Querido Andrés:
Dos líneas para que sepas de mí. Mejor dicho, una frase: Bucarest ya es alemana.
Todo esto, créeme, es como la muerte de un ser querido. Uno no entiende cómo ha pasado, no cree que haya pasado. En la mañana del 6 de diciembre un regimiento de ulanos, salidos de no se sabe dónde, cruzó la ciudad con rapidez.
—¡Alemanes! —gritó una voz.
El frío era intenso y toda Bucarest humeaba.
—¡Alemanes! —empezó a oírse por todas partes.
Poco después, las tropas alemanas hacían resonar el empedrado con su paso duro. Los oficiales iban rígidos sobre sus caballos y con cascos rematados en punta en la cabeza. Nada en ellos indicaba que acababan de llegar del frente. Los soldados estaban sucios, pero no desanimados o rendidos, como los andrajosos soldados rumanos que habían cruzado las mismas calles una semana atrás, rumbo a Moldavia.
—¿Qué es esto? —preguntaba una anciana en plena calle Victoria.
—Un castigo de los dioses —respondió lacónicamente un caballero.
Las columnas de soldados parecían alargarse sin fin. Algunos comerciantes les sonreían al pasar, pero la mayoría de la gente se quedaba mirándolos en silencio. Varias mujeres lloraban.
Por la tarde aparecieron carteles en las paredes y en las vallas, en alemán y rumano. Resaltaban especialmente las palabras Streng verboten, «estrictamente prohibido». Y establecían el toque de queda, que rige desde las nueve de la noche. También decretaban que —a excepción del cuerpo diplomático de los países amigos y neutrales— todos los extranjeros debían abandonar Bucarest en el término de veinticuatro horas y que los súbditos de las potencias aliadas, ya fuesen hombres o mujeres, sorprendidos dentro de los límites de la ciudad después de ese plazo, serían fusilados sin fórmula de juicio.
Era la ocupación después de la invasión.
Un abrazo,
Ángel