Coria, 23 de septiembre de 1954
No sabes bien cómo me apenó el fallecimiento de tu padre. ¿Cuánto hace ya? ¿Tres, cuatro años? ¡Cinco! Alguien me dijo, al volver de la iglesia de las Mercedes, que con él enterrábamos una época. ¿Sabes lo que le contesté?
—Una época, sí. Pero de palacios, jardines, carrozas y libreas.
A tu padre siempre lo imaginé como el producto final de una tradición peculiarmente vascongada: la de los Caballeritos de Azcoitia. Desde los conciertos de cámara y las cenas de etiqueta hasta la selección de sus citas y lecturas, siempre me hacía pensar en uno de aquellos aristócratas ilustrados que encontraron la fórmula mágica para ser perfectos cortesanos y perfectos caballeros de provincia. Aún lo recuerdo inclinado sobre una guía ilustrada del año 1852 con la palabra París en letras doradas sobre la cubierta. Aquellos lugares desaparecidos —la Maison Dorée, la sala de Frères Provençaux, el Jardin Mabille—, él los leía como una novela de Proust. También lo recuerdo riéndose con los versos de Arquíloco, el poeta griego del siglo VII antes de Cristo.
—A los antiguos les debemos todo —decía en la tertulia del Lyon d’Or—. Ante todo les debemos agradecimiento.
Yo tomaré un whisky. ¿Otro? ¿Con hielo?… Sí. Aquí, en Coria, voy estando muy bien. Mientras Liliana se ocupa del campo, yo disfruto de la lectura o me entretengo montando y desmontando relojes antiguos. Agustín de Foxá, que también ama las casas palacio con jardín y naranjos, relicarios y archivos, me dijo hace unos años:
—Desengáñate, Rafael, te has convertido en un terrateniente.
Me temo que ya entonces tenía razón… Ministro, consejero nacional, procurador en Cortes, académico de la Lengua… ¿Cómo dice la sombra de Aquiles? «Prefiero ser un labrador en casa de mi padre que un monarca entre los muertos». Después de todo, ¿qué son esas reuniones a las que he tenido el privilegio de asistir? Asuntos administrativos, discusiones burocráticas… No. No hay nada más agradable que dejarse ir a la sombra de estos naranjos, junto a un libro y un buen whisky. Apartado de Roma y del césar, que diría Horacio.
Bien es cierto que al principio —Liliana puede decírtelo— me horrorizó la obligación de tener casa y residencia en Coria. Sin embargo, ahora encuentro el pueblo paradisíaco. Ya dicen los místicos que las cosas de áspero principio son las de Dios y acaban con mil gustos del alma, mientras las del demonio empiezan con halago y dulzura para acabar dejando un sabor triste y amargo…
Pero tú has venido a conversar sobre Ángel. Los Bigas, decías en tu carta. Ángel Bigas. La rusa. Sí. Claro que sé quién es Olga Rykova. Él la conoció en Bucarest. En los años de la Primera Guerra Mundial, creo recordar. Yo la traté un tiempo en Roma. Entonces debía de tener unos treinta años y, según me dijeron después —Roma, en cuestión de cotilleo, no se distingue de un burdel o de una peluquería de señoras—, su marido, nieto de un gran duque, había muerto en la guerra civil rusa. Era muy hermosa, sí. Una belleza antigua. Parecía una de esas blancas Magdalenas pintadas en el ocaso de la escuela italiana. Qué clase de mujer, no sé decirte. Para mí fue un misterio. Una infinidad de misterios. Tal vez Ángel los conociera todos, pero no lo creo.
Foxá, sí… Por supuesto que recuerdo esa conversación con Foxá. Fue en casa de Aurora Lezcano, marquesa de O’Reilly, durante uno de aquellos almuerzos que se alargaban hasta el amanecer. Alguien, creo que fue Ruano, al dirigirse la conversación hacia la enigmática muerte de Ángel, dijo que éste había tenido dos períodos:
—En el primero —comentó— fue un bon vivant mediocre que escribía en un castellano estropeado. En el segundo fue un bon vivant estropeado que escribía en un castellano mediocre.
Observación maligna que Foxá se apresuró a combatir con gesto de abate girondino.
—Querido amigo, no niego que Bigas fuera un hombre de mundo dispuesto a morir por la democracia, que es como morir por el sistema métrico decimal. Pero sugerir que su prosa era mediocre no resulta nada elegante. Moralmente, al menos. Bigas era un gran escritor. Un hombre culto, de talento, al que fulminó la política.
—Todo un Hamlet —replicó Ruano—. Un Hamlet convencido de que si caía Alfonso XIII, al día siguiente todos los españoles seríamos más honrados.
—Así de misteriosa es la aristocracia del dinero, y ésos son los hijos que engendra en pleno ocaso —contestó Foxá, rápido como una centella—. Arrogantes, ilusorios, inevitablemente derrotados.
Recuerdo que, para calmar las discrepancias, Aurora hizo que nos sirvieran un refrigerio en el que predominaban los dulces en versiones admirables que ella misma había supervisado. Sí. Me acuerdo bien. Aquella tarde hablamos de todo lo que se había dicho de Ángel cuando lo del contrabando de armas y el estallido de Asturias. Que si cumplía órdenes de Azaña; que si había añadido un sangriento eslabón a la desgracia de su linaje; que si había estado en los preparativos de la Revolución de Octubre para vengar la ruina del padre; que si con el suicidio había comprado un silencio de siglos… El caso es que el aire trágico de tales rumores suscitaba en Foxá un gran interés. Ya lo conoces. No creo que exista mucha gente a la que la vida y la edad hayan cambiado tan poco como a nuestro amigo el conde. Hasta el día de su muerte seguirá siendo el mismo: un impenitente soñador, atraído siempre por lo lejano y misterioso, con un jardín borbónico por fondo y un ocaso de otoño en la distancia.
—¿Sabes algo de una dama rusa? —me preguntó en un aparte.
—¿La Rykova? —le contesté yo.
Y entonces le dije que sí. Sí que sabía. Y le conté lo ocurrido en Roma. Lo que había sido de ella. Lo que yo sabía. No mucho, por cierto.
No ha pasado tiempo. Ha pasado un mundo. Te parecerá cosa de transmisión de pensamiento, pero, días antes de que me anunciaras tu visita, me acordaba yo de la tertulia del Lyon d’Or. Fue allí, entre el doctor Areilza, Pedro Eguillor, tu padre y muchos más, donde conocí a Ángel. Presidía, como siempre, Eguillor. Por cierto, que ya entonces, al hablar de nuestras desventuras nacionales, don Pedro tronaba desde su escaño cafeteril contra los charlatanes del Parlamento.
—Aquí no queda ya más que apelar a la espada y que el juicio de Dios imponga con la sangre la sentencia —repetía.
Pero me estoy desviando. No era mi intención ponerme a hablar de Eguillor. En realidad, me ha venido ahora a la mente porque su exaltado militarismo terminó por ahuyentar a Ángel de nuestra tertulia del Lyon d’Or.
—Uno de estos días —me dijo antes de salir para Bucarest— a don Pedro le van a dar la medalla del Mérito Militar.
No tengo que decir que yo buscaba con afán el diálogo de Eguillor, cuya elocuencia e intuición histórica me fascinaba. Parodiando la observación del filósofo, nada de cuanto ocurría en el mundo le era ajeno.
—A la hora de la historia, basta de historias —recuerdo que exclamaba después de la tragedia de Annual, cuando los que no se habían dolido jamás de nuestras guerras civiles españolas se dolían de que Francia y España encendieran en Marruecos la guerra civil, la guerra entre indígenas.
También recuerdo de Eguillor algo que me han contado. Algo que, según parece, dijo después del suicidio de Ángel, a quien siempre protegió con paternal simpatía:
—Sí. Él traicionó a su país. Sí. Puede que lo hiciera. Pero ¿quién de nosotros no ha traicionado algo o alguien más importante que un país?
A Ángel no lo volví a ver hasta la época en que ambos coincidimos en Roma. Fue después de que Torcuato Luca de Tena me ofreciera la corresponsalía de Abc en Italia.
¿Cómo olvidar el primer contacto con la Ciudad Eterna? Roma es como el mar: antigua, siempre nueva, misteriosa. Recuerdo mis primeros paseos. Peregrino apasionado, todo me deslumbraba. Ahora bien, mis preferencias estaban no con los césares, sino en la ciudad de los papas. Te aseguro que si alguien, en aquellos días, me hubiera preguntado ¿qué te gustaría ser?, no habría tardado ni un segundo en contestar que un príncipe de la Iglesia. Sí, un cardenal del Renacimiento. Al igual que Urbano VIII, que no vaciló en arrancar las piedras del Coliseo para construir el Palacio Barberini, entonces magnífica residencia de la embajada de España en el Quirinal, yo habría dado todo el Coliseo por la Villa Médicis, el Foro por la plaza de España, el Arco de Tito por los frescos de Rafael o el retrato de Inocencio X en la Galería Doria, el Panteón por la iglesia de Il Gesú. Los Colonna, los Borghese, los Barberini, los Farnese o los Della Rovere me interesaban mucho más que los Julio-Claudios, los Flavios o los Antoninos.
¡Qué época aquélla, Agustín! Eran las vísperas de la marcha fascista sobre Roma. Los socialistas asaltaban los trenes; en las calles explotaban granadas de mano; los escuadrones de camisas negras gallardeaban de acá para allá dando tiros y palizas. Por todas partes se repartían boletines escritos a máquina en las oficinas del fascio. Allí se hablaba de las huelgas boicoteadas victoriosamente y de la bellaquería de los caudillos del Lavoro, emboscados en los pasillos de Montecitorio.
Aquellos días, Mussolini se parecía a Cromwell y a Napoleón.
—Hoy somos un partido y mañana —proclamaba despectivo y sonriente, con un gesto crudo, de dientes afilados y ojos alegres— seremos el Estado.
Recuerdo mis primeras crónicas para Abc. Yo recogía en mis artículos aquellos momentos de exaltación patriótica. Me acuerdo de «La guardia sin rey ni tambor». Una crónica premonitoria, pues la escribí meses antes de que Mussolini tomara el poder. Allí decía yo que sin rey ni tambor, sin identificación con la casa de Saboya y con el Ejército, el invento del fascio no funcionaría. Decía también que los grandes cardenales —Mazzarino, Richelieu, Cisneros— habían sabido disfrazar la dictadura como mandatarios del rey, y añadía que, lejos de aquella lección, el movimiento de Mussolini corría el riesgo de evaporarse.
—Si el fascio quiere ganar la partida —escribía allí—, tendrá que gritar «¡Viva el rey!» y poner la mano en los cañones. No basta hacer sonar el clarín de Italia. Mussolini necesita también un tambor.
Después, pero eso ya lo sabes, el fascismo se hizo monárquico. Después, se hizo Gobierno. Después, militarizó a sus huestes, las armó y equipó. Después dio la batalla a los masones e hizo renacer el cristo en las escuelas. Sí. Años después, el tambor llamó a la guerra. Acabó como acabó. Una guerra no ganada nunca es popular… Pero volvamos a la historia que te interesa. Otoño de 1922. Marcha fascista sobre Roma. Oh, sí, recuerdo a Mussolini gritando «Viva il Re! Viva l’Italia! Viva il fascismo!» como si estuviera ocurriendo ahora mismo, aquí mismo, entre el whisky, la cena y el naranjal. Aquella noche dormí en el Bristol, y quise tener de par en par abierta la ventana a la plaza Barberini, que era donde estaba el cuartel general fascista. Recuerdo los camiones y autobuses cargados de escuadristas que llegaban para recibir órdenes. Recuerdo las columnas con gallardetes negros. Las hogueras. Los clarines. Aquella canción que había resonado estrepitosamente a lo largo del Corso:
Giovinezza, Giovinezza, Primavera di bellezza…
Me acuerdo también de las escuadras inacabables desfilando ante el rey. Eran miles, cien mil camisas negras pasando frente al balcón del Quirinal con rosas en los puñales y en los fusiles. Durante cinco horas, en pie, Víctor Manuel III presenció, saludando, aquel homenaje. El sol se apagó al fondo, sobre el Tíber. Se hizo de noche. Pero las escuadras seguían desfilando y el rey continuaba en el balcón entre candelabros encendidos.
Dos noches después, nuestro embajador ante el Quirinal, el marqués de Villaurrutia, Ángel y yo comentábamos el comportamiento del rey, de quien Ángel decía:
—Se cree que tiene ideas, pero jamás se las ha comentado a nadie.
El marqués no acertaba a comprender cómo podían existir hombres tan fatuos que se pasearan de aquella guisa por las calles de Roma.
—¡Qué opereta! —repetía.
Estábamos reunidos en la biblioteca del Palacio Barberini.
—Estos fascistas —tornó a decir el marqués con su sonrisa de caballero galante— son niños anticuados. Aún no saben que a los héroes, después de haber salvado el tesoro a costa de mil fatigas y peligros, siempre se les dice que tal vez hubiera sido mejor no salvarlo. Créanme. De aquí a unos años, todos ellos dormitarán roídos por la hormiga de lo vulgar. Ya me parece verlo. Alguna penuria. Una mujer ajada y agria. La ilusión de otra hembra. La taberna. El burdel…
—Se equivoca usted, don Wenceslao —dije yo—. Por sus almas corre aquel sueño de Maquiavelo, aquel Arno imperial que va pidiendo sangre. Hoy Roma tiene un papa, un rey y un césar.
—Supongo que Italia volverá a vivir las luces del Renacimiento si Mussolini llega al poder —intervino Ángel al conjuro de mi comentario.
—¿Por qué no? —dije yo—. Alguien tiene que restaurar el orgullo en este país. Alguien tiene que traer orden.
—Claro. Y, para restaurar el orden, ¿quién mejor que el hombre que está armando todo este lío? Ya le veo la lógica —dijo Ángel.
Y contó que aquella misma tarde, paseando por el Corso, había visto una cuadrilla de camisas negras apaleando al secretario del Partido Comunista en las mismas narices de los carabinieri. Antes le habían afeitado sus barbas y melenas de apóstol ruso, pintándole la testa con el tricolor italiano. A una oreja le llegaba el verde y a la otra el encarnado.
—Todo esto es estética y mala estética —insistió el marqués, que podía decirlo todo porque no esperaba ya nada de los hombres.
No. Pese a nuestras diferencias políticas, yo no abandoné la cordialidad amistosa con Ángel. ¿Él? Bueno… Ángel es otra historia. Por aquel entonces, le veía con frecuencia en el café Greco. Él vivía muy cerca, en la Trinità dei Monti, en un palacio un poco conventual que le había alquilado a una marquesa tronada que aseguraba ser prima de los Borghese. Sí, una suerte. En la Trinità dei Monti, es cierto, está guardada toda la soberana dulzura de Roma. ¿Qué decía D’Annunzio? Ah, sí: «Entre el obelisco de la Trinità y la columna de la Concezione está suspendido como un exvoto mi corazón católico y pagano».
Pero hablábamos del café Greco, ¿verdad? Antes de acercarme a la redacción de La Tribuna, a comentar las noticias del día con su director, yo tenía la costumbre de desayunar en aquel adorable y viejo rincón de Roma. Todas las mañanas veía allí a Ángel. En su mesa de costumbre, creo yo, le gustaba evocar a Keats, a Shelley, a Byron. Tú, que has estado, sabes bien que aquel café es como un perfume, un aroma que te arrastra al tiempo de los sans-culottes y las locuras de Napoleón. Pues bien, una mañana me encontré a Ángel con el Abc desplegado sobre la mesa. Para mi sorpresa, estaba leyendo mi último artículo, uno en el que yo comentaba mi visita a un convento del siglo XVI.
—¿Sabes, Rafael? —me dijo después de elogiar la prosa de aquel artículo—. A veces, cuando leo alguna de tus crónicas, tengo la sensación de estar ante un contertulio de Pico della Mirandola o un polémico acompañante de Poliziano.
—Yo hubiera preferido a Leonardo —sonreí.
Fue entonces cuando me dijo que conocía una villa en la colina del Gianicolo que, estaba seguro, yo apreciaría como nadie.
—Tiene, al entrar, un patio del Vignola y una fontana que rodean tiestos de palmeras, y más allá un jardín cuidado sin tener en cuenta el mundo exterior. El salón tiene vistas a ese jardín. Las escaleras son de mármol blanco, y hay un medallón de Cellini incrustado en el muro, a la altura del recodo.
Fascinado, yo escuchaba.
—Stendhal debió de pasear por ese jardín en su época de cónsul en Civitavecchia, porque en algunas entradas de sus Crónicas italianas describe una villa parecida en esa parte al Gianicolo.
Se quedó callado durante un momento.
—Me encantaría verlo —dije.
Sonrió. Y, al cabo de un momento, comentó:
—Si quieres vamos esta tarde. Conozco muy bien a su dueña. Estoy seguro de que seréis amigos.
Así conocí a Olga y a la abuela materna de Petya, Antonina Kuvshínnikova, Tonia, la condesa Barberisi, a cuya generosidad debían Olga y su hija el refugio hospitalario de aquella villa del Gianicolo. ¿Petya?, preguntas. El marido de Olga. El marido muerto.
La condesa era una anciana de cuerpo menudo, un derruido escombro que se asía infructuosamente a los apéndices de la vida. Tenía, no obstante, una voz imponente, una memoria prodigiosa y un destello en los ojos con el que parecía adivinar lo que estabas pensando. De niña la habían tenido en las rodillas personajes que habían nacido antes de la toma de la Bastilla y las guerras napoleónicas, afrancesados que leían a D’Alembert, trataban al príncipe Sheremetev y acudían a los bailes de máscaras en el Palacio de Invierno y a los recitales de la Casa de la Fuente para oír cantar a la Praskovia. Ella, luego, se había casado con el embajador de Rusia en París durante el reinado de Alejandro II, había vivido los días del Segundo Imperio y había frecuentado los salones de madame de Récamier y la princesa Mathilde. Más tarde, tras la derrota de Sedán y los horrores de la Comuna, la condesa había regresado a San Petersburgo para casarse con el conde Ludovico Barberisi, embajador de la República Italiana en Rusia.
—Aquéllos eran buenos tiempos —decía.
Fue junto al conde, su segundo marido, con quien se había instalado en la villa del Gianicolo a finales del siglo pasado.
¡Qué no habían visto los ojos de la condesa! Tantos hombres y tantas mudanzas.
—Recuerdo a Alejandro Dumas… —contó en una ocasión—. Una noche, en el salón de la princesa Mathilde, recitó unos versos muy ingeniosos sobre los dos Napoleones:
En sus fastos imperiales
tío y sobrino son iguales;
el tío tomaba capitales;
el sobrino toma nuestros capitales.
Qué no recordaba la condesa. Y, como prefería la conversación a cualquier otro pasatiempo, sus anécdotas sobrenadaban en la corriente del Tíber cual galeones colmados de picantes especias del Nevá. Tenía presente la política enérgica del reinado de Alejandro III; aún recordaba el célebre Bal noir, cuando la muerte de algunos miembros de la realeza europea no sólo no impidió el baile imperial, sino que lo hizo aún más distinguido, pues se obligó a todo el mundo a vestir de riguroso luto; contaba los amores de Alejandro II con la princesa Jurkevskaya; y describía el atentado que acabó con la vida de aquel zar.
Sólo un país como Rusia podía haber engendrado a la condesa Barberisi. Su propia vida parecía contener los estremecimientos de cien novelas. Adoraba la originalidad y el despilfarro, pero la revolución le había privado de todas sus posesiones en Rusia y ya no podía seguir recibiendo con la suntuosidad de antaño.
—Doy gracias a los bolcheviques —decía con una voz clara y zumbona— por haberme dejado en la miseria. Realmente, me han ayudado a descubrir mis verdaderos amigos.
No obstante, aquella gratitud tenía sus límites. Además de su nieto Petya, la condesa había perdido en la revolución a una hija y varios sobrinos.
Dos años antes, Olga y su hija habían llegado a Roma con la noticia:
—Petya ha muerto.
Desde entonces, la condesa y Olga se habían ido acercando hasta convertir el discurrir de las tardes romanas en algo más que una consolación. Era una costumbre que, según la condesa, habría de prolongarse hasta su muerte. Y, claro, también estaba la niña, Tatiana, a quien la condesa adoraba.
¿Si me acuerdo de la villa? ¿Cómo olvidarla? Aún conservo en la memoria el sendero de cincuenta pasos que daba al jardín. En la villa de Adriano, en Tívoli, al hilo de un gran muro, entre ruinas y cipreses, hay un paseo así donde el emperador se entretenía con filósofos y favoritos. También aquel sendero y aquel jardín del Gianicolo conocían la conversación. Los tapiales habían sido pintados de países fabulosos y pérgolas floridas, y en las tardes cálidas solía reunirse allí la camarilla habitual de la condesa: algún antiguo general zarista, aristócratas apergaminados, dos o tres diplomáticos retirados, una decrépita celebridad de la ópera… Recuerdo a la vieja princesa Yusúpov, la madre del asesino de Rasputín, y entre los invitados más jóvenes, al cónsul de Chile, Ruiz de Aguirre. El cónsul era el favorito de la condesa entre el corro de pretendientes que rodeaba a Olga. Era alto, rubio y solemne, y cuidaba mucho de su barba fina, bien cortada y débil. Vestía elegante, gustaba de los vinos, que en Italia son selectos, y era muy amante de los libros antiguos y de las rarezas bibliográficas. Otro de los personajes que visitaba la villa era el conde D’Ugenta, un fiel ideal del señor italiano del siglo XIX. El hombre más cortés que haya conocido nunca. Aunque vivía en Roma, en un desvencijado caserón altamente blasonado, donde, según decía, pasaba las horas con los muertos, los libros, el conde hacía frecuentes visitas a Venecia, su ciudad natal. En la capital era literalmente adorado por toda la aristocracia. Su vida había sido interesantísima: soldado, diplomático, músico, novelista, vivía una bien ganada gloria y era en aquel momento considerado como uno de los máximos compositores de Italia.
—Pero la música de la naturaleza es la música más bella —recuerdo que decía el conde D’Ugenta—. Querida señora —miraba a Olga—, ¿sabe cómo es el canto de las cigarras? Chirrían. Chirrían. ¿Y sabe lo que quiere decir? Que están enamoradas —añadía socarrón—. Y viven un solo verano.
Sí… Me acuerdo. Me acuerdo de la tarde en que conocí a Olga y a la condesa Barberisi. ¡Cuarenta grados de calor! Era Roma, aquella tarde, una vasta pesadilla de insolación, un infierno de plazoletas, arquitecturas y jardines, cuyas estatuas evocaban el paraíso de los héroes desnudos. En el jardín, a la sombra reparadora de un viejo olmo, estaban ya el cónsul Ruiz de Aguirre, el conde D’Ugenta, la niña Tatiana, Olga y uno de aquellos viejos generales zaristas. Tatiana y la condesa hablaban con el general y el cónsul Ruiz de Aguirre pedía al conde D’Ugenta noticias en torno a una rarísima edición de la novela de Apuleyo Metamorphoseon adquirida por él pocos días antes… ¿Olga?… Olga se aburría. Ella era diferente. No era como los demás. Algo inquietante. Algo demasiado inquietante se escondía en su mirada…
Es posible, sí, que con el paso de los años mis recuerdos hayan perdido nitidez, que las cosas no sucedieran tal como me vienen ahora a la memoria. Recuerdo las veladas musicales. Tatiana al piano. El conde D’Ugenta al violín. Ambos sabían escucharse. Sabían ponerse de acuerdo. Tatiana tenía también una voz muy bonita. A veces cantaba con mucho sentimiento romanzas rusas tradicionales. Una tarde interpretó a dúo con la vieja cantante de ópera un fragmento de Madame Butterfly. Fue algo sobrecogedor. Desde el mayordomo a las sirvientas, todo el mundo acudió aquella tarde a la sala de música para oírlas mejor. Las risas y los aplausos duraron una eternidad. Luego se sirvió té, vodka y pasteles. También recuerdo otra ocasión en que Olga recitó en francés un poema de una escritora rusa. Anochecía. La condesa acababa de evocar los bailes de su juventud en la noche de San Petersburgo, aquellos mismos bailes en los que, según ella, Pushkin había malgastado su vida.
—Olga, querida —dijo de pronto—, ¿cómo era aquel poema que leíste ayer?
Olga estaba hermosísima aquella noche. O así al menos es como la recuerdo. Todos frente a ella. Ella mirándonos sin vernos. Lejos. En otra parte. Nunca olvidaré los versos. Ni su voz.
Se fue, no como:
sin gusto el pan.
Como cal es todo
lo que alcanzo.
… Para mí, era el pan,
era nieve.
La nieve ya no es blanca,
el pan es sin sabor.
Sólo la muerte hubo de interrumpir aquellas veladas.
¿Qué sucedió? No lo sé muy bien. Nunca supe los detalles. Fue misteriosa para todos, quizá misteriosa también para ella misma, pues este suele ser el destino de las mujeres bellas que mueren jóvenes. De hecho murió sin que yo supiera que se estaba muriendo. El día de su asesinato yo viajaba a Venecia con Liliana; el día que la mataron yo cruzaba el Gran Canal en una embarcación alquilada. Cuando regresé a Roma me esperaba la noticia. Ruiz de Aguirre decía que había sido un crimen político. ¿Quién? Según el cónsul, los matones de la Checa. Pero ¿qué tenía que ver Olga con Mussolini y su guardia pretoriana? Todo parecía endiabladamente absurdo para resultar cierto.
No. No. La prensa apenas se hizo eco del asunto. ¿Qué era la muerte de una emigrada rusa en comparación con las cosas que estaban en juego aquellos días? ¿Ángel? Verás, mi relación con él se había resentido debido a mi opinión favorable a la dictadura de Primo de Rivera. Cuando Olga apareció muerta en el Tíber, ya apenas nos soportábamos. De pronto, si nos poníamos a discutir, saltaban chispas. Un día, en el café del Greco, yo le había espetado que culpar a los dictadores era muy fácil.
—Acaso sea más justo —le dije— culpar a quienes comprometen el ejercicio de la libertad civil, abusando de ella contra la vida de la nación y las sagradas funciones del Estado. Son los minúsculos Marat los que hacen venir aprisa las dictaduras como un remedio amargo, único y urgente.
A partir de aquel día, si nos cruzábamos en el Palacio Barberini, nos saludábamos con la desgana de dos viejos conocidos. Ángel lo decidió así. Y yo correspondí evitando los lugares que él frecuentaba. Fue entonces cuando dejé de aparecer por la villa del Gianicolo.
¿Si recuerdo la última vez que visité la villa de la condesa? No. No me acuerdo. Tampoco sabría decirte la última vez que vi a Olga. Probablemente, durante alguna cena en el Palacio Barberini. Ella solía acompañar a Ángel en aquellas ocasiones. Ahora que lo pienso, puede que fuera en la velada que celebró el marqués de Villaurrutia con ocasión de la visita del rey Alfonso XIII y del dictador Primo de Rivera. Me doy cuenta ahora de que aquella pudo ser la última vez que vi a Olga. Aquella noche, creo recordar, Ángel protagonizó un sonado incidente con el diputado fascista Giunta, el mismo que, en pleno debate parlamentario, se había alzado de su escaño para gritarle al portavoz comunista, con la diestra en la pistola:
—¡No hablará más! ¡Si dice una palabra más, disparo!
Aunque no me hagas mucho caso. Hay ciertos recuerdos… ¿Los rumores? De los rumores que corrieron por la embajada sí me acuerdo, claro. Pero ¿qué aclaran los rumores? En cuanto al final de la estancia romana de Ángel, conozco una versión. Se habló, es verdad, de un despacho en Madrid donde describía los crímenes, corruptelas e ineficacia del fascismo. Hubo también quien atribuyó a Ángel, en una pincelada de novela negra, no sé qué intervención en una trama conspirativa para atentar contra Mussolini. Pero yo estaba en Roma y no fue así. Sí, sí. Deja que te cuente… Había pasado un mes desde que sacaran el cadáver de Olga del Tíber… Una mañana, estando yo en el Palacio Barberini por algún asunto que no consigo traer a la memoria, el marqués de Villaurrutia me pidió que pasara a su despacho.
—¿Sabe usted la última? —me preguntó don Wenceslao.
—¿Qué última?
—La última de Bigas —suspiró—. ¿No lo sabe acaso? Primero el asunto ése de la rusa. Y ahora… Véalo. Véalo usted mismo.
Me alargó entonces la orden de expulsión firmada por Mussolini. El Gobierno italiano le daba veinticuatro horas para abandonar el país. Lo acusaba de espionaje.
—Bonito embrollo —dije.
—Y que lo diga.
La ira asomaba a los ojos del marqués.
—Puedo entender aquel feo asunto con ese estúpido de Giunta. Pero ¿a quién se le ocurre publicar lo que ha publicado en esos periódicos? Este muchacho es peor que la pólvora. Es como si no supiera el país que pisa. No, no. No me vaya a elogiar ahora el espíritu de la juventud italiana. Sé lo que opina usted. Usted ve en Mussolini una especie de condottiero a caballo. Pero esas salvajadas de las que se hace eco la oposición son más bien propias de Monipodio y aquella cuadrilla de pícaros que retrató Cervantes en una de sus novelas ejemplares.
—Sin barbarie, don Wenceslao, no hay héroes que valgan.
—No se haga ilusiones con los fascistas, Rafael. Esto acabará con un cambio de casacas. Y si no, al tiempo.
El marqués hizo una mueca. Parecía haber recobrado la calma. Me contó entonces que las opiniones desplegadas por Bigas en ciertos periódicos habían desatado la ira de Mussolini, especialmente susceptible en todo lo que concerniera a su fama y a la imagen exterior del fascismo.
—¿A quién se le ocurre mofarse en público del duce y de esa guardia pretoriana suya? Y el seudónimo. Como si hoy alguien pudiera ocultarse en Italia detrás de un seudónimo.
Así es. Fue un artículo lo que provocó que Mussolini declarara a Ángel persona non grata. Aquel artículo, publicado en la prensa de la oposición y en periódicos de Londres y París, retrataba al duce como un megalómano capaz de arrastrar al Viejo Continente a una nueva guerra. «El perro sin collar». Así se titulaba.
Recuerdo… Decía cosas así:
Hoy es difícil evocar la libertad de prensa en Roma sin ser acusado de Mata Hari o de sobrino de Lenin.
De Mussolini y su política exterior, decía:
Anda corriendo por todas partes y mordiendo a todos.
No recuerdo más. Me acuerdo, eso sí, de que un día llegó la orden de Madrid. Al marqués de Villaurrutia la solución adoptada en palacio le pareció humillante.
—Por lo visto, Primo de Rivera ha inventado una censura más cruel que los calabozos del conde-duque de Olivares: la patada en el culo.
Don Wenceslao se refería al nuevo destino diplomático de Ángel: secretario de primera en la embajada de Venezuela.
—Me envían a Maracay a tomar el sol con ese campesino de Gómez —me dijo él, días antes de abandonar Roma.
Sonrió. Pero no daba la impresión de que aquello le hiciera ninguna gracia. Parecía un muerto con aquella risa tan rara.
Eso es todo lo que recuerdo. Todo lo que puedo contarte. No volví a ver a Ángel hasta los años de la República. Para entonces, la barrera que nos había separado en Italia se había convertido en un muro. Yo estaba entonces en tratos con José Antonio para lanzar Falange. Por el contrario, Ángel era gran amigo del generalito Guzmán y del grupo de ateneístas que rodeaban a Manuel Azaña.
Sí. En varias ocasiones coincidí con él en casa de la señora Chávarri. Casi no había envejecido, pero ya no era él. O eso, al menos, me parecía a mí. No. De Olga nunca dijo una palabra. Que yo sepa no habló con nadie de ella ni de las extrañas circunstancias que envolvieron su muerte. Ni siquiera con su hermana, a la que adoraba.
—No sé nada de eso —recuerdo que me dijo Carmen, la hermana, después de nuestra guerra civil—. Ángel siempre se negó a hablar de sus años en Roma.
Fue la última vez que estuve en casa de Carmen Bigas, cuyo salón yo había frecuentado en los tiempos de la Primera Guerra Mundial. Aquel día ninguno de los dos pudo animar la conversación. Ella parecía ya una emperatriz en el destierro. De vez en cuando miraba entre los cortinones y los postigos entornados los mástiles del Abra.
—Algo, sin embargo, tuvo que pasarle, porque a partir de entonces fue otra persona. Aunque en realidad su vida, y la de todos nosotros, había cambiado ya con la quiebra de mi padre.