Capri, 28 de abril de 1953
Ah, Varsovia. Los días y las noches de Varsovia… Sin duda, entre los paisajes que sirven de fondo a mis correrías juveniles, ése es el más querido. Aquel torneo de sombras que siguió a la Conferencia de Paz de Versalles. Aquel inverosímil país que había sufrido cuatro invasiones distintas en el transcurso de una sola guerra. Aquella capital amenazada por el Ejército Rojo de Tujachevski. Aquellas largas veladas en la fresca sombra de la Nunciatura Apostólica, con el nuncio monseñor Achille Ratti, más tarde Pío XI. Reunidos al atardecer, monseñor y yo departíamos sobre los temas que le fascinaban: Dante, Maquiavelo…, Miguel Ángel y sus planes fabulosos para la tumba del papa Julio II.
—Delirios —me decía monseñor con un gesto solemne que a menudo intimidaba a los demás.
Es extraño… Después de los años de cárcel y confinamiento, después de mi expulsión del Partido Fascista y de las experiencias pasadas en la Segunda Guerra Mundial, después de los bombardeos, los fusilamientos, las matanzas, el hambre, después de la posguerra donde sólo importaba salvar la piel…, es extraño, le decía, lo cerca que siento aquella ciudad, aquel tiempo. Las alianzas cambiantes, la prevaleciente atmósfera rusa, la incertidumbre crónica de las fronteras… 1919, 1920. Todavía recuerdo el día que entré por primera vez en el Palacio Belvedere para asistir al homenaje del cuerpo diplomático al general Pilsudski, jefe de Estado de la renacida Polonia.
—Es un soldado testarudo y rencoroso —me dijo el embajador de Italia Tommasini mientras recorríamos lentamente el hermoso parque que conduce al patio de honor del Belvedere.
Días antes, durante un baile en la embajada inglesa, la anciana princesa Czartoriska también había querido prevenirme:
—No es uno de los nuestros. Pese a ser todo un personaje, no deja de ser uno pequeño: un campesino.
Qué sorpresa después, al descubrir en el agotado rostro del mariscal la mirada arrogante de un patriarca bíblico. Suyas eran unas palabras que yo había escuchado en París, durante la Conferencia de Paz.
—Todo lo que podamos ganar en el oeste depende de la Entente, de la medida en que quiera estrujar a Alemania. El este, en cambio, es otro asunto. Allí hay puertas que se abren y se cierran; depende de quién las abra y hasta dónde.
Me acuerdo, sí. Por aquellas fechas, a todos nos parecía una aventura pisar suelo polaco. Eran los hermosos días de la resurrección nacional. Y la vieja nobleza y los miembros del cuerpo diplomático se reunían a menudo por la noche en el Belvedere, alrededor del piano de Ignacy Paderewski, para escuchar las polonesas de Chopin. Por desgracia, los días de la independencia iban a ser bien breves. Los nazis, primero, y, luego, los soviéticos… Todo fue una ilusión, cuyo destino ya nadie recuerda. Pero entonces, nada, ni la extrema pobreza de los hogares ni los muertos por inanición ni el tifus que asolaba provincias enteras ni la espiral de pequeñas guerras que recorrían el este con furia de perros rabiosos, podía apaciguar la excitación y el entusiasmo febril que se vivía en Varsovia. Uno de los mayores crímenes de la historia había sido reparado. Después de ciento veinte años de intolerable infamia, las cadenas habían sido rotas. Rusos, austríacos y alemanes se habían ido, y los discursos, los gritos y hasta las canciones eran como promesas de un tiempo mejor, un billete de vuelta al siglo XVI.
—¡Libertad! ¡Independencia! ¡Un Estado propio! —coreaba la muchedumbre en las aceras de Nowy Swiat.
Imagínese… Yo llegaba de un país que había vendido su juventud por nada. Más de medio millón de mis compatriotas habían muerto en Isonzo y Caporetto a cambio de una paz a la francesa. Europa me parecía entonces un montón de carne putrefacta. Y algo de aquella desesperación salvaje que entonces anidaba en mí debió de notar el embajador Tommasini cuando me contó que días antes, durante una cena en su palacio de la avenida Ujazdow, la anciana princesa Czartoriska había hecho servir vino de 1772, fecha de la primera partición de Polonia, que su familia había guardado, año tras año, para brindar por el difícil renacimiento.
—Aunque parezca mentira —me dijo el embajador Tommasini, echándose a reír—, podía beberse.
Tommasini; monseñor Ratti; la anciana princesa Czartoriska… Del fondo de mi memoria surgen riendo las amables sombras de aquel tiempo. Toda la larga sucesión de bailes, cenas, conciertos, recepciones. Bigas también. Sí. Él también es una sombra de aquella época prehistórica. Por entonces, no tendría más de treinta años. Lo recuerdo bien. No era uno de esos diplomáticos que sólo deben tener cualidades negativas, abstenerse de hacer ciertas cosas, redactar informes rápidamente y hablar francés para cumplir bien su misión, sino que pertenecía a aquéllos a quienes les gusta ser elegantes y espirituales.
Sí. Foxá tiene una memoria prodigiosa. Ambos frecuentábamos el Club Mysliwski y formábamos parte del mismo grupito compuesto exclusivamente de diplomáticos y militares que el capitán Rollin, uno de los caballeros más serios y cultos de la misión militar francesa, llamaba les nôtres. Reconozco las voces. Me acuerdo. Vuelvo a escuchar a Carton de Wiart y a Miecislaw Napierski hablar de cacerías, de caballos, de perros, de mujeres, de duelos y amores. Vuelvo a ver a Cavendish-Bentinck, secretario de la embajada británica; al teniente de ulanos Potulicki con sus espesas patillas rojizas y aquel pie herido que reposaba de lado sobre una silla; al gordo, elegante y plácido Bulow, que escribía crónicas para importantes periódicos de Alemania y garabateaba unos versos que eran el infeliz reflejo de un alma noble y encantadora de Westfalia. Algunas noches salíamos todos juntos rumbo a la avenida Marszalkowska, una animada y elegante arteria llena de árboles y clubes nocturnos. Otras veces la conversación nos arrastraba poco a poco hacia la política, y pasábamos largas horas hablando acerca del almirante Kolchak o discutiendo sobre las causas del fracaso de la intervención aliada en Rusia y sobre el porvenir del Tratado de Paz de Versalles.
Cuántas veces me acuerdo de aquellas noches interminables del Club Mysliwski. Hay una sobre todo… Era el verano de 1920. El entusiasmo por la entrada de Pilsudski en Kiev se había tornado en negro presagio al saberse que la caballería roja no sólo había reconquistado aquella ciudad, sino que además había expulsado a las tropas polacas de Ucrania. Los ejércitos bolcheviques volaban hacia Varsovia como un vendaval. La vida saltaba hecha pedazos a su paso. Los incendios se retorcían en el horizonte. Aquella noche el teniente Potulicki comentó los crímenes espantosos cometidos por los cosacos rojos en Sitomierz y Berdichuff. Y Bigas, que había regresado de Kiev, a donde había ido por razones que todos desconocíamos, sacó a relucir la proclama de Tujachevski, el jefe supremo del Ejército Rojo en el frente occidental, a sus soldados.
¡Soldados del Ejército Rojo! Ha llegado el momento de la verdad… Antes del ataque llenad vuestros corazones de ira… Vengaos de todas las humillaciones que los malditos polacos han infligido al revolucionario pueblo ruso… Las tierras saqueadas durante la guerra imperialista serán testigo de la sangrienta venganza que la revolución hará caer sobre el viejo mundo y sus lacayos…
Sí. Tujachevski también hablaba de extender la revolución al mundo entero.
Volved los ojos hacia el oeste. Allí es donde se está decidiendo el destino de la revolución… ¡Ha llegado la hora del ataque! ¡Hacia el oeste!
Casi todos callamos cuando Bigas repitió estas últimas palabras del general ruso.
—Un hombre atractivo, ese bolchevique —comentó por fin Bulow—. Combina los modales de Napoleón con una crueldad que hace honor a las tradiciones mongólicas.
—Polonia es un país más resistente y una sociedad más cohesionada de lo que Trotski y Tujachevski sospechan —protestó Napierski, mirando a todos con aire significativo.
Y, suponiendo que tendría oportunidad de hacer una descripción erudita, preparada en su mente, de lo que sabía y de lo que sentía respecto a su país, añadió:
—Pilsudski…
Pero el capitán Rollin sonrió y le interrumpió:
—Lo cierto es que cuando se abalanzó sobre Ucrania, su mariscal nunca se paró a pensar qué haría al llegar a Kiev.
—La idea —replicó Napierski— era ayudar al atamán Petliura en la creación de un Estado ucraniano amigo de Polonia.
—¡Oh, oh! Si ésa era la idea —dijo Bulow mordaz, haciendo un gesto vago con la mano— tengo motivos para estar doblemente admirado.
En su inglés de Oxford, Cavendish-Bentinck se sumó a la conversación:
—Pilsudski ha demostrado un apetito parecido al de un gorrión que acaba de salir del cascarón.
—¿Cómo? ¿Cómo? —se quejó Napierski con aire de obtusa sorpresa—. Nuestra entrada en Ucrania nunca fue una invasión de tropas extranjeras. Todo habría salido como un reloj de no ser por Petliura.
—¿Y qué esperaban de semejante aliado? —preguntó Bigas—. Personalmente no me imagino cómo han podido entenderse con él ni un minuto.
Por el rostro de Napierski cruzaron vagas sombras.
—A mí los rusos no me preocupan —dijo entonces Carton de Wiart—. No son más que una horda harapienta. Lo que temo es una puñalada por la espalda: la chusma del gueto y los suburbios de Varsovia… Un golpe de Estado, señores.
—¿Qué golpe de Estado? —Se agitó Potulicki desde la torre de sus ensoñaciones.
—Ustedes, los aristócratas polacos —dijo Carton de Wiart—, no tienen arreglo. Piensan que Polonia es como la Iglesia, donde sólo los papas y los cardenales pueden dar golpes de Estado. En cambio, yo lo huelo.
¿Me pregunta qué impresión tenía Bigas de los bolcheviques? La peor. Ellos eran contrarios a los aristócratas con castillos y a eso que los jóvenes escritores comunistas de hoy llaman gusanos liberales. Y Bigas, no se engañe, era un intelectual burgués. Y un liberal. Sí, los bolcheviques le inspiraban una hostilidad de casta, natural en una época en que los muchachos de la burguesía todavía no se avergonzaban de ser lo que eran. Pero los generales blancos tampoco despertaban en él mucha simpatía. Pensaba que el antiguo régimen con el que soñaran Denikin, Wrangel o Kolchak no tenía ningún sentido.
—Para bien o para mal el pueblo ruso ha escogido a Lenin —me dijo en una ocasión—. No tiene ningún sentido intentar atrasar el reloj.
Por otra parte, la guerra civil había quitado a los blancos aquellas virtudes de caballerosidad, corrección y disciplina que eran su orgullo en los tiempos del zar. Su marcha por el sur sólo había dejado un inmenso reguero de sangre.
—¿Qué esperaba? —le dijo Carton de Wiart una noche que se hablaba de Kolchak en el Club Mysliwski—. Cuando el infierno estalla en la tierra no puede ser dominado por alas de ángeles.
—Algo de nobleza —recuerdo que suspiró Bigas.
Y se apresuró a añadir:
—La crueldad de esos oficiales tan distinguidos oscila entre el sadismo y la necedad.
Sus ojos miraban fijamente al general inglés…
Pero le decía que aquel verano pintaba realmente mal para Polonia.
—Nos están machacando, los muy canallas —se lamentaba Napierski en el Círculo de Caza—. El brazo de su caballería asoma por todas partes. O podemos con ellos o nos liquidan. No hay más salida.
Mientras tanto, la situación interna empeoraba cada día. Aquel verano Varsovia estaba tan abarrotada de gente temerosa, de gente evacuada de otras zonas, como debió de estarlo la Viena de los Habsburgo asediada por los doscientos mil soldados turcos del gran Solimán. El miedo, el más desesperado miedo, llenaba la ciudad. Por las calles desfilaban bandas de soldados, prófugos de las regiones del este y campesinos que venían huyendo de los pueblos conquistados por el Ejército Rojo. Era como si un cráter en erupción escupiera lava. Y las noticias que traían alimentaban el ambiente de pánico. En los pasillos de la Dieta, en las antesalas de los ministerios, en las redacciones de los periódicos, en los cafés, en los cuarteles, corrían los rumores más extraños. Se hablaba de una posible intervención de tropas alemanas, solicitada a Berlín para contener la ofensiva bolchevique. Se decía que los caminos estaban infestados de desertores; que el Ejército polaco era una masa sin esqueleto, propicia al pánico y a la desbandada; que el reino del anticristo avanzaba con funesto silbido por toda Polonia.
—Esto no es una guerra —reflexionaba atónito el capitán Rollin en el Club Mysliwski—. ¡No hay cadáveres! Las divisiones polacas retroceden sin que nadie sepa por qué.
Aún puedo oír la risa de Bulow:
—Polonia es un fracaso histórico y siempre será un fracaso. Aquí todos parecen viejos de quinientos años.
—Querido Bullow —decía Potulicki con despecho—, en Rusia también son viejos.
—No —replicaba Bullow—. Los rusos tienen alas. ¡Las alas de Trotski!
Bigas, sí. No me olvido… Todos los días se reunía el cuerpo diplomático en la Nunciatura para discutir la última hora del frente en una especie de conciliábulo de náufragos. Yo acompañaba a menudo a Tommasini, y Bigas al embajador español. La atmósfera era sombría. Todos esperaban algo devastador y catastrófico, como la propia muerte. Recuerdo el rostro pesado del embajador inglés, sir Horace Rumbold, cuyo temor a una revuelta en los barrios obreros y en el gueto ganaba consistencia frente a las premisas de monseñor Ratti, partidario de mantener la calma.
—¿Qué hacemos aún aquí? —preguntaba Rumbold—. Señores, esto se ha terminado. El Ejército polaco ha dejado de existir como fuerza cohesionada.
Puedo ver su rostro igual que si oyera las herraduras de los caballos de Atila galopando contra Varsovia.
—Ha mandado a su esposa e hijos a Londres —me comentó Bentinck al salir de la Nunciatura una tarde—. Deberías ver su domicilio. Ha empaquetado toda la vajilla, los cuadros, los grabados, la porcelana, las fotografías, los mejores libros, las alfombras… Los cajones de los muebles están abiertos y hay ropa y papeles esparcidos por todas partes.
¿Quedarse o marcharse? Ésta era la pregunta que se hicieron todos los diplomáticos extranjeros cuando llegó a Varsovia la noticia de que los bolcheviques se habían apoderado ya del pueblo de Radzymin. Estaba claro que había que buscar una solución de inmediato. Y así se hizo la noche siguiente, cuando la caballería roja atacó la entrada del puente de Varsovia. La mayor parte del personal de las embajadas huyó de la capital a toda prisa para buscar refugio en Posen. Del cuerpo diplomático sólo nos quedamos monseñor Ratti, el embajador Tommasini, el secretario de la embajada de Francia, algunos agregados militares…, Bigas y yo.
Los motivos de monseñor Ratti y el embajador Tommasini estaban claros. Lo cuento en uno de mis libros. Ambos deseaban entrar en relaciones con Moscú. A mí me movía la curiosidad; el deseo de estar en el centro de la historia. Pero a Bigas, ¿qué razones le empujaron a quedarse? ¿Qué le impulsó a desobedecer las tajantes instrucciones de Madrid?
Lo supe una de aquellas tardes de agosto. Verá…, desde que el Ejército Rojo estaba acampado a poca distancia de Varsovia, Bigas y yo íbamos casi a diario con el capitán Rollin a las avanzadas polacas para seguir de cerca las peripecias de la batalla. Aquella tarde hice un comentario sobre el aspecto andrajoso de los soldados bolcheviques. Mi larga experiencia de la guerra en el frente francés y en el italiano me impedía comprender por qué retrocedían los polacos ante semejantes soldados.
—Son una horda, sí —recuerdo que comentó Rollin más tarde, cuando ya remontábamos la calle Jerozolimskie—. Y ahí, precisamente, radica su fuerza. En que son una horda.
Bigas preguntó a Rollin si cabía alguna esperanza o de verdad todo estaba perdido irremisiblemente. El capitán francés le respondió que si el frente de Varsovia resistía unos días, la arriesgada estrategia de Pilsudski de golpear por los flancos y la retaguardia podía tener éxito.
—Pero no hay que hacerse muchas ilusiones —dijo.
Anochecía cuando dejamos al capitán Rollin en la puerta de su embajada. Debía repasar la estrategia con el jefe de la misión militar francesa y más tarde inspeccionar el ambiente de los barrios obreros. Poco después, al pasar por la iglesia de la Santa Cruz, Bigas y yo tropezamos con una imagen que me pareció sacada de una pintura barroca del siglo XVII. Frente a la iglesia, una marea de gente rezaba a coro, rodilla en tierra, plegarias con las que pedía la salvación de su patria. Había allí de todo: sacerdotes, enfermeras, soldados heridos, ancianos, amas de casa, niños, campesinos. Aquella multitud dirigía sus oraciones al cielo.
—Cuánto sufrimiento hay aquí —comenté cuando ya habíamos dejado atrás la iglesia.
Y recordé la triste historia política de Polonia.
—Cuánto sufrimiento… —repetí—. De Polonia y del mundo.
La conversación nos arrastró entonces hacia las guerras napoleónicas y los voluntarios polacos que lucharon en la Grande Armée. Hablamos de Marie Walewska, la bella amante de Napoleón, y del príncipe Poniatowski y su arrojo en Leipzig.
—Sólo para los vanidosos, todo es vanidad —dijo Bigas—. ¿Quién puede decir cuánto amor a la vida le quedaba al príncipe Poniatowski cuando la caballería cosaca se le pegó a los talones sin ánimo de soltar su presa? ¿Qué porción le quedaba de aquel sentido del deber que le hizo permanecer junto a Napoleón cuando toda la aristocracia de Polonia lo había abandonado? Murió como un hombre libre.
La experiencia de la guerra del 14 cruzó entonces mi mente. Y, con el barrizal de las trincheras, reviví la insoportable sensación que todos teníamos en aquellos días de ser meros juguetes en manos de los intrigantes más cínicos del mundo. Los soldados rasos, y los pobres oficiales, las explosiones, los cuerpos destrozados, el miedo… Todos aquellos inmensos cementerios bajo la luna sólo habían servido para promover la vanidad de unos pigmeos.
—Así se debe morir —dije de repente—, y no de ese modo vergonzoso en que se nos sacrificó durante la guerra pasada.
Seguíamos caminando. La noche era muy hermosa; el calor ahogante; ni un soplo de aire en las calles de trémulas farolas. Recuerdo que llegamos a la plaza Saxon y que Bigas propuso tomar una copa en el bar del Europejski, que a esa hora de la noche era un hervidero de periodistas extranjeros… Han pasado muchos años. Más de treinta. Pero me acuerdo muy bien. Fue entonces cuando Bigas me habló de la rusa. Supongo que el alcohol abrió en su espíritu la compuerta de las confidencias. Bebimos muchísimo aquella noche.
Al principio me dijo:
—Cien años han pasado sin ver su cara. Hace cien años que ella me espera en una ciudad. Hace cien años que en la noche corro tras ella.
De esta manera tan sorprendente supe de esa mujer que tiempo después recordé con Foxá ante la gélida estampa de San Petersburgo. Se habían conocido en Rumanía y se habían separado de forma algo brusca, antes de la entrada de los alemanes en Bucarest. Pese al tiempo que pasaba alejado de ella, tres años y no cien, él la recordaba como la había visto la última vez. Sus últimas palabras, su mirada, sus gestos… Recordaba los años de la Gran Guerra como si fueran una mujer, la memoria, la nostalgia de una mujer. Todo se había complicado con la Revolución de Octubre, el destino de Rusia y el de Europa, el de ella y el suyo propio.
—Llámame loco si quieres —me dijo—. Supe, en cuanto la vi, que no había existido nadie antes que ella, que no habría nadie después…
Se llamaba Olga, sí. Su nombre era Olga. Sí, puedo asegurárselo. Bigas amaba a aquella mujer como se ama un hogar. A veces, ella se le aparecía en sueños, y entonces era como un peso de plomo que lo inclinaba hacia el pasado. Pero hacia un pasado que jamás habían tenido juntos. Siempre ocurría igual. Se encontraban en San Petersburgo. Se separaban. Todo muy tranquilo, encantado por la luna. Ella hablaba del verano y de lo absurdo que resultaba vivir separados. Él susurraba: «Vayámonos de Rusia». Y entonces todo se alejaba: ella y los finos copos de nieve y los palacios de piedra blanca y la casa del zar y la fortaleza de Pedro y Pablo y las iglesias de azucaradas cúpulas. Todo desaparecía de golpe, como engullido por el Nevá. Y a la mañana siguiente, al despertar, él intentaba retener unos segundos más su rostro, su voz…
—Daría años de vida por estar con ella —me dijo—. Estar a solas, en algún sitio, a salvo. París, Madrid, Roma… No importa. Daría un siglo.
Al decir esto, Bigas no se parecía en nada al joven diplomático español que, arrellanado en uno de los antiguos sillones de cuero del Club Mysliwski, hablaba con elegante erudición de la historia de Europa o daba su opinión sobre la fragilidad del nuevo orden internacional surgido de la Conferencia de Paz de París. Su rostro se ensombrecía. Todo se reducía a dos preguntas. ¿Estaba viva? ¿Volvería a verla algún día?
—A veces sueño con terror que alguien cercano a mí sabe algo sobre ella, y yo no: que está muerta, o que está con su familia y vive lejos de Rusia.
Entonces me confesó que había ido a Kiev en busca de noticias. Bigas guardaba consigo unas cuantas cartas que ella le había escrito confesándole sus planes de abandonar San Petersburgo en dirección a Kiev.
¡Las cartas! Las releía con el recuerdo… En aquel tiempo, en Rusia era realmente difícil que la correspondencia llegase a su destino. Muchas cartas debían enviarse como en la Edad Media, a mano, y de etapa en etapa, y había que darse por satisfecho si el destinatario las recibía con medio año de retraso.
«San Petersburgo, —me dijo que ella le había escrito—, se está muriendo como ciudad. Todos la abandonan: a pie, a caballo, en tren. Por las calles yacen los caballos muertos. Los perros se los comen. Casi a diario recogen a gente que se ha desplomado víctima del hambre. El Moika y el Fontanka están llenos de basura».
Las cartas… Ni eso tenía ya para alimentar aquel amor iluso. Se habían acabado. De la última, fechada el año 18 en Kiev, habían transcurrido casi dos años. En el antiguo imperio de los zares, la guerra civil era un silencio, una ausencia, un temor que crecía.
—Pensé que en Kiev podría averiguar algo —se justificó.
Supongo que me sorprendió oírle contar lo que a continuación me confesó. Pero lo que ahora recuerdo más nítidamente, sepultando todo lo demás, es aquella tristeza que emanaba de su mirada. Sus ojos adquirían a veces la vaciedad de los ciegos. Otras veces contemplaban intensamente algo invisible para mí. Recuerdo que pensé en el caballero del viejo grabado de Alberto Durero. ¿Lo conoce? El caballero arrastra al diablo cansado y se niega a pagar su óbolo de plata a la muerte. Pues bien…, los ojos de Bigas eran los mismos ojos que los de ese caballero. En ellos se reflejaban las cosas que había visto en Ucrania: campos arrasados, cosechas ardiendo, aldeas en ruinas, ancianas ocupadas en desenterrar algo de las cenizas de sus casas para esconderlo en otra parte.
—Kiev —me dijo— ofrecía una imagen aterradora a la luz de la luna. Nunca olvidaré aquella noche ni lo que vi por la mañana.
La ciudad estaba casi en ruinas, como si la hubiera barrido un huracán. Las casas parecían viejas tumbas abiertas en cementerios olvidados. Las calles estaban sucias y abandonadas. Por doquier se hallaban las huellas de la guerra. Kiev había cambiado de manos varias veces. Primero, los alemanes. Tras éstos, los bolcheviques. Después, el atamán Petliura. Otra vez los bolcheviques. Más tarde, Denikin y su Ejército Blanco. Budienny y sus cosacos rojos. Petliura en compañía de las tropas polacas… ¡Qué no habían sufrido los habitantes de Kiev bajo aquel torbellino! Saqueos, bombardeos, infamias, fusilamientos, venganzas personales, torturas, extorsiones…
—Aquella ciudad daba la razón a la vieja máxima: el hombre es un lobo para el hombre —dijo de repente.
Y permaneció callado un rato. Luego prosiguió:
—La muerte se había agarrado a su corazón. La gente caminaba como si fueran sombras vivientes. Hombres, mujeres y niños se veían azotados por la misma angustia: la búsqueda de un trozo de pan.
Bigas tenía muy vivas en la memoria aquellas estampas de Kiev. Yo callaba. Y, mientras los últimos clientes del Europejski abandonaban las mesas de mármol para perderse después en la noche, imaginaba a mi apuesto y arrogante amigo persiguiendo el fantasma de una mujer a través de una ciudad aterrada, famélica, situada en plena zona de combates, expuesta a las sorpresas y a los ataques de ejércitos que iban y venían como las plagas de la Antigüedad. Lo imaginé atravesando un laberinto de calles ensombrecidas, plazas destartaladas, farolas caídas, edificios ametrallados.
—No me resultó difícil encontrar la dirección —me dijo—. Una calle de familias acomodadas, de amplias aceras y altos portales para que entraran los coches de caballos. Un viejo palacete de estilo neoclásico.
Me acuerdo bien. Si algo invento, son pequeños detalles.
—Aunque faltaban todavía varias horas para el ocaso —dijo—, las primeras sombras de la tarde empezaban acumularse sobre las ventanas de la casa, que poco a poco se tornaban más oscuras.
Aquellas ventanas reflejaban una tranquilidad pesada y sombría, y desde el primer momento Bigas pensó que era la tranquilidad de la muerte. La puerta de la entrada principal colgaba fuera de los goznes, así que cruzó el umbral. Temía descubrir que tras aquella puerta no quedaran ya más que las pruebas del pillaje a que habían sido sometidos muchos palacios de Kiev. Y, en efecto, el interior del edificio era aún más mortecino y oscuro que el exterior. Paso a paso fue registrando los salones desiertos. Todo lo que había dentro estaba roto. Ni un mueble sano. Todos habían sido despedazados para hacer leña. Ni rastro de la antigua vida. Sólo los susurros y los chillidos de las ratas que corrían por los oscuros rincones. ¿Dónde estaban sus dueños y qué había sido de ellos? ¿Habían sido asesinados? ¿Se habían escondido? ¿Se habían ido de forma precipitada? ¿Tal vez al extranjero?
Una voz interrumpió sus pensamientos. Alguien lo llamaba desde la escalera. Era una mujer. Una mujer envuelta en una toquilla enorme y deshilachada. Una anciana con los ojos turbios y enloquecidos, como los de un envenenado. Tenía la cara hinchada y con una mitad desfigurada por marcas de quemaduras.
—¿Qué desea? —preguntó la anciana.
Se había detenido a pocos pasos de Bigas.
—Quisiera —respondió éste en una particular mezcla de francés y ruso— información acerca de una mujer y una niña de San Petersburgo.
La anciana abrió los ojos como platos.
—¡Ya no están aquí! —dijo con voz alterada—. Nadie vive aquí. Desaparecieron. Se fueron al sur. ¿Es usted extranjero?
—Sí, español —respondió Bigas.
—¡Váyase! —exclamó la anciana de pronto—. ¡No puede estar aquí! ¡Nadie puede estar aquí! —gritó en francés, cogiendo a Bigas por la muñeca.
El eco de los gritos conmocionó brutalmente el silencio de las paredes.
—¡Márchese! No quiero que me vean con usted.
—¿Por qué? —preguntó Bigas tan desconcertado que no pudo sentirse ofendido.
—¡Silencio! —exclamó la anciana presa del pánico—. Cállese —añadió, bajando la voz—. No se da cuenta de que nos observan. Nos están escuchando. Todos están conchabados con ellos. No paran de entrar. Se llevan todo lo que pueden, lo que tiene más valor, lo que más cuenta para el señor. Roban, saquean, desvalijan. No dejan de observarnos.
—¿Quiénes?
—¿Está usted loco o qué? ¿Acaso tengo que explicárselo? ¿De dónde ha salido usted? Ellos no tienen conciencia. Bondad, ni un ochavo. Ellos son los dueños de todo. Aquí ya no hay señores. Sólo muertos. Al señor se lo llevaron una noche. Después, ellas se fueron. ¿No tiene ojos? Todo lo que hay aquí es suyo. Casa por casa, sacan a los muchachos y los ahorcan en sótanos como a los perros en las zanjas. Sin decir palabra. Luego los dejan en la calle, sobre la nieve, sobre el barro, sobre el polvo. Da igual. ¡Márchese! ¿No me ha oído?
Eso es lo que me contó Bigas en el bar del Europejski aquella noche. Eso es todo, sí… He olvidado las interminables veladas que siguieron a la agonizante victoria de Pilsudski. He olvidado las marchas, las músicas marciales, los discursos… Pero no olvidaré jamás aquella conversación con Bigas. El aspecto de Varsovia era el de una ciudad destinada al saqueo. El rugido de los cañones envolvía las plazas y los edificios. Y él, como si hubiera olvidado dónde se encontraba, qué ocurría a nuestro alrededor, me hablaba de la rusa y de su viaje al sur, me hablaba de Crimea, donde tenía pensado ir a toda costa, como si Crimea fuera un milagro, una imagen de salvación, como si aquel lugar no lejano del Mediterráneo estuviera a tiempo de detener el viento de la historia, de hacer que la revolución respetara las promesas y los regresos de los amantes. Y así he de verlo siempre, pensando para sus adentros en aquella mujer hecha de luna y sueño y en las tardes sepia de los bailes de Bucarest y en los destinos cortados a medio camino, entre las rojas banderas y los incendios rojos.
No. Aunque aún pasamos juntos muchas veladas en Varsovia, jamás escuché de él una confesión más. Su apostura. Su serenidad. Aquella arrogancia… Todo eso era como una armadura que lo mantenía a salvo de las confidencias. A veces, ciertas noches, se quedaba mirando al vacío, pensativo. Pero nunca más le oí contar nada referente a la mujer rusa ni a su propósito de ir a Crimea.
Años más tarde coincidimos en Italia, durante la revolución fascista. Bigas estaba en la embajada española, como secretario de primera clase ante el Quirinal. Lo vi en Roma, sí. Y en Capri. No obstante, en aquella época apenas nos tratamos. Los dos llevábamos vidas muy activas, pero de índole opuesta. Yo andaba muy ocupado en escribirle al duce mis sugerencias acerca del Estado, tal como los arbitristas del Renacimiento escribían a los monarcas o a los cardenales. Aquéllos eran los años arrogantes. Roma dormía con las puertas abiertas, y nadie se planteaba el problema de juzgar al fascismo en conjunto, como ahora nadie se atreve a mencionar lo bien que chillaba para aclamar a Mussolini o lo bien que lucía en el ojal de la solapa la insignia del partido. ¡Qué susto!
Bigas, sí. No me olvido. Como ya le he dicho anteriormente, él era un liberal de mentalidad estrictamente burguesa. Tenía vocación de anticuario. Por mucho que luego se le acusara de ser un agente del comunismo internacional.
—Quien elogia a un tirano se convierte en su esclavo —me dijo el día que le ofrecí colaborar en La conquista del Estado con algún artículo.
No le volví a ver.
¿Cómo? ¿Eso le ha dicho el conde de Foxá? Y ¿qué otras cosas le ha contado? Supongo que le habrá mencionado las claves que los diarios de Azaña aportan a ese asunto del contrabando de armas en el que Bigas se enredó antes de mandarlo todo al diablo. Sí, el Turquesa. Así lo llamaba el conde. Lo recuerdo muy bien. Supongo que le ha contado que él tuvo la ocasión de husmear en las páginas de esos cuadernos en los que el presidente de la República española anotaba cuidadosamente los detalles más mínimos de la revolución y la guerra. ¿No? Aquellos diarios habían sido robados en Ginebra por un español que los utilizó como aval para pasarse al bando de Franco. Que yo sepa no han sido publicados, pero tampoco destruidos. El conde de Foxá los había leído y una noche me habló de ellos como de un documento extraordinario.
Fue una de esas noches transparentes del verano finlandés. Evocando el asombro de la lectura, Foxá me describió a Azaña como un hombre cansado que deambulaba por las doradas cámaras de los reyes rodeado de generales, políticos, financieros, masones, anarquistas, socialistas, intelectuales jacobinos…
—Eran sus meninas, sus bufones.
Así me habló aquella noche del antiguo presidente de la República.
—A Azaña le gusta lamentarse como una señorita neurótica de las servidumbres del poder. Sólo parece feliz cuando está delante de sus cuadernos. Allí juzga con lengua viperina, critica, concede patente…
Y siguió, sin dar tregua:
—Como ese día que escribe sobre los exiliados portugueses y sus planes para derribar a Salazar con ayuda del Gobierno español.
Entonces me habló de Bigas y sus actividades revolucionarias y de aquel turbio negocio de las armas y de la revolución de Asturias y de la implicación de Azaña en todo ello. Todo esto me lo contó con una copa de coñac en una mano y un habano en la otra, mientras me escrutaba entre inquisidor y sonriente.
—Todos tenemos una estrella. Y no por nada —recuerdo que dijo—. En la Edad Media, los astrólogos palaciegos hacían horóscopos y predecían el futuro de los reyes. Y qué sabios eran… He aquí que Bigas tenía una estrella desgraciada.