Valparaíso, 19 de diciembre de 1954
Anoche soñé con él… Sí, con Ángel Bigas. Estábamos en aquella villa del Gianicolo donde tantas tardes pasamos en compañía de Olga y la condesa. Tenía la misma edad de entonces. Pero la piel de su rostro era extraordinariamente blanca, de una palidez irreal. Me dijo:
—Una persona destinada a perderse es imposible que no se pierda. Un país jamás.
Algo así me comentó. También ella aparecía en mi sueño. Muy linda. Muy quieta a lo lejos. Estaba sentada bajo aquel olmo centenario. Y más todavía que su actitud distante, lo que la separaba de Ángel y de mí era la maravillosa blancura que la envolvía de la cabeza a los tobillos. Dijérase algo delicadamente frío bajo el sol, un espejismo de nieve. Era blanco el gran sombrero; blanco el vestido fuera de moda que ceñía su cuerpo. Al verla bajo el olmo, Bigas me cogió fuertemente del brazo y me preguntó:
—Entonces, ¿estoy aquí a causa de Olga?
—Escucha —le dije—. ¿Por qué la mataron?
—Ahora todo da igual —dijo—. Es demasiado tarde. Siempre será demasiado tarde.
—Pero necesito saberlo.
Esperé a que dijera algo. Pero él siguió callado. Entonces añadí:
—Aquellos días me persiguen con un olfato de lebrel viejo.
Mientras nos acercábamos a Olga, descubrí un objeto entre sus manos delicadas. Era un libro. Pero sus páginas parecían de agua.
—¡Olga! —murmuré—. ¡Olga!
Ángel ya no estaba a mi lado.
—¡Olga!
Ella levantó su rostro y me sonrió. Descubrí entonces que en vez de ojos tenía esas algas verdes que tapizan las rocas de los ríos.
Olga… Olga… Pronuncio su nombre en voz alta y vuelvo a verla como la primera vez. Era exactamente como usted la ha descrito. Así la recuerdo. Sí, me acuerdo de la villa. Recuerdo las veladas musicales, las conversaciones. Me acuerdo de la condesa, de Tonia. ¡Cómo odiaba lo cotidiano! Y el mal gusto. La horrorizaba. Para ella, vivir en el siglo XX era una cosa monstruosa. También me acuerdo de Tatiana. Su gracia, su porte, su dulce cortesía, sus ojos soñadores… Tatiana. Ella escuchaba las anécdotas de la condesa como se escuchan las oraciones en una lengua muerta que apenas se conoce. Tatiana… ¿Qué habrá sido de ella?
¿Rafael, dice usted? Sí, el otro español. Me acuerdo de él. Aquellos días hablaba mucho de Julio César y de cruzar el Rubicón. Y usted dice que él ¿le ha contado qué? Me sorprende que se acuerde de eso. Sí. Yo cortejaba a Olga. Pero ella… En fin, ya sabe… Fue espantoso lo que pasó.
—¡Qué enorme disparate es la muerte de una mujer bella! —me dijo en la morgue Fabrizio del Monte.
Recuerdo que sus ojos brillaban con una intensidad siniestra. ¡Fabrizio del Monte…! Así se llamaba, entonces, el mundo surgido de la revolución fascista. Así eran quienes llegaban a sustituir a los viejos estadistas aplastados por la Primera Guerra Mundial.
¿De verdad siente curiosidad por todo aquello? Una tragedia, créame. Pobrecilla. Más tarde entendí la vergüenza que asomaba en los ojos de Ángel la última vez que nos vimos. Durante mucho tiempo estuve intentando descubrir qué quiso transmitirme con aquella mirada. Parecía desprecio. Luego comprendí. Fue cuando recibí la carta. No me pregunte cómo descubrió que yo había venido a esta casa de Valparaíso. Aquí está mi infancia, ¿entiende? Aquí me encerré como un faraón en su cámara mortuoria. Tiene razón. La carta. Dos frases. Eso fue todo. Rezaba:
Mañana estaré muerto.
Eso decía, sí. Sólo entonces supe cuán firmemente, desde los días aciagos de Roma, le había tenido que atormentar la culpa, ensuciándole, devorándole, quitándole todo lo que tuvo de joven elegido por los dioses.
No me guardes rencor.
Sí. Ahí está. Cuando usted me comunicó su interés por Ángel y Olga, me puse a buscarla. Debe disculpar el desorden. Vivo solo y la mucama está enferma. Aquí. Vea.
Nunca he sabido hasta dónde tuvo miedo Ángel. A veces sospecho que jamás tuvo noción alguna del peligro y que, de haberla tenido, tampoco le hubiera hecho ningún caso. Perdura indeleble en mi memoria una noche, tras una velada musical en casa de la condesa. Aquella noche, al poco de cruzar la puerta, me dijo:
—Si todos se limitan a observar sin hacer nada, antes o después el país entero correrá la misma suerte.
Se refería a la paliza salvaje que una pandilla de fascistas había propinado a un periodista.
—Mussolini es de los que cierran los ojos para matar y se aprovechan de los que cierran los ojos para vivir.
Un idealista, eso era Ángel. Recuerdo los días que siguieron al asesinato de Matteotti. Hará ya treinta años. Los de la Checa estaban muy choreados con el diputado socialista. A pesar de las amenazas, Matteotti seguía denunciando la violencia que había acompañado las últimas elecciones y la vertiginosa corrupción de los jerarcas fascistas. Tal vez, como se dijo después en el juicio, cuando se dirigieron a su domicilio sólo pensaban alguna maldad. Quizá darle a beber un lingotazo de petróleo, cortarle los testículos y metérselos en la boca, o aplicarle la llama de una vela en el ano. No se asuste, hombre, ellos hacían cosas así. ¿Qué puede esperarse de una bandada de cuervos que prometía bombas y caricias de puñal a la oposición? Sé de uno de esos animales que fue a darle el pésame a una viuda y le dejó el pene amputado de su marido en la mano. Sí, sí, como lo oye. Y las puñaladas que le asestaron a Matteotti. Aquella noche, al parecer, se les escapó el cuchillo. Primero tuvieron que mirarse con sorpresa, como diciéndose:
—¡Qué brutos! Así no se mata.
Aquella misma noche enterraron al pobre hombre en un agujero que cavaron en el bosque de la Quartarella, en la campiña romana. Hubo la chillería de rigor en el Parlamento y el caso trascendió al exterior. La versión más repetida decía que la orden de asesinar a Matteotti había partido directamente de Mussolini. La prensa liberal pedía la dimisión del jefe fascista con grandes titulares:
SI MUSSOLINI TIENE QUE DEFENDERSE DE TAL ACUSACIÓN, DEBE DIMITIR
Me acuerdo, sí. Por aquellos días, Ángel visitaba con frecuencia la casa del príncipe Colonna di Cesarò, uno de los jefes más señalados de la oposición. Yo le acompañé a aquel viejo palacete del Aventino más de una vez. Allí la conversación estrella era Mussolini y sus matones. Cada media hora reaparecía el vampiro a chupar más sangre y sesos. Mussolini y más Mussolini era el asunto predilecto de aquellas reuniones, y con frecuencia el único.
No. Ángel no se guardaba su opinión. Recuerdo que hacía bromas sobre los jerarcas fascistas y hablaba de forma muy imprudente.
—De la humanidad a la bestialidad por el camino del fascismo —le oí decir en varias ocasiones.
Más de una vez le advertí, aunque en vano, que tuviera cuidado. No contaba él con el espionaje, que ya cubría con hilos invisibles la ciudad entera, de suerte que nada de lo que ocurría en Roma, por mínimo que fuese, podía guardar su secreto.
—Estamos vigilados nosotros y nuestra correspondencia —le dije una noche.
Él se encogió de hombros.
¡Matteotti! Aquel caso fue el comienzo de todo. Aún recuerdo las fotos de los periódicos: las mujeres de Riano poniendo flores en el bosque donde se había encontrado el cadáver del insigne socialista, el funeral, el féretro llevado a hombros por los parientes y amigos, aquellos diputados socialistas plantados en el lugar del secuestro, repitiendo la frase ingenuamente solemne que se atribuía al muerto:
—Podéis matarme, pero nunca mataréis la idea que hay en mí.
También recuerdo un comentario de Ángel:
—Hay algo que la prensa pasa por alto. No fue el socialismo de Matteotti lo que despertó la cólera de Mussolini, sino su obstinada defensa del derecho.
Sí, sí. Aquel crimen fue una prueba muy seria para el duce. Viéndolas venir, no pocos fascistas que se habían subido al carro de la victoria tras la marcha de Roma desertaron del Gobierno y empezaron a insinuar al viejo Giolitti que estaban dispuestos a cambiar de bando si se les ofrecía un ministerio, si bien no darían el grito hasta que la cosa estuviese hecha.
Pero el duce, claro está, no pensaba rendirse. Sólo esperaba que el fruto cayera justo donde él pudiera recogerlo.
—Hemos ganado una batalla y ahora tenemos que ganar la guerra —dijo en el Parlamento con la voz intimidatoria de un Tiberio.
Pero creo que estoy alargándome. Probablemente conoce la historia. Todo el ruido armado en los periódicos, las conjuras parlamentarias del Aventino, las intrigas de católicos y socialistas…, todo aquello hizo el caldo gordo al duce, que aprovechó el asedio para ajustar cuentas, como si alguien hubiera agitado un nido de avispas. Aquélla fue, creo yo, la ocasión esperada para hacer un escarmiento ejemplar, sin piedad alguna, la oportunidad para dar la primera vuelta al tornillo de la dictadura. Y vaya si dio rienda suelta a sus instintos criminales. 1925 fue testigo de que no se privó de ese gusto. Fue la caza del hombre. ¿No propinaron sus matones una paliza al pobre Amendola que le llevó derechito al cementerio? ¿No tuvieron que refugiarse en el exilio Filippo Turati y el profesor Gaetano Salvemini? ¿No fueron atacados varios diputados frente al Parlamento como una advertencia de que ya no se permitían las críticas? Aquellos días todo el mundo hablaba bajo, con miedo, al oído. Nadie quería exponerse. Y la vida tranquila para quien no comulgara con aquella Sociedad Anónima del Asesinato que se apoderaba velozmente del Estado empezó a resultar cada vez más lejana e inalcanzable.
¿Ángel? Él no se mordía la lengua. ¿Qué me dijo aquellos días? Ah, sí…
—Digámoslo de una vez. El fascismo no es sino un enorme homicidio en marcha. Y quien esté desalentado, se haya vuelto indiferente y no sea capaz de reunir sus fuerzas para oponerse a él no hace más que secundar el homicidio y convertirse en su cómplice.
No. Ángel nunca se resignó al papel oficial del diplomático que sólo participa como observador y el resto del tiempo lo dedica a flirtear con damas extranjeras o a irse de caza. No podía ver las cosas desde lejos.
¿Eso le ha contado Rafael? Me acuerdo, sí, de aquella recepción en los jardines del Palacio Barberini. Pero no fue con motivo de la visita de Alfonso XIII, como usted dice. Aquella recepción fue un capricho del marqués de Villaurrutia. A Roma había llegado una misión militar del Regimiento español de Infantería de Saboya para entregar al rey Víctor Manuel el uniforme de coronel honorario, y el marqués tuvo la feliz idea de obsequiar al cuerpo diplomático con una fiesta en los jardines del Palacio Barberini. Recuerdo que era una calurosa noche de junio. Primeros de junio. Me acuerdo bien de la fecha porque el día anterior Matteotti había exclamado en el Parlamento que el fascismo existía solamente por el terrorismo y una corrupción financiera a gran escala. Fue su último discurso.
Aquella noche el marqués de Villaurrutia destacaba entra la multitud de trajes de gala como un viejo príncipe del Renacimiento. Recuerdo que un famoso guitarrista español interpretó varias sonatas de Albéniz en tanto que alegres y huecos los taponazos del champán se elevaban al cielo estival.
Yo llegué poco antes de la medianoche. Después de malgastar parte de la fiesta junto a unos cuantos diplomáticos empeñados en hablar del escalafón y de asuntos de la carrera, fui de grupo en grupo, paseándome entre los centenares de invitados. No tardé mucho en encontrar a Ángel y a Olga. Ella estaba radiante. Iba vestida con un traje de gasa negra. Tan pronto como me vio, vino a mi encuentro.
—No sé si debería sentirme halagado —observé.
Ella sonrió. Pero al rato apartó su mirada de mí y buscó el grupo del que se había alejado.
—No me gusta aquel hombre —susurró tras un instante de vacilación.
Se mordía un poco el labio inferior, pensativa.
—¿Quién? ¿Giunta? No hay de qué preocuparse. Sólo es un aventurero de Fiume al que Mussolini ha convertido en diputado.
Olga permaneció todavía un momento con los ojos clavados en el diputado fascista. Giunta era un hombre joven, moreno, con un bigote de sello.
—¿Podemos acercarnos?
Era evidente que algo le preocupaba.
—¿De veras es necesario? —pregunté—. Francamente, preferiría contemplar la fiesta desde aquí. Aquí, después de todo —añadí—, existen un sinfín de románticas posibilidades.
Recuerdo que me miró, divertida. Luego me tomó del brazo y nos acercamos al grupo.
Tal y como me temía, pues conocía al sujeto, Giunta era el indiscutible centro de la conversación. Pero la culpa era de Ángel, que en presencia del encargado de negocios francés y del cónsul norteamericano había ofendido al diputado con alguna de sus observaciones.
—Europa debe purgarse de un modo de vida fenecido —aseguraba Giunta solemne—. Europa debe enterrar a sus muertos, no conservarlos en formol.
A pesar de su indignación, al diputado fascista se le veía algo apabullado por el entorno.
—Observo que le divierten mis palabras —apuntó enojado.
—Debo suponer —dijo Ángel— que los crímenes que atenazan hoy Italia son los heraldos gloriosos de esa nueva Europa que ustedes proclaman.
Me sacudió un instantáneo estremecimiento. Olga se estremeció también. Ya se lo he dicho. Aquellos días, entre los extranjeros de Roma había arraigado una tendencia nueva: la de bajar el tono cuando se hablaba de política.
—De repente nos hemos vuelto de una delicadeza algo inesperada. —Giunta soltó una carcajada sarcástica—. Ustedes se indignan con esas chiquilladas que publica la prensa sediciosa. ¿Se indignaban lo mismo cuando eran amedrentados centenares de patronos, de técnicos, de obreros que intentaban eludir la dictadura roja? ¿Dónde estaban estos últimos años, cuando ardían las fábricas, los campos y los ferrocarriles de Italia, los que ahora se aterran y claman contra Mussolini? ¿Por qué no actuaron y gritaron entonces?
La requisitoria se alargó varios minutos.
—La historia es algo demasiado serio para creer que se hace con tinta, en lugar de sangre. ¿O acaso prefiere que los secuaces de Moscú impongan su sistema de purgas en toda Europa?
—Ni Lenin ha desatado las manos a los delincuentes con el entusiasmo con que lo hace hoy su duce.
—¡Eso es una calumnia! —exclamó Giunta.
Estaba hecho una furia. Creí que iba a abofetear a Ángel. Todos lo pensamos. Entonces Ángel sonrió muy amable y con mano de espadachín en guante de seda le dijo al diputado que eligiera hora, lugar y arma. Sí, como lo oye. Aquello fue sencillamente una estupidez.
—¿Así que tiene que batirse con ese fantoche? —me preguntó Olga más tarde.
Aún se bailaba en el jardín. Ángel había desaparecido con el marqués de Villaurrutia.
—A las siete de la mañana, en la Villa Sciarra —dije algo avergonzado—. Hemos extendido el acta en el Círculo de Cazadores. Yo seré su padrino.
Un silencio planeó entre los dos.
Después ella repitió varias veces las palabras:
—Esto es horrible.
En su rostro había terror.
Los árboles de la Villa Sciarra apenas crujían al mecerse sus copas teñidas de oro. Las pistolas se alzaron hacia el cielo. Tres estampidos. Tres veces erró Giunta. En tres ocasiones disparó Ángel al aire.
—Declaro que este hombre ha disparado al aire deliberadamente. Es una injuria más —silabeó el diputado fascista en un italiano de hierro.
Su cara estaba roja de cólera. Sus ojos eran dos navajas afiladas.
—Amigo mío, ¿por qué no le has disparado? Le has causado una ofensa aún más grave —le pregunté a Ángel después, mientras salíamos de Villa Sciarra.
—¿Qué debía hacer?
—No retarle a duelo.
—Pero si no lo hubiera hecho, me habría abofeteado en público.
Arrugó el ceño, como luchando por seguir el curso de su pensamiento disperso.
Acaso él esperaba únicamente los riesgos tradicionales de la intriga política y no se guardó de otros.
—Desengáñate, Ángel —le dije después del discurso de Mussolini del 3 de enero.
3 de enero de 1925, eso es.
—Si estos tipos no se quitan de en medio entre ellos —le dije—, no hay nada que hacer. Colonna y sus amigos son un museo de espectros abandonado a su suerte. Y el rey…, el rey está pasmado.
Nos habíamos citado en el café Greco. Para ser exactos, Ángel me había citado allí la tarde anterior.
—¿Y esto? —pregunté, señalando un sobre que había depositado encima del velador.
—Es una dirección. Necesito que vayas allí y recojas unos documentos.
Parecía inquieto.
—¿De qué se trata?
—Prometo contártelo todo. Pero hoy no.
Tocó el sobre sin moverlo de sitio. Me acuerdo de que sus dedos parecían acariciar una piel viva.
—Necesito que guardes esos papeles unos días.
¿Si recogí esos documentos? Por supuesto. Claro que lo hice. Soy un hombre de honor. Siempre lo he sido. Los guardé en el consulado dos semanas. Al cabo de ese tiempo, Ángel me los reclamó. Y yo me olvidé del asunto. ¿Si los leí? De ninguna manera. No eran asunto mío. Verá… Tenía mis sospechas. Pero ¿cómo podía saber yo que detrás de aquel juego estaba la muerte?
Tres o cuatro meses después, acudí al tradicional cóctel de invierno en casa de mi buen amigo el embajador brasileño Oswaldo Salles, con quien compartía sastre en Roma y una pasión casi enfermiza por las subastas de libros antiguos. El coñac y el vodka eran excelentes, pero la conversación tropezaba en tres idiomas hasta conseguir la casi absoluta somnolencia.
En un momento determinado, fui abordado por Fabrizio del Monte, a quien Salles me había presentado en el funeral de Eleonora Duse, la actriz. Después de aquella ocasión, había coincidido con Del Monte en varias recepciones y alguna fiesta de las muchas que aún celebraba la aristocracia romana en sus palacios.
Del Monte, como Balbo, Del Vecchio o Turati, era la prueba viviente de que todas las revoluciones son, en el fondo, la suplantación de una aristocracia por otra. Nieto de un olvidado héroe garibaldino, había participado en la Primera Guerra Mundial, combatido luego con D’Annunzio en Fiume y llegado al fascismo desde las filas futuristas. En la época de la que le hablo, era el jefe de los servicios de seguridad de la milicia, vestía el frac con desenvoltura y jugaba al gran señor, mundano y escéptico.
Aunque sólo lo decían en voz baja, los jerarcas fascistas detestaban a Del Monte porque no era un camisa negra de verdad. No se había ganado los galones como ellos, peleando con los rojos, atacando los cuarteles de los carabinieri o aplicando al enemigo caricias de puñal. Sus galones los tenía en pago de servicios que nada tenían de heroicos. Y desconfiaban de él. No por cruel. Más bien por cínico. Por las intrigas que se le atribuían. Unos decían que no estaba convencido de su fe fascista. Otros que su moral podría simbolizarse perfectamente con el olor de la mofeta. A Farinacci, más fascista que el duce, se le había oído decir:
—Todo el mundo sabe que se hizo fascista por oportunismo. Yo considero que tiene el suficiente valor personal para dar la espalda al duce en caso de que le parezca conveniente.
Lo primero no debía de ser cierto. Lo segundo, en vista de lo que ocurrió bajo la ocupación nazi de Roma, cuando lo fusilaron por traición dos días antes que al conde Ciano, puede que sí. En cualquier caso, en aquel tiempo Del Monte contaba con el aprecio del duce, que admiraba la sutileza de la que hacía gala para vigilar los movimientos de los que estaban dentro del Partido Fascista y las conjuras de los que estaban fuera.
Aquella noche sus ojos parecían dos volcanes extinguidos, irritantes y duros como la lava.
—Bueno, ¿qué tal le trata la vida, mi querido cónsul?
—Muy bien, gracias. ¿Y a usted?
—Podría tratarme mejor. Pero no me quejo. Por cierto, ayer el señor Farinacci y yo sosteníamos una pequeña discusión.
—¿Ustedes?
Del Monte no pudo evitar una sonrisa, enseñando sus incisivos de hiena, tan amarillos como las aguas del Tíber en verano.
Toda Roma sabía que Farinacci y él no podían ni verse.
—Una muy pequeña, aunque algo acalorada. Tal vez usted pueda ayudarme a zanjarla. Farinacci afirma que sólo fusilando a miles de italianos podremos poner el país en regla. En mi opinión, la política de cementerio jamás resulta rentable. Los muertos no se rebelan. Muy cierto. No hay argumento que pueda oponerse a ese hecho aplastante. Pero tampoco pueden aprovecharse.
Hizo una corta pausa. Después, añadió:
—Bueno, ¿qué me dice?
Dudé un momento antes de responder.
—Tarde o temprano, los muertos siempre resucitan —respondí por fin.
Aquella respuesta pareció gustarle.
—Es un punto de vista —concedió tras quedar un segundo absorto.
Parecía que de verdad meditaba en ello.
—Como usted sabe, querido cónsul —comentó de pronto—, soy un hombre piadoso. Pero ¿qué se puede hacer si la historia toma determinado curso? Usted es un gran conocedor de la antigua Roma, y coincidirá conmigo en que Octavio fue generoso con el poeta Ovidio al condenar sus indiscreciones exiliándole a un poblado horrible y perdido del mar Negro. Tiberio o Calígula le hubieran dejado sin cabeza.
—Ahora no estoy seguro de entenderle.
—Oh, la cosa es muy sencilla. Se lo explicaré. Digamos que, a menudo, en los despachos del poder se pronuncian palabras para que lleguen a ciertos oídos. Son palabras que no deben entrar jamás en los libros de Historia. Hablo de la Historia con mayúsculas, no la miserable de cada día, sino la que está escrita en letras de molde. Me sigue, ¿verdad? Pues bien, a veces, esas palabras llegan a otros oídos.
Hablaba con frialdad quirúrgica.
—Además —añadió—, la necesidad de algunos de transmitir noticias no conoce obstáculos bajo determinadas circunstancias.
—¿Acaso debo preocuparme por algo? —pregunté.
Sonrió.
—Oh, no me refería a usted. Actualmente estoy interesado en un peligroso juego de sociedad. Ciertos papeles que nuestro duce quiere fuera de la circulación. Naturalmente, como puede figurarse, querido cónsul, dispongo de una serie de listas, en una de las cuales también está su nombre.
Me estremecí.
—¿Acaso me vigila?
—¿Debería? —Ahora sonreía con sarcasmo—. Usted es una buena persona. En realidad, me cae simpático. Por eso me siento en la obligación de prevenirle. Italia y su política son asuntos muy arriesgados para que un extranjero se ocupe de ellos.
Su voz tomó una actitud teatralmente paternal.
—No se lo tome a burla, querido cónsul. Debe darse cuenta —añadió— de que no está en mi mano proteger a nadie. No hay manera. El momento es crítico. Se prepara una batalla decisiva. Y ya conoce a mis colegas de partido. Digamos que hay cierta histeria muy difícil de controlar.
Recuerdo que me sentí vergonzosamente amedrentado por aquellas palabras. Apuré mi copa.
—Es muy amable por su parte —dije, preparando la huida—. Creo que tomaré un poco más de este coñac.
—Claro, claro. Es un coñac fabuloso. No le molesto más.
Aquella noche no concilié bien el sueño: la sonrisa tenebrosa de Del Monte, sus palabras frías como esquirlas de hielo. Me desperté de madrugada. Abrí la ventana. La luna volcaba en el Tíber su claridad celeste. Recuerdo que pensé en Ángel. Pensé en aquellos documentos que me había pedido que le guardase. Pensé en Farinacci y su elocuente defensa de una política de cementerio. Pensé en el último discurso de Mussolini. Una imagen no se iba de mi mente. Era un bosque de la Quartarella. Varias sombras arrojaban un bulto humano a un hoyo. Era el cadáver de Matteotti.
Ocurrió una semana después. De pronto se la había tragado la tierra. De la villa del Gianicolo me llamó la condesa para inquirir discretamente si tenía noticias de Olga.
—¿Ha hablado con Bigas? —pregunté.
—Al parecer está en Milán. No, en Turín —respondió la voz de la condesa, intranquila y acongojada.
Funcionarios de la embajada y del consulado chileno colaboraron con la jefatura de la policía italiana en su búsqueda. Los resultados fueron nulos. No había dejado ningún rastro. Nadie sabía nada. A su regreso, Ángel dio un poco de luz al misterio. Olga había pasado en la casa de Trinità dei Monti aquella noche. A la mañana siguiente, cuando él se había dirigido a la estación Termini, ella aún dormía. No había querido despertarla. ¿Después?… Después nadie la había visto. Se había desvanecido. Eclipse total. Sin sombra. Sin reflejo.
—Dormía… —me dijo Ángel.
Trinità dei Monti. En aquella casa estaban solos. Y a salvo, creían, de cualquier indiscreto, de cualquier desgracia.
—Dormía… —repitió.
Su rostro estaba enfermizamente blanco, como en el sueño del que le he hablado antes.
Enseguida tomé la decisión de acudir a Del Monte.
Fue la única vez que estuve en su despacho del Palacio Cenci, pero lo recuerdo como si hubiera estado allí cien veces. Del Monte se sentaba de espaldas a una gran librería repleta de libros de historia. En una de las paredes había un mapa de Roma con chinchetas rojas y negras que indicaban los estallidos de violencia política. Parecía un mapa aquejado de sarampión. En su mesa había dos teléfonos, varias pilas de papeles y un cenicero donde se acumulaba una pirámide de cigarros egipcios.
Sin levantar la vista de lo que estaba escribiendo, me indicó que me sentara en una silla.
—Y bien…
Dejó la pluma y se reclinó en el asiento.
—¿En qué puedo ayudarle?
Mientras le explicaba el caso, mantuvo una expresión distante. Sus ojos, duros como la lava, parecían decirme que, con lo que estaba en juego aquellos días, Olga no le preocupaba más que los gatos callejeros.
—Últimamente ocurren cosas muy extrañas en Roma —dijo.
Recuerdo su sonrisa. Una sonrisa que me dio miedo.
—Y esa señorita…
—Rykova —repetí.
—Rusa, ¿verdad? —preguntó—. Hay cierto encanto en las mujeres rusas que nunca se desvanece. Son diferentes e inesperadas. ¿Una amante tal vez?
Recuerdo que no aguardó mi respuesta.
—No se apure. No hace falta que conteste. Su vida sentimental no es asunto mío. Le prometo que haré todo lo que buenamente pueda —le oí decir.
Me levanté en silencio para despedirme y una vez en pie se apoderó de mí una suerte de pánico, al comprender, con la velocidad y la claridad del relámpago, qué insensatas ilusiones había acariciado al pensar que Del Monte estaría dispuesto a prestarme su ayuda.
Recuerdo los días de espera, pesados como trenes de carga, interminables. Por fin, una noche… Disculpe. No son cosas que me guste recordar. ¿Quiere una copa? Yo necesito una…
Eran dos gorilas. Fornidos, con gafas oscuras y bigotes a juego.
—¿El cónsul Ruiz de Aguirre?
Sentí que se me revolvía el estómago.
—Soy yo.
—Tiene que acompañarnos.
—¿Adónde?
—No se preocupe. Es puro trámite.
Un Ford Sedan de color negro esperaba en la puerta del consulado. Llovía y el coche se deslizó suavemente sobre el asfalto.
—Hay una petaca en la guantera —dijo uno de los dos matones—. A veces ayuda a soportar el tipo de espectáculo que va a presenciar.
—¿Qué espectáculo? —pregunté.
Volvió a atenazarme el miedo, un miedo pegajoso que me acompañaba desde mi entrevista con Del Monte en casa del embajador brasileño.
—Enseguida lo verá. Estamos cerca.
—¿Pero dónde me llevan? —pregunté otra vez.
—Al depósito de cadáveres —dijo el otro.
Sentí vértigo, una náusea se alzó por el esófago como una llama. No sé cuánto tiempo pasé en ese pánico mientras me preguntaba si realmente había oído bien.
—Al depósito… —intenté argüir como quien reza para despertar de un mal sueño.
Pero la risa malévola del que conducía no me dejó evadirme. Como su voz, una voz helada y metálica.
—Yo sólo puedo recomendarle que eche mano de la petaca —terminó por decir después de un silencio que a mí se me antojó inacabable.
En la petaca había coñac. Estaba muy bueno. Me ayudó a respirar mejor, como si hubiera abierto una ventana.
Del Monte me aguardaba en una sala de la morgue. Era una sala espaciosa. Toda cubierta de azulejos blancos. Recuerdo el frío. Recuerdo una docena de mesas de mármol. Sobre tres de ellas había sábanas bajo las que se adivinaban inmóviles formas humanas.
Del Monte retiró la sábana que cubría uno de aquellos cuerpos.
—Apareció esta madrugada en el Tíber —me informó—. Yo diría que la arrojaron por la noche. Sin duda, aún estaba viva.
Todavía me estremezco al recordar lo que vi. No quiero describírselo. No puedo.
—Se han ensañado bien con ella —dijo—. Una pena. Debió de ser muy hermosa.
Estremecido de horror me aparté de la mesa. Ya le digo, era como estar dentro de una pesadilla. Me iba a pique.
—Siéntese, querido cónsul.
Su voz era invariablemente fría.
—Es usted un hombre sensible. Si hubiera estado en la Gran Guerra…
Antes de seguir hablando sacó una pitillera de oro y me ofreció uno de sus cigarros egipcios.
—En Isonzo —comentó mientras se encasquetaba un cigarro en la boca y encendía un fósforo— conocí a un hombre que intentaba escapar del fuego enemigo con los intestinos fuera. Al final se desplomó, y murió retorciéndose como un gusano mientras intentaba incorporarse de nuevo. Recuerdo que balbuceaba el nombre de una mujer.
—¿Qué tiene que ver eso con… esto?
Un golpe de náusea se alzó hasta mi paladar.
—Que ha sucedido, querido cónsul. Vivimos tiempos terribles.
—¿Quién es capaz de hacer una cosa así?
—Sé quién y él sabe que yo lo sé —confesó Del Monte.
Y prosiguió, elegante y cruel.
—Pero debo insistir en mis advertencias. Ésta es una ciudad peligrosa, querido cónsul. Espero no estar siendo demasiado críptico en esto.
Sí, aquellos minutos en la morgue fueron los más atroces que he pasado nunca. Ella…, yo la amaba… Basta. No me haga caso. Soy incurable. A mis setenta y dos años sigo incurable.
Días más tarde fue su funeral. Poca gente, extranjeros en su mayoría. Pero yo no conocía a casi nadie. Sentí la ausencia de Ángel. Luego supe que en el momento en que los demás enterrábamos a Olga, él deambulaba por Roma como un pianista con los dedos rotos. Al conde D’Ugenta lo encontré a dos pasos del féretro, entre Tatiana y la condesa. Recuerdo que Tonia temblaba de frío y tosía con el pañuelo en la boca. Y recuerdo que sólo Tatiana y yo nos quedamos hasta que los sepultureros instalaron la losa de mármol, una igual a la que estaba en la tumba vecina del conde Ludovico Barberisi.
Leí la inscripción:
OLGA RYKOVA ANNENSKI
1889-1925
Y todas las flores que hay en el mundo
florecieron para acoger su muerte
Se me llenaron los ojos de lágrimas… Qué rara sensación me causó ese nombre familiar grabado para siempre en una lápida. Pensé en las tardes resplandecientes en la villa del Gianicolo. Pensé en Ángel. Pensé en la conversación con Del Monte. Pensé en aquellos documentos que yo había guardado durante semanas en el consulado.
Ay… Si envejecer consistiera en contemplar sereno las cosas del pasado. Pero no es así. Nunca es así. Aún me asalta el recuerdo de la morgue. Sus ojos. Sus ojos cerrados. Muertos. Por siempre. A menudo, sueño con ellos. ¿Si le pregunté a Ángel?, dice. Claro, claro que le pregunté. Dos días después me pasé por la Trinità dei Monti. Recuerdo que hablamos a largos intervalos, como dos viajeros en una sala de espera que matan el tiempo mientras aguardan la llegada del tren.
—Necesito saber —le dije.
Pero él no estaba interesado en darme ninguna explicación.
—Ángel —repetí.
—Qué.
—¿Qué había en los documentos?
Su contestación fue de una dureza de húsar:
—Nada que pueda cambiar lo ocurrido.
Pasó un minuto que me pareció un siglo. Entonces hice la pregunta que me quemaba en los labios:
—¿Por qué querría alguien asesinarla?
Me pareció incómodo, con ganas de quedarse solo. Como si tuviera una necesidad de olvido que yo estaba pisoteando.
—¿Quién crees que podía querer hacerle daño? —insistí.
—Nadie —dijo hacia dentro, como si escarbara entre la niebla.
Recuerdo el silencio. Y sus últimas palabras antes de comprender que no me diría nada, antes de entender que debía irme.
—Este país es como una escena del Juicio Final.
Por primera vez, aquella noche, me miró fijamente. Tenía una mirada apagada, casi vegetal. Tuve la impresión de que estaba muy lejos: un desierto, las ruinas de una civilización antigua. Ahora sé que por primera vez en su vida sentía vergüenza.
Eso es todo lo que supe por Ángel. Poco más que nada. Aunque le contaré otra cosa. Por esas fechas, antes de que la Checa le aplicara un tratamiento del que no se recuperaría jamás, el periodista Piero Gobetti publicó en Turín un largo y explosivo artículo sobre Mussolini, plagado de detalles y apoyado en fuentes exclusivamente fascistas.
Fue una bomba.
Mussolini y sus juicios acerca de Matteotti y las últimas elecciones, o sus comentarios sobre los jerarcas fascistas y la corrupción dentro del partido, eran algunas de las piezas de aquel artículo. Pero había mucho más: Farinacci, Balbo, el papa Pío XI, el rey Víctor Manuel… Por no hablar de las actividades de la Checa y las órdenes dadas por el duce a los salvajes que la componían. Unas insinuantes. Otras contundentes.
«Debe ser golpeado»…
«Debe rompérsele la espalda»…
«Se le debe eliminar»…
«Hay que darle una lección»…
«Hay que quitárselo de encima»…
¿Quién había facilitado aquella información a Gobetti? Se habló de un grupo de fascistas que conspiraba para deshacerse de Mussolini. Se mencionó el nombre de Del Monte… He dicho Turín, sí. Eso también creo yo. Estoy seguro. Aquel artículo se escribió con los documentos que yo le guardé a Ángel. Los mismos documentos de los que Del Monte me habló en casa de mi amigo el embajador del Brasil. Allí, en aquella información que hizo pública Gobetti, está la respuesta. Allí flota el cadáver de Olga. ¿Absurdo? Usted no sabe qué tipo de monstruos rodeaban a Mussolini. Pobrecilla… Pobrecilla… Estoy seguro. A Olga la asesinó la Checa o alguien parecido. Y la orden vino de muy arriba. Estoy seguro, sí. Fue planeada, preparada y ejecutada. Créame, fue un asunto político. Porque no se trató de una desaparición silenciosa, sino pública, destinada a servir de advertencia. ¿A quién? Pues a quién si no: a Ángel. El verdadero culpable fue Ángel. Él fue una maldición para ella. Para todos. Su idealismo… Nada puede excusarlo. Fue un imprudente. Un sonámbulo. ¿Para qué tanta valentía de folletín? No, ella no tenía que terminar así. ¡Era tan hermosa! ¿Es justo que se truncaran así sus días? Él… Ellos… Sabían… Sabían… Debe disculparme. No puedo quitarme de la cabeza sus ojos, su cuerpo devorado por los peces. Quisiera olvidar aquella morgue. Pero los azulejos blancos, las mesas de mármol, el frío, las inmóviles formas humanas bajo las sábanas… regresan y regresan. No se hace a la idea…, no se imagina la razón que tenía Catulo cuando escribió que el olvido es el bálsamo más precioso, la mejor bendición.