Bucarest, 5 de enero de 1917

Querido Andrés:

Son días tristes. Bucarest empieza a desprender un hedor insoportable.

—¡Qué ola de vulgaridad! —me decía esta tarde Stelescu mientras cruzábamos la calle Victoria, cuyos restaurantes y cafés hierven a todas horas de soldados alemanes y muchachas que se muestran amables con ellos—. Y todos se ahogan en ella. Qué novela no hubiera escrito Petronio.

Son días tristes, sí. En el Ateneu, donde los antiguos germanófilos empuñan las riendas y cabalgan a placer, se suceden comentarios como éstos:

—Mejor estos demonios que Bratianu y sus compinches.

Se trata de recitar el papel de pueblo vencido, de cantar, palmotear y saltar de alegría entre las ruinas del orgullo patrio, de hacer ondear banderas que se consideraban enemigas hace tres semanas y ser amables con los soldados que hormiguean en las calles y usurpan a los civiles sus sitios en los cafés, restaurantes y cervecerías.

A veces, esta amabilidad da lugar a desagradables incidentes. Anoche fui testigo de uno en el café Riegler. Un sargento de ulanos se había encontrado allí con una mujer que se dedica a estafar a los soldados y al momento la agarró por el brazo y empezó a propinarle puntapiés. Todo esto en medio de un enorme griterío por ambas partes. El hombre, completamente fuera de sí. Y la mujer vuelta hacia él como una comadreja que se hubiera topado con una serpiente. Un oficial hizo que arrestasen a los dos.

Tu amigo,

Ángel