La Habana, 28 de mayo de 1953
Querido Agustín:
Me ha encantado tu carta y más aún esa paciencia hormigueril en rastrear aquello que queda después de la muerte, en las palabras y en la memoria de los demás.
Mucho me alegra que Curzio guarde tan buen recuerdo de mí. Parece que por un jirón de luna le estoy viendo hablar de literatura, de política y de viajes mientras Helsinki se hunde lentamente en la nieve. Me pregunto si aún piensa aquello que, riéndose estrepitosamente, dijo sentado en un café de Roma, en presencia de muchos escritores italianos y alguno español.
—Si yo no fuese Curzio Malaparte, me gustaría ser el conde de Foxá.
¡Cuántos cambios desde entonces! Pero regocijémonos, tanto él como yo hemos mejorado en popularidad.
Me figuro que te gustará saber que en mi biblioteca de Madrid cuento con una edición de esos diarios robados de los que te ha hablado Curzio, y que mi activísima madre ya está avisada en el caso de que quieras echar un vistazo a la prosa fría y poco humana del señor Azaña. Una aclaración previa. Las memorias no están completas. El diplomático del que habla Curzio —Espinosa— sólo robó tres de los nueve o más cuadernos que componen el dietario completo de quien fuera presidente de la República. Yo tuve en mi mano esos tres cuadernos. Fue en mis trashumantes días de la guerra. En Burgos. Hoy, únicamente dispongo de una copia mutilada que el periodista Joaquín Arrarás editó en el año 39, pues los originales fueron a parar al Pardo, y supongo que allí seguirán.
El caso de Azaña es único. Créeme si te digo que he leído muchas memorias de estadistas. Memorias políticas y de guerra. Pero no conozco a nadie que con la responsabilidad de gobernar se dedicara a llevar un diario de esta naturaleza. Azaña escribía sus apuntes al cerrar el día y, junto a los sucesos de la jornada, las conversaciones, las visitas recibidas, apuntaba los detalles más mínimos, con efusiones líricas incluidas. El color del cielo a cierta hora del día; ese visillo rosa que se alza en una calle de Medinaceli; unos frailes cantando la misa mayor en la basílica de El Escorial; el olor de los bojes en la Galería de Convalecientes; el candor luminoso de la Moncloa abandonada…
Revolviendo viejos papeles, he encontrado el original de unas notas que escribí en Burgos para redactar un artículo sobre el señor Azaña y sus diarios. Creo que dan el justo matiz del personaje. Copio aquí algunos párrafos:
Azaña es un pequeño intelectual. Un pesimista del 98, muy sobrio. Así lo imaginaba la Institución Libre y aquel Giner de los Ríos, que iba a la sierra despechugado y se ponía debajo de una encina para soñar con una España pedagógica y telegrafista, de clase media y brasero, sin príncipes, ni santos, ni guerreros. Azaña es el símbolo galdosiano de esa España. Es un hombre que no tiene hígado, ni riñones, ni sangre. Es un intelectual puro. Por sus arterias corre la tinta de la pluma estilográfica.
Coloca un reloj de La Granja en la Presidencia.
—¿Te gusta, Cipriano?
Ese día pudo ser el de Casas Viejas.
Azaña es un espíritu superior, un pequeño Nerón burocrático que puede ver arder una ciudad para trazar una frase irónica en su cuaderno.
Ahora ya puede estar contento, huele a muerto en Madrid. Y es ceniza la Biblia miniada de san Luis, el misal y la arqueta de marfil cuyo detalle más imperceptible hubieran ocupado toda una página en su diario.
Pero ¡qué importa! Allá en los albores de la revolución, en la noche desvelada del Madrid rojo, Azaña ha podido escribir la frase refinada:
—Día 18 de julio. Doy orden de armar al pueblo.
Y a continuación:
—Estoy triste. He visto una mariposa negra entre las encinas del Pardo.
En cuanto a las opiniones de Azaña sobre Bigas y las anotaciones relacionadas con el asunto del contrabando de armas con los portugueses, es mejor que saques tus propias conclusiones. Mucho me temo, sin embargo, que la aclaración del misterio que quieres desvelar pueda hallarse en los cuadernos que conserva la viuda en Méjico.
Ahora debo dejarte. Esta noche tengo una gran cena en los jardines de Tropicana. Allí te recordaré en tu caserón de Bilbao; es una maravilla tener una gota del siglo XVIII en esta nerviosa era atómica.
Un fortísimo abrazo,
Agustín de Foxá, conde de Foxá