Querido Andrés:
Dos narcóticos me ayudan a escapar de Bucarest. Los diarios de Stendhal y una bella edición ilustrada de las Cartas de Rusia del marqués de Custine. Este libro es, desde hace unas cuantas noches, mi más leal compañía. Ni tan siquiera en sueños me abandona. Anoche me desperté de pronto oyendo estas palabras:
—Te irás, y no quedará ya nada hermoso en el mundo.
Eso lo decía Olga, en mi sueño… Me encontraba en el Palacio de Invierno, en una fiesta dada por el zar Nicolás I. Yo, desde luego, no esperaba encontrar en aquel lugar placer alguno, ya que me sentía completamente extraño a las personas y a los objetos que me rodeaban. Era el verano de 1839. Lo sé porque el presente que yo estaba viviendo en el sueño se conciliaba con el pasado del testimonio del marqués de Custine. A pesar del frescor de la noche, la atmósfera del palacio durante la fiesta era sofocante. Por eso, al levantarme de la mesa, me refugié lo más aprisa que pude en el alféizar de una ventana. Allí, sentí un extraño temblor. El cielo había descendido sobre la tierra: una cortina de bruma cristalina, lechosa, húmeda, envolvía San Petersburgo. Era como estar ante un cuadro de Brueghel de Velours.
Me arrancó de aquella contemplación cada vez más profunda una voz de mujer.
—¿Qué hace usted aquí?
—Admiro la vista, señora. Hoy no sabría hacer más que esto.
Era la emperatriz Alejandra. Se hallaba a mi lado.
—Yo, en cambio —respondió la emperatriz—, me estoy asfixiando. Como usted ve, esto es menos poético. Pero hace usted muy bien en admirar la vista.
Se puso a mirar conmigo. Y después añadió:
—Estoy segura de que usted y yo somos los únicos aquí que contemplan esta maravillosa noche blanca.
Sus ojos parecían tan serenos que uno podría perderse eternamente en ellos.
—Todo cuanto veo es nuevo para mí, señora. Y no me consolaré nunca de no haber venido a Rusia en mi juventud.
—Siempre se es joven de corazón y de imaginación.
Yo no me atreví a responder, pues la emperatriz, al igual que yo en el sueño, carecía ya de esa juventud cuya pérdida lloró Espronceda, y era precisamente lo que yo no quería hacerle sentir. Al alejarse, me dijo con gracia:
—No olvidaré que hemos sufrido y admirado juntos.
Salí del salón donde se había servido la cena para pasar a la sala donde se celebraba el baile, y me acerqué a otra ventana. Ésta daba al patio interior del palacio.
—Mi querido Ángel… —susurró Olga a mi espalda, produciéndome una maravillosa sensación de caricia y de perfume.
Estaba guapísima, con un vestido de tarlatana azul y flores en su cabello de niña.
—… Ayer, en el malecón, bajo la luna, cuando nos despedíamos y usted tenía mi mano fría en la suya, sentía unas ganas locas de besarle, y si no lo hice fue porque la luna era demasiado grande.
Me pareció triste.
—No temo su partida —me dijo de pronto—, sino mi desaparición. Usted se irá en invierno y dejará de verme y me entregará a la noche, a los puentes, a los transeúntes, a todo, a todo. Y me olvidará…
La voz le temblaba un poco.
—Nunca sabrá usted —dijo—, no sabrá nunca, hasta qué punto es suya mi alma.
Desperté…
Voilà tout, querido Andrés.
Un abrazo,
Ángel