Las Arenas, 15 de mayo de 1952
No podré darle mucha información. Fue en tiempos del diluvio. ¿Cómo dice? Sí, a su manera, me quiso. Pero dígame, por curiosidad, ¿cómo sabe eso? Claro, el doctor Hurtado… ¡Carmen! ¡Pobre mujer! Cómo ha acabado. ¡Ella!, que vivía sin noción alguna de la desgracia.
—Es la tristeza de la morfina —comentaba hace unos años mi cuñada—. No sé por qué razón el hijo no hace por quitarle ese vicio.
¿Y le ha recibido? Cuentan que es como ver una momia egipcia. Tan consumida está por los disgustos que los vestidos bailan a su alrededor como sábanas tendidas en el patio. No tiene carne ni para sostener la ropa quieta. ¿Sabe una cosa? Con todo el resentimiento que le tuve, cuando pienso en ella siento pena. La compadezco. Sí, sí, también me acuerdo de la casa. Y de Ángel, claro. Por él ha venido usted. Está escribiendo un libro, ¿verdad? Ángel era encantador. Tenía estilo. La gente se daba cuenta inmediatamente de que era un espíritu selecto. Y no sólo porque tuviera aires extranjeros, que eso siempre ha gustado aquí, ni porque actuara como si le hubieran ofrecido el mundo y él lo hubiera rechazado, o porque tan joven pareciera haber vivido mucho, y una vida de novela. Su voz. Era porque su voz, exacta en la modulación armoniosa, segura en sí misma, parecía a prueba de mentiras. Sus palabras no importaban, importaba cómo salían de su boca. Y los ojos, el brillo de sus ojos. Y qué expresión en ellos… Qué expresión. Desde luego, no se portó bien. Pero yo no soy rencorosa. Él está muerto. Se suicidó. ¿No es terrible acabar así? Pobre. Puedo verle aún, en el Sporting, en el Marítimo, en el salón de la Bilbaína. Puedo ver sus ojos.
Fue en el gran baile que dio la Sociedad Bilbaína para inaugurar su nuevo edificio donde coincidimos por primera vez. Dos niños… Yo tenía diecisiete años, acababa de regresar del colegio del Sagrado Corazón de Roehampton. En Londres. Si me hubiera visto entonces… Yo era vergonzosa. Sin malicia todavía. Soñaba con vivir en Viena dando recitales de piano. Me encantaba el piano. Era algo donde perderme. Una válvula de escape. Una isla que descubrí gracias a mère Philomène. Ella había llegado al internado huyendo de la persecución religiosa de Francia. Por las tardes, mère Philomène, nunca podré olvidarlo, exigía que me sentara a tocar las notas aladas del Revolucionario de Chopin. Una y otra vez. Una tarde tras otra… Pero pierdo el hilo… ¿Él?… Él parecía el favorito de los dioses. Rico, apuesto, arrogante, feliz. Acababa de publicar su primera novela. Y eso, naturalmente, era un gran afrodisíaco.
Seré franca con usted. Aquel baile es un recuerdo muy bello y muy feo. Muy bello por los sentimientos que experimenté. Muy feo por cómo terminó después todo. Yo estaba espléndida. Recuerdo la alegría de mi padre:
—Magnífico —exclamó al verme—. ¡Qué vestido, María!
Sonrió a mi madre, que lo había elegido en una revista de París.
—Este collar —era un collar que había pertenecido a mi abuela— es un acierto —dije.
—El acierto eres tú —dijo mi padre.
—María —intervino mi madre—, estás radiante.
Qué tonta si a mis años estoy triste al rememorar ese paso que ellos tenían planeado para mí. Durante un año o dos yo podría ir a fiestas y bailes. Flirtear, divertirme. Nunca lejos de mi madre, por supuesto. Entonces mi padre empezaría a preocuparse de la situación económica y social de mis pretendientes y más tarde me pondría en relaciones para casarme con un joven sensato, de sólida posición y buena familia. Ay, las buenas familias. El matrimonio era para ellas una comedia de salón sembrada de ternuras y sonrisas en la que la felicidad aparecía al llegar el último acto. Claro que, a menudo, la felicidad no llegaba.
Recuerdo aquella noche con absoluta claridad. Llegamos a la fiesta en el Hispano Suiza que mi padre había comprado para sustituir la vieja berlina de la familia. Tengo muy vívidas las imágenes: la sensación de maravilla que bañaba los inmensos salones empanelados de madera, con techos de inusitada altura, los abrigos y los vestidos vaporosos que ponían manchas claras en la noche de enero, como si fueran un juego de luna, los lacayos de calzón corto que nos rodeaban mientras ascendíamos por la escalera de honor, el primer rigodón, los valses, el derroche de champán. ¡Juventud! Qué trivial, qué tierna. Cuánto, cuán poco… Aquella noche, él me comprometió todos los bailes. Sí, sí, lo que oye. Yo le miré con asombro mientras tachaba de arriba abajo las páginas del carné.
—No hay ninguna regla que prohíba bailar con la misma pareja toda la noche —dijo él sonriendo, mirándome de la forma en que toda jovencita sueña que alguna vez la miren.
Fuimos la sensación de la noche, el objeto de todas las murmuraciones. Mi timidez, mi torpeza, que contrastaba con su seguridad, llamaron la atención. Las madres de las demás muchachas recién puestas de largo se inquietaron, con ese olfato que tenemos las madres ante cualquier amenaza desconocida para nuestras hijas. Y ellas, tan sorprendidas como yo, me miraban de reojo, creyendo ver en mí una rival peligrosa. Muchos años después, mi amiga Ana Eugenia, para entonces ya marquesa de Avendaño, recordándome la fiesta, que yo nunca he olvidado, me dijo:
—Aquella noche me causasteis una de las más fuertes impresiones de mi vida. ¡Estabais tan absortos el uno en el otro!
Tras el primer rigodón bailamos sin cesar un vals tras otro hasta más tarde de la medianoche. Hubo, luego, un momento en que nos acercamos al bufé para tomar una media cena y beber champán. Yo no cabía en mí de gozo. No recuerdo mucho de lo que Ángel me dijo, ni de lo que yo le dije a él. Recuerdo que, con las copas de champán en la mano, buscamos un rincón donde poder sentarnos tranquilos. La fiesta duró hasta el amanecer. Pero me pareció un suspiro. Recuerdo las caras de las señoras: lívidas y ajadas, con los ojos rodeados de ojeras. Las de los hombres eran pálidas y parecían arrugadas. Y recuerdo el aliento del alba al salir de la Bilbaína. Flotaba en la noche un frío glacial que empañaba los cristales. A intervalos llovía sobre el empedrado; gotas como alfileres. Él, educadísimo, me ayudó a ponerme el abrigo. Y después, a subir al automóvil.
—¿Nos vamos? —dijo mi padre.
A duras penas no me eché a llorar, y tuve que hacer un gran esfuerzo para no decirle a mi madre cuán feliz era. Tenía la impresión de que las cosas habían cambiado, de que ya no volverían a ser del todo como hasta entonces.
«Toda mi vida será como esta noche», me decía mientras el automóvil se arrastraba crepitando por la carretera, sin sospechar que lo que estaba sintiendo en ese momento era irrecuperable para siempre.
Al poco de llegar a casa se produjo en mí una reacción. Dormí mal, porque de pronto sentí un enorme miedo del mañana. ¿Quizá él ya me había olvidado? ¿Quizá había sido un error comprometer todos mis bailes? ¿Debería haber bailado con los otros pretendientes que se habían acercado para invitarme, aunque me parecieran insípidos y sin interés? A todos había otorgado una sonrisa, a todos había mostrado mi carné, donde a cada rigodón o vals seguía la misma firma obsesiva: Ángel Bigas… Seguí torturándome así, hasta que por fin me sumí en un sueño inquieto.
¡El primer amor! Sólo era el primer amor. ¿Hay algo más conmovedor, algo más hermoso y patético? Al día siguiente recibí una nota muy breve. De Ángel, claro. Decía que debía ir a Madrid a terminar sus estudios de Derecho y preparar la oposición a la carrera diplomática. Volvería para las vacaciones de Semana Santa.
«Me voy esta tarde. ¿Puedo escribirte?».
Todos los días, una carta. De haber prestado atención, mis padres hubieran podido leer en mis ojos los latidos del corazón. Allí estaba, con el correo de la mañana, cada mañana, la carta, escrita en tinta sagrada sobre papel bendito. ¿Si las conservo? No. Las quemé. Murieron en el fuego. Las palabras. Las promesas como yo entonces no había conocido nunca. Para la vida. Para el mundo… Pasto del fuego. Purificadas.
Recuerdo los primeros días de noviazgo. Aquellas dos semanas de vacaciones. A él le gustaban, igual que a mí, los largos paseos que no conducían a ninguna parte. Yo tampoco necesitaba que condujeran a sitio alguno. Me bastaba con sentirme a su lado. Aunque calláramos juntos. A veces le interrogaba sobre su vida en Madrid, sobre la ópera que se representaba en el Real, sobre Consuelo Bello y las artistas de vida más ligera.
—¿Es tan guapa «la Fornarina»? —le preguntaba.
—Sí, pero nada más.
Todo conspiraba entonces para rodearle de prestigio.
Una tarde fuimos a tomar té a casa de Carmen, con media docena de sus amigos. ¡Carmen! ¿Sabe cómo era ella? Muy, muy hermosa. Un poco estatuaria, eso sí. Tenía fama, y con razón, de caprichosa, extravagante, orgullosa, derrochadora. Era, sobre todo, una mujer culta, una mujer de buen gusto. Por su casa solían aparecer José Félix de Lequerica, Rafael Sánchez Mazas y algunos más de la tertulia del Lyon d’Or. A ella le complacían la conversación ingeniosa y las frases agudas. Y estaba muy satisfecha de su colección de pintura, que solía ampliar con alguna adquisición en las exposiciones locales, asesorada por amigos entendidos. Había un cuadro del que se sentía especialmente orgullosa. Un Sorolla que escandalizaba mucho a las señoras que entraban en la casa. El lienzo representaba una dama desnuda sobre un diván. Ella, imagínese, lo tenía en el lugar más visible de la casa, el hall. Un hall espaciosísimo.
Cómo una mujer así se casó con Eusebio Arieta es un gran misterio.
—¿Te imaginas las conversaciones entre Carmen y Eusebio? —me preguntó una vez Ana Eugenia—. Yo no.
—No se me había ocurrido —confesé.
Y no se me había ocurrido porque la juventud es generosa; en su sana actitud ante la vida, está dispuesta a descubrir paraísos incluso donde jamás existieron. Hasta en aquel matrimonio, que ya es decir.
—Querer nunca le quiso —decía mi cuñada—. Ni a los hijos. Si ahora vive como dentro de un mausoleo es por el hermano. Ahí está su pena; el hermano.
¿Eso ha contado el doctor Hurtado? Pobre. Las relaciones de Carmen con los hombres fueron siempre complicadas, porque en algún momento de su vida todos han estado enamorados de ella. Ángel probablemente también. Pero Carmen sólo quería poder. Acudía a todas las fiestas, tan hermosa o más que las noches de junio. Y siempre había seis o siete personajes que la seguían por todas partes, como una guardia de sonámbulos.
—Es brujería —recuerdo que bromeaba Ana Eugenia—. Les chupa la sangre.
No sé en qué estado se habrá encontrado la casa cuando fue a entrevistarse con ella. Pero entonces parecía el palacio de un antiguo embajador de la Sublime Puerta. Un poco sobrecargado, pero de un gusto exquisito. Aquella tarde de la que le hablaba hace un rato fue deliciosa. De amable conversación, de música íntima después del té y las pastas. Yo quizá hablé demasiado. O, por lo menos, con demasiado entusiasmo. Pero Carmen me escuchaba y me animaba, y Ángel, con una mirada que me hacía sentir una dulce seguridad, también. Finalmente —oscurecía a lo lejos, sobre el mar; el resto de los invitados ya se había despedido—, Carmen señaló el piano.
—¿Por qué no tocas alguna pieza? —dijo.
Toqué un poco de Liszt y algo de Chopin. Al principio con precaución, uniendo mis manos a las teclas suavemente, como si tuviera que dormir a mi alma dentro de mí. Pero mi alma no quería dormir. ¿Percibieron cuánto de mí, de mis sueños, de mi tristeza, de mi ser íntimo pasaba por la música ajena?
—Has estado maravillosa —me dijo Ángel más tarde, mientras conducía camino de casa de mis padres.
Eso fue en la Semana Santa del año 13. Ese mismo año, cuando el verano tocaba a su fin, se declaró. Fue durante una de aquellas fiestas que don Alejandro solía celebrar en su casa. Frívolas, alegres y ruidosas. No puedo recordar si le besé una o varias veces. Recuerdo, eso sí, que pasamos una hora o más sentados en un pequeño y apartado rincón del jardín, rodeados de árboles y estatuas francesas del siglo XVIII.
Aquel verano… Lo recuerdo bien. Ay, sí. Unos días después de que Ángel se declarara, él y don Alejandro vinieron a casa a pedir mi mano. Mi padre se puso como loco y lo celebró descorchando botellas y botellas de champán. ¿Qué sabía, entonces, yo del amor? Nada: palabras, besos, hastíos. Anunciamos el compromiso en la fiesta de Navidad. La noticia apareció en todos los periódicos locales. Figúrese. La nieta de Simón Daza, fundador y consejero del Banco Bilbao, se casaba con el único hijo varón de Alejandro Bigas… Pero entonces murió el abuelo Simón. Yo debía guardar luto. La boda se pospuso. ¡Un año! Era como si la vida se burlara de mí. Sí, sí. Casi enfermo del disgusto.
¿Qué sucedió? ¿Algún romance? ¿Una aventura más seria de lo predecible? ¿Alguna intriga? ¿Alguna habladuría? Lo ignoro.
Una noche me dijo:
—María, tengo que hablar contigo seriamente.
Es inútil recordar todo eso. ¡De qué modo, durante tantos años, ha quedado grabada en mi memoria esa escena en casa de mis padres!
—¿Y sobre qué quieres hablarme tan seriamente? —dije, siguiéndole con buen humor hasta la salita de estar.
—Siéntate —murmuró.
Tomé asiento. Y él esperó a que me encontrara bien acomodada en la silla.
—María… —dijo—. No pienso casarme.
Me reí. Pensé que bromeaba. Pensé en la fecha. Estábamos en abril.
—Estoy hablando en serio, María. No puedo. No debo hacerlo.
Nunca. Nunca hubiera imaginado una cosa así. Le oía y tenía la impresión de que conversaba conmigo como con una extranjera. Me hablaba de la precipitación del enlace, del miedo a que un matrimonio prematuro embotara todo lo que en él había de ímpetu y de entusiasmo, de las trampas de la costumbre. Yo le escuchaba como desde una distancia infinita, como si toda la escena fuera irreal, y las palabras fueran fragmentos, astillas, de una pesadilla.
Cerré los ojos.
—¿Hay otra? —pregunté.
—No, no hay nadie —suspiró.
Recuerdo, creo recordar, que lo abracé y que intenté torcer aquel momento cruel, torcerlo a fuerza de besos para convencerle de que nos casáramos inmediatamente, para que se modificara el rumbo inexplicable de las cosas y todo volviera a ser lo que había sido. Mi reacción pareció conmoverle. Una pausa de silencio cayó sobre los dos.
—Es mejor que te vayas. ¡Vete, vete, vete! —grité por fin, mientras le empujaba hasta el recibidor, tan alto que mi madre se asustó.
—¿Ha pasado algo? —preguntó sofocada.
—Adiós, doña Victoria —dijo él, aturdido, poniéndose el abrigo en el umbral de la puerta.
—Adiós —grité yo cegada por un odio repentino—. Que tengas muy buenos viajes.
No lloré. Ni siquiera se me pasó por la mente llorar.
—Pero ¿qué sucede? —insistió mi madre—. ¿Es que habéis discutido? María, contesta. ¡María!
—Por favor, mamá, calla —susurré clavándome las uñas en las palmas de las manos hasta hacerme sangre, intentando esconder el dolor y el nerviosismo con una sonrisa—. No digas nada. Él no me quiere; no me quiere…
Así fue. Hace casi cuarenta años. Sí, fue una ruptura sonada. Figúrese el escándalo. Corrieron muchos rumores, claro.
—La verdad es que Ángel no ha pedido mi opinión —me contó Ana Eugenia que comentaba Carmen cuando salía a relucir el asunto en su presencia, o, al menos, eso se decía—. De hecho, no hemos hablado mucho de ello. Es tan impulsivo… Pero su actitud no me sorprende. En verdad, es bien sencilla: no quiere ser un hipócrita. Hay tantos.
Aquél era el gran defecto de Carmen: cualquier cosa que hicieran los Bigas le parecía bien, y muy especialmente si se trataba de su hermano Ángel.
Mi padre se tomó el asunto horriblemente.
—¡Mal bicho! —gritaba cuando creía que yo no podía oírle—. ¡Qué deshonra! ¡Qué deshonra!
—Pobre niña —decía mi madre—. Se le veía tan interesado por María.
—¿Y qué? —replicaba mi padre—. ¡Qué desvergüenza!
Nunca me he sentido más desgraciada, más débil. Me creía perdida, muerta. Todo había sido tan rápido. Ojalá hubiese sido un sueño. Ojalá no se hubiera tratado de la vida real, de mi vida. ¡Resulta tan grotesco sufrir de amor! Es tan poco civilizado.
—Todo se arreglará —repetía mi madre.
La pobre se propuso colaborar a fondo en mi rescate siguiendo al pie de la letra los consejos del doctor Areilza: vida con los amigos, viajes al extranjero…
—No deje que se encierre en casa —le dijo el doctor.
Uno de sus grandes sueños había sido siempre conocer Italia, visitar las iglesias, rezar con el papa, deslizarse por el Gran Canal de Venecia, entre el ir y venir de las góndolas. Así que, durante todo un año, ella y yo nos dedicamos a descubrir Venecia, Roma, Florencia, Pisa, Siena, Milán, Génova, Nápoles…
Y acertó. Aquel viaje me sentó muy bien. No hay nada como las voces de la vida para ahogar la pena. Volví a estar alegre y más tranquila. Sí, tan alegre como siempre. A mi regreso, me presenté en sociedad como si nada. Y un año y medio después me casé con Antón en Begoña. Luego sucedió algo no tan insólito: floreció la segunda vida y pasó a borrar la primera.
No es el amor quien muere. No. No es el amor. Somos nosotros. ¿Está de acuerdo? Nosotros… Transcurrió mucho tiempo. Más de quince años. Quince años durante los cuales no tuve más noticia de él que la que surgía muy de vez en cuando en alguna conversación aislada. Si no hubiese sido por la bancarrota de don Alejandro y los comentarios que despertó, es posible que no me hubiera acordado más. Pero la muerte de don Alejandro hizo que lo recordara. Antón y yo asistimos al funeral. Sí, sí… Muy poca gente. Ángel acababa de llegar no sé si de San Juan de Luz o de París. Se decía que había estado con don Miguel de Unamuno en Hendaya y que conspiraba con un grupo de políticos e intelectuales contra la dictadura.
Dos años después coincidí con él en casa de la marquesa de Avendaño. Era el último verano de la monarquía. Primeros de agosto, si no me falla la memoria. Recuerdo que los invitados de Ana Eugenia estaban impacientes. Se esperaba al rey, que esa misma mañana había llegado a puerto a bordo del yate Giralda, y había prometido asistir a la fiesta de la marquesa después del ágape en el Sporting. No era la primera vez que don Alfonso acudía a la casa de mi amiga. Siempre que venía a tomar parte en las regatas veraniegas del Abra, el rey aprovechaba la ocasión para hacer un poco de política y otro poco de charla amorosa. El salón del Sporting y nuestros palacetes de Neguri servían para ambas cosas a la perfección.
De aquellas visitas reales guardo un grato recuerdo. Antón era aficionado a la vela y el remo, y solía tomar parte en las regatas que organizaba el Sporting. Aún puedo oír los vivas y los aplausos con los que los socios recibían la aparición de la lancha real. Ay, cuando pienso que el pobre murió en Roma, tan lejos de la tierra a la que sirvió con tanto sacrificio. Ni los políticos ni los intelectuales quisieron ayudarle. Fue como una tromba, como un huracán… Sí… Sí… Volvamos a la fiesta en casa de Ana Eugenia. Aquella noche produjo gran revuelo de comentarios la inesperada llegada de Carmen. Era el primer baile al que asistía desde la muerte de don Alejandro. Y lo hacía sin su marido. La acompañaba Ángel, quien daba la sensación de que había acudido a la fiesta únicamente por no dejar sola a su hermana.
He de decir que ella estaba espléndida. Entró en el gran salón de baile, y fue como si caminase dentro de los hombres. Qué distinta del fantasma con quien se habrá entrevistado usted. Aquella noche llevaba un vestido de seda azul celeste, de un celeste extraordinario, casi blanco, al que se adhería la luz amarilla de las arañas como ciertas tonalidades del mar al amanecer. Sí, estaba preciosa. Aquella noche parecía concentrar en su persona toda la seducción de la madurez.
—Mi marido —oí, después, que Carmen había dado como única excusa— está algo cansado. Pero yo no quería renunciar por nada del mundo a la fiesta de la marquesa.
¿Y Ángel? Ángel también sonreía. Pero la suya parecía una sonrisa llena de cansancio. Recuerdo que el corazón me latió violentamente. Los años habían pasado. Las aguas se habían calmado. Quiero decir: no quedaba ni sombra, no digo ya del amor, ni siquiera de las recriminaciones o del rencor. Pero lo veía en casa de Ana Eugenia, vestido de esmoquin, y volvía a verlo en aquel jardín de la mansión de los Bigas. Allí estaba. Y de repente, sin saber por qué, me sentí vieja. Como si el aire se hubiera colmado de fantasmas. Cuando nuestros ojos se encontraron tuve que contener el aliento para no transformarme en una estatua de sal.
Recuerdo que un rato después de su entrada llegaron los reyes. Se produjo un gran revuelo, una especie de ¡aaah…!
—Don Alfonso y doña Victoria Eugenia —dijo alguien.
Al instante, la orquesta tocó la marcha real.
No creo que pueda olvidar esa noche. Ángel se condujo admirablemente. Aprovechó, para acercarse, que el rey había sacado a bailar a Carmen y Antón conversaba con el marqués de Buniel y algunos otros. Su rostro, algo más viejo, expresaba exactamente lo que él quería que expresara: la sorpresa agradable de encontrarse con una amiga de juventud.
—Tantos años —dijo mientras yo le tendía la mano— y estás igual de hermosa.
Debió de notar el temblor de mi mano, porque vi que algo pasaba por su mirada, fugazmente.
Es extraño lo bien que recuerdo la conversación. Hablamos del tiempo, de las fiestas de Ana Eugenia, de Antón, a quien él no conocía.
—La vida de diplomático debe de ser maravillosa —comenté—. La de líos que habrás tenido en el mundo.
—A menudo resulta mortalmente aburrida —contestó con una mirada como de náufrago.
Habló entonces de las incomodidades vividas en Venezuela y contó alguna anécdota de Varsovia.
—¿Y tú? —preguntó de pronto—. ¿Cómo estás tú?
Suspiré.
—Mi vida ha sido muy sencilla. Antón y los niños: eso ha sido todo. Me casé al año de regresar de Italia.
Aquella evocación pareció desconcertarle.
—Si supieras la de veces que he tenido un ataque de nostalgia de aquella jovencita del salón de la Bilbaína… —me interrumpió sonriendo.
Pero por el tono comprendí que prefería evitar las alusiones al pasado.
—¿Y el piano? A nadie, ni siquiera a Paderewski, sentado ante el piano del salón rojo del Palacio Real de Varsovia, he oído interpretar tan bien los nocturnos de Chopin.
Descubrí entonces cuánto le había desgastado el tiempo. La antigua expresión de sus ojos, aquel fulgor que resultaba casi insoportable, había desaparecido; el ideal juvenil de vivir en países lejanos se había extinguido, como un vaho que enseguida se disipa; y la inventiva, la deliciosa corriente verbal que aleteaba en sus cartas… ¿Cuánto tiempo había pasado desde la publicación de su último libro? ¿Diez años? ¿Más? Aquel sueño de escribir la novela del siglo también había quedado atrás, en el cementerio de las ilusiones. Todo aquello ya no formaba parte de Ángel. Había existido y ya no existía.
Todo el tiempo que aún estuvimos conversando me acosó la misma duda. ¿Sentía él lo que yo estaba sintiendo? ¿Veía en mí lo que yo había visto en él? Yo también había cambiado. Ya no era una niña sin experiencia. Tampoco era la pianista que hubiera querido ser. Después de casarme, simplemente había perdido el interés. La pasión seguía ahí. Pero, en fin, los niños, la familia… Y Antón, ay, él también había cambiado. Pero mucho menos que nosotros. Tal vez porque Antón tenía menos que cambiar.
—¿Qué te ha traído a Las Arenas? —pregunté para escapar de la atmósfera de blanda melancolía que se estaba imponiendo en mi espíritu.
—¡Oh!, nada importante. Mañana voy a Madrid.
Apenas volvimos a hablar. Recuerdo que llegó Antón. Les presenté. Y al cabo de un tiempo de conversación trivial, Ángel se despidió.
No. No lo volví a ver. Supe de él cuando se proclamó la República, claro. Y casi siempre cosas feas. Pero usted ya conoce lo que sigue. Pobre, pobre Ángel. Yo estaba en Biarritz y seguí con escasa atención las noticias sobre sus andanzas revolucionarias.
—No tenía conciencia moral —recuerdo que comentó mi padre.
¡Qué tiempos, Dios mío…! ¿Qué sentí? ¿Amargura? ¿Melancolía? ¿Tristeza? Me quedé estupefacta. Nada más. Por supuesto, estuve en su funeral. Eso es todo. No. Nunca supe los detalles. Verá, no quise saber. A lo sumo, podría contarle alguno de los rumores que corrieron entonces de boca en boca. Pero basta de preguntas por hoy. Se acabó. Me perdonará que dé por terminada esta agradable conversación. Tengo otra visita, y la puntualidad es una virtud a la que no quiero renunciar. ¿Una pregunta más? ¿Por qué le da tantas vueltas a las cosas? ¿Qué hacía Ángel Bigas en tratos con Prieto y Echevarrieta?, quiere saber usted. Mire, yo siempre he despreciado la política, pues conozco las bajezas que conlleva. En cualquier caso, le responderé a esa pregunta. Hacía lo de siempre, conspirar contra el Gobierno. Desde que murió su padre, no hizo otra cosa.