Nuevo León, 23 de julio de 1954
Querido Agustín:
La última vez que nos vimos fue al declinar el pasado mes de junio. Hablamos entonces de Ángel Bigas y del asunto Turquesa. Por usted supe la versión de Horacio Echevarrieta, y yo le conté detalles curiosos que usted ignoraba. Pero ni yo estaba bien de salud ni me sentía capaz de formularle en rápidas pinceladas el episodio del alijo de armas en Asturias.
—Se lo daré por escrito —le dije cuando nos despedimos.
¿Se acuerda? Prosigamos, pues, el relato…
Como usted sabe, en 1931, a poco de instaurarse la República en España, varios revolucionarios portugueses refugiados en París se trasladaron a Madrid, donde los Gobiernos monárquicos no les habían permitido establecerse. Desde Madrid veían factible derribar la dictadura. Pusiéronse con esta idea a conspirar contra el general Carmona, y se las arreglaron para comprar una partida de armas cortas y comprometer la adquisición de otra, mucho más importante, de armas largas con sus correspondientes municiones. Para esta última operación contaron con la simpatía de Azaña y sirvioles de intermediario don Horacio Echevarrieta. Bigas, como ya sabe usted, estaba metido en el ajo.
Pero el negocio del contrabando con fines políticos es caprichoso y variable. Pasó el tiempo, y los portugueses no llegaron a hacerse con los fusiles porque Echevarrieta no pudo pagarlos. Fue así como quedaron almacenados en Cádiz, dentro de cajas señaladas con el supuesto destinatario: Horacio Echevarrieta.
A pesar de lo que se dijo después en la prensa, yo, por ser ministro de Hacienda, no tuve ningún papel en la conjura. Estuve apartado de ella, pero siguiendo su curso a través de informes fidedignos que nunca me suministró Azaña, porque jamás le pregunté nada ni me dijo media palabra sobre el particular.
Veo qué se está preguntando ahora:
—¿Quién le entregaba a usted aquellos informes?
Y yo le contesto de inmediato: Morais.
Todo, como se dice en las novelas, dio un giro insospechado a principios de 1934, cuando el señor Alcalá-Zamora franqueó la puerta del Gobierno a personajes (piense en Gil Robles y su CEDA) que, por ser contrarios a la República, se habían abstenido de dar su voto a la Constitución. Fue entonces cuando el Partido Socialista Obrero y la Unión General de Trabajadores decidieron ir a la revolución. Y yo me valí de Bigas y Morais para adquirir el cargamento estancado en Cádiz. Lo gracioso, en este caso, fue que el Gobierno de entonces, ávido de deshacer aquel lío administrativo de una venta de armas a Abisinia, metía prisa para entregar cuanto antes fusiles que habían de utilizarse contra él.
—Déjeme ver si lo he entendido —preguntaba Morais—. ¿Quiere decir que es el Gobierno quien nos apremia a que saquemos el armamento presto en Cádiz?
—Suena a chiste —admitía Ángel—. Pero así es.
Mas sin un transporte era difícil no dejar rastro del verdadero destino de las armas. Fue por eso por lo que Bigas, comisionado por nosotros, le compró uno de sus mejores barcos pesqueros al excontralmirante Ramón Carranza, armador andaluz, reaccionario hasta el tuétano, diputado monárquico que en las Cortes de 1934 se distinguía por su agresividad contra Azaña y contra mí. El señor Carranza no se detuvo en averiguar qué uso tendría la nave. Le pareció bien el negocio, y asunto concluido.
—El Gobierno —recuerdo que dije en cuanto se cerró el asunto del transporte— proporciona las armas y un enemigo acérrimo nos facilita su transporte. ¿Cómo puede sospechar nadie de tales auxiliares?
—Excelente —se animó Morais.
Como sabe, aquel barco se llamaba Turquesa.
Según referencias que se dieron para su despacho reglamentario, el Turquesa navegaría, primero, a Francia; y en Francia el cargamento se trasbordaría al buque que debía llevarlo hasta Djibouti. Aquél era el puerto por donde se efectuaba entonces el comercio marítimo con Abisinia. Sin embargo, subiendo por el Atlántico, el Turquesa no llegó al litoral francés, pues echó anclas en el fondeadero gallego de Estaca de Bares. Allí, un diputado socialista y el capitán del barco convinieron lugar, día y hora para el primer desembarco. Estaba acordado que parte de la mercancía se destinaría a Asturias y parte a Vizcaya.
Aunque mis amigos de Asturias pretendieron disuadirme, yo resolví presenciar ambas operaciones.
—Voy a ir a Asturias —le dije a Bigas por teléfono—, y he pensado que tal vez le gustaría venirse conmigo. Salgo dentro de media hora.
Recuerdo aquella conversación y que ambos partimos de Bilbao a media mañana. Nos acompañaba un joven portugués delegado de los Budas. Un tal Oliveira.
Era casi medianoche cuando llegamos a la playa de Aguilar. Recuerdo que se nos acercaron cuatro compañeros y que nos tumbamos sobre la arena a esperar.
Todo era frío, negro y quieto, como la pistola que el portugués se había metido debajo de la americana al salir del automóvil. A veces, al apagarse el rumor del oleaje, yo oía cuchichear a otros grupos próximos que no conseguía distinguir. Pasada la medianoche, un sinfín de linternas enfocaron hacia el mar. Parecían luciérnagas. Aquélla era la señal convenida. Pero del mar no venía ninguna respuesta. Pasó media hora. Pasó una hora. Y nada. De pronto, un emisario nos avisó de que el Turquesa se había presentado frente a la ría de Pravia.
—Allí aguarda a las lanchas transbordadoras.
Entonces salieron de las sombras hombres y más hombres y comenzaron a trepidar motores de camiones. Una procesión de estruendo, alborotando dormidos pueblecitos, emprendió la marcha hacia Soto del Barco como una larga mancha vacilante de la luna. Bigas, el portugués y yo nos pusimos algo distanciados, a la zaga del estrepitoso cortejo.
Cuando llegamos a orillas del Nalón, cerca del puente por donde lo cruza la carretera, varios camiones ya estaban cargados. Aún quedaban muchas cajas sin transportar cuando uno de los centinelas, descendiendo presuroso, avisó:
—¡Viene la Guardia Civil!
Oí descorrerse el cerrojo de no sé cuántas pistolas.
—No vale la pena verter sangre por salvar una mercancía que se perderá irremisiblemente —expliqué al pronto, con ánimo de imponer mi autoridad a quienes querían resistir—. El tiroteo atraerá más guardias. Retírense ustedes.
Como advertí que nadie se movía, reiteré la orden:
—¡Retírense ustedes, he dicho!
Esta vez obedecieron. Nos quedamos solos Bigas, el portugués y yo. Sin hablar, salimos a la carretera y seguimos cuesta arriba. Frente a nosotros, cada vez más cerca, sonaban recios pasos. Muy cerrada, la noche no nos permitía ver nada.
—¡Alto! —gritó una voz.
—¡Alto está! —respondí yo.
Entonces vimos como dos sombras, dos guardias que venían en pareja, se separaban y, quedando uno tras otro, se echaban los fusiles a la cara, apuntándonos.
—¡Arriba las manos! —gritó la voz que había sonado antes en la oscuridad.
Levantamos los brazos y continuamos inmóviles. Uno de los guardias avanzó hacia nosotros sin bajar el fusil.
—¿Quiénes son ustedes? —preguntó.
—Soy el diputado Indalecio Prieto —contesté bajando los brazos.
—¿Indalecio Prieto, el exministro?
—Sí, señor: el mismo.
Bajando el arma, se acercó para reconocerme.
No se trataba de una pareja de guardias civiles, sino de carabineros, y entre ellos gozaba yo de mucho afecto. El cabo, pues cabo era el jefe de la pareja, me tendió cariñosamente su diestra mientras exclamaba:
—¡Qué sorpresa encontrarle y qué alegría saludarle!
A seguida del saludo, vino una pregunta inevitable:
—¿Pero qué hace usted por aquí a estas horas?
Improvisé entonces una historieta:
—Estamos entre hombres cabales —dije—, y no procede hablar con remilgos. Estos dos amigos y yo vamos de excursión con tres muchachas. Y como yo, por mi significación política, estimé escandaloso llegar los seis en pandilla al hotel de Avilés, donde debemos pernoctar, acordamos que el automóvil con las mujeres fuese por delante y que luego de dejarlas en aquella villa retrocediera a fin de recogernos a nosotros. Mientras tanto, paseamos para estirar las piernas.
Aquel cabo consideró acertadísima la decisión. A su vez explicó:
—Pues nosotros dormíamos tranquilamente en nuestro cuartel cuando un vecino ha venido a avisarnos de que ahí, en la ría, se está haciendo un alijo. Nos hemos puesto el uniforme y vamos a ver qué hay de cierto en ello.
Temeroso de que la cosa terminase a tiros, yo procuraba mantener el diálogo en voz muy alta para que percibieran su tono cordial cuantos aún estaban escondidos. El cabo nos estrechó la mano y siguió carretera abajo.
—Con Dios…
—Con Dios —murmuró el portugués, con la barbilla apoyada en el pecho, como si lo hubiera adormecido mi explicación.
Proseguimos la caminata, a la espera de que algún compañero acudiera en nuestra ayuda. Pero nadie lo hizo. Como desconocíamos el terreno, nos extraviamos. Mientras tanto, el teléfono había funcionado con presteza. De varios puntos salieron patrullas de guardias que fueron apresando a los fugitivos. Mas nosotros caminamos kilómetros y kilómetros sin topar con alma viviente.
Nunca hice yo caminata más larga.
Amanecía cuando dimos con un rapaz que sujetaba la yunta de bueyes a una carreta. Nos miró con desconfianza aldeana. En verdad, tres señorines, fatigados, polvorientos y lejos de todo poblado urbano, eran dignos de recelo. Hube de discurrir una nueva historieta: nuestro automóvil se había averiado y necesitábamos otro, pues al chófer, que quedó guardándolo, no le era posible repararlo.
—¿Dónde hay un garaje para alquilar un coche?
—No haylo hasta Avilés.
—¿Y falta mucho hasta Avilés?
—¡Oh, sí, mucho! Pero si aprietan el paso llegarán a Piedras Blancas a tiempo de tomar el tranvía que baja hasta Avilés.
Disipada su desconfianza, el zagal nos asesoró cumplidamente. Piedras Blancas estaba en la ladera opuesta.
Sacamos fuerzas donde parecía no haberlas y emprendimos la ascensión a paso redoblado. Poco antes de la cumbre, vimos salir de una casita que la coronaba a un hombre cuyo atuendo me sorprendió, pues no era de labriego, sino de obrero fabril. Al divisarnos, se sentó en el pretil del camino, frente a la casa.
—Ustedes no son de esta comarca —nos dijo ofreciéndonos una jarra llena de agua y tres vasos—. Porque de serlo —añadió con ojos de felino— no se les hubiera ocurrido subir hasta aquí por el camino real, sino por el atajo, ahorrando más de la mitad del recorrido.
Nos señaló la empinadísima y zigzagueante senda que cortaba la carretera en varios puntos.
—Pero ¿cómo es posible? —exclamó de pronto, contemplándome con ansia—. Para mí que es usted Prieto.
Me eché a reír.
—Es la segunda vez que me confunden hoy con Prieto. Por lo visto, tengo algún parecido.
—Usted es el compañero Prieto —reiteró con su mirada de gato, y al momento agregó que podíamos fiarnos de él, pues militaba, y desde hacía mucho tiempo, en el Partido Socialista.
Confesé.
—Vamos a tomar el tranvía para Avilés.
—Iremos juntos —se ofreció.
Echamos a andar. Otros obreros afluían por caminitos y veredas a la carretera. Supliqué a nuestro samaritano que no me identificara ante los camaradas, pero el secreto, retozón, se le salía del cuerpo. Abandonándonos por instantes, juntábase a grupos de delante o de detrás, y yo adivinaba qué les decía.
—Ése, el más gordo de los tres que van conmigo, es Indalecio Prieto, pero callaos porque no quiere que se sepa.
Así llegamos a la estación tranviaria.
—Cuidado con esa tía —me previno señalando a una mujer de aire gazmoño—. Es la cacica de los clericales y, si supiera quién es usted, lo denunciaría en Avilés.
El tranvía, que iba atestado, se paró frente a la fábrica de Arnao. Allí quedó casi vacío. Todo el mundo se apeó menos la cacica, Ángel, el portugués y yo, que seguimos hasta Avilés.
Fuimos de Avilés a Oviedo en un automóvil de alquiler que condujo Ángel, y de Oviedo a Bilbao en otro auto perteneciente al diario socialista Avance. Durante el viaje casi no hablamos, pero yo tampoco esperaba otra cosa. En los ojos y en los hombros nos pesaba la noche. Toda una laguna de sueño.
Llegamos a Bilbao a mediodía. En los periódicos vespertinos ya se publicaban relatos detallados del alijo de armas en Asturias y de mi sospechosa presencia en la zona, cosa sorprendente para cuantos se cruzaban conmigo en la calle o me veían en los cafés. Dormí pocas horas y a la mañana siguiente viajé a San Sebastián para concurrir al entierro del ex Director General de Seguridad, mi buen amigo Manuel Andrés, asesinado dos días atrás por pistoleros de Falange. Recuerdo que le propuse a Ángel que fuera conmigo a San Sebastián, sin conseguirlo.
—Me quedaré aquí hasta que sepa algo del barco —me dijo.
—Tenga cuidado. Conviene que le vean en público.
Sonrió. Y prometió tener en cuenta mi consejo.
El resto ya lo sabe. El Turquesa convirtiose en un buque fantasma hasta ser descubierto tranquilamente atracado en el río francés Adour, cerca de Bayona. Y Ángel… Bueno… Ángel se fue a morir. ¿Qué importa por qué?