Méjico D. F., 23 de septiembre de 1953
¿Que si me acuerdo todavía de Ángel Bigas? Ay, claro que me acuerdo. Un perfecto caballero. Y luego la vida que decían que llevaba. ¡Qué vida! Para mi marido, que le conocía de los tiempos del Partido Reformista y sabía de sus idas y venidas contra la dictadura de Primo de Rivera, aquel hombre fue siempre un enigma. Tenía una mirada… como si estuviera diciendo adiós al mundo. A todo, sí. Tenía ojos de despedida.
—Una mirada de príncipe muerto —decía Manuel.
Pero no vaya a pensar que era un hombre tristón. De ningún modo. Pese a esa fatalidad que había en sus ojos, no era ningún mustio. Era muy sociable. Manuel decía que el hecho de que Ángel Bigas hubiera nacido en España era un accidente histórico. París era su reino. Siempre decía:
—Bigas es de salón y yo de Ateneo. Pero él tiene una enorme ventaja sobre mí: en el Ateneo más austero y sencillo también estaría a gusto.
Fueron él y Martín Luis Guzmán quienes ayudaron a mi marido a burlar la vigilancia de la policía cuando lo del levantamiento de Jaca. Y eso que a él también le pisaba los pies la secreta. Aquel gesto nunca lo olvidó mi marido. Ni yo, claro.
Pero discúlpeme. No le he ofrecido nada. ¿Tomará algo? Puedo ofrecerle café o té. ¿Café? Muy bien.
Sí. Estar lejos de casa es duro, claro. Dejo a cargo de su imaginación y buen sentido reconstruir los ahogos y congojas del principio. Mi marido, enterrado en un cementerio de un pequeño pueblo francés. Mi hermano, en la cárcel, en Madrid. Pero lamentarse no sirve de nada. El mundo es de humo. Aquí, en esta casa de Méjico, después de todo, vivo como si estuviera en Madrid. Fíjese bien. Todo lo que nos rodea —cuadros, fotografías, muebles, porcelanas, libros…— pertenece a un lugar que ya no existe. Mi antigua casa en Madrid, mía y de Manuel, claro. Puede usted verlo. Vivo rodeada de ecos. Ésta es una casa llena de evocaciones, repleta de bellos recuerdos. Todo, ironías de la historia, sobrevivió en un almacén de mudanzas de París a la invasión de los alemanes.
Pero, dígame, ¿cómo está el embajador Rodríguez? ¿Bien? No sabe cuánto me alegro. Y ustedes, ¿de qué se conocen? ¿De París? Mis recuerdos de Francia no son agradables. ¡Neutralidad! ¡Vichy! Me parece que con esas dos palabras le digo todo.
—¿Será posible —repetía mi marido cuando ya cualquier esperanza había terminado para nosotros en España— que los franceses no vean qué significado tiene para ellos la derrota de nuestra República?
Más tarde, ya en Montauban, le escuché quejarse del poco caso que le hacían las autoridades francesas:
—¡Quisiera que alguien pudiera saber a este lado de los Pirineos que no soy un bandido!
¡Ay, Luis Ignacio Rodríguez! Mientras viva le estaré agradecida. A él y al presidente Lázaro Cárdenas. De no ser por la presencia protectora del embajador de Méjico, cuánto más difícil y sombría hubiera sido nuestra vida en Francia, con Laval y Pétain y la Gestapo y los agentes de Franco y los gendarmes franceses cumpliendo con celo escrupuloso la tarea de detener judíos y extranjeros para entregárselos a las autoridades alemanas.
Sí, sí. Luis Ignacio me llamó hace cosa de una semana.
—Doña Lola —me preguntó—, ¿accedería a una entrevista con un español amigo mío?
Aún conservo una de sus tarjetas. Me la dio cuando por fin embarqué para acá. En esa tarjeta, Luis Ignacio era Luis Ignacio Rodríguez Taboada. Embajador extraordinario y ministro plenipotenciario de Méjico en Francia. Había llegado a Francia con un encargo especial del presidente Lázaro Cárdenas. Debía poner en funcionamiento el plan para dar asilo en Méjico a los republicanos que habíamos cruzado la frontera francesa y no podíamos regresar a España. Ésa era su misión. ¡No vaya a creer usted que se trataba de poca cosa! Éramos miles, cientos de miles los que llegamos a Francia. Los restos de un gran naufragio. Eso éramos.
Lo veo ahora llegar a La Prasle, la casa de mi hermano en Collonges-sous-Salève, acompañado de su caudal de diplomáticos. Lo veo casi un año después, abrazando a mi marido. Estamos ya en la casa de Pyla-sur-Mer. ¿O es Montauban? No, no. Es Montauban. Todos esos pueblos. Todas esas casas… Lugares de paso, al fin y al cabo, como lo son las estaciones de tren, los puertos de mar o los cafés de las ciudades. A Montauban nos trasladamos en ambulancia días antes de que llegaran los alemanes a Pyla-sur-Mer. Lo recuerdo como si estuviera sucediendo ahora. Veo al embajador Rodríguez hablar con mi marido. Puedo oír sus palabras. Mi marido parece una sombra. Su rostro se ha consumido hasta lo indecible. Tiene la palidez de un cadáver.
—Sé que tratan de llevarme a Madrid. No lo conseguirán. Antes habré muerto.
—Debo insistir, señor presidente. Venga conmigo a nuestra embajada en Vichy. Este pueblo no es seguro.
¡Señor presidente!… Ay, el embajador Rodríguez… Después de que Laval hiciera la de Pilatos y el prefecto de Montauban nos dijera que sin una orden del Gobierno francés mi marido no podía abandonar Montauban, él mismo nos acompañó al hotel du Midi y puso a nombre de la Legación de Méjico la habitación que ocupamos. Luego avisó a tres de sus diplomáticos para que vinieran y velaran por nuestra seguridad mientras él salía en dirección a Vichy con el objetivo de ablandar al mismísimo Pétain.
—Pétain… —dijo Manuel aquella tarde—. Un gran militar que murió el mismo día que pidió el armisticio a Hitler.
Recuerdo su tristeza al decir estas palabras, como si escarbara entre la niebla, como si supiera que no sólo no había salvación para él, sino que tampoco la había para España, ni para la inundación de refugiados que había cruzado la frontera, ni para Francia, ni para aquella ciudad que amaba: París… Él, que tan buenos momentos había pasado en París. Y ahora la sabía ocupada por los alemanes, amedrentada bajo la esvástica de los nazis. Esa misma mañana yo había descubierto un grupito sospechoso de tres españoles rondando la oficina de correos y la recepción del hotel.
—Son agentes de Franco —me dijo uno de los diplomáticos puestos a nuestro servicio por el embajador Rodríguez—. Llegaron ayer.
El cerco se estrechaba. Además, estaba el otro asunto. Mi hermano Cipriano, mi cuñada, mis sobrinos, mi hermana Adelaida… Ellos se habían quedado en Pyla-sur-Mer por no dejar aquella casa expuesta a los ultrajes de la ocupación alemana. Todos habían desaparecido de la noche a la mañana, sin que se supiera nada de ellos.
Una madrugada, me contó después mi hermano, se habían presentado de golpe varios agentes de la Gestapo. Les acompañaban dos policías españoles vestidos de civil. Mi hermano fue el primero en oír cómo aporreaban la puerta. Al principio, pensó que era el general de la Wehrmacht para quien tenían dispuesto el alojamiento. Pero después escuchó unas voces que en el silencio de la noche sonaban ásperas y brutales. Preguntaban por mi marido. La criada les dijo que no estaba.
—Don Manuel no está.
Pero ellos no se contentaron con eso y decidieron revisar toda la casa. Recorrieron las habitaciones. Abrieron puertas y cajones sin contemplaciones. Miraron debajo de las camas y detrás de los armarios. Tenían cara de aburrimiento, dijo mi hermano años más tarde. Puede preguntarle usted si quiere. También me buscaban a mí.
—Mi hermana no está —dijo Cipriano—. Ambos se han ido.
Aquella noche se llevaron detenidos a todos: mi hermano, su mujer, los niños, Adelaida… Los trasladaron a la comandancia alemana de Burdeos. A las mujeres y a los niños les permitieron regresar poco después a la casa de Pyla-sur-Mer. Allí les pusieron bajo custodia de soldados alemanes. A mi hermano lo trasladaron a un calabozo de España. A la espera de ser fusilado.
¡Imagínese! Como muertos. Así nos quedamos mi marido y yo cuando nos enteramos de lo ocurrido.
Para Manuel aquello supuso el golpe definitivo.
—¡Bien saben lo que han hecho! —dijo—. ¡Esto sí que no lo resisto!
Todo, a partir de ese día, ocurrió con una lentitud de pesadilla. La espera, el no saber qué ha sido, qué será… No hay infierno más terrible. Fue entonces cuando Manuel sufrió un amago de infarto cerebral. Murió meses más tarde.
Allí está, en Montauban, ya ve usted. Una sencilla lápida de piedra con dos cipreses a su cabecera, y en la piedra una cruz de bronce sobre la inscripción:
MANUEL AZAÑA
1880-1940
¡Cuántos recuerdos!
—El oro es duro —me dijo mi hermano una noche.
Aún no habíamos salido de España. Creo que estábamos en La Barata, desde donde mi marido se trasladaba al castillo de Pedralbes para cumplir con sus funciones presidenciales.
—No te preocupes, Lola. Él lo resistirá.
Pero no lo hizo. No resistió. No señor. No lo consiguió.
—Desde el 18 de julio del 36 —sé que le dijo a Negrín—, soy un valor amortizado. Desde noviembre del mismo año, un presidente desposeído. Cuando usted formó Gobierno, creí respirar, y que mis opiniones serían oídas, por lo menos. No es así. Tengo que aguantarme. Soy el único a quien se puede violentar impunemente en sus sentimientos, poniéndome ante el hecho consumado. Me aguanto por el sacrificio de los combatientes de verdad, lo único respetable. Lo demás, vale poco.
Ay, sí… Aquella dichosa guerra acabó con él. Los campos, el pueblo, los pueblos, las muertes, el hambre… No podía soportar que España rodara otra vez al abismo de la miseria.
—¡Esto no, esto no! —nos dijo a mi hermano y a mí una de aquellas noches de La Barata.
Estaban bombardeando Barcelona. Un resplandor de incendio iluminaba la noche a lo lejos, más allá de Montjuich. No había luna. Ni estrellas. Sólo llamas sobre el cielo.
—¡No hay justicia en el mundo que valga la pena del horror de una guerra así! ¡Ni República ni nada!
Aquella noche, contra lo que era su costumbre, se retiró muy pronto a su despacho. Recuerdo que miré sus hombros cargados, y pensé que nadie llegaría a conocer nunca el peso que soportaban.
Los cuadernos. Los cuadernos que usted ha venido a buscar. Ahí permanece escondido ese peso. Porque son los diarios de mi marido lo que le traen aquí, ¿verdad? Eso me dijo por teléfono el embajador Rodríguez. Sí, claro. Lo recuerdo. ¿Y qué espera encontrar? ¿Sabía usted que una parte de esos diarios fueron robados? A mi hermano, sí. En Ginebra. ¿El Turquesa? ¡Ay, aquel asunto! No. Manuel no tuvo nada que ver. Aquello de que animó la rebelión de Barcelona y organizó el contrabando de armas en Asturias obedeció más al deseo de algunos que a la verdad. A Barcelona se trasladó por el entierro de Carner. Y si se quedó unos días más fue para conjurar la ruptura entre la Generalitat y el Gobierno de la República. No lo consiguió. Ni siquiera tuvo conocimiento exacto de lo que se tramaba.
Pero dio igual. También lo prendieron. Lo cuenta todo en su libro. ¿Lo ha leído usted? Entonces sabrá que mientras estaba en casa del doctor Gubern, leyendo La Atlántida, de Benoit, unos guardias se precipitaron a su encuentro poniéndole los fusiles en el pecho. Los acompañaban dos hombres vestidos de paisano.
—Bajen los fusiles —les dijo—. Bájenlos —así lo cuenta él mismo—. ¿A quién se imaginan ustedes que vienen a detener? ¿No me reconocen?
Nunca olvidaré aquellos días. Desde su detención yo me instalé en Barcelona e iba todas las mañanas a verlo al barco prisión. Hacía de mujer fuerte, sobre todo cuando Manuel me decía que lo de Asturias podía tener, en política, las mismas consecuencias que lo de Annual.
—Será milagroso que esto no desemboque en una dictadura. Esperemos que yo no esté preso cuando surja el suceso. Los estadistas republicanos se han dado maña para ponernos otra vez en las manos de los militares. No queda más que nicetismo, CEDA, fascio y milicia. Los de enfrente estamos para mucho tiempo perdidos. Y yo más que ninguno. No es amargura, ni despecho. Es la realidad, Lola.
Una mañana, sería diciembre, me confesó:
—Barrunto que cuando salga de aquí voy a defraudar a mucha gente, que sin duda espera de mí cosas tremendas.
Luego se quedó inmóvil y en silencio.
—No tengo ganas de lucha, ni vocación de estatua, Lola. Si he de volver al comité, al Congreso, al mitin, a las comisiones y al visiteo, en que he perdido estúpidamente un año, prefiero el barco. Prefiero vivir tranquilo, si me dejan, en nuestra casa y mis libros, contigo y tu hermano, como cuando nos casamos. O, mejor aún, como en los tiempos en que tu madre me convidaba a cenar todas las Nochebuenas para que no estuviese solo, como si hubiese adivinado todo lo remolón y casero que soy. Después de todo, nunca lo he pasado mejor que cuando no tenía nada que ver con la vida pública.
¡Estuvo tres meses preso sin que nadie lo procesara! Ni siquiera le dejaron acudir al entierro de su hermano Gregorio. ¡Y claro!, como no pudieron procesarle por la rebelión de Barcelona, intentaron arrastrarlo a la cola del contrabando de armas en Asturias. Lea usted los periódicos de esos días. Se escribieron cosas ridículas. ¿Qué tenía que ver mi marido con el alijo de armas de los socialistas? Nada. ¡Si Manuel había dejado el Gobierno un año antes!
¿Por dónde he venido a recordar estas cosas? ¡Ah, sí!: los cuadernos, Ángel Bigas…
—Bigas, Bigas, Bigas… —musitó Manuel cuando se enteró del suicidio.
Si pudiera ver la tremenda impresión que le hizo la mañana que se lo telefonearon. La noticia le cayó tan de improviso. Y luego, claro, no dejaron de decirse las majaderías que se dicen siempre. Las novelerías de toda la vida en Madrid: de los corrillos del Congreso a las mesas de café. Y los periódicos y las redacciones de los periódicos… Se habló de su presencia en la ría de Pravia la noche del alijo de armas. Se dijo que antes de regresar a su casa de Portugalete había cruzado la frontera hacia Francia. Se especuló con que el tal Leon Soubie era él. Recuerdo que mi marido le preguntó a Prieto. Pero Prieto dio la callada por respuesta. Jamás le contó lo que había de cierto o no en lo publicado por la prensa sobre Ángel. Prieto, creo yo, sabía de la amistad de ambos. Y no quiso emborronarla.
¡Cuántas emociones desde entonces! ¡Cuántos recuerdos! Sí. Ahí tiene los diarios. Puede leerlos. Pero nada más. ¿Tomar notas? Está bien. No veo ningún inconveniente. Considérese en su casa. Es lo menos que puedo hacer por un amigo del embajador Rodríguez.