Nuevo León, 25 de junio de 1954
Bigas… Bigas… Qué ayer más amargo el nuestro. Y no crea usted —en mi caso, al menos— que la amargura proviene del recuerdo de nada deshonroso que muerda mi conciencia. Nada de eso; mana de un insondable fondo de tristeza. Aquí, en Méjico, mis recuerdos giran más en torno a personas que a sucesos. Y las personas a quienes más quise se han ido ya del mundo. Son sólo sombras.
Me acuerdo, claro que me acuerdo. Sepa usted que fueron Bigas y Morais quienes se presentaron ante el gerente del Consorcio, el general López Gómez, para pagar las armas y poder sacarlas de Cádiz. Sé lo que usted piensa. Es muy difícil separar lo verdadero de lo falso en todo este asunto. Para colmo, parte del sumario abierto por el juez Alarcón ya no existe. Ardió en Oviedo junto a otras muchas cosas. Sólo queda la ceniza. Sin embargo… En fin, míreme a los ojos. Yo le aseguro que fue Bigas quien hizo de intermediario nuestro. Y también fue él quien nos mencionó la existencia de aquel barco que podíamos adquirir a precio de saldo. Nada puede cambiar esos hechos. Así como nada puede cambiar lo que sucedió después.
¿Don Horacio?, dice. ¿Eso le ha contado? He de confesarle que recordar a Echevarrieta me pone triste. Y, francamente, prefiero no hablar de su papelón en el embrollo de las armas. Le diré, porque eso no puede perjudicarle, que nuestra amistad de más de veinte años se vino a pique cuando siendo yo ministro de Hacienda no quise recibir a March. ¿Acaso debe recibir un ministro a un contrabandista notorio que mina artera y cuantiosamente rentas del Estado? No lo recibí. Y March, que prometía sacar a don Horacio de su apuradísima situación económica si yo cedía a entrevistarme con él, se negó a lanzarle el salvavidas.
Fue Bigas, sí. Así fue. Yo creo que él veía las cosas desde lejos. Lo que ahora leemos hacia atrás, a mí me da la impresión de que él lo venía rumiando hacia delante. Después de Italia, después de Alemania, después de Austria…, tocaba España. Era sólo cuestión de días. La República se desplomaba.
—Diría —recuerdo que me comentó en los pasillos del Congreso, con motivo del feo drama de Casas Viejas— que se ha acabado la época de los errores y ha comenzado la de las traiciones.
No, no… Él nunca militó en partido alguno. Él era un idealista, un romántico. ¿Qué pasaría por su cabeza? ¿Qué temores? ¿Qué desengaños? Agotamiento nervioso, dijo el médico de la familia. Y algunos comentaron que dijo eso por no decir locura, como tendría que decirse de no existir ese moderno eufemismo. Pero la locura no es una puerta por la que se salga y se entre cuando uno quiere. Y Bigas no era un loco. A mí me da la impresión de que se le echó encima todo su pasado. Vamos, que su apellido le traicionó; que al final no sólo no le sirvió de nada, sino que empezó a herirle como un perro rabioso. Puede también que fuera un hombre débil, dominado, no sé, resentido por haber perdido la corona. ¿Qué corona?, dice. La corona de su abuelo. La corona de su padre. Como sabrá, los Bigas tuvieron el mundo a sus pies. Parecían capaces de dominarlo. Y creían merecerlo. En la época que yo llegué a Bilbao, eran una especie de realeza, casi infalible. Aún recuerdo los comentarios de la gente acerca de los bailes que daba don Alejandro en su Palacio de Portugalete y las caricaturas que mostraban a don Ramón, el abuelo, mirando sobre una cerca un toro llamado Socialismo. ¿Sabe usted que una vez, siendo apenas un gacetillero, escribí en la prensa un artículo flagelante, titulado «La torre del orgullo», en el que criticaba el frívolo esplendor de aquellas fiestas?
«Los Bigas, —escribía yo—, son la flor más exótica de los potentados enriquecidos con el tesoro de las Encartaciones. Mientras el peón castellano, extremeño, gallego o andaluz parte su vida entre el sombrío hormigueo de las canteras y el dantesco barracón inmundo, o es arrastrado a morir en los yermos arenales africanos, ellos parecen vivir en una nube dorada, gastando sus riquezas con la misma indolencia y naturalidad que si fueran hojas de los árboles. Pero a su lado está la ley. Y con la ley, los fusiles de la Guardia Civil».
No sé qué pensó don Alejandro de aquel artículo. De lo que estoy seguro es de que jamás imaginó que, veinte años después, su hijo andaría en conspiraciones con un socialista.
No. A Ángel le conocí en Madrid. Me lo presentó Valle-Inclán en el café Regina, allá cuando la dictadura de Primo de Rivera. Un año más tarde coincidimos en las reuniones del Comité Revolucionario del Pacto de San Sebastián. Fue en el Ateneo.
Al principio, es verdad, el comité se congregaba a diario en casa de Miguel Maura. Allí nos visitó el general Villabrille, segundo jefe de la capitanía de Burgos. ¡Qué hombre más simpático el general Villabrille! Aquella noche invernal, sentados los miembros del comité en torno a la chimenea, Villabrille desplegó unos planos, señalando el camino que seguirían las tropas bajo su mando.
—Es la misma ruta de invasión de los godos —explicó.
Días después, avisados de que la policía vigilaba el domicilio de Maura, decidimos utilizar para nuestras reuniones una salita del Ateneo. Allí sí estuvo Ángel. Quienes, como él, tenían hábito de frecuentar la docta casa entraban por su puerta principal, y otros, que carecíamos de ese hábito, accedíamos por un edificio de la calle Santa Catalina, uno de cuyos pisos comunicaba con los pasillos interiores del Ateneo. De ese modo no despertábamos sospechas… ¡Qué recuerdos! Figúrese, en aquella salita hicimos todos los preparativos para instaurar la República. Arreglamos también la distribución de ministerios. A mí me adjudicaron el de Hacienda… ¡Qué tiempos!, sí. Cuántas promesas… Ahora me parece que fuimos pequeños Segismundos. Aquella insurrección fracasó y determinó la prisión de Alcalá-Zamora, Miguel Maura, Largo Caballero, Fernando de los Ríos, Albornoz y Casares Quiroga. Pudieron librarse de la cárcel Azaña y Lerroux, que permanecieron ocultos en Madrid. A Bigas, si no recuerdo mal, ni siquiera le molestaron. Otros conseguimos pasar a Francia.
Allí, en París, conocí yo a los Budas: Morais, Cortesão, Moura Pinto…
Todos acudieron la noche del 14 de abril a la estación del Quai d’Orsay para despedirme cuando emprendí el regreso triunfal a España. Me acuerdo muy bien. Todos, al cabo de pocas semanas, se instalaron en Madrid.
Pequeños Segismundos, sí, eso fuimos. Pero aquella expatriación fue infinitamente más corta y la pasé cerca de España. Ésta de ahora, en cambio, no abre ninguna rendija a la esperanza. Por eso la soporto peor. Cada día que pasa me aterra más la presunción de morir aquí. Paso horas muy negras… No… No se preocupe… No es nada. Algo de tos. Un poco de fiebre… Pero será mejor que me acueste. Sí, sí. Vuelva mañana.