que la querían, vendió su conciencia, abominó de su patria…
Leí aquella carta cuatro o cinco veces. Primero con pasmada incredulidad. Después para confirmar que no estaba soñando. Luego la guardé en el cajón de la mesilla de noche, salí a la calle Florida, anduve y anduve, y sólo regresé al hotel cuando hube asumido que Agustín Rotaeche me pedía otra vez que intentara abrir el pasado con bisturí y hundiera en él las dos manos, aunque nada de lo que pudiera averiguar cambiara nada de nada. Recuerdo que cuando volví a sumergirme en la carta aún no estaba seguro de que aquellas palabras continuaran allí:
Mi madre no era lo que todos pensábamos de ella…
Leí la carta dos veces más. Y entonces me acordé de la fotografía. Allí estaba ella. Tal como fue en San Petersburgo: una mujer de perfección clásica, con unos inmensos ojos almendrados y el cabello anudado en la nuca y cortado en flequillo sobre la frente. Posaba con un vestido de noche y un collar de zafiros que daba a su cuello el misterio de una ciudad fronteriza. Mirándola, comprendí a Bigas y entendí también la fascinación del cónsul Ruiz de Aguirre.
Di la vuelta a la fotografía y leí:
Olga Rykova, mi madre.
Fotografiada unos días antes de su boda,
en casa de mis abuelos. 1907.
Regresé a la fotografía. No sabría decir cuánto tiempo pasé mirando aquel rostro bañado en luz lunar. Recuerdo que el día ya se iba a pique contra la ventana cuando llamé al número de teléfono indicado al dorso.
Una voz de mujer preguntó quién era.
—Fernando Urtiaga —dije.
—¿Qué desea de la señora? —Quiso saber.
—Soy Fernando Urtiaga —insistí—. La señora Miranda —ella había firmado con el apellido de su difunto marido— espera esta llamada.
Hubo un silencio. Y luego otra pregunta.
—¿Cómo ha dicho que se llama?
—Fernando Urtiaga —repetí a punto de perder la paciencia.
—Aguarde un momento.
Unos minutos más tarde oí en el auricular la voz de otra mujer. Quería saber quién hablaba.
—¡Urtiaga! ¿Es usted Urtiaga? ¿Por qué no lo ha dicho antes?
—Se lo dije a…
—Ay, sí —me interrumpió con un tono de resignación—. Debe disculpar a Sagrario. La pobre es más vieja que Matusalén. Pero ¡qué bien que haya llamado!
Le pregunté si le apetecía reunirse conmigo y hablar largamente de su madre, de Ángel, de Roma… Me respondió que sí.
—Venga mañana a la hora del té —dijo.
A fin de evitar horas de insomnio, a punto estuve de proponer que nos viéramos aquella misma noche. Sin embargo, acepté.
—De acuerdo —dije.
Y en ese momento recordé a Agustín, con su aire de caballero inglés y su sonrisa de Clark Gable, hablándome de Ángel Bigas en la mesa del café Oliver.
No resultó difícil encontrar la dirección indicada al dorso de la fotografía. Tatiana, la señora Miranda, vivía en un palacete del siglo XIX, muy cerca de la avenida Alvear, en La Recoleta. Más que una casa, parecía un gran hotel. La fachada tenía columnas dóricas y grandes ventanales, y el interior no era menos imponente, con techos altos y pilastras, chimeneas de mármol, espejos dorados, muebles estilo imperio y cuadros de las vanguardias artísticas de entreguerras. Aquel edificio había pertenecido a la familia de su difunto marido, un terrateniente argentino con cientos de hectáreas, una extensión de alfalfa del tamaño de Vizcaya y más caballos que Napoleón en plena campaña rusa.
—Me casé en el año 29 —me informó ella después, cuando yo ya le había hablado de Agustín, de su investigación y de las voces escritas que descansaban como objetos muertos e inútiles en mi despacho de Deusto.
Aún recuerdo el tono de su voz, una música extraña e indefinible que unas veces evocaba la pampa argentina y otras un palacio helado de San Petersburgo.
—A la condesa Barberisi le encantaba organizar las cosas, ya fuera una cena, un concierto o una boda. Y aquel año emprendió con avidez la tarea de organizar mi destino. El elegido fue un viudo amable, discreto y rico que pasaba sus vacaciones en Roma. Un porteño de mundo. Pero ésa es una historia que no quiero contar. Usted no ha venido por eso, ¿verdad?
No. Yo no había ido allí por eso, es cierto. Recuerdo el sentimiento de incredulidad que me acompañaba aquella tarde cuando Sagrario me abrió la puerta.
—Entre. La señora le espera arriba.
Sagrario me acompañó hasta el salón donde me aguardaba Tatiana. Allí estaba. ¡La hija de Olga Rykova! ¡Tatiana! Ante mí tenía a una anciana de rostro ovalado, blancos cabellos, porte señorial y una expresión de fatiga que confería a la mirada un aire de baronesa exiliada en el tiempo. La impresión que me embargó de inmediato fue que toda la escena era irreal. Y como al leer la carta que me entregara el recepcionista del Continental o al llamar al portón de la entrada, pensé que caminaba dentro de un sueño. Tatiana estaba sentada en un sillón tapizado en terciopelo. Tenía unos ojos de azul platino y unas cejas espectralmente proyectadas hacia arriba, muy rusas. Al verme se puso en pie y avanzó sonriente. A mi espalda, como una estatua, quedó la criada.
—Buenas tardes, señor Urtiaga. Le agradezco que haya acudido a la cita de una desconocida.
Me incliné sobre la mano que me ofreció, y la rocé con los labios. Era una mano tibia, larga y blanca, algo nudosa, con un perfume a rosas.
—Siéntese… ¿Tomará algo? Puedo ofrecerle café o té.
—Té está bien —dije, mientras, discretamente, hacía un rápido reconocimiento del salón.
Todo, en aquella estancia, constituía un muestrario de excelencias de finales de los años veinte o principios de los treinta, desde el viejo gramófono hasta las flores de discreto azul pálido que decoraban las paredes, como si su propietaria se hubiera obstinado en detener el tiempo en el momento en que había llegado a las costas de América. Recuerdo que pensé en unas palabras del cónsul Ruiz de Aguirre: «Hace años venía aquí, embarcado, el pueblo. Ahora llegan sus antiguos señores».
—Éste es el único lugar de la casa que realmente me pertenece —recuerdo que dijo ella al notar mi ojeo impertinente—. Aquí conservo mis recuerdos, mis nostalgias. Es mi cápsula del tiempo.
Aquellas nostalgias consistían en un florido laberinto de fotografías de la antigua vida en Rusia, que supuse más feliz y cosmopolita. Estaban distribuidas a modo de álbum familiar en la repisa de una chimenea de mármol, justo debajo del retrato de aquel impecable y rígido hombre de mundo, el viudo alegre, el marido muerto, con quien no guardaban relación alguna.
—La verdad es que fue una época de sonámbulos —recuerdo que dijo de pronto.
—¿Qué época? —pregunté.
—Aquélla —dijo señalando las fotografías—. Acérquese… Para que usted comprenda lo que ha venido a escuchar, es necesario que nos remontemos a ese tiempo.
Me arrastró entonces a la chimenea y empezó a comentar cada una de aquellas imágenes que resucitaban la época del último de los zares.
—Ésta es la casa del canal Moika… Mi padre con veintiún años, recién salido de la academia militar… Mi bisabuela Katya vestida para asistir al baile anual del Palacio de Invierno… El abuelo Pablo con su uniforme de embajador…
Qué mundo excepcional aquél. Y qué poco se había salvado. Aquellas imágenes en sepia eran sus últimos despojos, como ceniza en una urna.
—¿La reconoce? —preguntó señalando a una niña vestida de muselina blanca—. Soy yo…
Aquella niña evocaba el tranquilo paraíso de la infancia en el seno de una familia de la aristocracia rusa. La vida como una fiesta, cálida como una dulce y olorosa promesa, tal y como había sido costumbre en ese mundo hasta la Revolución de 1917.
—Ahí está mamá en El Perro Errante… ¿Se da cuenta? Ella y la Ajmátova son las únicas mujeres en la mesa de los poetas.
Reconocí a Olga. A su derecha, con un chal sobre los hombros y un collar de ágatas negras, me miraba Anna Ajmátova, cuyos versos había recitado Olga a Ángel en Bucarest, mientras Europa entera agonizaba en las trincheras.
—Ese chico delgado con una flor de muguete en el ojal que está a la izquierda de mamá es nada menos que Ósip Mandelstam, el autor de Tristia y otros poemas. Aquél con pose de gladiador herido es Maiakovski. Ese Gumiliov. Y este otro de aire ausente es Kyril —añadió depositando en mi mano aquel retrato grupal para que yo pudiera ver más de cerca a los personajes.
Kyril representaba en la fotografía algo más de treinta años. Aunque su parentesco con Olga era remoto, hijos de primos terceros, el aire de familia se aguzaba en las sombras de los pómulos, en la esbeltez del cuello armonioso, en la elegancia natural de sus poses, en el brillo de los ojos.
Kyril… El primo Kyril… Recordaba el nombre. Ángel le había hablado al doctor Hurtado de un tal Kyril en una o varias de las cartas escritas desde Bucarest.
—Fue el primer amor de mi madre. Quizá el amor de su vida…
El tono se había hecho más personal, casi indiscreto.
—Fue antes de su matrimonio —agregó tras un silencio—, cuando era casi una niña. Kyril estaba casado en aquella época. Todo un relato de Chéjov.
En aquel instante entró la criada. Traía una bandeja de plata donde centelleaba un delicado juego de té. Tatiana misma llenó las dos tazas. Aguardó a que yo bebiese el primer sorbo. Entonces dijo:
—Mirando esa fotografía cuesta creer que se hiciera bolchevique. Pero así fue. Agente de la Checa, desde el principio. Kyril era capaz de todo, de todo… Murió con la vieja guardia. Aulló con los lobos, y los lobos lo despedazaron. Presumo que sabe: Stalin y sus purgas.
Aquel dato me sobrecogió. Pero Tatiana no me dejó dedicarme a él como hubiera deseado.
—El matrimonio de mis padres no tuvo muy buena estrella —dijo pasando a otra fotografía donde una pareja de recién casados, que reconocí de inmediato, parecían contemplar el mundo como si hubiera algo que no terminara de convencerlos—. Fue un matrimonio de extraños —añadió con naturalidad—. Papá vivía entregado a su batallón, a los juegos de azar y a las intrigas de la corte. Y a mamá le divertía escandalizar a la gente con su comportamiento bohemio. Frecuentaba, como ha podido ver, El Perro Errante. Y era… muy promiscua.
El Perro Errante, como descubriría después, era un legendario cabaré de la plaza Mijailóvskaia. Para acceder al local había que bajar por una estrecha escalera de piedra y entrar por una puerta tan baja que los hombres tenían que quitarse la chistera. Todas las ventanas estaban cegadas, como para resguardarse del mundo exterior, y las paredes y el techo estaban pintados de flores y pájaros de brillantes colores. La misma Ajmátova había descrito en unos versos juveniles el ambiente decadente de aquel cabaré. Allí, girando sobre sí mismo, el mundillo artístico de San Petersburgo solía asistir a cada obra de teatro, baile, recital o exposición bajo una atmósfera de intrigas y romances avivados por el alcohol.
Aquí todos somos bebedores, todos nos acostamos
con todos. Juntos, formamos una pandilla
de desesperados. Incluso las flores y los pájaros
pintados en las paredes parecen ansiar las nubes.
¿Pensaba en aquellos versos Tatiana cuando me contó que su madre había frecuentado un mundillo abierto a toda clase de aventuras, sobre todo sexuales? ¿O sus recuerdos se fundaban en algunos datos imprecisos, escuchados a hurtadillas por aquella niña de la fotografía a quien el tiempo había transformado en una anciana de cabellos blancos? ¿Había sido aquélla la razón de que Olga acompañara a su padre a Bucarest pocos días antes del estallido de la Primera Guerra Mundial?
—Yo me crie con la abuela Irina y la bisabuela Katya —recuerdo que me dijo Tatiana aquella tarde—. Déjeme que le cuente…
Y entonces me habló de la casa de su infancia y de los juegos en la pista de hielo Yusúpov, del árbol de Navidad decorado con pequeños ángeles de papel satinado y las historias de la bisabuela Katya, en cuyos asustados ojos verdes se reflejaba la llama de la vela que sustituyó a la luz eléctrica en las oscuras noches revolucionarias.
La familia materna de Tatiana había dejado una imagen final, un retrato conjunto de su última fiesta de Navidad, antes de que la Gran Guerra propiciara la Revolución de 1917. Aún recuerdo cómo señaló las caras con su dedo ensortijado mientras recordaba los nombres y contaba qué había ocurrido con cada uno de ellos después.
—Ésa es la abuela Irina. Murió de tifus en la guerra civil. Ella presumía de que no se sentía a gusto más que en nuestra casa de San Petersburgo, en la casa de su infancia en Kiev o de veraneo en Yalta. El extranjero la ponía nerviosa y agresiva. Pero la verdad —sonrió con malicia— se la escuché yo decir a mi madre una tarde que ambas discutían por alguna razón que ignoro. Mi abuela no soportaba descubrir las infidelidades del abuelo, a quien había que estar vigilando siempre porque las mujeres le cautivaban con legendaria unanimidad y lo mismo podía recitar los versos de Pushkin a la señora de uno de sus colegas de embajada que a una mucama de hotel.
Devolví la sonrisa a Tatiana, algo mareado por el anchuroso río de recuerdos que brotaba de sus labios.
—Todo saltó por los aires el año 17… —continuó con los ojos clavados en el retrato de familia.
Después volvió a sentarse en el sillón de terciopelo, mojó los labios en el té y aguardó a que yo tomara asiento para reanudar su relato.
—Aquel año empezó con un Ejército mortalmente herido que fraternizaba con el pueblo y terminó con un éxodo, una secreta ola de pánico. Una noche, la bisabuela Katya tuvo la certeza de que la antigua San Petersburgo no volvería jamás. Como tantas veces desde la llegada de Kérenski al poder, se acercó al abuelo y le pidió que nos fuéramos todos a París. La idea de París era para ella inseparable de la idea de libertad y de señorío, así como la Rusia de la Revolución de Febrero sugería escenas sórdidas y deprimentes. En realidad, tenía miedo. Yo la veía y le veía el miedo. «Aquí no hay nada que hacer», dijo aquella noche con una voz temblona. Lo dijo varias veces, mientras los ojos se le llenaban de lágrimas. Recuerdo que la abuela Irina intentó consolarla y también lo que el abuelo respondió: «Vamos, vamos. No hay que tener miedo a la historia». Pobre abuelo… Podía haberse ido con nosotras, pero aún después de la crecida de los bolcheviques seguía viendo los acontecimientos a través del velo de sus creencias liberales. Hablaba de gobernar con el pueblo, y no por encima de él; comparaba a los bolcheviques con los jacobinos; y creía que se podía luchar contra ellos y salvar los logros de la Revolución de Febrero.
Tatiana me contaba sus recuerdos de Rusia y, cuanto más me contaba, más quería saber yo. Cuénteme cómo huyeron de San Petersburgo a Kiev. Cuénteme lo de Crimea… Hábleme del barco que les llevó a Constantinopla en busca de un lugar seguro. Cuénteme cómo una niña y su madre atraviesan Rusia en plena guerra civil; cómo se pasa de un mundo a otro. Su relato respondió, gradualmente, a mi ansia de saber, a mis preguntas desordenadas.
—Una tarde el abuelo resolvió que todas las mujeres de la casa nos fuéramos a Kiev, con el tío Alexander, el hermano de la abuela. Acababa de regresar de la Duma y, aunque no dijo gran cosa, sus pocas palabras dejaron ver que la ansiedad y el desorden eran grandes allí.
Trenes sucios, empujones, insultos, gritos… Eso conservaba Tatiana de la espantada a Kiev. La despedida entre lágrimas y consejos, las tinieblas de la noche, el tenebroso escenario de pueblos hambrientos y estaciones abarrotadas de gente, columnas de raídos soldados, la ciudad y sus cúpulas de cebolla, la voz del tío Alexander, un coronel de caballería retirado que parecía salido de la guerra contra los tártaros y olía a jabón de afeitar…
—El tío Alexander —sonrió con cierta nostalgia— nos recibió entre copas de plata rebosantes de caviar.
Al sur, a Kiev, iban todos los que no querían saber nada de la revolución. Todo el señorío de Moscú y San Petersburgo se había refugiado allí aquel invierno de 1917. Y durante casi todo el año de 1918 siguieron afluyendo miembros de la Duma estatal, banqueros, industriales, abogados, actores, ingenieros, médicos, escritores… Jamás estuvo la ciudad tan abarrotada como en aquellos días. El empedrado de las calles vibraba con el paso de los regimientos alemanes de húsares y el sonido de la ruleta de los casinos se confundía con los acordes de la balalaica y las risas de plata de las prostitutas.
—Allí —me contó Tatiana— recibimos la noticia de la ejecución del abuelo. Nos enteramos por nuestro antiguo chófer. Durante el camino contrajo la fiebre tifoidea, así que nos dio la noticia y murió. Recuerdo que mi madre perdió el color: envejeció y se afeó, como una enferma. No lloró. Pero le tembló la cara e hizo un esfuerzo enorme para que yo no la viera llorar. Después vino la muerte de la abuela, los atentados contra los alemanes, la rendición del káiser, el ruido de los cañones a lo lejos, los bolcheviques…
Sé que estas frases son pura fórmula, las horribles frases habituales que llenan las memorias de la emigración rusa del siglo XX, no el siglo del calendario, sino el de verdad, el que comienza con la Primera Guerra Mundial. Pero es lo que me narró Tatiana. Y ocurrió así y no hay otra forma de contarlo. Mientras escribo los recuerdos de aquella tarde en la casa de La Recoleta, pienso en el miedo que madre e hija tuvieron que pasar en Kiev después de que los alemanes abandonaran la ciudad, dejando las calles a merced de los bolcheviques y las tropas nacionalistas del atamán Petliura. Pienso en aquella ciudad engullida por los combates a la que más tarde llegaría Ángel Bigas: el toque de queda, los soldados, los regimientos de condenados, el espanto de los golpes en la puerta, el tableteo de los disparos, las viejas mansiones señoriales saqueadas por dentro y arañadas por fuera con marcas de bala… Pienso en la sangre que goteaba, según contaba el tío Alexander, en un canal construido por la Checa expresamente para los ajusticiados.
Pero aquel canal de desagüe sangriento no fue la peor de las pesadillas de Tatiana.
—Una noche —me contó—, junto con las ráfagas de viento, entraron en la casa unos soldados con aspecto de bandidos. Mademoiselle Charlotte, el ama de llaves, se las arregló para mantenerles en el vestíbulo hasta que llegó el tío Alexander. Querían el coche. Y, ya que estaban en la casa, querían comida y algo de vodka para matar el frío. Recuerdo que nevaba. Los copos de nieve volaban delante de las ventanas y en las aceras las ramas de las acacias se doblegaban bajo el peso de la nieve. Aquella noche se llevaron el coche del tío Alexander. Volvieron a la siguiente y a la otra y a la otra… Venían en el coche y pedían comida y vodka. Hasta que una de aquellas noches aparecieron con un color siniestro en la mirada, como de monstruo marino. Sí, olían a sangre, olían a muerto. Aquella noche se llevaron al tío Alexander.
Jamás volvieron a verle.
—Fue entonces cuando mamá decidió que iríamos a Crimea. «Tatiana, no es más que un juego, —me dijo mientras yo cogía la linterna mágica que me había regalado el abuelo y guardaba en la maleta mi pequeño libro azul, dentro del cual llevaba siempre la fotografía de papá—. Tú y yo deberíamos viajar en un tren como el de la zarina y vamos a viajar otra vez en un tren con soldados y campesinos. ¿Te das cuenta de lo extraordinario que es? ¡Oh, Tatiana! Será una aventura, será nuestra gran aventura». Eso me dijo.
Ahora, mientras escribo, imagino la nieve sobre los raíles, las sirenas, el andén lleno de soldados, el tren adentrándose en la noche y las cúpulas de las iglesias de Kiev haciéndose más y más diminutas bajo unas estrellas de escarcha y hielo, y recuerdo a Tatiana cerrando los ojos para evocar mejor la voz de su madre, de Olga.
«Ya verás, te gustará».
De Crimea, Tatiana apenas si conservaba una niebla de imágenes y sonidos. Sólo subsistían en su memoria la casa junto al mar, las fiestas en la playa, la ceremonia del té en el jardín, los barcos que llegaban al puerto de Yalta, donde, al atardecer, solía pasear junto a Olga entre gente que se aferraba con estridencia a su anhelo de felicidad antigua, convencida de que los bolcheviques no llegarían nunca allí.
—Una mañana —dijo mientras el día iba muriéndose sobre las cortinas de damasco—, un joven oficial llegó a casa con un mensaje de papá. Los bolcheviques se acercaban y era preciso salir de allí sin perder un segundo. Poco después las habitaciones estaban llenas de maletas y baúles. Recuerdo a mi madre colocando en ellas la ropa y los objetos personales. Mientras tanto, de rodillas, la sirvienta camuflaba en el forro de los abrigos el dinero, las joyas y los títulos de propiedad que nos acompañaban desde San Petersburgo.
Tatiana recordaba la aglomeración del puerto, la multitud que forcejeaba por conseguir un pasaje a Europa. Aquello era el eco moribundo de la antigua sociedad zarista, una ciudad ambulante que miraba las aguas del mar Negro como se mira un bote salvavidas en medio de un naufragio. Los príncipes y los duques con sus familias y servidumbres, los políticos que aborrecían a los bolcheviques, los poetas que soñaban con París, las actrices del teatro imperial…
—Todo parecía irreal e imposible.
Pero era muy real. Aquellas personas que durante un tiempo habían jugado a ser felices, prolongando en Crimea los atractivos de los años de paz, miraban la línea del horizonte con desesperación. Por mar debía llegar el barco con pabellón inglés o francés que las pusiera a salvo del Ejército Rojo.
—Nosotras —dijo ella— zarpamos para Constantinopla en un espantoso barco griego cargado de frutos secos.
¡Constantinopla! ¡Europa! Una tierra donde nadie irrumpía en las casas, donde las personas inofensivas no eran aniquiladas de un balazo con la coartada de la revolución mundial.
—Constantinopla no es como en el cine ni tampoco como una se la imagina en los cuadernos de viaje de Pierre Loti —comentó Tatiana—. Por lo que me había contado mi madre, Constantinopla era un lugar único en el mundo. «Los siglos son la magia de esta ciudad», me dijo mientras contemplábamos el Cuerno de Oro desde la cubierta, con las maletas esperándonos en el camarote.
Los siglos llegaban a Constantinopla en barco, como las tropas aliadas de ocupación que perseguían al general Mustafá Kemal Atatürk igual que a un bandido.
—Pero yo no encontré nada mágico en la vieja ciudad de los emperadores. No he conocido lugar más sucio y siniestro.
Tatiana hablaba despacio. A veces se interrumpía, como para escuchar los cantos que salían de los minaretes llamando a los fieles a la oración o para seguir con la mirada el puerto rebosante de mástiles y sucio por las humeantes chimeneas de los buques. O bien esas pausas se correspondían, en su memoria, con los largos meses sin saber nada de su padre. La imagino ahora acudiendo al puerto, al atardecer, abriéndose paso entre el amasijo de mozos, agentes de hotel, marinos de medio mundo y caballeros levantinos ansiosos de ser empleados como intérpretes por los oficiales ingleses de la misión aliada. La imagino estudiando los barcos que llegaban del mar Negro, a la espera de alguna noticia sobre el Ejército Blanco.
Todos los días llegaban a Constantinopla refugiados procedentes de Rusia. La ciudad estaba llena de rusos blancos que vivían a salto de mata, vendiendo joyas, objetos de oro y reliquias de familia en los bazares. Muchos habían abandonado su país por respeto al juramento prestado al zar, y esperaban, esperaban, esperaban. Pero ¿qué esperaban? Así como al principio de la guerra pensaban que esta terminaría en pocas semanas o meses, a más tardar, ahora consideraban la situación sólo como un intervalo desagradable. Los hombres volvían de los cafés y de las calles con rumores consoladores: el Ejército Blanco avanzaba, los rojos sufrían una completa derrota. Se necesitaban dos semanas más de paciencia y todos volverían a San Petersburgo. Siempre paciencia. Sólo hacía falta un poco más de paciencia.
—Mis peores recuerdos están relacionados con Constantinopla —dijo Tatiana—. No puede imaginarse el alivio que sentí al abandonar aquella ciudad.
No es que madre e hija carecieran por completo de recursos. El problema estaba en que la mitad de la ciudad acumulaba barras de oro y joyas de contrabando. Aquél era un mercado favorable a los compradores. Olga malvendió algunas joyas para reservar la suite de un lujoso hotel en las escarpadas faldas de Pera, el bullicioso barrio europeo. Y luego se sumergió en la larga fiesta para sobrevivir a la que se entregaban miles de rusos por aquellos días en la ciudad. Teatros, cabarés, clubes de jazz… Rusia se alejaba cada vez más; cada día que pasaba estaba más y más lejos para ella.
—Recuerdo a mi madre llegando al hotel con la luz del alba. Yo escuchaba como haciendo ver que dormía. Sabía que ella prefería creer que yo dormía. Pero aquélla era la hora en que estaba más despierta. La recuerdo deslizándose a oscuras por el dormitorio. Recuerdo el aroma de su perfume francés, comprado de contrabando en algún bazar. Recuerdo la música de sus tacones. Una música seca y dulce a la vez. Surgía del fondo del pasillo, se iba acentuando a medida que se acercaba al umbral de la puerta de nuestra suite, después los tacones dejaban de sonar para volver a hacerlo, ya desacompasados, sobre el suelo de la salita, rumbo al cuarto de baño. Entonces oía el roce de sus ropas y el borboteo del grifo de la bañera. Y al cabo de un rato otro silencio, como el de una ciudad enterrada… Recuerdo aquellas mañanas como si estuvieran ocurriendo ahora. Las recordaré mientras viva. Ella regresaba de La Rosa Negra, un club al que acudía lo más selecto de la colonia extranjera de Constantinopla y donde se cantaba una canción rusa tras otra y se bebía una botella de champán tras otra.
Aquél, según Tatiana, era el limbo que habitaba su madre. Allí había echado ancla. Un limbo que olía a nostalgia, a morfina, alcohol y perfume francés.
Fue entonces cuando apareció el primo Kyril.
—Ocurrió —dijo Tatiana de pronto— a principios de septiembre. Recuerdo que era domingo, porque era el único día de la semana que mamá y yo cenábamos juntas. Salíamos por la puerta del hotel cuando alguien nos llamó. Era Piotr Ippolitovich, el detective del hotel. Piotr formaba parte del vestíbulo del hotel lo mismo que las columnas de mármol negro sobre las cuales se apoyaba el techo de cristal. Era la voz rusa de Pera. Sabía todos los rumores, todos los chismes. Algunos decían que era un antiguo agente de la Ojrana, la policía secreta zarista. Otros que era un arqueólogo famoso de la Universidad de Moscú. A mamá siempre la saludaba con la mismas palabras: «¿Qué quedará de nosotros, querida Rykova? Yo se lo diré: cartas de amor, nostalgia y facturas de hotel sin pagar. Eso dejaremos al morir». Aquella noche, Piotr Ippolitovich rompió el protocolo: «Querida, —dijo—, un compatriota ha venido haciendo preguntas sobre usted. Le ha dejado esto». Y le entregó un sobre azul. Recuerdo que mi madre abrió aquel misterioso sobre enseguida. Del interior salió una nota que leyó en silencio. Luego se giró para mirarme. Su cara estaba muy pálida. Como si le hubieran dado un disgusto. «Hoy cenaremos con el primo Kyril», anunció. No dijo nada más, como si cenar con el primo Kyril en Constantinopla fuera lo más normal del mundo. Intentó sonreírme. Pero su rostro parecía tallado en pedernal.
Kyril las esperaba en un restaurante de Pera. Una terraza con jardín que se asomaba al Cuerno de Oro. Había pedido una botella de champán y contemplaba abismado la ciudad turca: una maraña de pequeños tejados demasiado intrincada como para seguirla con la vista.
—Estaba guapísimo de esmoquin blanco —recordó Tatiana—. Y parecía tan seguro de sí mismo y era tan simpático que me olvidé de papá y de la guerra. El primo Kyril nos ayudaría. ¡Cuántos sueños! Imagínese. Yo entonces ignoraba que él estaba con los rojos.
La cena transcurrió plácidamente. Fue entretenida. Por toda la terraza se oía la música de una orquesta. Bebieron, cenaron, rieron. Y entonces, de forma inesperada y después de un minuto de silencio, Olga dijo de repente: «Cuéntame cosas de tus viajes».
—Más tarde supe —me dijo Tatiana— que, en el sonido de aquellas palabras, mi madre oía el sonido de las noches de San Petersburgo. Y también que, al pronunciarlas, ella veía en los ojos de Kyril cuanto él había traicionado… Todo lo que ella no tardaría en traicionar.
Con un gesto mecánico, Kyril sacó su pitillera de plata y se dispuso a jugar al juego que Olga le proponía: un juego, me explicó Tatiana, al que ambos se habían aficionado en la adolescencia, un juego que consistía en inventar un relato que hiciera desaparecer el lugar donde estaban, el país, todo. «A tu servicio», dijo Kyril encendiendo un cigarrillo. Y a continuación empezó a contar una anécdota de un pasado imaginario.
Por un momento temí que Tatiana pretendiera repetir con todo detalle la historia que Kyril inventó aquella noche para Olga y para ella, pues evocó, punto por punto, el comienzo. Era algo así: «Una vez, en el lejano Congo, mantuve una larga conversación con el reyezuelo local. Nuestro traductor era un cazador de elefantes portugués, un hombre curioso que se adentraba en la jungla con una botella de whisky en una mano y una carabina en la otra…».
De pronto, Tatiana debió de leer cierta inquietud en mi rostro, ya que interrumpió súbitamente aquel recuerdo.
—Perdóneme —dijo con un tono solemne que desmentían sus ojos maliciosos—. No quiero aburrirle. Me acuerdo de la historia entera. Pero como ya digo, no quiero aburrirle.
Entonces me contempló con amabilidad.
—Aquella noche Kyril y mi madre —continuó— se quedaron hablando en la salita de nuestra suite mientras yo me rendía al sueño como quien cae de golpe a un abismo. Recuerdo que los pensamientos que tenía en la cabeza eran como chispas calientes dispersándose y deslizándose dulcemente. Y recuerdo… No sé si ya estaba dormida o no. Recuerdo el ruido de una copa rompiéndose contra el suelo, un grito y una frase: «Es el fin, Olga». Me acerqué a la puerta y me quedé un rato escuchando. Hablaban otra vez en voz muy baja, casi en secreto, como no queriendo despertarme. Oí la voz de Kyril: «Muy pronto no habrá tierra suficiente para cavar tumbas. Y tu aspecto de gran duquesa será poco más que un clisé gastado…». Oí la voz de mi madre: «De modo que es eso lo que te ha traído aquí». Oí la voz de Kyril: «Sólo eso no…». Oía la voz de mi madre: «Entonces qué es lo que quieres…». Oí la voz de Kyril: «Dime cómo te besan ellos. Dime cómo los besas tú…». Parecían enfadados. Hubo un silencio. Lo recuerdo bien. Y después oí algo de una casa incendiada, del abuelo, de papá y del general Wrangel, de Atatürk y los días contados que tenía un tal Curzon en Constantinopla. Un lord, creo. Y con aquel lord todos los ingleses y franceses que daban vueltas y más vueltas y bebían como esponjas para no pensar en todo lo que iban a perder cuando los nacionalistas turcos entraran en la ciudad de los emperadores. Pasaron veinte minutos, o quizá media hora. Todo estaba en silencio. Tenía los pies helados. Tenía sueño. Volví a la cama, que estaba todavía caliente. Sé que me dormí.
Al amanecer algo despertó a Tatiana. Era Olga. Estaba sentada a los pies de la cama.
—Me preguntó si me gustaría viajar a Europa. A Roma. Al primo Kyril no lo mencionó. Jamás comentó ni una palabra sobre lo sucedido la noche anterior. Jamás… Me acuerdo de aquella mañana. De pronto, dijo: «Tu padre ha muerto»…
Tatiana se quedó callada. Una nube de tristeza pasó flotando por los muebles del salón como un escarabajo melodioso. Al cabo de un rato, añadió:
—Y así fue como a finales de 1920, en noviembre, una semana antes de que el general Piotr Nikoláievich Wrangel enviara a Constantinopla ciento veintiséis buques con los últimos restos del Ejército Blanco, mamá y yo embarcamos en un viejo carguero italiano que cruzó el Mediterráneo como un animal prehistórico.
A Tatiana le quedaban pocas cosas que contarme. Apenas me habló de las tardes en el jardín de la casa del Gianicolo. Sabía que yo ya estaba informado. Y, sin embargo, cómo tuvo que adorar aquel ambiente de historias viejas y té con limón.
—La casa de la condesa era como el palacio de una reina de cuento: alrededor suyo gravitaba una corte ensimismada que hacía cuanto podía por vivir a kilómetros y kilómetros de la realidad.
Tatiana recordaba a uno de aquellos visitantes con especial nitidez: la vieja princesa Yusúpov, la madre del asesino de Rasputín, en cuyos ojos ella creía ver el cuerpo ensangrentado de aquel horrible monje que había arruinado el prestigio de los Romanov.
—Vivir con la condesa Barberisi implicaba vivir en otra época. La arena de los relojes caía silenciosa, pero ella aseguraba que no era más que una vieja costumbre. La arena no contaba nuestras horas; nuestro tiempo era infinito. Recuerdo el día que llegamos. Yo le besé la mano, una mano apergaminada, casi arqueológica, en la que centelleaba una sortija de ámbar. «Todavía arrastras en los labios la tristeza de Rusia, —dijo ella. Y respiró con exagerada fruición la brisa vagabunda y alegre que corría por el jardín—. No importa. Pronto te la quitaremos».
De Ángel, su memoria apenas si conservaba fragmentos, astillas. Recordaba cómo miraba a su madre. Los recordaba bailando en el jardín, cuando por fin había caído la noche y la casa se había quedado dormida, bailando al son de una música que ellos tarareaban bajo la pálida luz de los farolillos de papel. Los recordaba riendo, bebiendo. Los recordaba vestidos de fiesta, él de esmoquin, ella de seda verde, saliendo juntos para el cóctel de alguna embajada.
—Había en él un muro que sólo mi madre alcanzaba —dijo Tatiana.
Fue entonces cuando me decidí a preguntar. Anochecía. Tatiana parecía cansada. Recuerdo que articulé con cuidado las palabras.
—¿Qué ocurrió? El cónsul decía que a su madre la mataron por culpa de Ángel. ¿Por qué me dijo usted en su carta que ella vendió su conciencia?
Los ojos de Tatiana lanzaron un destello de piedad.
—¡Pobre mamá! Que Dios la perdone. Desde luego, todo eso de qué, quién y por qué no es más que un cuento para niños. Nadie sabe qué es lo que sucedió. Nadie salvo sus asesinos. Y seguramente todos ellos hace ya tiempo que están criando malvas.
Calló un instante. Y mirándome con irónica animación, dijo:
—Siento quitarle una ilusión. Siento robarle la ilusión de saber quién fue mi madre. ¡Ay!, la ilusión de haberla conocido gracias a ese caballero amigo suyo. Usted sólo ha conocido una ficción de Olga.
—Explíquese —dije intrigado.
—¡Qué tonta! Es verdad. Le mostraré las cartas.
Se levantó y se fue hacia el pasillo. Al regresar llevaba una pila de cartas en la mano. Se sentó, las miró y retiró una que puso en su regazo.
—Hace más de cincuenta años que las guardo. Ahora puede usted leerlas, si quiere. Más de cincuenta años…
Dejó la frase suspendida en el aire.
—¡Qué tonta! —exclamó de pronto—. He dado por hecho que usted habla el francés.
—No… No… —la interrumpí ansioso—. Ha supuesto bien. Lo aprendí en el bachillerato.
—Magnífico.
Cogí las cartas que Tatiana me tendía. Eran del primo Kyril. Aún recuerdo el comienzo de la primera:
Querida Olga:
A mí me gusta decírtelo todo, y por eso te digo que me conmueve que llores alguna vez acordándote de aquellos días. Mentiría si te dijera que cuando más oscura es la noche no siento yo también el deseo de llamar a esa puerta que los dos arrancamos para siempre.
Recuerdo que me olvidé de Tatiana mientras leía: una lectura ansiosa, asombrada, deslumbrada. Recuerdo sus ojos puestos en los míos, esperando la manifestación de mi desencanto, pues aquel epistolario apuntaba posibilidades en las que yo no quería creer. A pesar de algunas referencias al pasado —en una ocasión Kyril escribía: «Los recuerdos me torturan, abrasan como la miel negra»—, no eran la cartas de un amante, ni siquiera las de un pariente. Eran las cartas de un camarada, las cartas de un soñador de paraísos que hablaba de causas perdidas o a punto de perderse y pedía informes sobre la colonia rusa en Roma, los comadreos mundanos de los jerarcas fascistas, los movimientos del embajador soviético, las opiniones del mundillo diplomático acerca de Mussolini y su partido.
—Supongo que comprende su significado —me interrumpió Tatiana después de varias horas de lectura.
Una mueca de desdén contenido se le dibujaba en los labios.
—Sí… —dije.
Y asentí con la cabeza, como hipnotizado, como si las palabras de Kyril me miraran a los ojos. Él, Kyril, era la persona que faltaba en la investigación de Agustín.
—Mi madre —añadió— era una mujer hecha de máscaras. Sí, una máscara superpuesta a otra y así hasta ocultar a una mujer imposible de reconocer. Ella no sólo olvidó mejor que los enfermos de alzhéimer. Hizo algo peor. Aceptó colaborar con los lobos que habían arrasado su hogar y aniquilado a su familia…
Había amargura en su voz. Había un antiguo desencanto y una infinita soledad y también vergüenza y cólera.
—¿Por qué haría algo así? No puedo imaginarlo. No se me ocurre una razón —dije abrumado y confuso.
Tatiana se encogió de hombros.
—No, ¿verdad? Pero era un marco adecuado. La época, quiero decir… Todos los servicios de espionaje intentaban reclutar a mujeres como ella.
No lo entendía. Olga Rykova, ¿una espía bolchevique? Era absurdo. Era lo mismo que un judío convertido al nazismo después de la solución final. Recuerdo que las preguntas se multiplicaban en mi cerebro. ¿Qué había sucedido en Constantinopla? ¿Fue Kyril quien la reclutó? ¿Qué la impulsó a actuar así? ¿Qué sentía por Ángel durante los tres años de comunión feliz en Roma, donde la muerte volaba detrás de ellos en el viento que hacía ondular los árboles del Gianicolo? ¿Y Kyril? ¿Aún lo amaba? ¿Acaso fue su papel de espía el motivo de su muerte? ¿Fue ésa la razón? ¿La descubrieron los agentes de Mussolini, la asesinaron, lo planearon todo para que sirviera de advertencia a Ángel? ¿Algo como «haremos lo que queramos, no podéis detenernos»?
Nunca lo sabré. Nunca sabré nada. Las cartas no sugerían ninguna pista.
—A veces, la realidad es desagradable —añadió Tatiana convincente—. Mucho me temo que su amigo Agustín y usted prefieren los sueños. Igual que el cónsul.
Permanecí en silencio. Pensé en Roma, en Bucarest… Pensé en las revelaciones de aquella correspondencia, sin las cuales Olga y Ángel seguirían siendo dos ingenuos amantes en los márgenes del mundo. Pero aquel pasado que yo había imaginado al sumergirme en los misteriosos papeles de Agustín no tenía ya lugar. Todo era distinto. Ahora me miraban de otro modo los ojos de Olga y sus labios sonreían con distinta sonrisa, incluso el negro rumor de la desgracia sonaba diferente.
—Él —dijo Tatiana calibrando mi silencio— nunca lo supo.
—¿Él? —pregunté.
—Bigas.
Su voz se había vuelto seca y desabrida.
—¿Por qué está tan segura? —pregunté.
Fue entonces cuando me tendió la última carta, la carta que había custodiado en su regazo mientras me tendía las escritas por Kyril.
—Tome.
Era de Ángel. Estaba fechada en 1934, el año de su muerte.
Recuerdo cada palabra de aquella carta. Hoy casi podría recitar de memoria las frases con las que Ángel expresa en ella el deseo de ser enterrado en Roma, junto a Olga. Recuerdo en nombre de qué, en memoria de qué días jamás olvidados, justificaba aquel deseo, su última voluntad.
Yo, Tatiana, llevé la desgracia a tu madre. Ése es mi infortunio. Mis artículos presagiaron su tumba, mis actividades políticas fueron como cuervos.
—Pero no está enterrado en Roma —dije con una voz que no era la mía.
—No. Supongo que alguien en su familia debió de considerarlo una excentricidad —afirmó Tatiana.
Pensé en Carmen Bigas. Pensé en aquella mujer que pasaba las horas sentada junto a una ventana, emanando una amargura incontenible. Pensé en el panteón familiar de los Bigas en el cementerio de Portugalete. La hierba crece salvaje entre las grietas de la piedra y nadie jamás lo visita.
Seguimos conversando. Pero la historia se había agotado. Y Tatiana y yo lo sabíamos.
—Son para usted —dijo de pronto, señalando las cartas a modo de despedida—. Quédeselas.
Había anochecido cuando salí a la calle. Hacía frío y llovía. Mientras oía el sonido de mis pasos bajo la lluvia imaginé a Olga escribiendo aquellos informes que Kyril leía en Leningrado, antes de que la tierra ardiera bajo sus pies. Al llegar al hotel, aún no daba crédito a lo que había descubierto. Recuerdo que leí las cartas de nuevo, una tras otra, una y otra vez. Recuerdo que pasé la noche en vela, la noche más larga y a la vez la más breve de mi vida. Recuerdo que amanecía y mis ojos seguían recorriendo las palabras como si recorrieran viejos caminos, como si las voces lejanas de Ángel, Kyril y Olga me llamaran por mi nombre, como si resonaran en mis oídos, como si las estuviera oyendo. Las voces…, en medio de su ronda mágica escribo estas páginas, en ellas pienso ahora, y en los recuerdos que escuché aquella tarde en la casa de La Recoleta y en la anciana que me los contó, y también en lo que me dijo Agustín Rotaeche días antes de morir:
—Todo se nos escapa. Y todos…, hasta nosotros mismos, como un reflejo en el agua.
La voz de Agustín retumba ahora en esta página, se desmorona en un eco y luego, poco a poco, se deshace, como nieve. Y entonces veo a Ángel, a Ángel a punto de dispararse, y a Olga, tal y como él la conoció en Bucarest, una Venus de Botticelli. Veo a Carmen Bigas… Veo a Carmen del brazo de Alfonso XIII. La veo bailar antes de que su mirada esté hecha de adioses, antes de que el sol se desmorone en el rojo crepúsculo del mundo. Y ese baile en la mansión de la marquesa de Avendaño se confunde con otro no menos lejano en el jardín de la condesa Barberisi. Y no hay nada tan triste y hermoso como esos pasos de baile, como esos rostros que trae y lleva la marea. Nadie sino yo los ve. A nadie le he contado los secretos que callan. Volverían a decirme que camino entre fantasmas. Volverían a decirme que es inútil contar su historia.